¿Cómo alguien podría aparecer con un libro, una pintura, una sinfonía o una escultura capaz de competir con una gran ciudad?
Woody Allen, Medianoche en Paris
No existe nada bello que no contenga en su interior algo que merezca ser sabido.
Walter Benjamin, Alegoría y drama barroco
Sin pestañear por ochenta minutos. Haz los cálculos. Casi una hora y media con los ojos abiertos. Sólo inténtalo: ya es practicamente imposible mantenerlos así durante unas pocas decenas de segundo. Como en ese típico juego de niños, ese duelo extraño de rostros paralizados, donde quien primero pestañea pierde. Aparentemente al cineasta gaúcho Gustavo Spolidoro no le gusta perder; o, para ser más justos, detesta que el juego se acabe. Precisamente es eso lo que despliega en Ainda Orangotangos (2007), donde, en un solo plano durante ochenta minutos, desarrolla un complejo narrativo de catorce horas de un día. En este film, tal como en otros que dirigió, Spolidoro parece realizar una apuesta completamente distinta a la que de esos niños que participan del duelo. Su proyecto se encuadra contra una tradición cinematográfica de más de un siglo. Usando el plano-secuencia -donde no existen cortes y la cámara se mueve intensamente-, se compromete a plantarse frente a aquello que parece más consolidado dentro de nuestra sensibilidad cotidiana. Haciendo que fantasía y realidad parezcan una sola entidad, Spolidoro combina proeza y belleza para presentar una historia de tiempo presente. Lo que se ve en Orangotangos no es más que el desfile ininterrumpido de quince personajes cuyas relaciones y trayectorias van tejiendo progresivamente una trama; una madeja que no es sino Porto Alegre, la capital del estado de Rio Grande do Sul.
En Orangotangos, Spolidoro explora los límites de la vida en sociedad, algo que ya había realizado en otro de sus filmes, intentando penetrar en esa frágil frontera entre civilización y barbarie. En el cortometraje Velinhas (1998), también un solo plano-secuencia, el súbito corte del suministro eléctrico en Porto Alegre sirve para que dos parejas comiencen a poner en duda sus convenciones cotidianas. Casi completamente a oscuras, sólo con la tenue luz de algunas velas, el ambiente extraordinario se abre un paréntesis simbólico en las rutinas de la gran ciudad. Esto abona un terreno fértil para poner en duda, inadvertidamente, las reglas tácitas y los roles que posibilitan la convivencia diaria. La higiene se hace menos estricta; los ritos de intimidad, por su secretismo, se vuelven excepcionales; y los lógicos conflictos, que de lo absurdo que son parecen aterradores. La electricidad vuelve pronto, y con ella regresan también las antiguas expectativas sobre cómo se construye una relación con los otros, así como respecto al modo en que se conoce la realidad. Es notorio: hay allí una mezcla de alivio y decepción. A diferencia de lo que se observa en Velinhas, cuando en Orangotangos se rompe uno de los eslabones de la gigantesca cadena del trabajo humano, la acción se vuelve excepcionalmente dramática e intensa, acentuada por el calor implacable del verano de Porto Alegre. En ambos casos, ambos filmes se anclan en los extremos de la modernidad: mientras en uno la acción es determinada por la energía provista por el hombre, en el otro la tensión tiene como marco la energía proporcionada por la implacable naturaleza.
Como diría el sociólogo británico Anthony Giddens (1991), la vida en sociedad en una ciudad como Porto Alegre está sostenida en una creencia compartida. Particularmente en dos cuestiones: la creencia en un nosotros (en continuo contraste con otros) y, más importante, la convicción en una serie de mediaciones técnicas que ninguno de nosotros podría recomponer minuciosamente hasta sus orígenes. El caso más notorio es el del abastecimiento de luz. Después de todo, ¿conoces cada etapa de la producción de electricidad que permite que ahora estés leyendo este texto? Para Giddens, un día cualquiera en Porto Alegre depende de la fe reiterada de miles de personas en la estabilidad de un sistema de saberes y prácticas, sobre el cual se sostiene la vida cotidiana. Lo que es sugerido en Orangotangos es que las personas también necesitan creer en la regularidad de esas acciones que ocurren a la intemperie, corriendo el riesgo de dudar exageradamente de cada una de ellas. Es el recordatorio extremo, y quizá poco esperanzador, que el ideal moderno de la convivencia pacífica entre seres humanos, ha estado siempre ligado a la idealización de las condiciones de temperatura y humedad del ambiente. Ya el principio del film es indicativo de ello. Una voz en off, inusualmente preocupada, señala: “Mucha atención al descender. Aún más precaución con el sol. La máxima pronosticada para hoy son 38 oC.”
