OTO/INV 2008

Postales Urbanas/

Bizarra, apocalíptica, trizada: Fragmentos de la ciudad según Álvaro Bisama

Adrián Puentes

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Resumen

Título de la obra: Postales urbanas
Autor: Alvaro Bisama
Fotografías: Elisa Bertelsen
Editor: Federico Willoughby
Editorial: El Mercurio-Aguilar
Formato: 222 páginas
Lugar: Santiago, Chile
Año: 2006

En un escrito sobre otro tema, Adriana Valdés dice sobre el cronista Roberto Merino: «Merino se las arregló para componer un personaje, un mirón, un desocupado lector de Santiago, y la ciudad se llenó de rincones y vericuetos antes invisibles, se armó en la imaginación» (Valdés, 2002). Creo pertinente recordar ese personaje compuesto por Merino para contraponerlo con otro de muy opuestas características: el que se desprende de Postales urbanas, el libro de crónicas de Álvaro Bisama.

Figura 1. “Así me siento cuando me pierdo: es como si el centro me devorara para hacerme emerger en otro planeta. Un mundo bizarro, un Santiago de película que sólo aparece en destellos, pedazos de ficción disléxica que sólo emerge por momentos como en sueños, a la manera de una pesadilla” (“Perdido”, p. 136).

Figura 1. “Así me siento cuando me pierdo: es como si el centro me devorara para hacerme emerger en otro planeta. Un mundo bizarro, un Santiago de película que sólo aparece en destellos, pedazos de ficción disléxica que sólo emerge por momentos como en sueños, a la manera de una pesadilla” (“Perdido”, p. 136).

Para distinguir a ese personaje, cabe antes situar a su creador al interior de una «nueva camada» de escritores chilenos, junto con Alejandro Zambra, Sergio Coddou y Felipe Cussen, por mencionar sólo algunos. Es una generación que se caracteriza, entre otras cosas, por ejercer su oficio desde distintos géneros que se cruzan entre sí: la poesía, la narrativa, la crítica literaria en medios masivos y académicos. Todos ellos tienen, simultáneamente, una formación formal en universidades y otra en la cultura pop (música, periodismo, cómic, cine, etc.), que cultivan con el mismo nivel de erudición; para ellos, ambos mundos tienen el mismo valor, y por lo tanto, pueden aprovecharse en forma equivalente a la hora de escribir. En el caso concreto de Bisama, esto se nota en las muchas labores que desempeña: ha escrito un libro de crónicas (Zona cero), publica una columna semanal en la Revista de Libros de El Mercurio, dicta clases de literatura en la Universidad de Playa Ancha y mantiene un blog donde postea lo que produce en uno y otro ámbito.

Figura 2. “Pienso en la imagen de la niña y me pregunto si ése será el futuro, si la ciudad engendrará manadas de niños animales que vaguen por las calles y tomen posesión de ellas. Hordas de niños asesinos sobreviviendo en las ruinas de una ciudad apocalíptica, peleando por la posesión de ciertos lugares, de ciertos barrios” (“Chica perro”, p. 140).

Figura 2. “Pienso en la imagen de la niña y me pregunto si ése será el futuro, si la ciudad engendrará manadas de niños animales que vaguen por las calles y tomen posesión de ellas. Hordas de niños asesinos sobreviviendo en las ruinas de una ciudad apocalíptica, peleando por la posesión de ciertos lugares, de ciertos barrios” (“Chica perro”, p. 140).

Para expresarse, el narrador-personaje de Postales Urbanas elige el más híbrido de los géneros: la crónica. Se trata ésta justamente de un forma de escritura que permite múltiples cruces -entre «alta» y «baja» cultura, ficción y realidad, reflexión y observación, por ejemplo-, y que en este caso dirige su mirada a un espacio que ha sido objeto, otras veces, de una digna tradición en las letras chilenas: la ciudad. Tal como antes lo hicieran Joaquín Edwards Bello, Benjamín Vicuña Mackenna y el mismo Merino, el cronista Bisama se refocila con la urbe, sus personajes, espacios y relaciones.

Figura 3.

Figura 3.

En este caso, el cronista urbano muestra un temple inédito, un punto de vista que se contrapone con la pausada y desocupada visión de Merino vislumbrada por Valdés, pero también con la de sus predecesores: como señala Francisco Mouat en el prólogo, este cronista es veloz, en permanente movimiento. El personaje que construye Bisama muestra imágenes frágiles, instantáneas que podrían ser obtenidas con máquinas digitales siempre en el bolsillo, con cuadernos de notas que se escriben al azar, con las rudimentarias pero portables cámaras Lomo… (Por esto, tal vez suena un poco anacrónico el término «postales», que remite a objetos ya casi en desuso.)

