20/11/2012

El peatón invisible

Rodrigo Diaz

Blog | columnas

 

Todos los días voy temprano a dejar a mi hija a la escuela en Coyoacán, al sur de la ciudad de México. Antes de llegar a mi oficina paso a tomar un café. Todo el recorrido toma unos 40 minutos, y lo hago íntegramente a pie. De la misma manera vuelvo a mi casa en la tarde. En total, y contando lo que me toma ir a comer a mediodía, es más de una hora y media la que dedico todos los días a caminar. Sin embargo, desde el punto de vista estadístico, la manera que he elegido para hacer la mayor parte de mis desplazamientos en la ciudad sencillamente no existe.

De acuerdo a la Encuesta Origen – Destino del año 2007 elaborada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el reparto modal de la Zona Metropolitana del Valle de México se descompone de la siguiente manera: 72,1% de los viajes se realizan en transporte público (que incluye metro, BRT, microbuses, minibuses, combis, trolebuses y tren ligero), tan sólo un 20,7% en automóvil particular, 6.2% en taxi, y un magro 1% en bicicleta. ¿Viajes peatonales? Por más que se busque no aparecen, ya que se considera que estos sólo existen como medio de acercamiento a otro modo. En su mayoría estarían incluidos en el poco más de 72% de viajes en transporte público. Curioso, sobre todo si se toma en cuenta que en una ciudad relativamente normal una buena cantidad de traslados se realizan exclusivamente a pie (14% en Nueva York, 21% en Londres, 25 % en Berlín, 42% en Shanghai) [1]. ¿Qué colocarían los encuestadores si yo hubiera sido uno de los entrevistados en el sondeo? ¿Ser anormal? ¿Anomalía estadística?

El tema no es menor. Después de todo, aquello que no existe en las bases de datos oficiales difícilmente tendrá cabida en las políticas públicas de un país y una ciudad. La realidad confirma esta impresión. De acuerdo a una investigación del Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo [2], tan sólo el 3% de los recursos federales destinados a transporte se utilizan en infraestructura peatonal o ciclista. Basta un breve recorrido por cualquier lugar de la ciudad de México para darse cuenta que el número es perfectamente creíble. A su paso, el caminante encontrará aceras discontinuas, en mal estado, llenas de baches, repletas de todo tipo de obstáculos, invadidas permanentemente por ambulantes o automóviles que las consideran sitio natural de estacionamiento. A veces ni siquiera existen. El panorama empeorará cuando este mismo caminante intente cruzar la calle. Allí descubrirá que la única protección para atravesar seis o más carriles de alta velocidad es un despintado paso de cebra, considerado más bien como un adorno por los tradicionalmente agresivos automovilistas de la capital -en estos lados no se exige ningún tipo de examen para sacar licencia de conducir-. Resultado: cada año mueren alrededor de 1,200 personas en accidentes de tránsito en el DF.

Lo anterior no significa que los peatones no existan en el discurso oficial. De hecho, el  Programa Integral de Transporte y Vialidad del Distrito Federal señala explícitamente que “aspiramos a una ciudad en donde la prioridad sean las personas y no los automóviles; en donde los espacios públicos, las formas no motorizadas de traslado y las zonas peatonales sean revaloradas y paulatinamente recuperadas.” El papel lo aguanta todo. Las políticas públicas también.

Al parecer no siempre las cosas fueron así. Fotos antiguas dan la imagen de una urbe bastante más amable con el peatón de lo que es en la actualidad. ¿En qué momento se jodió el DF a pie? Quizás hay que rastrear hasta encontrar la etapa en que el modelo a seguir era una versión pobre de Brasilia, un momento de la historia en el que todas las grandes ciudades latinoamericanas quisieron emular el experimento de Lucio Costa y Oscar Niemeyer, pero sin recursos ni planeación ni carácter monumental ni arquitecto de por medio. La ciudad de México no fue la excepción, y así en los años setenta del siglo pasado un alcalde de triste recuerdo sacó las palmeras y bandejones que dividían calles locales para transformarlas en ejes viales de seis, siete, ocho carriles, símbolo del progreso expresado en una infraestructura generosa con el automóvil.

