Imaginarios
urbanos e imaginación urbana. Para un recorrido por los lugares
comunes de los estudios culturales urbanos*
Adrián Gorelik**
Resumen
Este artículo surge de un malestar sobre el derrotero de los “imaginarios urbanos” como modo de aproximación a la comprensión de la ciudad. Puede advertirse un agotamiento de las principales promesas con que los estudios culturales se volcaron al tema urbano, lo que supone la necesidad de una discusión que, en este caso, debe tomarse en primer lugar como un ejercicio introspectivo. El malestar se podría enunciar en una fórmula: nunca se habló tanto de imaginarios urbanos al mismo tiempo que el horizonte de la imaginación urbana nunca estuvo tan clausurado en su capacidad proyectiva.
Palabras clave: estudios culturales urbanos, modernidad, América Latina.
Abstract
This article arises from the uneasiness caused by the routes of the “urban imaginaries” as an approach to the understanding of the city. It is possible to observe an exhaustion of the main promises conveyed by cultural studies that devoted themselves to the urban theme, and that implies the need for a discussion, which, in this case, should be taken first as an introspective exercise. The uneasiness could be enunciated in the following formula: never were “urban imaginaries” so widely discussed, while at the same time, the horizon of the urban imagination never was so blocked off in its projecting capacity.
Key words: urban cultural studies, modernism, Latin America
Razones de un malestar
Este artículo surge
de un malestar sobre el derrotero de los “imaginarios urbanos”
como modo de aproximación a la comprensión de la ciudad.
Puede advertirse un agotamiento de las principales promesas con que
los estudios culturales se volcaron al tema urbano, lo que supone la
necesidad de una discusión que, en este caso, debe tomarse en
primer lugar como un ejercicio introspectivo.
El malestar se podría
enunciar en una fórmula: nunca se habló tanto de imaginarios
urbanos al mismo tiempo que el horizonte de la imaginación urbana
nunca estuvo tan clausurado en su capacidad proyectiva. Así planteado,
resulta un malestar fácilmente impugnable, ya que la fórmula
pone en contacto dos dimensiones de calidades diferentes: los imaginarios
urbanos como reflexión cultural (por lo general, académica)
sobre las más diversas maneras en que las sociedades se representan
a sí mismas en las ciudades y construyen sus modos de comunicación
y sus códigos de comprensión de la vida urbana, y la imaginación
urbana como dimensión de la reflexión político-técnica
(por lo general, concentrada en un manojo de profesiones: arquitectura,
urbanística, planificación) acerca de cómo la ciudad
debe ser. Pero no es un mero juego de palabras, la colisión ingeniosa
entre el carácter polisémico de la noción de “imaginario
urbano” y la más restringida acepción de “imaginación
urbana” como horizonte proyectual; ni quiere ser la crítica
de una práctica intelectual por su contraste con una coyuntura
urbana de la que no es ni mínimamente responsable. Esta puesta
en contacto, y el malestar que de ella resulta, pueden justificarse
al menos por dos razones.
La primera razón es
la constatación de que un tipo de estudios socio-semióticos
sobre identidades urbanas, cuyos temas de investigación pueden
ser, por ejemplo, los colores o los olores con que la gente identifica
a sus ciudades, los modos en que circulan los rumores o los sentidos
múltiples de los graffiti populares, está siendo
crecientemente requerido por gobiernos municipales como instrumento
técnico para sus políticas. No se trata de criticar la
realización de esos estudios en sí, algunos de los cuales
ofrecen valiosos aportes al conocimiento de nuestras sociedades, sino
de señalar la novedad de que en algunos casos están comenzando
a ocupar en las políticas municipales el lugar que las encuestas
de opinión ocupan en la política tout court:
el lugar de reemplazo de la imaginación política por ese
nuevo ídolo, las opiniones (o los deseos) “de la gente”,
estadísticamente relevados. De hecho, en la comprensión
del desplazamiento de esta lógica hacia el ámbito urbano
no parece secundario el prestigio actual de la comunicación como
instrumento político para develar (y manipular) el arcano social,
en momentos en que se han desvanecido los límites entre marketing
y política, y en que la noción de marketing urbano
gana adeptos como única alternativa de política urbana
en tiempos de globalización.
Pero, en el ámbito
específico de lo urbano, estos estudios de comunicación
sobre los imaginarios urbanos parecen capaces de ofrecer un plus
aún más fascinante para la política actual: develar
la cuestión de la identidad. Gracias a los instrumentos que han
tomado de la sociología cuantitativa, estudios motivados inicialmente
en preocupaciones culturales o antropológicas parecen proveer
una satisfacción científica, objetiva, a la interrogación
por la identidad. Y esto también revierte sobre el propio trabajo
académico, ya que esta modalidad de investigación ha logrado
reunir, sin conflicto aparente, lo esencial de los métodos que
le habían permitido a las ciencias sociales ganar su lugar como
ciencias, junto a una serie de cuestiones que surgieron del derrumbre
categórico de aquella presunción de cientificidad (Silva,
1992). Así, en una zona de la investigación social latinoamericana
se ha rejuvenecido la idea típica de los años sesenta
de que sólo se puede acceder a un adecuado conocimiento de la
sociedad urbana a través de equipos masivos “interdisciplinarios”
que, a la manera de los discípulos de Linneo, van por las ciudades
del continente recogiendo datos para comparar sobre una base común,
aunque esta vez no se trata de los órganos sexuales de las diferentes
familias de plantas (ni, a la manera planificadora, del tamaño
de los baños y cocinas o la cantidad de habitantes por cuarto),
sino de las preferencias de vestuario de las diferentes “tribus
urbanas”.
