Las
ciudades norteamericanas:
Planta
ortogonal y ética protestante*
Richard Sennett
Presentación
del artículo |
Richard Sennett, sociólogo
y violinisita, es uno de los pensadores más influyentes
de la actualidad. Entre sus variadas publicaciones destacan "La
caída del hombre público", "Carne y piedra"
y "El respeto".
En este artículo
Sennett discute la extendida aplicación de la cuadrícula
en las ciudades norteamericanas, entendiéndola como una
manera en que la ética protestante se plasma en la urbe,
negando de esa manera la diferencia y neutralizando las particularidades
del lugar mediante la matematización del espacio. La plena
vigencia de este trabajo y la lucidez de los postulados que presenta,
validan su publicación en esta sección de artículos
clásicos.
"Las ciudades norteamericanas:
planta ortogonal y ética
protestante" fue publicado originalmente en RICS, Revista
Internacional de Ciencias Sociales (no. 125, 1990), una publicación
dependiente de la UNESCO. Agradecemos a la RISC su autorización
a digitalizarlo y a publicarlo en la red por primera vez.
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El jeroglífico egipcio
, que a juicio del
historiador Joseph Rykwert sería uno de los signos originales
de alguna ciudad, se transcribe como “nywt”
(Rykwert, 1988: 192). Se trata de una cruz inscrita dentro de un círculo
y sugiere dos de las imágenes más sencillas y perennes.
El círculo consta de una sola línea cerrada e ininterrumpida
que hace pensar en un recinto, en un muro o en el espacio de una plaza
pública en la que transcurre la vida. La cruz es la forma más
simple de líneas compuestas y distintas: puede que sea el objeto
más antiguo del proceso ambiental por oposición al círculo
que representa el límite que define el volumen del medio ambiente.
Las líneas cruzadas representan un medio elemental de trazar
calles dentro del límite y a través de cuadrículas.
En la planificación
de las ciudades de la antigüedad, los asirios y los egipcios diseñaban
calles rectilíneas que se cruzaban en ángulos rectos para
formar bloques regulares de suelo para la construcción. Se piensa
por lo general que Hipódamo de Mileto fue el primer urbanista
que contempló el plano cuadriculado como expresión cultural;
a su juicio, la cuadrícula expresaba la racionalidad de la vida
civilizada. En el curso de sus conquistas militares los romanos hacían
resaltar el contraste que oponía a los toscos e informes campamentos
de los bárbaros con sus propias fortalezas militares o castra.
Los campamentos romanos estaban dispuestos en forma de cuadros o de
rectángulos. La custodia del perímetro del campamento
se confió al principio a los soldados, y sólo después,
una vez convertido en asentamiento permanente, se erigían las
murallas. Una vez construido el castrum se dividía en
cuatro sectores cruzados por dos calles axiales, el decumanus
y el cardo. En la confluencia de estas dos calles principales
se levantaban las principales tiendas militares y más tarde se
instalaba al Norte de la encrucijada lo que se denominaba foro. A medida
que el asentamiento era próspero se colmaban los espacios comprendidos
entre el perímetro y el centro, repitiendo así la idea
de los ejes y los centros en miniatura. Con estas reglas lo que los
romanos se proponían era crear ciudades a imagen y semejanza
de Roma, así, donde quiera que el romano se encontrara, viviría
como en Roma.
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Timgad, campamento
militar romano |
En la historia ulterior del
urbanismo occidental, la cuadrícula ha servido para abrir nuevos
espacios o para renovar los viejos espacios devastados por alguna catástrofe.
Todos los planos para la reconstrucción de Londres después
del gran incendio de 1666 (de Hooke, de Evelyn y de Wren) recurrían
a la cuadrícula romana. Estos proyectos influirían en
los procesos norteamericanos que iban a ir fundando nuevas ciudades,
como en el caso de William Penn. El Estados Unidos del siglo XIX se
asemejaba a un conglomerado de ciudades creadas con arreglo a los principios
del campamento militar romano y el ejemplo norteamericano de ciudades
hechas al instante iba a influir a su vez en la creación de otras
ciudades en otras partes del mundo.
En su origen, la cuadrícula
establecía un centro espiritual. “El rito de la fundación
de una ciudad evoca una experiencia religiosa”, dice Joseph Rykwert
en su estudio de la ciudad romana. “La construcción de
todo edificio comunitario o vivienda constituye siempre, hasta cierto
punto, una anamnesis, la evocación de un ser divino creador del
centro del universo. Por ese motivo, el lugar no puede elegirse al azar
ni responder tampoco a motivos racionales: su descubrimiento debe responder
a la revelación de alguna divinidad” (Rykwert, 1988: 90).
El erudito latino Cayo Julio
Higinio consideraba que los sacerdotes al inaugurar toda nueva ciudad
romana debían encontrar su lugar en el cosmos, y, puesto que
“los límites no se establecen nunca sin recurrirse al orden
del universo, los decumani deben estar en armonía con
el curso del sol y los cardines seguir la línea imaginaria
del cielo” (Rykwert, 1988: 90-91). Sin embargo, no hay nunca diseño
físico que tenga un significado perenne. Como cualquier otro
diseño, las cuadrículas se convierten en lo que cada sociedad
quiere que represente. Para los romanos, la cuadrícula era un
diseño cargado de afección. Los norteamericanos la utilizaron
con fines muy distintos, con objeto de negar la complejidad y la diferencia
del medio ambiente. En la época moderna, la cuadrícula
parece haber sido un plan establecido para neutralizar al medio ambiente.
La ciudad militar romana se concibió de tal manera que pudiera
ir creciendo dentro de sus límites, diseñada de tal forma
que acabara llenándose gradualmente. La cuadrícula moderna
no tiene límites y se extiende por acumulación de los
bloques a medida que crece la ciudad. En 1811, los ediles que establecieron
el plan cuadriculado que desde entonces ha definido el urbanismo de
la isla de Manhattan más allá de Greenwich Village, observaban:
“Puede que se hagan comentarios jocosos al ver que los ediles
han previsto espacio suficiente para albergar a una población
más numerosa que la existente en cualquier otro lugar al este
de China” (Bridges, 1811: 30). Los norteamericanos partían
del principio según el cual el mundo natural es ilimitado y no
concebían tampoco que su poder de conquista y de asentamiento
pudiera tener límites.
Los romanos, a partir de la imagen de un todo definido y limitado, concibieron
la manera de crear un centro en la intersección del decumanus
y el cardo para, más tarde, crear centros análogos
en cada barrio repitiendo ese mismo cruce de ejes principales. Los norteamericanos
tendieron en cambio cada vez más a eliminar el centro público,
como puede verse en los planos del Chicago de 1833 y de San Francisco
de 1849 y 1856 en los que, en medio de millares de bloques de edificios
proyectados, tan sólo aparecían unos pocos y reducidos
espacios públicos. Aun cuando se manifestaba el deseo de contar
con un centro, no era fácil deducir donde se establecerían
los lugares públicos y de qué modo funcionarán
en ciudades concebidas como un mapa de infinitos rectángulos
de suelo. Los espacios cívicos humanos creados por Penn y Holme
en la Filadelfia colonial o, en el polo opuesto, los cuadrados del brutal
mercado de esclavos de la Savannah anterior a la guerra de Secesión
(ambos, espacios manejables para la vida organizada de la colectividad),
acabarán perdiendo su condición de modelos en cuanto se
inició la era del desarrollo urbano con las enormes inversiones
que serán necesarias.
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Chicago, 1833 |
San Francisco,
1856 |
Es cierto que en las cuadrículas
de Estados Unidos se observa una clara intensificación de valor
en las intersecciones como es el caso de las zonas residenciales del
Manhattan moderno con sus edificios elevados en las esquinas, mientras
se mantiene una edificación baja en el centro de la manzana.
Pero incluso esta pauta, cuando se repite una y otra vez, pierde esa
capacidad de “crear imagen” que buscaba el humanista Kevin
Lynch, es decir, la capacidad de designar la índole de un lugar
específico y su relación con el resto de la ciudad.