Tres décadas después la ciudad decidió ir todavía más atrás en la historia y tomar prestado el modelo de freeways propio de la ciudad norteamericana de los cincuenta. No importó saber que en el país del norte el modelo estaba en franca retirada debido a sus opacos resultados en materia de transporte y al deterioro que produjo en el espacio público de las ciudades que alguna vez cometieron el error de seguir esta vía. El tráfico de la ciudad de México le daría una segunda oportunidad, esta vez bajo el nombre de segundo piso, una colosal estructura de concreto construida sobre el Periférico -una versión king size de la circunvalación Américo Vespucio en Santiago- que pocos meses después de inaugurada ya estaba convertida, al decir de los propios automovilistas capitalinos, en el estacionamiento al aire libre más grande del planeta.

No hay ninguna ciudad en el mundo que haya solucionado sus problemas de congestión vehicular a través de la construcción de autopistas urbanas, pero en estos lados la fe no se pierde en que esto ocurra alguna vez, por más que el fenómeno del tráfico inducido –el incremento de los automóviles en circulación a raíz del aumento en infraestructura vial- esté más que probado. Hay que seguir dándose de cabezazos contra un muro, que si el modelo falló fue porque estaba incompleto, impecable justificación para continuar con un descalabro que tiene como última versión la construcción de la Supervía Poniente, otra estructura resucitada del pasado, esta vez orientada a dar una aspirina a los severos problemas de congestión ocasionados por el desarrollo rico en recursos, pobre en planeación, del sector de Santa Fe. Todo sea con tal de mover automóviles donde ya no caben.

 

Caminar es cosa de pobres

En la ciudad de México la calidad del espacio público y la circulación peatonal no obedece a odiosas discriminaciones: es deficiente por igual, importando poco el valor de las propiedades que lo rodean. Más aun, uno podría aventurar que existe una relación inversamente proporcional entre calidad de las aceras y nivel de ingresos de los habitantes de un barrio. En una lúcida crónica [3], Andrés Lajous contaba la penosa aventura de caminar por las infames veredas –cuando existen- de Interlomas, probablemente el lugar más rico de todo México. No pintan mejor las cosas en Santa Fe, otro lugar donde los recursos económicos abundan, pero donde la caminata se torna condena cuando debe realizarse en espacios pensados exclusivamente –y mal- para el automóvil. Margaret Thatcher decía que llegar a los treinta andando en transporte público era signo inequívoco de fracaso personal. Al parecer el thatcherismo dejó su fuerte impronta en las ciudades de Latinoamérica, donde el ascenso social tiene su correlato en la manera en cómo nos desplazamos, sistema de castas que lleva a colocar al peatón en una suerte de etapa previa al estado superior de conductor. No se camina por opción, sino por obligación cuando el bolsillo no permite otra cosa.

Quizás por ello es que las ciudades y sus autoridades aman las grandes obras destinadas al automóvil, y por eso no se hacen mayor problema en gastar tres de cada cuatro pesos en infraestructura orientada al automóvil particular [4] En este sentido, destinar presupuesto a la habilitación o mejoramiento de espacios peatonales es visto como una vuelta a un pasado de pobreza en que nadie en su sano juicio quiere verse reflejado. Cuando en el imaginario colectivo el automóvil se transforma en algo más que un medio de locomoción, todo aquello que atente contra la posibilidad de acceder a él y gozarlo en plenitud es visto como un obstáculo a las legítimas aspiraciones de ascenso social de una población que en su mayoría todavía no tiene los medios para desplazarse de esta manera (alrededor del 90% de automóviles se concentra en el 40% más rico de la población mexicana).

Espacios públicos para pobres generalmente son pobres espacios públicos. Por eso es muy raro ver a la gente de altos ingresos caminando en la ciudad, incluso en sus lugares de residencia. No salen de sus casas a pie, les da una mezcla de miedo y repulsión; cuando se mueven lo hacen de puerta a puerta en la cápsula de un automóvil que los mantiene convenientemente aislados de la ciudad de la que dicen ser residentes. Por temor, desprecio o desidia, la experiencia urbana de la caminata y el espacio que la acoge constituyen un profundo misterio para ellos.