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Magritte, "This
is not a pipe, either " |
La segunda razón para
plantear como problema la relación entre los análisis
culturales de los imaginarios urbanos y la imaginación urbana
proyectual es que ha sido una relación clásica, de gran
productividad en la tradición intelectual latinoamericana, a
partir de la cual se pueden tender ciertos hilos de comprensión
de nuestra cultura urbana. En pocas partes como en Latinoamérica,
seguramente por su fulminante proceso de modernización entre
mediados del siglo XIX y mediados del XX, se ha visto más realizada
la premisa que sostiene que la ciudad y sus representaciones se producen
mutuamente. El largo proceso que en las ciudades europeas fue produciendo
la lenta maceración e interpenetración entre los diversos
planos de esa producción mutua –las figuraciones artísticas
y literarias, la producción de simbolizaciones culturales, las
prefiguraciones intelectuales y la construcción y reconstrucción
material de la ciudad-, componiendo complejas capas de sentido que le
dieron su densidad a esa relación circular, en Latinoamérica
suele ser un estallido que la realiza como un contacto fulgurante.
Ese contacto encontró
siempre forma en programas urbano-territoriales que se definían
al mismo tiempo como interpretación y como proyecto, aunque se
pueden reconocer tradiciones confrontadas para la misma ambición.
Hay una tradición para la cual la realidad territorial y urbana
es maleable a las ideas en este vacío sudamericano que la naturaleza
y la historia habrían brindado como ofrenda a la voluntad fáustica
de la modernización occidental; se trata de una línea
persistente que conecta la mística constructiva de mediados del
siglo XIX con la del desarrollismo un siglo después, como demuestra
la ciudad producto por excelencia de una representación cultural
de la modernidad latinoamericana: Brasilia. La representación
de modernidad crea realidad urbana y ella refuerza la representación
de un ideal de nación: así podría decirse que funcionó
la relación entre ciudad y representación en esta tradición
cultural. Pero, como se sabe, esa tradición generó su
contraparte crítica, encargada de mostrar aquel “círculo
virtuoso” bajo una luz a veces trágica y a veces paródica;
esta otra tradición invirtió la carga de la prueba, interpretando
el poder de las representaciones como ilusión o como falacia,
como representaciones del poder. De ella puede encontrarse una versión
moderada, la de quienes notaron la simplificación excesiva que
había existido en la propia idea de “vacío”,
reparando en todas las preexistencias que hacían de obstáculo
a la voluntad modernizadora, y una versión más radical,
la de quienes elevaron aquellas preexistencias y obstáculos como
nueva verdad “bárbara” contra la imposición
civilizatoria. Pero incluso en estos casos, en los que se prefería
entender el proceso de modernización bajo una oposición
de nuevo signo, “cultura/civilización”, la imaginación
urbana siguió formando parte sustancial de los imaginarios urbanos:
podía cambiar el sentido del cambio y del rol de la ciudad en
él, pero el seguimiento atento a los efectos culturales de la
urbanización presuponía un horizonte proyectual en el
que aquella pudiera ser transformada.
Estas diferentes tradiciones
encuentran un punto de realización en nuestros tres primeros
analistas culturales urbanos, Romero, Morse y Rama, a quienes quise
dedicar estas notas como modo de reconocimiento de su tarea fundadora
de un campo de problemas, pero también como modo de recordar
que en esa primera definición de cultura urbana que dieron, imaginario
e imaginación todavía formaban parte del mismo desafío
intelectual y político. Es un punto de realización en
dos sentidos, de llegada y consumación, en la peculiar coyuntura
de transición política y cultural que resultaron los años
setenta. Así que, curiosamente, la primera definición
de un posible campo de estudios culturales urbanos latinoamericanos
nació en el mismo momento en que varias de las concepciones que
lo habían hecho posible estaban comenzando a desvanecerse. Y
así podría explicarse una de las dificultades que encontramos
a la hora de situar en un lugar principal de nuestra reflexión
actual sobre cultura urbana a esos tres fundadores: están muy
próximos y, simultáneamente, son como mensajeros de otro
tiempo, con cuyas claves crearon el propio suelo disciplinar en el que
nos apoyamos, pero que tan arduo resulta descifrar en este nuevo contexto
histórico-cultural. Un contexto en que nuestras nociones ya forman
parte de una nueva cultura académica, desgajada en parte del
manojo de temas y problemas que habían venido definiendo los
marcos de la reflexión política e intelectual latinoamericana,
y nuestras ciudades han entrado en procesos de transformación
para cuya comprensión crítica, sin embargo, las agendas
que esta nueva cultura académica propone se revelan impotentes.
