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INSTANTANEA ·
Texto: Francisco Pardo
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Imágenes: Rodrigo Ferrari **
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S A N T I A G O - C H I L E | |||||||||||||||||||||||||
MURMULLOS CAPITALINOS | |||||||||||||||||||||||||
Santiago es una capa sonora. Una suma de sonidos, músicas, gritos, ambulancias, risas, timbres y vibraciones captadas y no captadas por el oído. Algunas ni siquiera tienen palabras para referirlas; otras, activan paisajes sonoros, como el de los buses por las calles, que con su ritmo parecen olas descargando su rabia en la arena. Otros sonidos siguen tus pasos, como los que vomitan los pequeños parlantes estratégicamente ubicados en el centro de la ciudad, como si las calles fuesen pasillos de un mall o supermercado. El aire también se llena de los ruidos que nacen en el roce constante de los cuerpos contra otros cuerpos, de los cuerpos contra los objetos y de los objetos contra ellos mismos, una suma que se transforma en electricidad, en estática, como si la ciudad estuviese bajo la sombra de una torre de alta tensión descomunal o de un monstruoso panal de abejas con surround.
Nunca imaginé que las iglesias podían ser parte de todo esto, pero lo son. Además de sus cantos y prédicas a viva voz, emiten un zumbido subterráneo de rezos personales que aportan su cuota al zumbido global. En la Catedral Metropolitana esto es un hecho constatable, aunque el tamaño de la edificación no permita reconocer desde fuera las bajas frecuencias que sus fieles emiten. Un poco más allá, en el templo de Santo Domingo, el susurro religioso sí es perfectamente audible. Decenas de personas le rezan de pie a la figura de San Pancracio con sutiles movimientos de labios. Lanzas, oficinistas, cesantes, secretarias, abogados y lustrabotas, todos se persignan, adoptan actitud de recogimiento y comienzan a mover la boca, emitiendo murmullos, sonidos silenciosos que pueblan la ciudad.
Junto al templo se ubica el convento del mismo nombre, donde en 1593 llegaron los primeros sacerdotes jesuitas al país. Aunque el silencio se extiende como norma por ambos lugares, los murmullos logran encontrar espacio para proponer su juego diminuto. Cuesta pensar que, sólo a metros de aquí, la galería Capri se llena con las voces de peluqueras que ofrecen cortes de pelo como almuerzos en el Mercado Central, y con los gemidos subterráneos que se escapan de su olvidado cine erótico.
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