En Orangotangos no existen protagonistas, sino, más bien, antagonismos impersonales entre caricaturas portoalegrenses. Antagonismos de género y generacionales, entre clubes deportivos y nacionalidades. La mayoría de los personajes ni siquiera tiene un nombre; es cosa de ver los créditos finales, “japonés”, “debutante”, “morena teórica”, “doctor”. Las excepciones sólo refuerzan la atmósfera onírica del film. En la escena del tren, la “japonesa” es interpelada a gritos por el “japonés”, quien la llama Yoko. O por lo menos eso parece, ya que no existen subtítulos que traduzcan lo que está siendo dicho. Podría ser japonés o una remedo lingüístico cualquiera, el reflejo de un estereotipo. Esto recuerda la interpretación que el actor-director Charles Chaplin realiza en El Gran Dictador (1940), donde discursea en un alemán completamente estereotipado, ante un público que no entiende una palabra de ese idioma. Algo así ocurre con “Yoko”, que puede significar cualquier cosa en japonés, y al mismo tiempo no significar nada en alguna lengua humana. Las otras excepciones son don Pedro, el portero del Edificio Ada -el inmueble residencial donde se desarrolla buena parte de la acción de Orangotangos-, y Brasa, el hombre que prepara sushi con un pescado de acuario, acompañándolo con tragos de perfumes finos. Ambos poseen nombres a los que, de cierta forma, les ocurre algo similar a lo del japonés del tren. Es que don Pedro y Brasa no son nombres propios ni vocativos genéricos del habla cotidiana de Porto Alegre –como “guria”, “ô, meu» o “tio”-, son sólo apodos.
Entre todos los presentes en Orangotangos, hay uno que llama poderosamente la atención: el niño colorado (o Garoto Colorado). Por un lado se encuentra en las orillas de la vida metropolitana de Porto Alegre escenificada en el film, probablemente una posición que ocuparía en buena parte de las grandes ciudades del planeta. Después de todo, el ostenta, en su propio cuerpo, dos de los mayores símbolos de opresión social construidos por el capitalismo moderno: su edad y su color de piel. Fortuito o no, el concepto de colorado es una síntesis precisa del estatuto sociológico de este personaje. Tomada como una categoría local, la palabra es un adjetivo que identifica a los hinchas (torcedores) del Sport Club Internacional, uno de los mayores clubes de fútbol de la ciudad. La camiseta roja que es vestida con orgullo por el chico es el uniforme oficial de Inter. Asimismo, si nos fijamos en el significado de la palabra, «colorado» hace referencia a que algo está pintado. Por lo tanto, el garoto colorado es también un individuo de color (de cor), como infelizmente se acostumbra a decir en Brasil bajo la forma de un eufemismo. Siempre sin querer ofender, pero siempre ofendiendo.
Por otro lado, y precisamente por encontrarse en una posición tan desfavorable dentro de la red de relaciones sociales que va construyéndose a lo largo del film, el garoto colorado fluctúa entre los distintos universos presentados. En cada uno de sus pasos, en cada minúscula región de significados en los que se adentra a través de sus interacciones, él mismo va sufriendo una transformación simbólica. Así, es un ex – adicto declarado, es una persona genuinamente preocupada por los otros, es un homicida, es un occidental lleno de prejuicios, es un trabajador estresado y es un niño adorable. Su abandono radical se constituye como en el paradigma antropológico de la jungla de asflato de Orangotangos. En un universo distópico donde todos son medios y nadie es un fin en sí mismo, él es sólo el nodo más visible –y también más frágil- por el cual se cruzan diferentes flujos globales de dinero, objetos, cuerpos, la política y las emociones. No es difícil recordar la figura análoga que construye Steven Spielberg en La Lista de Schindler (1993): una niña de rojo que constituye un breve suspiro dentro de un mundo que cae a pedazos.
Aunque no existan cortes en Orangotangos, ello no significa que el film no haya sido cuidadosamente editado. Como Spolidoro señala en esta entrevista[1]: “me gusta [el plano secuencia] porque tu creas toda la película antes de los ensayos. No tienes demasiado espacio para la improvisación […] Ensayamos dos meses antes justamente para saber donde improvisar. En la práctica tu montas todo el film antes de grabar, entiendes? La película, en teoría, está lista para ser filmada. Ahí tienes que mantener la esperanza que todo va a salir bien”. Hay dos ángulos de cámara que llaman la atención durante el largometraje, tanto por su recurrencia, como por el contraste entre ellos. Pero sobretodo, impactan por los curiosos efectos sociológicos que provocan. El primer ángulo del que hablamos, acompaña furtivamente a un personaje por un tiempo. Uno puede ver una figura humana entera, del tamaño de la pantalla o menor que ella. Casi siempre que esto ocurre, la atención está puesta en el movimiento entre los diferentes microcosmos de la ciudad. En este gesto existe una perspectiva didáctica: mostrar los poros de los espacios simbólicos de Porto Alegre. Por ejemplo, cuando se registra todo el trayecto de Brasa por la escalera del Edificio Ada, es posible advertir los diferentes espacios por los que se mueve a diario una persona; rápidamente puede pasarse del espacio doméstico donde cometió un abuso sexual, al mundo de la calle en el que, con cortesía, pero también cierto disgusto, le ofrece un cigarro a un desconocido. En consonancia con lo que afirma el sociólogo canadiense Erving Goffman (1983), este ángulo se coloca en los bastidores de la vida cotidiana, observando aquellos momentos en que todas las personas preparan las impresiones que pretenden proyectar en la vida pública.