Tanto Romero como Rama y
Morse, desde posiciones extremadamente diferentes, pusieron en el centro
de su trabajo sobre la cultura urbana el rol de los intelectuales y
los artistas en la conformación de las matrices de comprensión
y de transformación social y, a la vez, ellos mismos escribieron
como parte de una tensión proyectual hacia un programa intelectual
para las ciudades y sus sociedades (Romero, 1976; Morse, 1985; Rama,
1985). Esa tensión es lo que se perdió en buena parte
de los actuales estudios culturales urbanos, al mismo tiempo que, paradójicamente,
parece haber explotado la voluntad culturalista que albergaba aquel
programa como modo de comprensión del fenómeno urbano.
En efecto, si en su combate contra las lecturas tecnocráticas
de los planificadores urbanos (en cuya compañía se originó
su temprano interés por la ciudad), Morse proponía revulsivamente
un cambio de foco de las estadísticas a la literatura, más
de veinte años después, en cambio, asistimos a una inflación
simbólica en las interpretaciones sobre la ciudad y la sociedad,
promovida simultáneamente por la crisis de los paradigmas científicos
contra los que Morse se rebelaba y por el predominio en los estudios
culturales de paradigmas provenientes de la crítica literaria;
una crítica que encontró en la ciudad nuevas claves para
pensar la modernidad, pero que en poco tiempo ha contribuido con la
vulgarización de una serie de motivos que amenazan dejar la cultura
urbana sin referente, convertida la ciudad en mera excusa para un torrente
de metáforas en abismo, que no informan sino sobre sí
mismas. En este sentido podría pensarse la actual presencia insoslayable
de La ciudad letrada de Rama en el auge de los estudios urbanos,
no tanto como excepción, sino como parte de un reciclaje que
ha arrancado su posición antimoderna de aquel denso suelo setentista,
para recolocarla exclusivamente en línea con sus claves post-estructuralistas,
de acuerdo a los enfoques que dominan en los estudios literarios latinoamericanos
de la academia norteamericana: una mezcla de post-modernismo, arcaísmo
sociológico y deconstruccionismo que ha generado un modo de pensar
la ciudad de finales del siglo XX simultáneamente como resto
de una modernidad pintoresca y bastión de una modernidad opresora.
El malestar se resume, entonces,
en dos cuestiones: la funcionalidad operativa de ciertos estudios de
comunicación y la vulgarización en los estudios culturales
de ciertos tópicos de la crítica literaria. Sería
posible identificar algunos de los puntos de contacto con la actual
molicie proyectual en la circulación de un conjunto de tópicos
desde los análisis culturales a los diagnósticos urbanísticos;
circulación que va cristalizando en “lugares comunes”,
encrucijadas de sentido para el actual clima de ideas. No se trata de
dar la imagen autoconsolatoria de un universo disparatado que se observa
paródicamente desde afuera, sino de indagar en los orígenes
y los roles conflictivos de un conjunto de figuras y conceptos que hoy
comparten diversas corrientes (disciplinarias o ideológicas),
y que de tan generalizados y habituales amenazan naturalizarse.
De hecho, el tipo de contacto
que busco dejar en evidencia no supone alguna clase de “complicidad”
de los estudios culturales con los argumentos de la urbanística
contemporánea, sino un efecto de reverberación de época
entre ambas dimensiones, con la posibilidad de que se vuelva perverso
ante la mayoritaria indiferencia (o desconocimiento) a la que propenden
los nuevos marcos interpretativos. Arantes ha mostrado otro tipo de
complementación, la que se viene produciendo entre urbanistas
–en general, de procedencia progresista y empresarios que han
encontrado en las ciudades un nuevo campo de acumulación: los
primeros se han dedicado, aparentemente por un mandato de época,
a proyectar “en términos gerenciales provocativamente explícitos”;
los segundos no hacen más que celebrar los valores culturales
de la ciudad, “enalteciendo el ‘pulsar de cada calle, plaza
o fragmento urbano’”, por lo que terminan todos hablando
“la misma jerga de autenticidad urbana que se podría denominar
culturalismo de mercado” (Arantes, 2000). Esta “armoniosa
pareja estratégica” define muy bien los actuales tiempos
del pensamiento urbano y la gestión de la ciudad. Lo que busca
este artículo es anexarle un tercer actor, los estudios culturales
urbanos, para dejar señaladas en todo caso algunas de las aporías
en que hoy han quedado colocados y, dentro de ellos, nos guste o no,
todos quienes los practicamos.
Cartografías
urbanas
Dentro del universo conceptual
enormemente vasto en el cual orbitan los estudios culturales urbanos,
propongo detenernos en la metáfora cartográfica, ya que
podríamos verla como tronco de un ramillete de figuras de gran
diseminación contemporánea en el análisis urbano,
como “itinerarios”, “recorridos”, “relatos
espaciales”, “espacio narrativo”, “mapas cognitivos”,
“territorialidades”, “fronteras”; aunque algunas
provienen de disciplinas de larga tradición, como las dos últimas,
de uso normal en la geografia o la antropología, puede afirmarse
que su uso actual en los estudios culturales urbanos está también
marcado por lo que aquí llamo la metáfora cartográfica.
