Es muy probable que cualquiera de ustedes –yo mismo lo creo así– posea, en su repertorio personal de imágenes, la idea de las industrias como lugares ruidosos, llenos de obreros usando overoles sucios, lentes oscuros y zapatos de seguridad. Es probable, también, que alguno de ustedes haya visto alguna vez una cinta casi emblemática de este, digámoslo así, paradigma representacional como lo es Tiempos Modernos, donde Chaplin interpreta a un operador que sufre las consecuencias de entrar en la kafkiana maquinaria de la producción en serie. Pues bien, así las cosas, es muy probable que la idea de una fábrica en cuyas instalaciones reina un silencio sepulcral, interrumpido sólo por el gorjeo de algún pájaro o el sonido de los aspersores, les produzca algún grado de inquietud. Como si un día cualquiera en el orden de las cosas, asistieran a un clásico deportivo y se encontraran una multitud quieta, presa de un sopor inexplicable. Rostros en los que se dibuja una indiferencia similar a la de un sujeto medicado hasta la médula con toda clase de antidepresivos.
Puede que esté exagerando las proporciones, pero el siguiente dato puede ayudarme a sostener mis desvaríos: René Quitral lleva 44 años trabajando para la compañía. Ha vivido toda su vida en Curicó y actualmente es el encargado de operaciones de este lugar que está al borde mismo de un peñasco, signifique lo que eso signifique. Militante de un sindicalismo apolítico –para él, según comenta, es perfectamente posible–, hablar del pasado de la compañía es narrar un pasado esplendor de superproducción y bonanza. Durante las décadas de los 70 y 80, Iansa contaba con alrededor de 500 trabajadores. Los silos, cuyo aspecto me sugiere una estación espacial de una película de los 80, contenían alrededor de 50 mil toneladas de remolacha. Hoy es una gran esfera vacía parecida a la Estrella de la Muerte de Star Wars. Las razones de esta debacle, dice Quitral con voz dura, van desde el avance de la globalización, un Estado absolutamente irresponsable y todo eso que los sociólogos contemporáneos identifican como capitalismo posindustrial, terciarización de la economía, desindustrialización y un largo etcétera que para Quitral no es otra cosa que el tiempo haciendo estragos con lo que antaño fue su gran fuente de trabajo.
“Yo creo que viene una espiral de abandono”, dice, y el paisaje circundante parece corroborar su apocalíptica y sentenciosa afirmación: a un par de metros del Cruce Los Niches, llegando a Curicó, los escombros de un Easy lleno de graffitis descansan como una bestia metálica desmembrada y muerta. Junto a la maleza hay restos de tubos PVC, madera, fierros, entre otros desperdicios. Desmantelado casi en su totalidad, podría ser una pista de aterrizaje extraterrestre. Lo mismo con la ex bencinera que se encuentra a unos 300 metros del lugar. Las oficinas ahora son ocupadas por un grupo de aproximadamente diez vagabundos. Desde lejos pueden verse cordones para colgar ropa, colchones raídos, envases de comida y algunos perros. Todo eso contrasta brutalmente con la exuberancia de los viñedos que ocupan hectáreas y hectáreas de terreno en las zonas colindantes, con su orden estrictamente geométrico y todo su poder evocador del imaginario de la chupalla, damajuana, cueca ebria de gallo en tierra parda, adobe y revoque de hacienda.
Primero como tragedia, después como farsa: Bengoa nos cuenta en sus apuntes sobre la historia del Maule que, en los años de industrialización de Chile, el Valle Central se replegó en sí mismo y el trabajo agrícola se recrudeció como una forma de hacerle frente a esa vorágine. Un par de décadas después, y con la Reforma Agraria como Quimera a conjurar, se instala la agroindustria de viñedo, pino y arándano viajero. Con eso en cuenta, estas ruinas se ven doblemente tristes, doblemente desoladas. En la oficina donde Quitral nos atiende hay algunas fotografías de Iansa en sus años de pleno funcionamiento y otra donde pueden verse unas manos con un puñado de azúcar blanca y cristalina. Por la ventana alcanzo a ver parte de un galpón por donde pasean algunos trabajadores. A medida que conversamos van apareciendo otros temas: los hijos, la familia. Las nuevas generaciones, que para él han perdido los viejos valores –nunca nos detenemos a describirlos–. Como dos imágenes que se espejean, parece que el destino de Iansa trasuntara el destino del mundo que Quitral conoció. Y la espiral del abandono amenazara, sin clemencia y sacudiéndolo todo, desmantelando industrias, casas, viejos barrios y canchas de fútbol, con llevarse también el mundo tal como lo conoció.