Las cuadrículas más notables así creadas puede
que sean los asentamientos meridionales de Estados Unidos de América
en las ciudades que progresaron bajo la dominación o la influencia
de España. El 3 de Julio de 1573, Felipe II promulgó una
serie de ordenanzas sobre la creación de ciudades en sus tierras
del Nuevo Mundo conocidas como las Leyes de Indias en las que se disponía,
entre otras cosas, la formación simétrica de las ciudades
a partir de su centro: “Se haga la planta del lugar repartiéndola
por sus plazas, calles y solares a cordel y regla, comenzando desde
la plaza mayor, y desde allí sacando las calles a las puertas
y caminos principales, y dejando suficiente espacio libre para que aun
cuando crezca la ciudad pueda extenderse siempre en forma simétrica”.
Estas ordenanzas estuvieron tres siglos en vigor y se aplicarán
por primera vez, en 1565, en San Agustín, Florida, en lo que
concierne al actual territorio norteamericano. En 1781, el plan inicial
de Los Angeles habría sido familiar a Felipe II como lo habría
sido también, por lo demás, a Julio César. Con
la llegada de los ferrocarriles y la inversión de cuantiosos
capitales, en las ciudades norteamericanas de influencia hispánica
quedan sin vigor los principios enunciados en las Leyes de Indias. El
cuadrado deja de tener un centro y ya no será el punto de referencia
de la generación de nuevos espacios urbanos. La cuadrícula
desaparece a medida que se repite hasta el infinito, una manzana tras
otra, como ocurrirá en 1875 con el plano de Santa Mónica
(nueva fracción de Los Angeles) y, una generación más
tarde, al hacerse realidad la “nueva ciudad de Los Angeles”.
Estos procesos geográficos inherentes a la cuadrícula
tuvieron su culminación en el siglo XX, incluso cuando el desarrollo
urbano adopta la forma de millares de casas dispuestas a lo largo de
calles construidas como meandros arbitrarios y que podrían ser
tomados por “Sendero de sauces” o “Viejos caminos
de postas” o cuando se crean parques industriales, bloques de
oficinas y centros comerciales pegados a las autopistas. En el desarrollo
de la megalópolis moderna es más razonable hablar de “nudos”
urbanos que de centros y suburbios. La vaguedad de la palabra “nudo”
indica que ya no es posible designar un valor ambiental, mientras que
el “centro” está cargado de significados históricos
y visuales, por lo que el “nudo” es algo amorfo.
Esta pauta norteamericana se concebirá de un modo u otro en la
configuración extrema a que tienden otras formas de nuevo desarrollo
urbano; se crean así asentamientos similares en Italia, Francia,
Israel y en la Unión Soviética del otro lado de los Urales.
En todos estos proyectos falta la lógica de los límites
y la forma definida dentro de los mismos; los edificios amorfos se traducen
en la creación de lugares sin carácter. No es la cuadrícula
la “causa” específica de esta falta de carácter,
ya que la neutralidad persiste aunque se haya abandonado la pauta de
ciudad interminable de líneas regulares por el diseño
de zonas residenciales sinuosas, centros comerciales y grupos de oficinas
o fábricas. Pero la historia reciente de la cuadrícula
pone de manifiesto lo que cabría describir como fealdad y que
subyace en la falta de carácter; tanto al crear un medio ambiente
como al desarrollar una vida, la neutralidad es muchas veces el instrumento
de una agresión pasiva. Una ciudad opaca es, al igual que una
vida rutinaria, una manera de rechazar la idea de que también
y en última instancia hay otras personas, como también
otras necesidades, que no dejan de tener importancia.
En abril de 1791, Pierre Charles l`Enfant, que libraba un combate denodado
contra el proyecto de Thomas Jefferson de aplicar una cuadrícula
rígida al diseño de la nueva capital, escribía
al presidente Washington: “Los planes regulares... resultan en
última instancia fatigosos e insípidos; en su origen,
la cuadrícula no ha sido más que el producto de una imaginación
fría carente de sensibilidad ante la verdadera belleza y la auténtica
grandeza" 1.
La capital debe reflejar el poder simbólico. Para l`Enfant, la
regularidad de la cuadrícula carece de tal reflejo y no es más
que un espacio neutro con el sentido de vacío. El siglo siguiente
al de l`Enfant demostraría, empero, que esos medios neutrales
eran espacios perfectos para poner al orden del día la negación
de la diferencia.
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Plan of the City
of Washington, L'Enfant (1792) |
Washington Mall,
L'Enfant |
Los urbanistas norteamericanos
se valieron del plano cuadriculado para rechazar incluso las irregularidades
elementales de la geografía. En Chicago, como también
en otras ciudades, la cuadrícula se aplicó a un suelo
irregular; los bloques suprimían el medio natural y se extendían
implacablemente y con toda indiferencia a las colinas, ríos y
bosques que encontraban a su paso. Había que nivelar los accidentes
naturales y drenar las aguas; había que ignorar los obstáculos
que la naturaleza ponía a la cuadrícula y el curso irregular
de los ríos y lagos, ya que los planificadores de las ciudades
de la frontera parecían no aceptar la existencia de todo cuanto
no pudiera ser sometido a una geometría tan mecánica como
tiránica. A veces la imposición implacable de la cuadrícula
suponía la supresión voluntaria de toda facultad lógica.
En Chicago, la aplicación de la cuadrícula ha creado inmensos
problemas al cauce del río que atraviesa el centro de la ciudad;
las líneas de la calle se detienen abruptamente en una orilla
y prosiguen imperturbables por la otra, como si los extremos estuvieran
unidos por puentes invisibles. En 1797, un visitante de la flamante
ciudad de Cincinnati observaba la “inconveniencia” de aplicar
la cuadrícula a tales topografías fluviales, y añadía:
“De haber trazado una de sus calles principales frente al río
y otra en la siguiente cresta del terreno... la población presentaría
una faz noble al contemplarla desde el río” 2.
Se dio a Cincinnati un nombre
antiguo sin ser una ciudad griega: esos planes urbanos impuestos de
manera arbitraria a la tierra lo que han hecho ha sido establecer una
relación interactiva y de apoyo en la misma.
A pesar de que Nueva York es una de las ciudades más antiguas
de la América del Norte, los que se ocuparon de su planificación
en el apogeo del capitalismo la trataron como si fuera una ciudad de
la frontera, un lugar en el que el medio físico debía
contemplarse como enemigo. En 1811, y de un solo golpe, los planificadores
impusieron la cuadrícula a la isla de Manhattan desde Canal Street,
al borde del asentamiento más denso, hasta la calle 155 y luego,
en 1870, en un segundo impulso, hasta la extremidad septentrional. En
Brooklyn, al Este del antiguo puerto, el plan cuadriculado se impuso
de manera más gradual. Fuera por miedo o simplemente por codicia,
los pobladores de la frontera trataron a los indios como parte del paisaje
y no como a seres humanos. En la frontera no había nada, era
un vacío que habría que colmar. Ni en Nueva York ni en
Illinois los planificadores podían concebir que existiera vida
fuera de la cuadrícula. Consideraron que las aldeas y villorrios
del Manhattan del siglo XIX tenían que ser sencillamente absorbidos
a medida que la cuadrícula de papel se convertía en realidad
edificable. En ese proceso, el plan no sufriría ninguna modificación,
aun cuando una disposición más flexible de las calles
hubiera sacado mejor partido de la colina y se hubiera adaptado mejor
a los caprichos de la capa hídrica de Manhattan. De manera inexorable,
el crecimiento urbano llevado a cabo con arreglo a la cuadrícula
acabaría arrasando todos los asentamientos que encontraba a su
paso. En esa época del neoclásico, los planificadores
del siglo XIX podrían haber edificado como los romanos o como,
más cercano, William Penn trazando las plazas y fijando el lugar
que debían ocupar las iglesias, las escuelas y los mercados.