En realidad, no es fácil precisar cuál está en
la base de todas ellas, pero repasando algunos textos inaugurales de
los estudios culturales urbanos llama la atención, en dos de
los más influyentes, el uso de una muy similar metáfora
cartográfica a partir de la cual, sin embargo, y esto es lo más
interesante, llegan a posiciones completamente antagónicas, de
modo que su análisis tal vez permita anclar el escenario fluctuante
de aquella diseminación. Los textos son La invención
de lo cotidiano de Michel de Certau de 1980 (1996), y “El
posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío”
de Fredric Jameson de 1984 (1991), y creo que la mayor parte de la cultura
urbana actual pendula entre estos dos polos.
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Orbis Terrae
Compendiosa Descriptio, 1569 |
De Certeau fotografiado
por Luce Giard |
A través de la historia
de la cartografía, De Certeau contraponía el discurso
científico moderno a la representación simbólica
del mundo medieval, buscando recuperarla en los relatos espontáneos
del uso de la ciudad: las “prácticas de espacio”.
La autonomía que ganó el mapa entre los siglos XV y XVIII
supuso el progresivo borramiento de los “itinerarios”, graficados
en los primeros mapas medievales por los trazos rectilíneos de
los recorridos, como “indicaciones performativas” que refieren
a peregrinajes, etapas, tiempos, y, luego, en los mapas llamados portulanos,
como marcas empíricas producidas por la observación de
los navegantes. Sobre ellos se impuso el plano moderno, como triunfo
de la geometría abstracta del discurso científico frente
al sistema narrativo de la experiencia del viaje. Es el triunfo de la
visión objetivante de la realidad que inaugura la representación
perspectívica, en tanto comprensión moderna de un espacio-tiempo
homogéneo y matemático. Para De Certeau, en una crítica
que mezclaba espíritu vanguardista (recordemos el análisis
de Panofsky sobre la perspectiva, con su recurso al arcaísmo
típico de la vanguardia) y catolicismo militante, la representación
perspectívica inaugura la transformación del hecho urbano
en concepto de ciudad, de modo tal que se sustituye la realidad con
su imagen planimétrica. Imagen que antes estaba reservada al
“ojo de Dios” y a la que cualquier visitante del World
Trade Center (escribía De Certeau cuando todavía
las torres estaban en pie, lo que nos remite de paso a la fragilidad
de aquello que parecía el colmo de la solidez) puede acceder,
para obtener el placer de dominar la metrópoli, “el más
desemesurado de los textos humanos”. Como se sabe, con esa escena
magistralmente narrada comenzaba De Certeau uno de sus capítulos
más famosos, y no se puede evitar recordar la escena culminante
de “El tercer hombre”, cuando el criminal que encarnaba
Orson Welles explica su desprecio por los simples mortales desde la
visión que le posibilita lo alto de la Vuelta al mundo del Prater
de Viena. Porque también De Certeau subía entonces los
110 pisos del Wold Trade Center para mostrarnos lo inhumano
de esa voluntad de dominio por la abstracción y el concepto que
encarna la racionalidad urbanística. El ojo de Dios es el ojo
del Poder, y desde la torre toda ciudad es un panóptico. Pero,
curiosamente, a partir de allí De Certeau nos muestra que sólo
se trata de romper el hechizo bajando de la torre para reencontrarse
en el nivel del suelo con los practicantes ordinarios de la ciudad,
los caminantes, y participar del múltiple texto urbano que ellos
escriben sin poder ver, para redescubrir que, bajo los discursos que
los ideologizan, proliferan los ardides y las tácticas, los “procedimientos
multiformes, resistentes, astutos, y pertinaces” que escapan al
control panóptico en una “ilegitimidad proliferante”.
Para entenderlo, el analista debe efectuar un “retorno a las prácticas”,
liberando la enunciación peatonal de su transcripción
en un plano: reinvindicar los “itinerarios”, serie discursiva
de operaciones, frente a los “mapas”, asentamientos totalizadores
de observaciones.
