Trabajo en una empresa de rejas temporales y a veces me toca hacer instalaciones en barrios muchísimo más amigables, cerca del centro, donde me podría ubicar fácilmente. Pero ahí es donde viven los ricos. La ciudad con estilo cuesta cara y casi nadie puede pagarla. La gente “normal” vive en los suburbios, que bien podrían pasar por una pesadilla de arquitecto fashion latinoamericano: sólo tres o cuatro estilos arquitectónicos distintos, repetidos hasta el cansancio. Ni un edificio, ni un quiosco… y silencio. Por todos lados, un silencio vacío. Porque así como no huele, no sabe ni se deja tocar, esta es una ciudad que tampoco suena. La comodidad parece haber matado los sentidos.
No se siente aquí tampoco la presencia amenazante de la crisis económica que amenaza al mundo desde hace algunos meses, como si las casas con jardines hicieran de capa aislante, de colchón blando que protege a los residentes de cualquier hecho que pueda perturbar la paz de la vida en desarrollo. Las grandes noticias globales suceden lejos, muy lejos. La única guerra que se libra en esta ciudad-trinchera es la del capitalismo, una guerra de subsistencia, de competencia contra uno y contra todos.
Quienes habitan la Melbourne por la que yo me muevo son precisamente los supervivientes, los que trabajan por vivir el día a día.
En este país, los únicos que toman el bus son los que no pueden manejar: ancianos, niños, obreros pobres, alcohólicos, enfermos mentales o inmigrantes inadaptados o recién llegados. Todo el resto tiene auto. Rodeado de parias y yo un paria, en el bus me viene a la cabeza la idea de “raza errada”, aunque desconozco el posible destinatario de tan duras palabras.
Dicen que es en este estado de constante lucha por la subsistencia donde aflora lo mejor del hombre. Como ese padre, que va cada mañana a dejar a su hija (que evidentemente sufre algún tipo de retraso mental) al bus. La abraza, la besa y la sigue con su mirada acariciante mientras se la encarga al conductor. La escena entera se encuentra dolorosamente cargada de amor. Tanto resplandor, en la noche del capital, se hace insoportable; mi vista sufre, como encandilada ante una revelación bíblica y debo apartarla.
Aún no comprendo cómo una ciudad tan fácil, que funciona tan bien, me resulta tan insoportable. Tanto, que hasta el momento he rehusado todos los encantos de esta vida en utopía: ahorro todo lo que gano, aún no compro un auto ni pienso hacerlo, miro con recelo a esos montones de personas que trabajan y compran, y me mantengo testarudamente fuera de los lugares de consumo. Sospecho, incluso, que la escena del padre con la hija constituye una carnada con la que la ciudad intenta atraerme a ella, hacerme su presa. Se me viene a la cabeza una frase de Lacan (o Žižek, no recuerdo bien; podría estar en ambos) que dice que la fantasía, cuando se realiza, deviene en pesadilla, en terror.
Melbourne podría ser una utopía realizada, la utopía de la humanidad, y, por lo mismo, su pesadilla; esta ciudad tan cómoda, tan amable y al mismo tiempo tan ominosa, terrorífica.
Como cada mañana camino desde la parada del bus hasta mi trabajo, en Melbourne, esta ciudad que aún no quiero entender del todo, porque si lo hago, si me llego a sentir cómodo, si logro ubicarme por sus barrios, significará que ya me ha devorado, que ya soy parte de ella… y lo que más me asusta de todo es que quizá incluso lo disfrute.
Esta instantánea fue publicada originalmente en la edición número 7 de nuestra revista, el otoño/invierno de 2008. URL: [http://www.bifurcaciones.cl/007/Melbourne.htm].
Carlos Alcalde, Licenciado en Letras, Pontificia Universidad Catolica de Chile. Actualmente vive en Melbourne. E-mail: carlos.alcalde[@]gmail.com.
Matthew Lew, Fotógrafo Urbano, Melbourne, Australia.