Se disponía del suelo para ello, pero los planificadores del
siglo XIX no concebían las cosas de ese modo. El desarrollo económico
y la concienciación ambiental iban inseparablemente unidos a
esa concepción negativa de lo neutral. Los ediles de Nueva York
declararon que “las casas construidas en ángulo recto eran
más baratas y más cómodas para vivir” (Bridges,
1811: 25). Lo que no se expresa aquí es la idea de que las unidades
uniformes del suelo son también más fáciles de
vender. Esa relación entre cuadrícula y economía
capitalista tendrá en Lewis Munford su máxima expresión
al decir: “...el capitalismo renaciente del siglo XVII trató
la parcela individual, la manzana, la calle y la avenida como unidades
abstractas de compra y venta, sin el menor respeto por los usos y costumbres
tradicionales, por las condiciones topográficas o por las necesidades
sociales” (Mumford, 1961: 421).
En la historia de Nueva York del siglo XIX se trataba de algo realmente
más complejo, dado que la cuestión económica de
la venta del suelo era muy distinta según se tratara del Nueva
York de 1870 o del de 1811. A comienzos de siglo, la ciudad era un racimo
de edificios construidos en un yermo y el suelo que se ponía
en venta era un espacio vacío. A partir de la Guerra de Secesión
ese suelo se ocupó con suma facilidad. Sacar provecho de la venta
del suelo en tales condiciones suponía conocer muy bien los códigos
sociales y saber adónde iría a vivir la gente, por dónde
pasarían los medios de transporte y dónde se ubicarían
las fábricas. El examen del mapa que consta de una serie de manzanas
idénticas no permite responder a muchos de los interrogantes.
La cuadrícula no constituía sino un diseño urbano
racional en sentido abstracto y cartesiano. Así, al igual que
sucedió con la historia de las inversiones ferroviarias e industriales,
la historia económica de la cuadrícula en su período
tardío registra tanto inversiones desastrosas como ganancias
colosales.
Los que querían sacar pingües beneficios de un ambiente
neutral compartían la misma imagen vacía de la cuadrícula
con los que, al igual que l´Enfant, la detestaban 3.
vuelve
al comienzo
Negación del
significado
Cuando los norteamericanos
de la época del apogeo del capitalismo pensaron en un sucedáneo
para la cuadrícula lo que hacían era pensar en algún
alivio de carácter bucólico, en parques arbolados y paseos,
en lugar de imaginar calles, plazas, o centros más interesantes
donde se sintiera latir la vida ajetreada de la urbe. La construcción
del Central Park en Nueva York puede ser el ejemplo más aciago
de esta concepción, el de un vacío natural cuidadosamente
diseñado como centro urbano a la expectativa de que los agradables
terrenos cultivados que lo circundan (ya en sí el escenario más
bucólico y placentero que el habitante de la ciudad podía
imaginar a tan poca distancia de su hogar) serían arrasados con
la intromisión de la cuadrícula.
Los diseñadores Olmsted
y Vaux deseaban disipar toda idea según la cual Central Park
estaba situado en el corazón de una metrópolis dinámica,
idea que se podía tener, por ejemplo, al oír o ver el
tráfico que la atravesaba. Los diseñadores norteamericanos
procedieron a la inversa del Bois de Boulogne, que consiguieron hacer
que resulte placentera la travesía del mismo incluso para los
que tenían que hacerlo por obligación. Olmsted y Vaux
escamotearon al público las vías de acceso y confinaron
el tráfico a carreteras trazadas a un nivel inferior al del parque.
Según ellos esas carreteras debían estar “....sumergidas
a nivel inferior al del parque.... bordeadas por muros de unos 2 metros
de altura... Una hábil disposición de plantas en la cumbre
o las laderas ocultarán casi por completo la carretera y los
vehículos que la recorran de la vista de las personas que se
pasean por el parque” (Olmstead, 1928).
Es fácil comprobar esa doble negación. Se construye como
se haría en el desierto y, en oposición al mundo del constructor,
se actúa como si no se viviera en una ciudad.
Ese rechazo de lo que significa la ciudad norteamericana se origina
específicamente en el continente y proviene de la impresión
visceral que todos los viajeros, extranjeros y autóctonos, tienen
del paisaje natural. Ese mundo natural había sido en su origen
inmenso, abierto e ilimitado. La impresión de un mundo ilimitado
es algo evidente cuando, por ejemplo, se compara una composición
pictórica norteamericana, la “Vista del Hudson cerca de
West Point”, de John Kensatt, 1863, con la “Vista de Volterra”
de Corot, 1838, dos lienzos ordenados con arreglo a unos principios
análogos. En el cuadro de Kensatt puede contemplarse un espacio
ilimitado en el que la visión desborda el marco y el ojo puede
desplazarse sin ningún obstáculo. Las rocas, los árboles
y la gente que figuran en el cuadro carecen de substancia al haber sido
absorbidos por la inmensidad. En el cuadro de Corot, en cambio, sentimos
la presencia viva de cosas específicas que aparecen en una visión
limitada; para citar las palabras de un crítico, “una arquitectura
sólida de rocas y follaje permite medir la profundidad del espacio”
(McCoubrey, 1963: 29). Para dominar la amplitud americana parecía
que sólo podría recurrirse a la imposición más
arbitraria, la de una cuadrícula interminable. Pero ese esfuerzo
voluntario provoca la reacción contraria: la arbitrariedad perjudica
al objeto dominado, la cuadrícula priva al espacio de todo su
sentido y nos encontramos con un Olmsted en busca del método
que le permita recuperar el valor de la naturaleza, sólo en apariencia
liberada de la presencia visible del ser humano.
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"Vista del
Hudson cerca de West Point", Kensatt (1863) |
"Vista de
Volterra", Corot (1838) |
En el siglo XIX la cuadrícula
se aplica en sentido horizontal; en el siglo XX lo es en sentido vertical.
El rascacielos y su neutralidad trascienden el escenario norteamericano.
En las ciudades de rascacielos (Hong Kong o Nueva York) no es posible
pensar que los segmentos que se apilan en sentido vertical a partir
de la calle tengan un orden intrínseco como lo tenía la
intersección del cardo y el decumanus. No es
posible indicar una actividad que deba realizarse precisamente en el
sexto piso del inmueble. Tampoco es posible establecer una relación
visual entre el sexto y el séptimo piso por oposición
al vigésimoquinto. La cuadrícula vertical carece de las
definiciones correspondientes a un cierre y una ubicación significante.
Y, no obstante ello, los historiadores nos dicen que la historia nunca
se repite.
Cuando las casas, hogares
familiares, se construyen como cuadrículas verticales comprenden
que han cometido un error. Es cierto que en Estados Unidos existía
en el siglo XIX la costumbre de que las familias utilizaran los hoteles
como residencias semipermanentes. Las familias ocupaban un hotel tras
otro; los niños jugaban a veces por los corredores y las familias
cenaban en el comedor en compañía de viajantes de comercio,
forasteros y mujeres poco recomendables. De manera más general,
los planificadores llagaron a considerar que el inmueble de pisos era
también una cuadrícula vertical de índole intrínsecamente
neutral. El diario de Nueva York The Independent sostenía
en un editorial de 1902 concepciones análogas a las expresadas
en Inglaterra por el movimiento de las ciudades-jardín y que
en Francia y Alemania fueron atributo de los planificadores socialistas
interesados por los ideales comunitarios según los cuales los
grandes inmuebles de pisos destruyen “el sentimiento de vecindad,
la ayuda mutua, las relaciones de parroquia y los intereses comunes
que son el fundamento del orgullo y del deber cívico”.
En Nueva York este criterio quedará codificado en la Ley de edificios
de viviendas múltiples de 1911 en la que se consideraba que todas
las viviendas de pisos cumplían una función social análoga
a la de los hoteles; la falta de fundamentos en que se basa un hogar
se vinculará en 1929, en una de las primeras obras consagradas
a la arquitectura de las viviendas de pisos a “...esos edificios
de 6, 9 ó 15 plantas en los que cada piso es idéntico
a todos los demás, por lo que no hay nada que sea prácticamente
individual” (citado por Hankcock, 1980: 181). El rascacielos no
tiene cabida en el suelo de Ruskin.