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"Torres
Gemelas" www.aldbourne.org.uk |
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Por su parte, Jameson narró
la misma evolución de la cartografía pero para colocarse
en el extremo opuesto, el del punto más avanzado de una historia
del progreso científico, que permitirá acceder a una forma
cultural nueva, postmoderna, una “estética de trazado de
mapas cognitivos”, fórmula que ha tenido una enorme repercusión
en los estudios culturales de la ciudad. Comenzaba su relato a partir
del texto de Kevin Lynch, La imagen de la ciudad, ese brillante
intento de sistematización operativa de las percepciones de la
forma urbana, cuyo riesgo de desaparición por la alienación
metropolitana ya había sido bandera del Townscape inglés;
con un fuerte apoyo en la antropología del espacio (recordemos
los estudios pioneros de Edward Hall), Lynch buscaba recuperar el sentido
de pertenencia de los habitantes urbanos a través de una reconquista
del sentido de lugar. Jameson tomó de allí la idea de
mapa cognitivo, pero advirtiendo que el mapa de Lynch todavía
estaría en el nivel precientífico de los itinerarios náuticos
de los portulanos, superados por la introducción de los nuevos
instrumentos tecnológicos de medición a partir del siglo
XV, que plantean no sólo una cuestión de precisión
en la demarcación, sino una “coordenada totalmente nueva:
la de la relación con la totalidad”. Así que el
mapa cognitivo propuesto por Jameson como clave de una cultura urbana
postmoderna es lo contrario del De Certeau: ya no un intento de recuperación
antropológica de aquel mundo que la tecnología moderna
ha desvanecido, sino una radicalización de sus efectos. Para
ello, retomaba la consigna brechtiana de “arte pedagógico”,
de modo tal que el trazado de mapas cognitivos le proporcionase “al
sujeto individual un nuevo y más elevado sentido del lugar que
ocupa en el sistema global”. En un verdadero tour de force
teórico, Jameson pasaba de Lynch a Althuser y a Lacan, y de éstos
a Mandel, gracias a quien no sólo no hay que temer por el desvanecimiento
del sujeto al que podría suponerse que condujo el postestructuralismo,
sino que se puede aspirar a un sujeto capaz de acceder a un “conocimiento
rico y complejo sobre el sistema internacional global”. De hecho,
Jameson admitiría en un texto posterior que su noción
de “mapa cognitivo” no fue más que una “palabra
clave” para “conciencia de clase” (Jameson, 1991).
Así, los mapas cognitivos son el reverso utópico y, a
la vez, la aceptación radical de un presente urbano en el que
se han desestructurado las representaciones espaciales tradicionales.
Como se ve, a través
de la metáfora cartográfica los dos autores se unen y
se separan radicalmente. Y lo mismo podríamos decir que ocurre
en su relación con Foucault, uno de los autores más importantes
en las reconsideraciones culturales de la ciudad en los últimos
veinticinco años, en el que ambos arraigan sus posiciones al
mismo tiempo que mantienen interpretaciones respectivamente peculiares.
En efecto, ambos parten del reconocimiento de la calidad heterotópica
del espacio urbano moderno frente a la voluntad moderna de representarlo
como utopía, por ponerlo en los términos del propio Foucault
(1976). Esta visión de Foucault implicó una transformación
clave en la concepción de la ciudad, mezcla audaz de matrices
fenomenológicas y estructuralistas con una impronta de las estéticas
vanguardistas (en el arco variado que va del dadaísmo al situacionismo);
por ella, la ciudad no puede ser comprendida ni como un “vacío”,
escenario de las prácticas sociales (a la manera de la sociología
urbana), ni como un “modelo”, maqueta jerárquica
del pensamiento proyectual (a la manera de la urbanística), sino
como un espacio heterogéneo, socialmente producido por una trama
de relaciones, materialización compleja de la cambiante textura
de las prácticas sociales. Pero así como es fácil
reconocer que De Certeau y Jameson parten de aquí, es muy difícil
acompañarlos en sus recorridos. Si nos atenemos a la figura espacial
foucaultiana, en la que los caminantes no deberían ser más
que líneas de fuerza de las redes panópticas del poder,
¿cómo aceptar toda la rebeldía multiforme que De
Certeau cree encontrar en ellos? ¿Cómo no ver en la operación
de De Certeau una recuperación populista, tras la mención
a Foucault, de una idea de poder vertical –en primer lugar el
de la racionalidad técnica- que cae sobre una masa inmune y resistente
que logra escapar, en sus prácticas cotidianas, de la rígida
grilla en la que se la habría tratado (inútilmente) de
encerrar? ¿Y cómo aceptar, en el caso de Jameson –y
sobre todo de acuerdo a la versión más desarrollada de
la figura de mapas cognitivos que realizó Soja-, la relación
no conflictiva que se propone entre la noción de espacio-poder
de Foucault y la descripción causalista de las etapas del capitalismo
de Mandel? (Soja, 1989). Cómo no ver allí reiterada con
diez años de retraso una expresión norteamericana de la
“estación Foucault”, de acuerdo a la feliz fórmula
de Terán: la “recepción de izquierda” por
la cual en los años setenta un sector intelectual en Latinoamérica
creyó que se podía procesar la crisis del marxismo y de
la política sin abandonar del todo a ninguno de los dos, alineando
sin conflicto a Marx con Foucault y generando “una nueva ideología
que detectaba micropoderes y panópticos por doquier” (Terán,
1993).
El fin del gran
relato, o el gran relato del fin
Pero los sucesivos acercamientos
y alejamientos, tanto de la metáfora cartográfica como
de las referencias teóricas, no son aquí importantes para
analizar la producción específica de Jameson o De Certau,
sino para tratar de entender algo más acerca del desarrollo actual
de los estudios culturales urbanos. En este sentido, creo que a partir
de lo expuesto se pueden abrir dos cuestiones.
La primera es la verificación
de que los estudios culturales urbanos latinoamericanos se han estado
moviendo, con tanta libertad como imprecisión, dentro del vasto
arco que se tensa entre los dos polos mencionados. Podrían tratar
de encontrarse ciertas constantes en la lógica de la basculación.
