Dobla por la calle de la parroquia hacia la derecha. Pasa frente al colegio y el parque. Sube la colina sin detenerte en la palmera y antes de que comience el camino de tierra, escala hacia la cima del cerro. Ahí vivo.
Hace unos días, dibujaba para unos amigos un mapa para llegar a mi casa en Viña del Mar. Cuando tomé el lápiz, apenas pude esbozar la infinidad de sutiles curvas que llevan hasta mi puerta. ¿Cómo lo hago si no tengo idea donde queda el norte ni el sur, aunque tenga el océano a un lado y los cerros al otro? Ningún viñamarino lo sabe. ¿Cómo les muestro el camino si las calles no tienen cartel y nadie sabe cómo se llaman? Para nosotros, esa es la calle de los bomberos o el camino de tierra. Sin nombres. Quizás les podría decir que a veces un caballo pasta frente a mi jardín. ¿Llegarán?
Aunque ahora Viña del Mar haya sepultado la línea del tren para construir un metro, la modernidad no alcanza a hacer más que un rasguño en el apacible flujo de sus habitantes. Escuché que el metro debió ser suspendido las primeras semanas, porque la gente se subió pero nunca se bajó en las estaciones, tomando el trayecto como un tiempo sin destino, por el puro placer de moverse. Viña, Valparaíso, Viña y quizás otra vez Valparaíso. ¿Quién necesita llegar a alguna parte?
Eso sucede en Viña, en esa ciudad que no sabe lo que quiere ser y se enreda en mil versiones distintas de sí misma. Brumosa y difusa, hecha de pequeñas historias que todos conocen y que nunca han estado en los mapas. Es la ciudad de mis recuerdos, la que miro desde lejos, la que se nubla cuando la evoco, cargada de una pesada humedad que extraño.
En Viña, la playa está siempre a tu lado, estés donde estés. No necesitas saber dónde está el poniente. Viña del Mar hay que aprendérsela de memoria, recorrer sus calles sin ansiedad para saber hacia donde te llevan. Descubrir sus caminos y encontrar ese detalle que hará innecesario un cartel en sus esquinas.
Mientras hacía mi plano, decidí observar con atención el camino a mi casa. Y me detuve sorprendida. Los hitos en el papel eran apenas reverberancias: un letrero que ya no está, un color amarillo que desapareció desteñido por el sol. Porque la memoria abandona en tu cabeza lo que ya no existe. Y cuando estás lejos, no ves las cosas como son, sólo aquel mapa que han delineado tus recuerdos.
El mapa no es el territorio era la cita favorita de Gregory Bateson. La frase es del conde Alfred Korzybski, un ex oficial polaco que durante la Primera Guerra dirigió un desastroso ataque que terminó con todo su batallón en un profundo foso que no figuraba en ningún mapa. Justo frente a las ametralladoras alemanas.
Entre mi mapa y la realidad había una historia que transformó el territorio. Era un eco sin que pudiera reconocer la voz.
El plano que hice para mis amigos no reflejaba mi camino a casa. Escribí los nombres de los generales que bautizan las calles (sin que nadie recuerde sus éxitos o fracasos), pero no dibujé el caballo pastando en mi jardín.
Quienes tenían que llegar, llegaron. Nadie tropezó con ningún foso. Pero intuyo que perdieron un poco el tiempo tratando de encontrar algún detalle que resultó ser sólo un recuerdo. Aunque haya desaparecido del territorio, yo veo nítidamente la casa amarilla sobre el cerro. Probablemente los viñamarinos seguirán encontrando el camino a casa.