El sentido común nos dice que el cambio interviene cuando uno
percibe que algo anda mal y toma medidas para corregirlo. Pero una versión
más realista nos dice que se actúa a medida que se descubre
el mal. Se sabe que lo que se hace mal, pero se sigue obrando de tal
modo que éste se produzca para ver si lo que se piensa o percibe
es real. En nuestra época esto es lo que hacen los que construyen
cuadrículas verticales para las familias. Inquietos por la posibilidad
de que en espacios tan neutros e impersonales puedan perderse los valores
de la familia, los arquitectos y planificadores de la década
de 1930 (por ejemplo, Robert Moses) empiezan a edificar en Nueva York
los grandes proyectos de viviendas que acabarán materializando
esa posibilidad. Puede ser que los protagonistas del cuento no sean
unos malvados y que el sueño de la vivienda sea una utopía
reformista que tiene su origen en el siglo XIX y consiste en edificar
viviendas saludables y numerosas para los trabajadores. Pero el vocabulario
visual del edificio trasunta un conjunto de valores diferentes que transforma
las viejas ideas acerca del espacio ilimitado en nuevas formas de rechazo.
Consideremos, por ejemplo, las viviendas destinadas a personas de escasos
recursos construidas en Harlem a lo largo del Park Avenue y diseñadas
con arreglo a los principios de la cuadrícula amorfa y sin límites.
El espacio ha sido aplanado y quedan pocos árboles. Los pequeños
espacios de césped están protegidos por pequeñas
cercas metálicas. Estas viviendas presentan una baja tasa de
criminalidad, pero sus habitantes se quejan de que constituye un medio
hostil para el desarrollo de la vida familiar. La hostilidad está
incorporada en su propia funcionalidad. Los edificios niegan la idea
de que ese lugar tenga algún valor. En ese sentido cabe decir
que son urbanizaciones construidas por espacios pasivo-agresivos.
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Central Park, Manhattan, Nueva York |
Cuadrícula vertical de NY. Fuente |
Es extraño percibir como se expresa este rechazo en los bares
situados en las cercanías de esas viviendas de Harlem. (En el
conjunto de torres no hay ningún lugar para beber en público.)
Es extraño porque el lenguaje sociable es extremadamente fragmentado.
Al principio pensé que esa fragmentación respondía
a mi presencia, pero pronto comprendí que en esos bares la gente
deja muy pronto de prestar atención a un blanco calvo y distraído
que acaba siendo vagamente familiar. Se trata de bares familiares en
los que el servicio y los porteros se reúnen a beber cerveza
(los lugares más animados están destinados a los que viven
a la sombra del hampa). Estos bares de Park Avenue carecen de mostrador
y consisten tan sólo en una sala con mesas. En ellos es como
si el tiempo se hubiera detenido. El día flota en el polvo que
levantan los vagones al salir de un túnel próximo a los
edificios. De noche en el bar hay un aparato de televisión encendido
pero sin sonido y se oyen las sirenas de los vehículos policiales.
En verano gira un ventilador. Tal es el marco de las conversaciones
y llegué a entender que esas gotas de sonido eran suficientes
para crear la conciencia de una presencia, una indicación mínima
de que allí había vida. Las palabras me conmovieron más
que algún discurso político inflamado, por ser la expresión
de un deseo de crear un lugar donde importara hablar, aunque no fuera
más que un espacio someramente equipado con sillas desparejadas
y mesas de plástico que la gente llama su bar. Esta construcción
se oponía a los lugares funcionales y neutros que se le asignaron,
aunque para ellos no representaran nada.
En materia de control social el espacio neutro aparece como la gran
diferencia entre la planificación europea del siglo XIX y las
distribuciones más modernas manifestadas en sentido horizontal
en el Estados Unidos del siglo XIX y ahora con todo el mundo con forma
de rascacielos. El barón Haussman se encargó de la remodelación
de París en la época en que era diseñado Central
Park. Haussman se encontró con una ciudad milenaria y congestionada,
cuyas calles tortuosas eran a su juicio pasto de enfermedades, crímenes
y revoluciones. Frente a tales peligros imaginó los distintos
modos tradicionales de represión. La apertura de avenidas rectas
en el corazón de un París congestionado permitiría
respirar mejor a la gente y desplazar más rápidamente
a la policía y a la tropa. Sin embargo, las grandes avenidas
de la era haussmaniana debían estar bordeadas por edificios de
viviendas y comercios elegantes, de modo que los burgueses ocuparan
los barrios que antes habían ocupado los obreros: esperaba que
la vida económica de los trabajadores se centraría en
la prestación de servicios a los burgueses que dominaban el barrio.
Se trataba de una suerte de colonización de clase en el interior
de la ciudad. Al mismo tiempo que abría a la ciudad al transporte
de masas y a una circulación rápida, esperaba que las
clases trabajadoras adquirirían una mayor dependencia local.
Esta paradoja puede ser reveladora de la contradicción que acucia
siempre a la burguesía: el deseo de progreso y de orden. Haussman
mezcló los vecindarios y se diversificó su población
en nombre del restablecimiento de los vínculos locales, como
si los profesionales y los hombres de negocios respetables pudieran
convertirse en una nueva clase de terratenientes. Se propuso crear un
París de clientes constantes y exigentes, de porteros espías
y de un millar de oficios humildes.
El urbanismo norteamericano en su período de florecimiento recorrió
un camino distinto consistente en reprimir la definición manifiesta
del espacio significativo en el que tendrían lugar la dominación
y la dependencia. Prescindió de la forma haussmaniana de la vivienda
de pisos con su patio de artesanos, creando en cambio, un desarrollo
horizontal y vertical que es la forma más moderna y abstracta
de la extensión. Al crear sus ciudades de cuadrícula,
los norteamericanos procedieron del mismo modo que en su relación
con los indios, es decir, que borraron la presencia de lo que les era
ajeno en vez de colonizarlo. El control no se estableció mediante
la jerarquización del lugar, sino mediante la afirmación
de su neutralidad.
vuelve
al comienzo
Negación
de la diferencia
Evitar y negar son dos formas
afines de suprimir las diferencias. La primera reconoce la existencia
de la complejidad, aunque procura huir de la misma. La segunda lo que
hace es sencillamente abolir su existencia. En las ciudades norteamericanas
las viviendas son lugares de retiro: las cuadrículas, lugares
de rechazo. Los mejores observadores extranjeros del Estados Unidos
del siglo XIX comprendieron esa conjunción de alejamiento y rechazo.
Tocqueville formaba parte
de una familia que, junto con otros aristócratas, se negaban
a participar en el nuevo régimen y practicaba una emigración
interna. Alexis de Tocqueville decidió hacer su famoso viaje
a América para eludir las dificultades inherentes al hecho de
haber prestado lealtad al régimen. Desde sus primeros días
en Nueva York vio con toda claridad lo que iba a explicar.
En esa época el extranjero
llegaba por lo general a Nueva York desde el sur. Al acercarse al puerto
podía contemplar un bosque de mástiles y una multitud
que se afanaba en las oficinas, casas, escuelas, iglesias. Esta escena
evocaba otras imágenes de prosperidad mercantil con las que se
había familiarizado en Amberes o Londres. Tocqueville llegó
a Nueva York desde el norte, cruzando el estrecho de Long Island. Las
primeras vistas de Manhattan le hicieron ver los prados bucólicos
que invadían la isla en 1831, ya que entonces su parte septentrional
la constituían unos pocos villorrios dispersos en tierras labrantías.
En el centro de ese paisaje natural experimentó la gran emoción
de contemplar una metrópolis que se le apareció como una
erupción súbita. Sintió el entusiasmo del europeo
que al llegar a América se imagina asentado en ese paisaje intacto
en contacto con una población que tiene de sencilla y placentera
tanto como los europeos tienen de rancios y complejos. Pasado ese rapto
de entusiasmo juvenil, Nueva York empezará a inquietarle, tal
como escribió más tarde a su madre. Nadie parecía
tomar en serio el lugar en que se vivía ni se preocupaba por
los edificios que constituían el marco de su ajetreo cotidiano;
para sus habitantes, la ciudad no era más que un complicado dispositivo
de oficinas, almacenes y cantinas por el que transcurrían sus
actividades.