Por ejemplo, ciertas matrices, ya disciplinares, ya ideológicas,
con mayor tendencia a uno u otro polo: es fácil notar una atracción
mayor hacia el polo antimoderno de los estudios que provienen de la
antropología en sus versiones populistas, y hacia el postmoderno,
de la geografía o la sociología en sus versiones neomarxistas
o neoestructuralistas. Pero son sólo las tendencias de base,
ya que lo que predomina en la superficie como característica
definitoria de los estudios culturales urbanos es un collage teórico
en el que se alinean sin conflicto los autores más diversos a
través de una lógica del desplazamiento metafórico
(de un nombre al otro, de una categoría a la otra) que le debe
más a la asociación libre que a un procedimiento argumentativo.
Así, no es infrecuente encontrar trabajos en los que se sostienen
visiones diametralmente opuestas, de modo tal que por momentos los imaginarios
urbanos parecen producirse en una multiplicidad de territorios en los
cuales cada sujeto (individual o colectivo) construye formas de identidad
liberadas y liberadoras y, con pocos párrafos de diferencia,
el espacio-poder gana una completa determinación sobre los sujetos,
con lo cual los imaginarios urbanos quedan redefinidos como mecanismos
ideológicos de la manipulación.
Enfrentamos aquí un
techo conceptual de los estudios culturales, tratado a propósito
de la “moda Benjamin” por Sarlo, en un artículo inspirador
de muchos de estos comentarios (Sarlo, 1995). Seguramente estaba resultando
extraña la ausencia de Benjamin en este recorrido por los lugares
comunes de nuestra ciudad cultural, el autor que más menciones
debe haber recibido en los últimos veinte años. Por supuesto,
en los estudios culturales todo “itinerario” o “relato
espacial” debe comenzar con una remisión a la figura del
flâneur, o a la célebre cita de Infancia berlinesa
sobre la aventura de “perderse” en la ciudad, motivos
centrales en la metáfora cartográfica. El límite
teórico que señala Sarlo es que en estos usos de Benjamin
se tiende a presentar como conceptos plenos lo que debería entenderse
como “descubrimientos bajo la forma de la imagen, la construcción
narrativa o poética de lo histórico”, como el flâneur,
el coleccionista, los espejos o la moda; es una confusión que
lleva a intentar fijar esas nociones como categorías conceptuales,
con lo cual lo único que se logra es un simulacro de teoría
bajo la forma de un léxico que actúa como contraseña,
pero que pierde toda la capacidad iluminadora del original. Esto podría
plantearse también acerca de la influencia de De Certeau: ¿qué
puede significar “retóricas del andar” como categoría
de análisis por fuera de la capacidad evocativa que tiene en
los propios textos del autor? ¿Qué curso universitario
de estudios culturales enseña a distinguir en este tipo de textos
su productividad de su escritura?
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Walter
Benjamin y Michel Foucault |
Lo cierto es que en los estudios
culturales urbanos el fantasma de Benjamin se pasea entre uno y otro
polo, él mismo como un flâneur de la teoría,
sirviendo indistintamente para respaldar el caos vital de los pasos
sin rumbo o las conceptualizaciones más globales y complejas
de la metrópoli capitalista (Ballent, Gorelik y Silvestri, 1993).
Lamentablemente, toda esta variación no habla de que hayamos
ganado una nueva conciencia dialéctica sobre el doble filo de
la modernidad, sino de que los estudios culturales urbanos son también
manifestación de la falta de otros mapas, teóricos, y
elevar el vagabundeo como única instancia superadora frente a
esa carencia parece haber revelado su agotamiento. Es decir, tal vez
los estudios culturales sobre los imaginarios urbanos deban ser leídos
hoy no tanto para entender la ciudad y la sociedad urbanas, sino para
entender cómo se está produciendo nuestro propio imaginario
urbano, el de la tribu global académica.
La segunda cuestión
abierta por el análisis de las figuras urbanas más recurridas
se deriva, en verdad, de esa última sospecha y podría
formularse así: ¿cuál es el efecto sobre el conocimiento
de la ciudad que genera este imaginario académico? No hace falta
afinar mucho el oído para distinguir entre la variedad de temas
y autores el bajo continuo de un diagnóstico: la convicción
(para esta versión, auspiciosa) de que la ciudad ha perdido la
ilusión unívoca (y autoritaria) del proyecto. La celebración
de que un tipo de ciudad no existe más. ¿Cuál es
esa ciudad? Ilardi la define como “la ciudad residencial, estática,
productiva, comunidad política natural habitada por las grandes
clases, los grandes sujetos colectivos, los grandes individuos, los
grandes conflictos, los grandes proyectos” (Ilardi, 1990). Es
“la” ciudad, entonces, “ciudad concepto”: otro
de los grandes relatos caídos; quizás el más grande
de ellos, el metarrelato por excelencia. La ciudad real, en cambio,
se habría quedado sin mapas: es un palimpsesto (otra figura reiterada)
que sólo puede conocerse rasgando las capas superficiales de
homogeneidad social y cultural, recorriendo sus estratos de tiempos
y espacios heterogéneos, para lo cual sólo sirve atravesarla
y experimentarla, identificar sus relatos e itinerarios proliferantes.
