Como cada mañana
camino a tomar el bus para ir al trabajo, en Melbourne, esta ciudad
que aún no alcanzo a entender del todo. Llevo meses viviendo
aquí y todavía no soy capaz de ubicarme, ni siquiera en
mi barrio. El bus se abre paso entre calles que, después de tanto
tiempo, no sé hacia dónde me llevan, entre colinas cubiertas
por casas iguales, en el reino de la comodidad. Porque eso es Melbourne,
una ciudad adaptada a la comodidad anglosajona: un lugar compuesto por
un conjunto de postales cuidadosamente desplegadas para el agrado de
los turistas y una extensión infinita de calles anchas y de casas
con jardines de flores, encaramadas a las colinas, por los valles, casi
tocando los arroyos, entre los eucaliptos.
Trabajo en una empresa de rejas
temporales y a veces me toca hacer instalaciones en barrios muchísimo
más amigables, cerca del centro, donde me podría ubicar
fácilmente. Pero ahí es donde viven los ricos. La ciudad
con estilo cuesta cara y casi nadie puede pagarla. La gente “normal”
vive en los suburbios, que bien podrían pasar por una pesadilla
de arquitecto fashion latinoamericano: sólo tres o cuatro estilos
arquitectónicos distintos, repetidos hasta el cansancio. Ni un
edificio, ni un quiosco… y silencio. Por todos lados, un silencio
vacío. Porque así como no huele, no sabe ni se deja tocar,
esta es una ciudad que tampoco suena. La comodidad parece haber matado
los sentidos.
No se siente aquí tampoco
la presencia amenazante de la crisis económica que amenaza al
mundo desde hace algunos meses, como si las casas con jardines hicieran
de capa aislante, de colchón blando que protege a los residentes
de cualquier hecho que pueda perturbar la paz de la vida en desarrollo.
Las grandes noticias globales suceden lejos, muy lejos. La única
guerra que se libra en esta ciudad-trinchera es la del capitalismo,
una guerra de subsistencia, de competencia contra uno y contra todos.
Quienes habitan la Melbourne por
la que yo me muevo son precisamente los supervivientes, los que trabajan
por vivir el día a día.
En este país, los únicos
que toman el bus son los que no pueden manejar: ancianos, niños,
obreros pobres, alcohólicos, enfermos mentales o inmigrantes
inadaptados o recién llegados. Todo el resto tiene auto. Rodeado
de parias y yo un paria, en el bus me viene a la cabeza la idea de “raza
errada”, aunque desconozco el posible destinatario de tan duras
palabras.
Dicen que es en este estado de
constante lucha por la subsistencia donde aflora lo mejor del hombre.
Como ese padre, que va cada mañana a dejar a su hija (que evidentemente
sufre algún tipo de retraso mental) al bus. La abraza, la besa
y la sigue con su mirada acariciante mientras se la encarga al conductor.
La escena entera se encuentra dolorosamente cargada de amor. Tanto resplandor,
en la noche del capital, se hace insoportable; mi vista sufre, como
encandilada ante una revelación bíblica y debo apartarla.
Aún no comprendo cómo
una ciudad tan fácil, que funciona tan bien, me resulta tan insoportable.
Tanto, que hasta el momento he rehusado todos los encantos de esta vida
en utopía: ahorro todo lo que gano, aún no compro un auto
ni pienso hacerlo, miro con recelo a esos montones de personas que trabajan
y compran, y me mantengo testarudamente fuera de los lugares de consumo.
Sospecho, incluso, que la escena del padre con la hija constituye una
carnada con la que la ciudad intenta atraerme a ella, hacerme su presa.
Se me viene a la cabeza una frase de Lacan (o iek, no recuerdo
bien; podría estar en ambos) que dice que la fantasía,
cuando se realiza, deviene en pesadilla, en terror.
Melbourne podría ser una
utopía realizada, la utopía de la humanidad, y, por lo
mismo, su pesadilla; esta ciudad tan cómoda, tan amable y al
mismo tiempo tan ominosa, terrorífica.
Como cada mañana camino
desde la parada del bus hasta mi trabajo, en Melbourne, esta ciudad
que aún no quiero entender del todo, porque si lo hago, si me
llego a sentir cómodo, si logro ubicarme por sus barrios, significará
que ya me ha devorado, que ya soy parte de ella... y lo que más
me asusta de todo es que quizá incluso lo disfrute.