A lo largo de su viaje, Tocqueville
no dejará de asombrarse por el carácter blando e insulso
de las poblaciones americanas. Las viviendas parecían decorados
más que edificios destinados a durar: el centro no ostentaba
ninguna permanencia. Esa escena física tenía consecuencias
políticas. En ausencia de cualquier limitación física,
la gente sentía que podía obrar a su antojo, y eso fue
a menos lo que expresó Tocqueville en el primer tomo de La
democracia escrito al calor de sus impresiones de viaje y publicado
en 1834.
En este primer volumen el
joven escritor reflexiona sobre el carácter blando e insulso
de América, ya que sigue siendo en gran medida prisionero de
su propio pasado. Las masas americanas disfrutan de la igualdad y son
a sus ojos idénticas a esas turbas de la gran revolución
que causaron la misma impresión a sus nobles padres. La masa,
la mayoría, es un órgano activo que aplasta las voces
discordantes y que no toleraba expresiones contrarias a su voluntad,
imponiéndose a la minoría: “No conozco ningún
país en el que, de manera general, se haga gala de una independencia
de espíritu y se goce de menos libertad auténtica de discusión
que en los Estados Unidos… En América la mayoría
erige barreras inexpugnables en torno al pensamiento. Dentro de los
límites asignados, el escritor es libre, pero ¡ay de él
si osa trascenderlos!… Terminará cediendo bajo el peso
del esfuerzo cotidiano y quedará silencioso, como avergonzado
de haber dicho la verdad” (Tocqueville, 1961, tomo 1: 266).
La ciudad contribuye a suscitar
la pasión de las masas, tal como observaba Tocqueville en América:
“La clase baja que vive en estas grandes ciudades constituye una
chusma aún más peligrosa que en Europa… Comprende
también una multitud de europeos que el infortunio y la mala
conducta han arrojado a las playas del nuevo mundo, hombres que sólo
traen a Estados Unidos nuestros mayores vicios”4
Y, como sola respuesta a
las turbas, las fuerzas del orden construyen con madera. La blandura
del medio urbano norteamericano no era un gran obstáculo al imperio
de las turbas. Nada había en el exterior, ni piedras históricas
ni formas rituales, que pudiera contener o disciplinar las turbas.
El segundo tomo de La
democracia en América fue escrito cuando Tocqueville había
vivido ya algunos años bajo el nuevo régimen en Francia.
Se publicó en 1840 y en él se brinda una visión
diferente que corresponde perfectamente a nuestro tema. El autor estaba
de regreso en su propia sociedad, y ésta, durante el reinado
de Luis Felipe, había adoptado como divisa: “¡Enriqueceos!”.
Comprobó que toda una generación se apartaba de ese mundo
cínico y arribista. Fue testigo de la emigración interna
de sus amigos de infancia; se trataba de una generación deprimida,
desilusionada, más replegada en sí que sarcástica.
Esa depresión hizo que se planteara de nuevo su propio pasado.
Tamizó sus recuerdos
de América a través del prisma presente. América
apareció a sus ojos como precursora del nuevo peligro que amenazaba
a la sociedad europea; la sociedad con que se encuentra a su regreso
a Europa padecía males más actuales que los causados por
las turbas sólo contenida por edificios de madera. En sus notas
de viaje Tocqueville había consignado que todos los lugares de
América eran parecidos; la economía local, el clima y
hasta la topografía parecían influir muy poco en el aspecto
de la ciudad. Al principio se había explicado esa homogeneidad
urbana como el resultado de una explotación comercial desenfrenada.
Ahora optaba por una visión más trágica. La fisionomía
neutral del medio urbano era la que imponía la gente, ya que
esto era lo que ansiaba para sí mismo. El famoso individuo norteamericano,
lejos de ser un aventurero, era con frecuencia un hombre o una mujer
cuyo círculo real no trascendía el de su familia y sus
amigos. Fuera de ese círculo el individuo carecía de grandes
intereses y energía. El norteamericano era un ser pasivo y el
espacio monótono era lo que una sociedad pasiva quiere para sí
misma.
Tocqueville encaja en nuestro
estudio de tal manera que llega a concebir el rechazo y el aislamiento
como algo complementario. Una sociedad pasiva tomará las medidas
oportunas para neutralizar, es decir, atenuar las asperezas. El que
mitiga la discordia por medio de la tolerancia y la comprensión
(caso de Norman Mailer con los graffiti) adopta de forma moderna
la posición descrita por Tocqueville. En el espacio, el centro
comercial, la repetición hasta el infinito de rascacielos de
vidrio y acero, la cinta de cemento de la autopista, la repetición
de almacenes idénticos en los que se venden las mismas mercancías
en una ciudad tras otra, el reino del buen gusto discreto y moderado
o los perfeccionamientos técnicos a los que en Nueva Cork se
les da el nombre de “eurotrash”, todo ello son signos modernos
que corresponden a la visión de Tocqueville. Un medio ambiente
blando vuelve a dar seguridad a la gente para que crea que “afuera”
no ocurre nada perturbador ni exigente. La neutralidad sirve para legitimar
el alejamiento.
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La aplicación de la cuadrícula
para dividir y racionalizar el territorio no se ha limitado
a la ciudad sino que se extiende también con fuerza en
el campo abierto.
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Tocqueville fue el primero
en interrogarse sobre la sociedad de masas y en ese sentido precursor
de Ortega y Gasset, Huxley y Orwell. Condenó la neutralidad por
considerarla un signo invisible de cansado conformismo más que
de la voluntad de la masa: “Lo que reprocho a la igualdad no es
que lleve a los hombres por la senda de los placeres prohibidos, sino
que los absorba por completo en esa búsqueda de placeres permitidos.
Con ello podría llegar a establecerse en el mundo una especie
de materialismo honesto que no corrompería a las almas, sino
que las debilitaría y acabaría por aniquilar silenciosamente
todos sus resortes” (Tocqueville, 1961, tomo 2: 138-139).
Ahora bien, al contemplar
el cansancio de su propia generación, cada vez más pasiva
y cuyo rostro se volvía cada vez más blando, llegó
a una nueva conclusión. En realidad, la psicología propia
del aristócrata hace que esté mucho más cerca del
individualista norteamericano de lo que podrían creer los europeos.
Tanto el aristócrata como el norteamericano viven aislados y
sufren de ese aislamiento. A juicio de Tocqueville, cuando una persona
consigue neutralizar lo exterior y se repliega en sí misma experimenta
una pérdida de su propio control. La guerra, las catástrofes
económicas, la violencia delictiva, son siempre experiencias
en las que se acaba perdiendo el control. La neutralidad tiene un carácter
diferente, más insidioso. En términos físicos es
una falta de estímulos y, en términos de conducta una
ausencia de experiencia exigente. Cuando falta el estímulo o
la exigencia la persona empieza a sentirse desorientada y acaba por
experimentar una disgregación interior. En la debilidad no cabe
hablar de coherencia.
En Nueva York hay bares por
todas partes, bares en los que se acostumbra a beber mucho y bares en
que la bebida no es más que un complemento, como el bar del Museo
de Arte Moderno. Hay bares en las discotecas, los bancos y los burdeles,
y también bares improvisados en los barrios de viviendas. Los
grandes bares están en los hoteles: el Oak Bar del Plaza o el
bar del Algonquin, bien decorados, con amplios asientos confortables.
Se asemejan a los clubes, pero no tienen su atmósfera silenciosa.
En un gran bar hay que gritar para hacerse oír, pero Nueva York
carece de ese tipo de bares. Todos tienen un carácter decididamente
neutral, sobre todo en los centros del poder, como sucede con el bar
del Hotel Pierre, en la Quinta Avenida, justo donde comienza Central
Park. El contraste físico entre este bar y el situado en Harlem
es tan notable que no parecen tener nada en común. El carácter
del bar del hotel Pierre es discreto, con sus amplias mesas, sus flores
y su luz tamizada; las personas lo frecuentan para hacer negocios sin
que parezca que los hacen, lo que es visible a través de detalles
como éste: cuando la gente se reconoce, no se acerca a la mesa
del otro, sino que, a lo sumo, hace un pequeño gesto de reconocimiento.