Queda impugnado el presupuesto
clave de la urbanística de que son los técnicos quienes
saben qué necesita la ciudad y la sociedad urbana, porque, razonablemente,
debía impugnarse el presupuesto de la modernidad ilustrada implícito:
que los hombres serán libres cuando elijan lo que es racional
desear, y que el rol del técnico (como el del político
o el intelectual) es eliminar los obstáculos que le impiden a
las sociedades saber lo que es bueno para ellas. El impulso inicial
de los estudios de los imaginarios urbanos buscaba, contra aquella aserción,
hacer presente lo que la gente desea o siente, la multiplicidad de sus
experiencias frente a la ambición reduccionista de los planificadores;
el caos de la ciudad real, es decir, de la ciudad vivida a través
de los imaginarios y los deseos sociales, frente al orden imaginado
del deseo técnico. El problema es no haber advertido cómo
funciona ese mismo impulso en el presente, cuando el pensamiento técnico
ya ha internalizado las críticas postmodernas a su ambición
proyectual y las viene esgrimiendo como argumento (a veces preocupado,
muchas otras, cínico) de su impotencia frente al statu quo;
cuando el caos vital de la sociedad urbana legitima el caos vital del
mercado como único mecanismo de transformación de la ciudad,
y el motivo cultural de la diferencia y la fragmentación legitima
el motivo político de la desigualdad y la fractura.
De hecho, más allá
de su productividad cultural, al trasladarse del contexto académico
al político-técnico una noción como la de “caos”
no puede sino funcionar como coartada: parafraseando a Koolhaas (1995),
deberíamos decir que el único rol de quien quiera pensar
la ciudad para transformarla es, aun admitiendo su carácter esencialmente
caótico, sumarse al ejército de quienes intentan resistir
el caos, incluso para fracasar una y otra vez. La culpabilización
de la ambición proyectual se ha transmutado en una autoindulgencia
de los técnicos por los efectos sociales perversos de las políticas
urbanas (o de su ausencia), y los estudios culturales parecen ofrecer
argumentos para ello. (La situación se está pareciendo
mucho a esas escenas en que los propios criminales se aplican los argumentos
de la psicología social para autopresentarse como víctimas
impotentes y no responsables del abuso social.) Así que en la
depreciación generalizada de la idea de proyecto suele asomar
una consistente matriz antipública y antiintelectual: la carencia
de visiones unitarias del hecho urbano se convierte en certeza de que
toda visión pública que respalde una intervención
global debe ser entendida como ejercicio y representación del
poder; y las limitaciones del pensamiento proyectual que alerta contra
el deterioro urbano se convierten en meras astucias de la razón
en decadencia. Entonces, la imposibilidad de pensar el cambio comienza
a aparecer como ventaja y el diagnóstico se convierte en programa,
porque más que un diagnóstico razonado es el suelo mismo
de nuestras principales creencias y de todo el edificio metafórico
del que se nutrieron los estudios culturales urbanos. Ya no es un diagnóstico
que sacude el sentido común sobre la ciudad de su sopor modernista,
sino un nuevo sentido común que se autorreproduce y generaliza
sin ninguna posibilidad de interpelar alguna realidad específica.
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"Rua
Ruini" y "Ruinas", dos obras de Xul Solar |
Lo cierto es que la funcionalidad
de estos estudios a un tipo de política urbana muy actual puede
ser entendida como un síntoma de los nuevos mitos que hoy circulan
en las políticas municipales, con su énfasis en el valor
identitario de las intervenciones puntuales de vaga apelación
cultural comunitaria, como si pudiera haber reparación simbólica
ante la ausencia pasmosa de voluntad de transformación de la
metrópoli en un territorio más democrático y más
justo. Sobre todo, sin percatarse (u ocultando) que en nuestros contextos
latinoamericanos las políticas puntuales de “preservación”
o “rescate cultural” derivan necesariamente en la estetización
de guetos, cuando se trata de sitios fuera de los circuitos interesantes
para el capital, o en producciones escenográficas para la gentrification
y el consumo turístico con brutales reemplazos de población,
cuando se trata de sitios expectantes para la economía urbana.
El argumento de la identidad territorial se despliega hoy en multiplicidad
de efectos, apareciendo como respaldo tanto de la fragmentación
cultural como de las políticas de descentralización que
realizan el sentido común democratista por el cual small
is beautiful, aunque su correlato suele ser el desmantelamiento
de los restos de las políticas públicas de bienestar.
García Canclini ha identificado en varios trabajos la complejidad
de estos procesos, interrogándose acerca de los roles que en
ellos pueden jugar las propias categorías de análisis;
se trata de uno de los pocos estudiosos de los imaginarios urbanos preocupado
al mismo tiempo por la renovación conceptual y por sus efectos
en el conocimiento y la transformación de las ciudades latinoamericanas:
un modo de mantener vigente la tradición intelectual mencionada
al comienzo, reuniendo imaginarios e imaginación en tiempos de
crisis de las convicciones modernistas.