La ciudad que se percibe a través de esos pequeños artefactos no tiene que ver con la imagen unitaria, ordenada, jerarquizada y articulada con la que sueñan los urbanistas. Para describir estas crónicas y su visión de la ciudad -se trate de Santiago, Valparaíso, Viña del Mar, Rancagua o San Antonio-, bien se podría echar mano al catálogo completo de conceptos «postmodernos» y afirmar que Bisama se ocupa del pastiche, de los bordes, los fragmentos atomizados, el caos y los desperdicios de la ciudad. Que se percibe un descreimiento de las grandes estructuras ordenadoras, y que se prefiere mostrar lugares y personajes residuales: esquinas perdidas, estaciones de Metro desocupadas, recorridos en micro, un concierto de Zalo Reyes [1], el barrio Franklin deshabitado de un día de semana, la casa de Joaquín Edwards Bello convertida en un restorán de comida china, la monumentalidad «sudaca y triste» de la Plaza Italia… Bisama se detiene en estos y otros detalles, analizando sus brillos y opacidades con un lente macro; de esta manera, las postales resultantes exponen una imaginación igualmente recargada y estimulante, como una droga o una película de ciencia ficción o gore (referentes continuos en el autor, por lo demás).

Estas visiones determinan una ciudad muy atractiva, pero prácticamente invivible. Tal es el caso, por ejemplo, el Santiago, visto desde la Plaza Italia: «Hacia abajo: los edificios públicos que exhiben su monumentalidad sudaca y triste. Más arriba: los barrios altos y su permanente deseo de presente avant garde, un parque temático sin más patrimonio que el dinero. Hacia un lado: los barrios solitarios de Vicuña Mackenna y un costado de Providencia, lugares despoblados, abandonados hace tiempo por sus habitantes originales. Hacia el otro: Bellavista, nuestro Soho de tercera clase. No. No hay nada más. Plaza Italia encarna el pastiche, el kitsch remodelado de los neones de una ciudadanía que no la mira, como si se tratara de un tabú de tiempos de la infancia, de un crimen o secreto impronunciable de familia» («Plaza Italia: árboles de plástico falso», pp. 180-1).

Figura 4. Santiago de paso. Izquierda, “Antigua Cañada de Santiago”, Giovatto Molinelli, 186; y derecha, Imagen de Diario de mi residencia en Chile en 1822,Maria Graham.

Figura 4. Santiago de paso. Izquierda, “Antigua Cañada de Santiago”, Giovatto Molinelli, 186; y derecha, Imagen de Diario de mi residencia en Chile en 1822, Maria Graham.

Este imaginario apocalíptico y saturado se potencia con las fotografías de Elisa Bertelsen, que se intercalan en el libro y muestran detalles sobreexpuestos, con colores quemados y encuadres quebradizos a través de ventanas y rejas. Esto refuerza la relación de este libro con otro de similar talante y estética: Santiago bizarro, de Sergio Paz (Aguilar-El Mercurio, 2001).

Hay que decir que Postales urbanas continúa lo que Bisama había mostrado en Zona cero (Gobierno Regional de Valparaíso, 2004), un libro mucho más punk y adolescente que reunía crónicas sobre distintos tópicos (literatura, cine, crítica, etc.). Por ahí aparecía un texto que creo fundamental para conocer el sustrato más profundo de su obra: «Unplugged». En ese artículo de tono confesional, el narrador describía su desinformación sobre la Guerra en Irak, pero luego sucumbía ante la imposibilidad de desconectarse de la «vida real», al enterarse de un terrible crimen en un lugar que él había visitado muchas veces en Valparaíso: «Nunca puedes desconectarte del todo. No se puede escapar del horror: está en la tele pero también en la esquina. Es una paradoja. A pesar de la lejanía todo está sucediendo aquí y ahora. […] Estar unplugged está bien pero te obliga a ver lo que hay delante de tus ojos y no lo que dice la tele: a la sensación de estar feliz, a veces horrible, de ver la letra pequeña del contrato que todos hemos firmado con la realidad, el infierno que se esconde en cada recodo y que se pierde al apretar los botones del control remoto y contemplar la masacre con un paquete de cabritas en la mano» (p. 69).

Figura 5. “Yo me acostumbré a eso, a que me sucedieran cosas así. A captar en las ciudades señales del azar, los parpadeos de imágenes emitidos sin destino alguno como si fueran pedazos de cintas jamás filmadas. Los fotogramas de un documental que sólo yo mismo podría armar” (“Lugares cambiados”, p. 144).

Figura 5. “Yo me acostumbré a eso, a que me sucedieran cosas así. A captar en las ciudades señales del azar, los parpadeos de imágenes emitidos sin destino alguno como si fueran pedazos de cintas jamás filmadas. Los fotogramas de un documental que sólo yo mismo podría armar” (“Lugares cambiados”, p. 144).