 

Ciudades lentas para un mundo rápido

Lo peatonal va mucho más allá del mero desplazamiento de un lugar a otro. Caminamos porque nos divierte, porque nos relaja, porque nos permite socializar con otra gente, porque es la mejor manera de conocer una ciudad y sus secretos. En palabras de José Antonio Millán, un viaje peatonal “no es un recorrido por la línea más corta entre dos puntos; es otras cosas: la degustación de la distancia, de los detalles intermedios, la lenta modificación de las perspectivas[5]. La lentitud de la caminata nos devuelve la necesaria pausa para tomar distancia de un mundo obsesionado con andar cada vez más rápido. Esos cuatro kilómetros por hora son suficientes no tan sólo para hacer en un tiempo razonable un recorrido corto, sino también para que nuestros sentidos puedan funcionar a plenitud cuando gozan de la experiencia urbana.

No todo está perdido. En gran parte del mundo se vuelve a tomar conciencia de la importancia de rescatar al peatón como el protagonista de la ciudad y  a la calle como el espacio público por excelencia. Janette Sadik-Khan, comisionada de transportes de Nueva York, combate la congestión vehicular ampliando y mejorando las aceras, rescatando una antigua línea férrea para transformarla en un parque elevado, o peatonalizando Times Square. En Londres, París y Copenhague se clausuran carriles de circulación vehicular y estacionamientos en la vía pública para transformarlos en ciclovías, carriles para uso exclusivo de transporte público, o ampliar las aceras. En Seúl se bota una antigua pista elevada para rescatar un río cubierto por pavimento durante décadas; con esto la ciudad no sólo ganó un parque de primer nivel, sino que increíblemente vio bajar sus niveles de congestión vehicular.

A pesar de todo lo anteriormente dicho, alguna luz de esperanza puede vislumbrarse en el caso de la ciudad de México. Aunque sean casos muy puntuales, la peatonalización de las calles Regina y Madero ha devuelto al centro histórico de la ciudad de México un ritmo que le permite ser apreciada en toda su grandeza. La gente ha respondido, llenando calles que hasta poco tiempo no ofrecían mayor atractivo para quien quisiera caminarlas. Está todo dado: la ciudad es plana, cuenta con un clima privilegiado, goza de una trama vial de alta conectividad, y en la mayoría de sus calles se dan usos mixtos. Sólo falta rescatar de su abandono y dignificar el espacio donde habitan sus peatones. La tarea es titánica, pero perfectamente realizable; desde ya, aparecen dos tareas como prioritarias: seguridad vial orientada a la protección del peatón, y accesibilidad universal en todos los espacios públicos. Los recursos involucrados en ambas iniciativas son cuantiosos, pero no mayores a los gastados en la construcción de cualquier gran autopista urbana. Técnicamente son propuestas relativamente sencillas de implementar, y los resultados generalmente se ven de manera más o menos rápida. Es cosa de tener un poco de voluntad y creer realmente que la ciudad antes que nada se hizo para gozarse, y que se goza a pie.

 

* Rodrigo Diaz (@pedestre) es arquitecto y master en planificación urbana del MIT. Es columnista en medios chilenos y mexicanos. En Ciudad Pedestre pueden conocer más de sus puntos de vistas y posiciones respecto a alternativas de movilidad cotidiana.

 

[1] Ricky Burdett and Deyan Sudjic (ed.) (2007) The Endless City. Phaidon Press.

[2] ITDP. Diagnóstico de Fondos Federales para el Transporte y la Accesibilidad Urbana. Ciudad de México, 2012

[3] “Ignorar el Diagnóstico”, El Universal, 29 de enero de 2011

[4] ITDP, Op. Cit.

[5] José Antonio Millán, Caminante en un Paisaje Inmenso. Publicado en Archipiélago, invierno de 1994