Así, un diagnóstico
sobre la crisis y estallido del espacio público de la ciudad
de México no puede eludir la pregunta sobre el modo de valorarlo:
¿se debe lamentar que la ciudad se quede sin mapa? Para responder,
García Canclini distingue en primer lugar entre las ciudades
europeas y las latinoamericanas. La imagen celebratoria que valora la
dispersión y la multiplicidad como fundamento de una vida más
libre tiene un sentido cuando aparece en ciudades que vienen de un largo
período de planificación que reguló el crecimiento
urbano y la satisfacción de las necesidades sociales básicas,
de modo tal que la pérdida de poder de los órdenes totalizadores
puede verse como parte de una lógica de descentralización
democrática. En cambio, en ciudades que tradicionalmente padecieron
crecimiento caótico, caracterizadas por un uso depredatorio del
medio ambiente y por la existencia de masas excluidas al borde de la
sobrevivencia, una politica de radicalización de la diseminación
lleva el alto riesgo de hacer explotar las tendencias desintegradoras
y destructivas, con el resultado de mayor autoritarismo y represión.
De modo tal que, en estas ciudades, una verdadera democratización
debería apostar a que se “rehaga el mapa, el sentido global
de la sociabilidad urbana” (Canclini, 1991).
Recuperar la
crítica
No es eso lo que ha venido
ocurriendo en ciudades como Buenos Aires, donde en la última
década gobernantes y técnicos de diferente color político
se han especializado en hacer la mímica de los discursos de las
renovaciones urbanas europeas mientras favorecían por igual la
formación de un paisaje completamente novedoso de fractura social
y urbana (Silvestri y Gorelik, 2000). Así, las poéticas
del fragmento que en Europa habían permitido reintegrar los centros
tradicionales al espacio urbano y ciudadano a través de poderosas
políticas públicas, sirvieron aquí (y en muchas
otras ciudades de Latinoamérica) de mera coartada para justificar
el quiebre de la ciudad y la sociedad. La crisis de la ciudad se acompañó
de una crisis de las ideas para pensarla, y el recorrido distraído
del flâneur, la lectura “a contrapelo” de
los productos de la más crasa realidad del mercado (léase
el shopping, o el kitsch de los pobres urbanos), la
atención a las prácticas desterritorializadas o la búsqueda
de identidades tribales en cada esquina, es decir, la difusión
de las novedosas herramientas provistas por los estudios culturales,
no implicaron más una liberación del “proyecto”
autoritario de la modernidad, sino un respaldo al “destino”
dictado por la economía de mercado como ideología única.
Ver a la distancia de más
de una década el modo con que se aferraron a esos discursos los
arquitectos y urbanistas encargados de darle forma urbana a esa modernización
(arquitectos y urbanistas que, como señalaba Arantes, las más
de las veces tienen orígenes progresistas), no puede sino alertar
sobre los roles de la reverberación de motivos entre la crítica
cultural y la urbanística; sobre la funcionalidad de categorías
en las que es imposible no reconocerse. Pero, además, al margen
de esa funcionalidad cínica (de la cual no hay por qué
responsabilizarse), debe alertar la dificultad de la tradición
de los estudios culturales para pensar de un modo diferente la nueva
realidad, para proponer otras claves de lectura, para reaccionar frente
a los efectos políticos de su mirada. No se puede seguir enarbolando
el poder liberador de los imaginarios frente al control de las intervenciones
públicas, cuando el problema es que nos hemos quedado sin intervenciones
públicas; cuando el nuevo modo social y urbano apuntala la proliferación
de universos incomunicados a los que se les niega toda intervención.
En realidad, lo que se hace evidente es que en el tema urbano –un
tema en que la circularidad entre representación y realidad hace
imprescindible un juicio político sobre el rol de las representaciones-,
los análisis culturales tienden a seguir recorriendo sin mayores
conflictos el carril probado de la crítica a los parámetros
modernistas de la ciudad, sin advertir que el fin del ciclo expansivo
de la modernidad construyó precisamente una ciudad no modernista,
y que en el camino la cultura urbana se ha quedado sin instrumentos
(en principio, sin Estado) no sólo para intervenir en la ciudad,
sino para pensarla.
De todos modos, no querría
que se entendieran estas notas como una apelación a la vuelta
de un tipo de crítica “constructiva”; toda mi formación
ideológica y académica se realizó inspirado por
las batallas contra lo que en arquitectura y arte se llamó la
“crítica normativa”, y sigo pensando que el verdadero
rol del crítico no es ofrecer recetas positivas. De hecho, parece
más vigente que nunca la definición de crítica
(de clara inspiración benjaminiana) que dio una vez Tafuri: la
tarea de la crítica es colocar al creador (el técnico
o el artista) en un cuarto en el que no parece haber ni puertas ni ventanas,
para llenarlo de agua hasta ahogarlo. No por espíritu “negativo”,
sino para que el creador descubra que el cuarto en realidad no tiene
paredes ni techo, es decir, que no existe ningún cuarto, y de
tal manera se vea obligado a inventar un nuevo espacio (Tafuri, 1983).
El problema es que los estudios culturales sobre los imaginarios urbanos
parecen haber construido no un cuarto cerrado, sino una pileta de natación
de aguas calmas donde, en plena transformación turbulenta de
la ciudad, la imaginación urbana nada en su impotencia.
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