El otro ángulo de cámara relevante es el de los close-up a los rostros de los personajes. En parte porque enmarcan los momentos de mayor tension subjetiva, inspeccionando minuciosamente las caras de los ‘orangutanes’, como queriendo leer sus pensamientos, llegando incluso a perderse el enfoque del encuadre. Figurativamente, ello también simboliza la curiosidad. Es justamente cuando el autocontrol individual está en jaque y la cámara se siente con la voluntad de capturar detalladamente algo fuera de lo común. Así es como el profesor de canto, por ejemplo, está a punto de explotar en aquella fiesta de quinceañeros. Del mismo modo que el garoto colorado, usando todo su intelecto, intenta descifrar a su propio idioma la información de una publicidad. La japonesa, el japonés, la rubia pesadilla, Brasa, la chica tatuada, etc. Son tanto los que aparecen adormecidos, que cuesta definir quién es el que está soñando. El close-up establece una perspectiva problemática y propone una reflexión: ¿qué personaje sueña la narrativa de Orangotangos?
Es posible que la pregunta esté mal formulada, pues no parece ser el sueño de alguien en específico; ¿No sera Orangotangos un sueño colectivo? Así, quizá habría que sustituir “cuál” por “cuáles”. Ahora, al penetrar profundamente en la intimidad de todos estos personajes, ¿no habrá querido Spolidoro hacernos participar de una noche de mal sueño de la propia ciudad de Porto Alegre? O más precisamente, ¿no nos habrá propuesto que asumiéramos el papel mismo de una de las mayores áreas metropolitanas de Brasil? La narración del filme podría causar la impresión constante de una atmósfera de irracionalidad desenfrenada y sofocante. Más bien, el mayor mérito del director del filme es hacer de este supuesto sueño un modelo narrativo del capitalismo a inicios del siglo XXI. Siguiendo lo dicho por el filósofo brasileño Sérgio Paulo Rouanet (1989), puede señalarse que Spolidoro hace las veces de intérprete de una sociedad que pone los sueños a servicio de su propio despertar. En otras palabras, que hace las veces de alguien que consigue comprender minuciosamente el sentido del pasado que acaba de ocurrir, de una manera parecida a la que algunas personas logran reconstituir los detalles de aquel sueño del que acaban de despertar. Con esto no quiero decir que Spolidoro sea un teórico social o un historiador de cátedra, ni tampoco que disimule una ambición de serlo. Por el contrario, y ahora siguiendo a Howard S. Becker (2009), quiero argumentar que Orangontangos es un análisis social ejemplar en sí mismo, en cuanto su director tiene una clara pretensión documental. Y es en nombre de este interés que desarrolla ciertas especificidades en su lenguaje cinematográfico –con el plano secuencia en particular-, con el fin de representar la red de relaciones sociales que animan a Porto Alegre a mediados de la década del 2000.
En primer lugar, en Orangotangos se recrean las relaciones temporales y espaciales de una forma contra-intuitiva, exagerando la historicidad de la ciudad, aunque sin perder de vista otras cuestiones. En el filme el tiempo se comprime de tal forma que se vuelve superficialmente irreconocible, aunque se hace de un modo en que no se pierde de vista la estructura de relaciones que constituye esa vida cotidiana. Los detalles son pormenorizados, pero reordenados de una forma extraña. Así, por ejemplo, el pasado, el presente y el futuro de la ciudad quedan condensados en elementos representativos del Sport Club Internacional: el uniforme vintage del garoto colorado; el número cinco impreso –el más querido por los hinchas de Inter-; la exhibición de un partido en un televisor del mercado; y una delirante lectura futbolística de la teología cristiana, que incluye un mito edénico, la caída, el milagro y la profecía redentora. También lo lejano y lo cercano se tocan en una colección etnológica del exótico oriente: la japonesa, ya estando viva o muerta; la canción de la antigua serie televisiva Ultra-Seven; el sushi de acuario; el japonés, que también es “coreano”, pues no se sabe en que idioma habla –salvo algunos balbuceos de portugués precario-. A fin de cuentas, Porto Alegre aparece como la síntesis de todo: allí donde la puesta de sol amanece. Porque, a fin de cuentas, ¿no es eso lo que hace la globalización, eso de que el sol no se ponga nunca? Mientras algunas cosas se ordenan, otras permanecen confusas. De cierto modo esas ambigüedades son las mismas que contienen las metrópolis contemporáneas, donde personas, objetos y circunstancias se aproximan, a pesar que normalmente serían irreconciliables.