En el Pierre las bebidas sólo sirven para cubrir las apariencias.
Las personas pueden pasarse horas enteras sin tocar su vaso y los camareros
tienen la costumbre de no molestarlas.
La atmósfera es tensa,
dado que cada uno presta suma atención a los demás. El
bar del Pierre tiene la neutralidad del tablero de ajedrez: una cuadrícula
de desafío. Pero en este centro de poder, con todos estos hombres
que llevan trajes caros y discretos, que se hunden en sus asientos de
cuero, la atmósfera parece estar más cargada de miedo
que de afán mercantil. Estos hombres temen mostrar su juego.
La palabra control, que carece de sentido en el bar de Harlem, es aquí
sinónimo de angustia. Hay que estar muy atentos a que las cosas
no se desintegren.
Para el habitante común
de Nueva York, la realidad de estos temores debe de seguir siendo un
misterio; lo único que tienen que saber es que los negocios se
realizan en un ambiente neutral de estilo inglés o con muebles
modernos y cuya blandura no distrae a los jugadores de sus angustias.
Esta escena del bar Pierre
no parece ajustarse a la visión de Tocqueville. Nuestro autor
imaginó una sociedad de masas constituida por personas iguales
y que padecen las mismas vicisitudes que son el producto de esa igualdad.
La igualdad (en el sentido de neutralización del ambiente) les
hace perder los carriles. A juicio de Tocqueville, esa falta de contención
se manifiesta en “la inquietud por la muerte” de los norteamericanos,
su incapacidad para tomarse la vida en serio y disfrutarla en el instante
preciso. Estaban (y están) pensando siempre en moverse, en trasladarse
a otros lugares que puede que sean idénticos. En la moderna Nueva
York los males culturales consistentes en neutralizarlo todo o equipararlo
son los de una sociedad que, no obstante, padece profundas desigualdades
materiales. Al igual que San Agustín, Tocqueville nos enseñó
a considerar seriamente la apariencia de las cosas. No existe coherencia
en la blandura y lo mismo puede decirse del ansia por ganar dinero y
del sufrimiento por la pobreza, aunque el fenómeno de la neutralidad
no pueda ser el mismo para los ricos y los pobres.
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Edward Hopper,
"Nighthawks" |
Edward Hopper,
"Pennsylvania Coal Town" |
Este enigma se podría
formular en forma de interrogante: ¿Cómo se produce el
rechazo cultural de la diferencia en una sociedad en la que son tan
tajantes las diferencias sociales y económicas? El avezado hombre
de negocios que hace una transacción en el Pierre no acepta que
la consiguiente pérdida de miles de empleos forme parte de su
realidad. Podemos entender que su ambiente discreto fortalece en él
el deseo de proceder como si la única realidad consistiera en
trazar números sobre un papel. Al igual que Tocqueville, Freud
nos dice que la gente sufre por lo que rechaza. ¿Cómo
puede nuestro hombre de negocios llegar a sufrir por el hecho de denegar
la importancia de otras vidas? Se trata de un adulto realista que sabe
que la justicia redistributiva rara vez alcanza a los ricos. Los ediles
de Nueva York tampoco fueron castigados mientras vivieron y su labor
fue considerada como un modelo de planificación progresista.
Puede que el lector se extrañe
de que procedamos ahora a buscar en la historia de la religión
la explicación de la persistencia de esa tendencia a negar las
diferencias en una sociedad en que son tan grandes las diferencias económicas,
culturales y raciales. Cabe, no obstante, señalar que una de
las funciones que sigue cumpliendo la religión en la vida moderna
consiste en convencer a la gente de que puede rechazar las penas cotidianas
si lo desea. Hubo una época en que la religión ofrecía
a las personas un santuario concreto donde refugiarse; el sentimiento
religioso latente en la actualidad ofrece un refugio menos material,
pero más reconfortante, el de la afirmación de que nada
de lo que es exterior es real, y que es posible disiparlo. No es ningún
castigo divino que las personas que creen poder disipar la realidad
externa acaben por divorciarse de esa realidad.
vuelve
al comienzo
“La guerra
civil que llevo dentro”
El espíritu divino
del que se alimenta la convicción según la cual es posible
disipar las diferencias se manifiesta del modo más prosaico.
Hemos observado ya que, a diferencia de sus precedentes romanos, las
cuadrículas norteamericanas son ilimitadas. La era que dio origen
a las catedrales se interrogaba sobre si el ser humano podía
tener un centro ya que no había límites. La definición
de los límites del deseo y del conocimiento permitió que
los seres humanos se colocaran en la cadena divina del ser según
la jerarquía establecida por Dios; Santo Tomás de Aquino
dijo que debemos asumir el lugar que nos corresponde en la escala divina.
Esta teología encerraba una lección psicológica:
consciente de sus propios límites, el alma modesta se siente
segura; en los Cuentos de Canterbury, Chaucer se refiere a la armonía
del sacerdote con su propia identidad y con el mundo, en los términos
siguientes: “Pese a ser santo y virtuosos no despreciaba a los
pecadores ni se expresaba en términos de soberbia y se mostraba
discreto y benévolo en sus enseñanzas” (Chaucer,
1971: 357/10).
A partir de este centro moral
interno era posible construir una ciudad. Chaucer expresa literalmente
el sentido del espacio al decir que las virtudes del sacerdote son las
de un buen hombre de iglesia, es decir, las de la parroquia y no las
del místico ambulante. Pero ¿qué ocurre con los
consuelos de la fe cuando la humanidad ya no vive en un mundo limitado?
El problema del ser humano
liberado de sus cadenas y artífice de su propia vida en una sociedad
en expansión material y en constante mutación fue estudiado
por el sociólogo Max Weber en su famosa obra sobre la ética
protestante. A juicio de Weber los primeros protestantes consideraron
la vida cotidiana de forma mucho más seria que sus predecesores
católicos que la confinaron a lo imprevisto y lo caótico.
Los protestantes contemplaron la vida de la calle como el lugar en que
tiene sentido competir con los otros en aras de la propia estima. Pero
este nuevo cristianismo no podrá permitirse disfrutar de lo que
había ganado; temía que el placer lo corrompiera. Fue
al mismo tiempo mundano y ascético, siendo agresivo cuando se
trataba de ganar dinero, para rechazar acto seguido la posibilidad de
utilizarlo para lograr bienestar o placer. En la imagen trazada por
Weber de este nuevo hombre de negocios, lo más audaz es considerarlo
como cristiano. En La ética protestante y el espíritu
del capitalismo escribe: “Habíamos visto ya que el
ascetismo cristiano, después de huir del mundo hacia la soledad,
había seguido gobernando ese mundo al que había renunciado
a partir del monasterio y por medio de la Iglesia. Pero, por regla general,
imprimió en la vida
cotidiana de su siglo su carácter natural y espontáneo.
He aquí que, después de cerrar tras de sí la puerta
del monasterio, se expande ahora por las plazas del mercado y trata
de impregnar con su método de rutina de la existencia y llevar
una vida racional en este mundo, aunque de ningún modo es de
este mundo ni para este mundo” (Weber, s/f).
Así fue como el cristianismo
saldría a la calle dándose cita con sus verdades; la religión
perdió su antigua certidumbre sobre la división que separa
este mundo del otro. La gente podría acumular ganancias en este
mundo y éstas incidirían en su vida en el otro. Así,
por otra parte, la salvación o la condenación serán
tanto más aleatorias cuanto más dependieran de los altibajos
de la calle.
