Las empleadas domésticas son una figura tradicional de la cultura Latinoamericana. Se trata, sin ir más lejos, del sector que históricamente más trabajo ha dado a mujeres en la región, ocupando actualmente a cerca del 25% de la población femenina económicamente activa. El trato es sencillo: un empleador contrata a alguien para realizar una serie de tareas dentro y fuera de su hogar. El tipo y extensión de dichas tareas suele ser indeterminada pero en la mayoría de los casos incluye planificar, cocinar y servir las comidas, preparar a los niños para ir a la escuela, limpiar la casa y hacer las camas, planchar y hacer el lavado y alimentar a las mascotas, entre otras cosas. Algunas empleadas viven en su lugar de trabajo y otras no, aunque a ninguna le suelen pagar adicional si trabaja horas extra. A cambio de todo eso, la empleada recibe un sueldo y cada tanto puede tomar vacaciones remuneradas.
Fuera de lo descriptivo, una mirada a las prácticas cotidianas y representaciones sociales revela un cuadro algo diferente. La relación asimétrica que se establece entre empleadas domésticas y sus empleadores, la desigualdad de género que anida en un rol ejecutado casi totalmente por mujeres, la relación de familiaridad que se establece entre las partes, la práctica común de usar pagos no-monetarios como parte del salario y el hecho de que, muchas veces, tener un contrato legal es tan difícil que obtenerlo se vuelve todo un logro, sugieren que además de lo económico hay importantes fuerzas culturales y políticas al centro de esta figura.
Es cierto que hay muchos trabajos precarios en el país y que varios presentan fuertes desigualdades de género, pero lo que vuelve al empleo doméstico algo particular es su invisibilidad. Mal que mal, estamos hablando de un rol central pero ampliamente obviado por las organizaciones laborales, exiliado de la discusión política e ignorado por el mundo académico. Hay varias razones que permiten explicar este silencio, tres de las cuales parecen ser las más relevantes. Primero, que su escenario natural son los hogares, espacios usualmente entendidos como de dominio privado. Segundo, que es realizado casi únicamente por mujeres, un género tradicional y culturalmente excluido de la esfera pública y por tanto confinado al espacio domestico, su “ambiente natural”. Y tercero, que se ejecuta bajo una fuerte narrativa de “falso parentesco”, que consiste en que hay ciertos tiempos y lugares en que las trabajadoras son tratadas “casi como” parte de la familia y otros en los que claramente no. En suma, tres factores que logran camuflar sus dimensiones políticas y económicas, exacerbando su precariedad, dificultando su organización e intensificando su dependencia.
Imaginemos ahora qué pasa con un trabajo de estas características cuando se traslada desde la ciudad central, compacta e integrada, a los nuevos condominios segregados de nuestras ciudades; condominios que han sido duramente culpados, tanto por académicos como por la opinión pública, de acelerar la privatización de lo urbano, promover la segregación residencial, agravar las diferencias sociales e incluso contribuir a la desintegración del cuerpo social como un todo. Qué violencia puede imprimir sobre las trabajadoras un lugar de casas socialmente homogéneas, con accesos controlados y espacios vigilados, donde todo tipo de diferencia es disciplinada o expulsada; barrios donde lo privado ya no es sólo el hogar sino también las veredas, calles y plazas, espacios donde ella tradicionalmente socializaba, compartía información, datos y chismes, se hacía amigas y parejas y lograba vincularse con lo público.
La complejidad de este escenario es el que aborda Emilia Noguera en Proyecto de vida, una obra que explora la vida cotidiana de una pareja de clase alta, su hijo e Irma, su empleada doméstica, todos residentes de un condominio del suburbio santiaguino. Los personajes están llevados al límite, a comportamientos y relaciones en apariencia vacías, casi robóticas o al borde de la caricatura, pero que funcionan justamente en su absurdo, por lo paradójico que es encontrar tanto vacío dentro de tanta abundancia.
A Emilia Noguera la vi actuar por primera vez en La Tempestad. Aunque fue hace casi una década, la luz intensa de esa experiencia sobrevuela cálida hasta hoy. La obra había sido montada en una sala con tarimas en altura y pasillos que corrían como accesos a sus lados. Yo estaba sentado arriba, al borde, casi colgando sobre el vacío. En un momento de la obra, Emilia sale de escena y se queda oculta en uno de esos pasillos, mirando hacia el escenario mientras yo, a su vez, la miraba desde lo alto. De blanco y descalza, su figura se recortaba sobre el fondo obscuro. Estaba absorta, no sé si dentro de su personaje, fuera de él o ambas cosas a la vez. Sobre las tablas, su padre -que era su amo, que era Próspero- deshacía el hechizo sobre los náufragos y ella lo seguía con la vista, murmurando cada una de sus palabras, parándose en puntas de pies y moviendo las manos como si estuviera descifrando el código de una caja fuerte.
Emilia encarnaba a Ariel, un genio invisible y poderoso esclavizado por Próspero, que ansiaba su libertad y vivía encerrado en una isla. La nueva obra de Emilia también transcurre en una isla que expulsa o hechiza a los extraños y tiene de personaje a una sirvienta y a sus amos. Invisible, o al menos por ratos, aparece sólo cuando se la necesita, teniendo que retirarse cuando no hay asuntos que resolver. Hacia el final de La Tempestad, Shakespeare decide dejar a Ariel en libertad. La obra de Emilia, por su parte, toma un camino diferente. Más allá de ambas, de los libros y las tablas, la pregunta que queda es cómo hacemos visibles las condiciones en las que muchas mujeres siguen interpretando este rol y cómo hacemos para acabar con sus precariedades. Una larga historia de la que aún queda mucho por escribir.