La realidad es demasiado, incluso para la literatura: «En este país hace largo tiempo que la ficción no está a la altura de las circunstancias” (p. 100), dice en Zona cero a propósito de la literatura chilena. Entonces, la solución para ese problema de la ficción nacional es volcarse hacia lo mínimo. A pesar del atractivo de sus teorías hipertrofiadas y un poco paranoicas, lo mejor de Bisama en Postales urbanas tiene que ver con el sustrato emocional-narrativo de sus crónicas (o al menos, de una parte de ellas). Por debajo de las referencias cool [2] hay un narrador sensible por personajes y escenarios, que cuenta relatos íntimos que lo exponen a la ciudad unplugged: la de la emoción real. Ahí, el escritor le presta su oído a las historias más mínimas, relatadas a veces por personajes sin nombre, en los escenarios más prosaicos. En «34 historias cortas del barrio puerto», «Pornocelular», «Ñuñoa cat», «Víspera», «Me salvaron la vida los travestis», «Chao, suegra» y «Entierro», entre otras historias, Bisama se liga a una exquisita tradición de literatura «menor» chilena, que podría considerar a Federico Gana, a las vidas despojadas de González Vera, a ese micromuseo personal de Germán Marín llamado Lazos de familia y hasta al mismo Bonsái, de Alejandro Zambra.

Figura 6. “Así que aquí estamos. Todo se mueve. Las señales de vida captadas en un paisaje extraterrestre, los ecos de la cultura global repetidos como los beats de una canción de moda, los espejos trizados de la moda. Una lluvia de meteoritos que nos provoca diversas mutaciones” (“Meteoritos”, p. 146).

Figura 6. “Así que aquí estamos. Todo se mueve. Las señales de vida captadas en un paisaje extraterrestre, los ecos de la cultura global repetidos como los beats de una canción de moda, los espejos trizados de la moda. Una lluvia de meteoritos que nos provoca diversas mutaciones” (“Meteoritos”, p. 146).

Ese sustrato narrativo está íntimamente ligado a uno afectivo, que aparece cuando ya no se puede más con la ciudad, con su ruido y su violencia: «Apago el televisor. La niña feral de Maipú ya no está más. En la pantalla muerta y gris del televisor queda sólo la pena» («Chica perro», p. 140). La pena, la soledad y la violencia arman un mundo complejo e inhóspito. Al final, no queda claro si el cronista se siente tan bien, tan a sus anchas en el espacio urbano, como podría haber dado la impresión al comienzo («Pero yo no soy quisquilloso. Tomo nota. Sintonizo con el aire, con la estática impregnada del perfume pervertido de la ciudad», había dicho al comienzo, en «Micro 666», p. 44). Más bien, a Bisama la urbe -Santiago, específicamente– lo perturba, por lo que hay que salir luego: «Deseo volver, irme a Valparaíso, pensar en la seguridad de una carretera a toda velocidad» (pp. 179-180) [3].

Así, ambos sustratos -el afectivo y el narrativo- aparecen refractariamente en Postales urbanas como una vía de escape ante la ciudad ininteligible y abrumante: frente a la gran panorámica, el cronista se tiene que quedar con las pequeñas historias y las emociones íntimas que lo «salvan». Creo que ahí, cuando se conecta con lo más mínimo e íntimo -o cuando se desconecta, en fin-, Bisama demuestra sus auspiciosas dotes como escritor.

Figura 7.

Figura 7.

A propósito, durante muchos pasajes del libro se percibe una presencia «fuera de cuadro», una mujer que acompaña al narrador en sus periplos citadinos, en sus elucubraciones y descubrimientos. Bisama lo aclara en el último de sus agradecimientos: «A Carla, […] que aparece -como estrella invitada- en este libro, que son, en el fondo, imágenes de una ciudad escrita para ella» (p. 222). Cabe imaginar, entonces, a un cronista que toma nota, dispara el obturador de sus cámaras portátiles y formula teorías, pero que se mantiene protegido con una presencia femenina que permanece a su lado. Si, como dice Ricardo Piglia, siempre se cuentan al menos dos historias en un relato, Postales urbanas podría exhibir la mente enajenada y potente de un narrador que observa la «terrible» ciudad real mientras sucede otro cuento mucho más prosaico, normal y privado, que subyace como un dato evidente que por eso mismo se omite: una historia de amor.

Referencias Bibliográficas

Valdés, A. (2002). Algo sobre la crítica chilena: a propósito de un libro de Federico Schopf: Del vanguardismo a la antipoesía. Ensayos sobre la poesía en Chile. Revista Chilena de Literatura, 60: 157.

Merino, R. (1997). Ensayo de despedida: una ciudad abierta a los cuatro vientos. En Santiago de memoria. Santiago: Planeta.

Esta reseña fue publicada originalmente en el número 7 de nuestra revista, en el otoño/invierno de 2008, en co-edición con la Universidad Nacional Andrés Bello (UNAB). URL: [http://www.bifurcaciones.cl/007/postalesurbanas.htm].

Adrián Puentes, Periodista, editor general de km [cero]. E-mail: arpuente[@]uc.cl.

[1] Cantante de música romántica muy popular en Chile (n. del E.).

[2] Resulta divertida la excesiva utilización de palabras en inglés. Basta revisar el título de algunos de los textos: «Chicken hero» (que habla sobre el Pollo Fuentes), «Songwriter», «Under Viña», «Mapocho fashion», «Happiness Hill» (sobre el Cerro Alegre), «La Chimba party»…

[3] Para una visión de esa constante santiaguina de querer irse, revisar Merino (1997).