El título mismo del
libro de Weber demostraba la relación que establecía entre
la nueva valoración espiritual de la competencia y los orígenes
del capitalismo moderno y acabó por expresar esta relación
de manera imaginable: la competencia para adquirir bienes, inmemorial
y universal en todas las sociedades, era ahora, además, la demostración
de la virtud. Sin embargo, ese carácter sólo se imprimirá
en la medida en que sólo siguiera siendo una demostración
y no se plasmara en deseo irrefrenado de bienes de este mundo. El hedonista
es voraz y a la vez carece de disciplina, por lo que puede no verse
coronado por el éxito. La negación aparece así
en la propia sociedad de competición al mismo tiempo que la desigualdad.
Los que sean capaces de ocultarse a sus propios ojos tendrán
muchas más posibilidades de triunfar.
La sutileza del análisis
de Weber consiste en comprender que la negación es una experiencia
de doble filo. La posibilidad de gratificarse inmediatamente se logra
al precio de rechazar el valor real de la cosa. La persona que gana
dinero no lo gasta, la retención (esos actos a los que damos
ahora el nombre de gratificación diferida) neutraliza de manera
radical el vínculo emotivo al neutralizar el valor de lo deseado.
Es como si esa persona dijera: “lo que obtuve no valía
el tiempo que perdí en conseguirlo”. La posibilidad de
competir es tanto mayor cuanto que se rechaza la realidad del bien por
el que se compite.
Los protestantes de los primeros
tiempos se lanzaron a la gratificación diferida en beneficio
de Dios. Dios hacía de la competencia una virtud y de la negación
de la realidad una realidad. Por desgracia, Dios es incognoscible y
el pecado del ser humano es infinito. ¿En qué dosis había
que combinar el éxito y la negación del mismo para mostrar
que se es una buena persona digna de salvación? Al no ser posible
responder a esta pregunta, la persona se verá impulsada a seguir
adelante, a competir cada vez más y tener cada vez más
éxitos, a diferir cada vez más la gratificación
con la esperanza de que el futuro le daría esa respuesta que
nunca llegaba. Las observaciones de Tocqueville acerca del temor de
los norteamericanos, junto con su indiferencia al medio, es el resultado,
a juicio de Weber, de esa mezcla religiosa tan fuertemente teñida
de negación. Salvar y salvarse; negar el presente para hacerse
acreedor del futuro; competir despiadadamente con los demás para
probar el propio valor; rechazar lo concreto en aras de lo interior;
vivir en un estado de incesante devenir. En este punto Weber se aproxima
mucho más a Freud que a Marx, ya que su manera de entender la
mecánica de la competencia capitalista le sirve para demostrar
la tesis de Freud según la cual el ser humano es víctima
de sus propias inhibiciones.
Poco antes de escribir
La ética protestante y el capitalismo, Weber había
viajado a estados Unidos en una época en que los Vanderbilt ofrecían
fastuosos banquetes para 70 comensales. Esos capitalistas amantes del
lujo le parecieron una anomalía. Los hombres de poder llegarían
con el tiempo a protegerse y a no ostentar su riqueza. A nivel de la
cultura tratarían de convertirse “en uno de tantos”,
procurar no sobresalir. Seguirían, no obstante, siendo enemigos
unos de otros. Es un rasgo de genio, Weber comprendió que los
capitalistas seguirían compitiendo mucho después de haber
alcanzado la completa seguridad económica. El hombre que podía
tratar a los demás como piezas de un tablero era un hombre que
luchaba con sus propios demonios. Su perfil fue visible en el movimiento
protestante cuando la conciencia del estado interno se convirtió
en centro de la fe. En un nuevo avatar de esa inspiración genial,
Weber llegó a comprender de qué manera una persona puede
tratar de resolver una duda relativa a su valor interno mediante un
ejercicio de poder en el que gane pero no disfrute con ello. Esta negación
de sí es prueba de que goza de un carácter sólido,
más fuerte que el de otros y lo suficientemente enérgico
como para resistir a la tentación del deseo. Weber se pregunta
qué intenta probar la persona que compite para probarse algo.
Para poner de manifiesto en un ejemplo extremo el malestar que subyace
en la competencia, examina la relación de la conciencia moral
protestante con el mundo en el caso de los calvinistas y los protestantes
puritanos que hallaron refugio en la América del siglo XVII.
Al igual que Tocqueville considera que la forma de vida de ese núcleo
humano en América se anticipó a la que adoptarían
los europeos. A sus ojos los puritanos eran unos neuróticos heroicos,
unos seres corroídos por la duda que luchaban denodadamente para
probarse que tenían valor.
En cierto modo, los puritanos
no se prestaban a su argumentación. Los lugares en que vivían
habrían sido inmediatamente reconocidos por sus contemporáneos
como típicas aldeas europeas con su núcleo de casas en
torno de un prado y, más allá, las tierras labrantías
hasta los límites del distrito. A finales del siglo XVII el diseño
de esa aldea tradicional comienza a modificarse por motivos que seguirán
vigentes 200 años. Después de establecerse el núcleo
de la aldea, “en la división de la tierra, los recién
llegados abandonaban el conservadurismo que había presidido el
diseño de sus calles. Para distribuir la inmensidad virgen no
eran aplicables los métodos europeos de parcelamiento”
(Garvan, 1951: 52). En el siglo XVIII esas aldeas de malla prieta se
deshilacharon a medida que los habitantes se fueron a vivir a las tierras
que trabajaban.
Mientras duraron, estas aldeas
prietas eran lugares de cooperación más que de competición.
En el Pacto Eclesiástico de la aldea de Salem de 1689 se dice:
“Hemos decidido con toda rectitud considerar cuál es nuestro
deber y convertirlo en nuestra pena, reconocerlo como nuestra vergüenza
y definir en qué medida no lo hemos cumplido y pedimos por ello
perdón al evocar la Sangre del Pacto Permanente. Y, con el fin
de respetar este Pacto y cuantas disposiciones inviolables establece
para siempre, habida cuenta de que nada podemos nosotros mismos, imploramos
humildemente la ayuda y la gracia de nuestro mediador” (reproducido
en Rice, 1874).
En este Pacto se acepta de
manera explícita la consubstancialidad del malestar interno y
de la cooperación mutua. La “neutralidad”, la “indiferencia
para con los demás”, no dejan de ser expresiones vanas
en estas poblaciones; las diminutas aldeas de Nueva Inglaterra no parecía
al principio que iban a ser el ambiente propicio para el rechazo social
de la ética protestante.
Sin embargo, sus habitantes
llegaron a vivir el drama de la negación a través de la
neutralidad, y vivirían y padecerían en grado heroico
a causa del mismo. El puritano se imaginaba que debía alejarse
del mundo en que había nacido a causa del malestar de la guerra
que se libraba en su interior. Su salvación o su condenación
estaban predestinadas por Dios, y Dios con un toque de su divino Instrumento,
había decretado la imposibilidad de que el puritano supiera si
sería salvado o condenado. Estaba obligado, en palabras del puritano
norteamericano Cotton Mather, “a predicar las riquezas de Cristo
que no es posible buscar”, pero era demasiado humano, era un hombre
que quería conocer su destino y buscaba las pruebas (citado en
Silverman, 1985: 24). No tenía el poder de controlar las tentaciones
ni los pecados cotidianos del mundo; carecía incluso del alivio
católico de la absolución de sus pecados. No le era posible
tener un conocimiento definitivo, y tampoco obtener la absolución.
Su Dios se asemejaba a una fortuna sádica. La conciencia moral
y el dolor se convertían así en sus compañeros
inseparables.
Puede que la expresión
más gráfica de este conflicto interno sean los versos
que George Goodwin escribió a principios del siglo XVII: “Canto
mi propio ser; mis guerras civiles internas;/Mis victorias y derrotas
cotidianas;/El duelo constante, la lucha incesante,/La guerra interminable
que durará tanto como mi propia vida”5.
Para escapar a ese sufrimiento
el puritano fue tentado por la inmensidad virgen, por ese vacío
que no le impondrá exigencias seductoras y con la visión
por remota que fuera de llegar a controlar su vida. El padre de Cotton
Mather, Increase Mather, perteneciente a la primera generación
de puritanos inmigrantes, escribió en la página inicial
de su diario: “Espero la llamada de tierras desconocidas donde
viviré hasta el término de mi vida y de mis lágrimas”
(Mather, 1961: 352).
