Noche de invierno, el frío a menos diez grados se cuela por las fibras del abrigo, del jersey de lana y de las dos camisas hasta helarle la carne. Sus huesos crujen en el avance de cada paso contra el viento en busca de un lugar anónimo en donde refugiarse. El nómada camina por calles estrechas y amplias, la hora apacigua la velocidad de los autos en contraste con el paso acelerado de los que deben subirse al último tren, la estación está a punto de cerrar. La plaza, que de día es alharaca del mercado, del turista y del viandante relajado, tiene esta noche de huésped un manto blanco y húmedo que descansa sobre los bancos; mañana cuando despunten los primeros rayos se habrá marchado en forma de agua. En el centro un grupo de árboles, como si la caricaturización de un bosque intentara proyectarse en el lugar, un poco de “naturaleza” en medio de tanto asfalto, hormigón y vidrio. Sigue andando, en el camino se tropieza con la estructura que soporta una autopista elevada en cuyos nichos se declara overbooking. Tampoco aquí hay posibilidad de quedarse pero al otro lado destella una esquina iluminada por el rótulo de una entidad bancaria, acelera el paso. A pocos metros comprueba que el lugar está disponible, se acerca y abre la puerta sumisa que le dejará pernoctar los tres metros cuadrados que custodia. Dentro la temperatura se vuelve cálida mientras extiende en el suelo el fino catre de cartón.
En el año 1992 Marc Augé introdujo el término No Lugar en su mítico libro Los no lugares, espacios del anonimato. Poco más de dos décadas de retórica han construido un bagaje bastante completo en torno al concepto de espacio en este sentido. La visión del lugar como objeto antropológico de intercambio, relación y encuentro, en relación a un opuesto que se configura en el escenario de la modernidad globalizada.
El consabido significado del nuevo término dispuso la categoría del espacio en una diatriba del ser o no ser. Esta visión comparativa del lugar que parte de la función, el uso y el tiempo, arrinconó en un vocablo la figura de aquellos lugares que no encajaban en el concepto ancestral y que fueron apareciendo como producto de la modernización de la vida. Los no-lugares son aquellos que se configuran en contraposición al lugar que representa la identidad, la historia y las relaciones. No Lugar es donde se diluye el tránsito acelerado y anónimo, los espacios límite entre lo habitado y lo abandonado, donde se construyen los recovecos y oquedades de la arquitectura ciega e indolente; lugares que se han conceptualizado como una dicotomía.
El espacio es un lugar practicado y la respuesta física de lo social, económico y político que se construye en el imaginario como un compendio de elementos físicos (estructura, forma y materialidad) y abstractos (percepción y experimentación). En este sentido no sólo la composición física del espacio constituye per se la tipología de lugar, sino también el comportamiento, habitar y recorrer el espacio construyen una categoría clasificatoria entre lo efímero y lo permanente. En esta línea Augé cita a Michel de Certeau en una dialéctica sobre espacio, lugar y no lugar, destacando que en su discurso también nos habla de la experimentación como configurador:
“El espacio para él, es un ‘lugar practicado’ un ‘cruce de elementos en movimiento’: los caminantes son los que transforman en espacio la calle geométricamente definida como lugar por el urbanismo” (1992: 83).
Y es que vivimos en contrastes, de lo estable que entendemos propio del Lugar a lo transitorio del No Lugar, una paradoja del movimiento, del sedentario y del nómada (2002). En este sentido lo perceptivo y la interacción con los distintos usos y actividades del espacio se trasvasan en una masa de conceptos y percepciones -conocido como imaginario- que determinan la forma en la que experimentamos nuestro entorno, lugares y no-lugares. En referencia a Lynch (1998), esa construcción de un imaginario colectivo a partir de los elementos de su entorno se conjugan para construir, desde la percepción del individuo, la imagen de la ciudad, la identificación y clasificación del espacio.
Augé nos presenta a Juan Pérez en el prólogo del mencionado libro, el protagonista de una ciudad que podría ser cualquiera. Éste utiliza unos medios que lo condicionan sistemáticamente a habitar lo efímero, experimentando una serie de situaciones dentro de un marco urbano definido como No Lugar. Desde el cajero automático, el peaje de la autopista hasta el aeropuerto, su entorno se sustenta forzosamente sobre lo transitorio y lo fugaz. Suponemos que la vida de Juan (como la de muchos) transcurre en una alternancia de estancias clasificadas como parte de la rutina de vida en la que se contraponen el concepto de lugar, permanencia, relación e identidad (como son los espacios reglados para tal fin, a saber, la casa, la oficina, la plaza de las horas libres…) con el concepto de No Lugar, espacios que se construyen, en este caso, en su trayecto hacia el aeropuerto.
El caso presentado como opuesto lo experimenta nuestro protagonista de La noche a menos diez grados, el nómada. La condición social y el comportamiento determinan un tipo de experimentación y percepción del espacio, un espacio que es prácticamente el mismo que recorre Juan Pérez; sin embargo, las variaciones se producen en función de los recursos, formas de vida o de la propia experiencia que determinan una contraposición de conceptos más allá de que el lugar y el no lugar sean figurativos. Lo que para uno es la transitoriedad, lo pasajero y lo fugaz, para otro representa un contexto fijo de posibilidades que se basan en el tándem supervivencia-utilidad. En este caso los entornos que se clasifican como el lugar de lo fugaz y efímero son el recurso del “nómada” para el hábitat y refugio. Esto reafirma que las relaciones entre el espacio y el tiempo se producen no sólo por la tipología y ordenación espacial sino también a través de la forma de habitar, percibir y experimentar el espacio. La forma de relación con el entorno es un producto empírico que se elabora en función de condicionantes sociales, económicos y culturales en correspondencia con la propia constitución del espacio.
A través de la vivencia del nómada, aquel que recorrió kilómetros de ciudad a pie entre autopistas elevadas, estaciones y plazas hasta encontrar los tres metros cuadrados del cajero, se puede interpretar el concepto de No Lugar de forma muy distinta a la que experimentó Juan Pérez de camino al aeropuerto. Es, en el papel del “nómada”, donde la percepción y la experimentación del espacio nos cambia el estigmatizado concepto de no-lugar, lo que se traduce en categorías socio-espaciales. Aquel No Lugar, el del tránsito, de lo efímero y lo eventual, funge de Lugar como prótesis del amputado sistema social-urbano repleto de contrastes y carencias. En la vida del nómada el cajero -entre otros No Lugares- es el lugar de acampada en su eterno errar.
Referencias Bibliográficas
Augé, M. (1992). Los «no lugares». Espacios del anonimato. Una antropología de la modernidad. Barcelona: Editorial Gedisa S.A.
Certeau de, M. (1992) En: Los «no lugares». Espacios del anonimato. Una antropología de la modernidad. (pp. 83) Barcelona: Editorial Gedisa S.A.
Careri, F. (2002) Walkscapes. El andar como práctica estética. Barcelona: Gustavo Gili.
Lynch, K. (1998). La imagen de la ciudad. Barcelona: Gustavo Gili.
* Sabrina Gaudino Di Meo es Arquitecta por la Universidad José María Vargas, Caracas, Venezuela, y Máster en Arquitectura avanzada, paisaje, diseño y urbanismo por la Universidad Politécnica de Valencia, España. Colabora en La Ciudad Viva y mantiene el blog 3raPersona.
** Las imágenes de la columna fueron tomadas por la propia autora.
Pingback: El sentido de lugar en el “no-lugar” | 3ra persona