Los primeros norteamericanos
eran seres torturados. Cuando se habla de los “primeros colonizadores”
o de los “aventureros ingleses” no se llega a expresar ninguno
de los motivos que empujaban a la gente a emprender un viaje peligroso
y a instalarse en parajes desolados o infestados de mosquitos. Los puritanos
fueron los primeros norteamericanos que sintieron la doble necesidad
de alejarse de todo y de controlar su vida, dualidad que implicaba huir
de los demás en nombre del autodominio.
Las iglesias construidas
en el centro de los poblados tradicionales de Europa señalaban
claramente donde había que buscar a Dios. El centro define un
espacio de reconocimiento. Dios es legible: está en el interior,
en el santuario y en el alma. En el exterior sólo hay riesgos,
desórdenes y crueldades. El interior puritano no era legible,
era el sustento de un combate, una conciencia en conflicto consigo mismo;
la terrible lucha por encontrarse se agravaría cuando los otros,
es decir, el exterior, otras confusiones, hicieran su aparición.
El español llegaba al Nuevo Mundo como un amo; la conversión
y la conquista eran una sola cosa; llegaba su condición de católico.
El puritano venía a un refugio; la conversión era un deber
y la conquista una necesidad de supervivencia, aunque ni una ni otra
eran el verdadero motivo de su viaje. El lugar al que llegaba tenía
que ser contemplado como una tela blanca en la que podía desplegarse
esa doble compulsión; recomenzar en un sitio nuevo y lograr así
un mayor dominio de sí.
Con frecuencia, quienes se
habían embarcado en esta experiencia purificadora encontraban
que el lenguaje no bastaba para conjurar sus conflictos internos, y
el fracaso fatal llegaría a convertirse en Salem con el silencio,
el verdadero castigo de las brujas. De manera más general, en
la cultura norteamericana, al fracaso de las palabras para revelar el
alma se sumó la conciencia exacerbada de sí mismos en
un paisaje inmenso y que les era extraño. A falta de un lenguaje
adecuado para expresar la experiencia interior, cada uno se replegaría
en sí ante la imposibilidad de manifestar su vida, condenado
en el mejor de los casos a no dar sino una nueva impresión. El
espacio interior del catolicismo medieval tenía un carácter
físico, era un espacio que todos podían compartir. El
espacio interior de los puritanos era el espacio del individualismo
más radical y más impalpable. El ojo del puritano sólo
podía ver en su interior.
Por consiguiente, para el
puritano, el vacío tenía un significado espiritual. Incluso
en el primer nudo de casas aldeanas se sentirá siempre solo con
su conflicto. Observadores posteriores se asombraron de que se lanzaran
en forma incontenible a la conquista del Oeste quienes podía
haber llevado una vida más rica y feliz explotando lo que ya
poseían. Se trataba de una de las manifestaciones de la ética
protestante, esa incapacidad para admitir que lo que existe resulta
suficiente. Quien se ve movido por esa disposición interna cree
que esa lucha le permitirá encontrarse, que la propia aspereza
del combate le otorgará un valor interior. Compite en aras del
dolor y, en última instancia, compite consigo mismo.
En un primer momento la fe
marcó con su sello inconfundible esa lucha interior. El bien
combatía al mal. Más tarde, a medida que sus protagonistas
iban deshaciendo el nudo europeo y adquirían más autonomía,
los términos de esa lucha interior perdieron nitidez. Un texto
clásico de la conquista del Oeste, la novela The little house
in the prairie, cuenta cómo la familia se muda cada vez
que descubre otro techo en su horizonte. Nadie puede explicar las razones
de esa vida errante, pero el hecho es que se sienten amenazados y tienen
que alejarse cada vez más. Es un momento análogo el que
da origen a los suburbios. Cada vez que puedas, aléjate de los
demás. La densidad es un mal. Sólo el vacío, en
la neutralidad, cuando faltan el estímulo o la “interferencia”
de los demás, puede el alma dominarse. Se tiene así la
dualidad del alejamiento y de la lucha por el autodominio.
Cabe pensar que se trata
de una historia puramente norteamericana y hasta que la anécdota
se circunscribe a una pequeña secta del siglo XVII. Pero así
como nos encontramos a veces con una iluminación en la vida de
personas distantes que nunca se propusieron influir en nosotros, la
“lucha civil interna” librada en tierras norteamericanas
tiene un significado para el presente. Tocqueville se equivocó
en cierto modo al contemplar el carácter individualista. En efecto
lo tomó como una simple indiferencia con respecto a los otros,
lo que constituye un error generoso, si cabe decir, habida cuenta de
otras realidades más actuales. Lo cierto es que, el código
para establecer el autodominio desarrollado por primera vez en Estados
Unidos, manifiesta una profunda hostilidad hacia las necesidades de
los demás y un resentimiento por su mera presencia. Los demás
interfieren; para lograr el control, nada de “lo de afuera”
debe importar. Esta hostilidad puede verse ahora en muchas ciudades
en la manera en que se trata en la calle a quienes carecen de techo
o están sujetos a trastornos mentales. Se les trata con resentimiento,
ya que se presentan como verdaderos necesitados y siguen mostrándose
a la vista de todos. Y es una lucha contra esa hostilidad la competencia
de identidades que se ha establecido para dejar la propia marca en los
vagones del subterráneo y los muros de la ciudad. Lo que se pide
es el reconocimiento. A la pregunta “¿Ser reconocidos por
quién?”, el puritano podía dar una respuesta. Aunque
nos falte su fe en Dios y no tengamos ninguna respuesta a mano, seguimos
sintiendo, como él, la necesidad de dudar. Sigue presente la
antigua sombra que oscurece la presencia de los demás.
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Edward
Hopper, "Palacio" |
En la historia de Estados
Unidos el recurso implacable a la cuadrícula contribuyó
a crear esa sombra. La Cuadrícula parecía resolver la
amenaza del valor del medio mediante un acto de represión geométrica.
“Allí fuera” no había nada que debiera ser
tenido en cuenta al aplicar la cuadrícula. Es sabido que los
problemas de la ciudad consisten en su impersonalidad, su escala alienante,
su frialdad. A mi juicio, esta descripción es más profunda
de lo que parece a simple vista. La impersonalidad, la frialdad y el
vacío son términos esenciales del vocabulario protestante
sobre el medio ambiente. Estas palabras marcan una cierta dirección
de la mirada; la separación, la exclusión, la frialdad
son otras tantas razones para buscar los valores internos en el interior.
La ética protestante nos habla del avatar desdichado de esta
orientación de la percepción. Es una historia de escasez
de valores. Es una historia en la que son los propios seres humanos
los que crean unas condiciones y circunstancias que inmediatamente después
contemplarán como vacías y frías. Esa es la consecuencia
perversa de la negación. El que asume una actitud neutral para
con el exterior acaba por sentirse vacío. Esta perversión
se aplica tanto a la creación del espacio como a la creación
del capital. Ahora bien, al haberse incorporado a la trama de la vida
cotidiana y secular, esta conciencia protestante del espacio deja de
ser una neurosis heroica.
Vemos así que la relación
entre espacio cuadriculado y ética protestante es un ejemplo
de otra relación más general entre espacio y cultura.
Weber no pensó que la religión determinara la economía,
sino que existía una interacción entre ambas. Del mismo
modo, también los valores culturales se entrelazan con el orden
espacial. Estos lazos han ejercido una gran influencia en la visión
moderna como también en la formulación de Weber, las técnicas
religiosas de autorregulación siguen vigentes mucho después
de que desaparece la fe religiosa. En la planificación del espacio
visual, la neutralidad crea un campo de competencia en el que los participantes
operan un repliegue moral sobre sí mismos. En Estados Unidos,
la aplicación de la cuadrícula constituye el primer signo
de una forma moderna de represión muy característica que
consiste en negar el valor de los demás y la peculiaridad de
cada lugar mediante la construcción de la neutralidad.
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