Además, si pensamos Orangotangos como una narración cuyo molde es un sueño colectivo, también conseguiremos entender mejor la interacción entre el propio filme y sus condiciones de producción. Para empezar, ¿Por qué un plano-secuencia? Esa técnica, ni por lejos, es una novedad en la historia del cine. Por ejemplo, La Soga de Alfred Hitchcock estableció ese plano como parte de su corazón narrativo. Pero, a diferencia de Orangotangos, el filme de Hitchcock tiene cortes “disfrazados”. En este caso, como ha señalado el crítico brasileño José Carlos Avellar (2008), la integridad del plano está construida así, pues en la época no existían los recursos técnicos para sostener una toma por 80 minutos. Por lo tanto, estos cortes “disfrazados” son la expresión de una condición material objetiva –el límite de diez minutos impuesto por el rollo de película-. Por su parte, Orangotangos fue filmada en un plano sin cortes, o mejor dicho, en seis planos sin cortes. Spolidoro usó equipos digitales de alta definición, que le permitieron grabar un “mismo” y largo plano seis veces consecutivas durante una semana de diciembre de 2006 -tras haber hecho las seis tomas, terminó escogiendo la segunda de ellas como toma definitiva-
Sería ingenuo afirmar que Orangotangos es el reflejo mecánico de las condiciones que brindan los equipos digitales. Bien sabemos que la posibilidad técnica de grabar durante ochenta minutos no significa necesariamente que se construya un plano-secuencia –tal como en 1948, hoy en día también es posible disfrazar los cortes-. Spolidoro también podría haber decidido construir un montaje a partir de las tomas obtenidas en las seis sesiones de registro. A pesar de ello, esa opción fue deliberadamente descartada, tal como él explica en esta entrevista de septiembre de 2009: “si yo fuese a pegar lo mejor de cada día, a montar el filme con lo más pulcro (…) ello sería perder la magia del plano-secuencia (…) en que vas linkeando [sic] una cosa con otra”. Tal como la imposibilidad técnica no impidió a Hitchcock que crease un plano-secuencia a partir de once planos diferentes. En ambos casos la tecnología obligó a los directores a tomar diferentes decisiones creativas, permitiendo el mismo efecto estético escogido de antemano.
Esta discusión sólo abre el camino para pensar en otras relaciones sociales detrás de Orangotangos. Tal como la técnica puede condicionar los procesos de producción, también pueden hacerlo las personas e instituciones involucradas en la realización del filme. El mismo Howard S. Becker (1982) señala que la secuencia de créditos finales de un filme es una buena muestra del carácter cooperativo de la producción artística. Así, basta una rápida mirada como para pensar lo difícil que es asignar la autoría del filme exclusivamente a Gustavo Spolidoro. Si fuésemos realmente rigurosos, colocaríamos su nombre entre comillas para designar todo el grupo de personas participantes de la gigantesca acción coordinada de producir un filme. El crítico brasileño Leonardo Levis (2007) lo resume con bastante precisión en su crítica: “Orangotangos es un filme colectivo”. ¿Quienes hacen parte de ese grupo? En primer lugar, Paulo Scott, el autor del libro de cuentos Ainda Orangotangos que sirvió de base para la elaboración del guión, escrito a cuatro manos entre Spolidoro y Gibran Dipp. Hay que mencionar también al fotógrafo Juliano Lopes Fortes, quien aparece bailando junto a un camarógrafo, acompañado por actores, extras, miembros de equipo de producción. Y, principalmente, a los caprichos de Porto Alegre, “sus habitantes, sus idiosincrasias, sus brillos” tal como se afirma en los créditos del final.
También es importante subrayar la presencia de músicos locales en la banda sonora de Orangotangos, como Arthur de Faria & Seu Conjunto y Damn Laser Vampires. La propia sonoridad de las canciones elegidas expresa bien al verdadero collage portoalegrense que se ve y, claro, se escucha en el filme. Mientras Damn Laser Vampires cantan en portugués e inglés y se auto-definen como “el trío de punk-polka favorito de Satán”, Arthur Faria & Seu Conjunto se acercan al folklore del Río de la Plata y de los Balcanes, mezclando tangos, milongas, valses brasileños, sambas, y también fox-trot, beguine y bolero. Por cierto, la presencia de esta última banda fue llevada al extremo: algunos de sus miembros compusieron la banda sonora en directo. Así, era posible verlos tocando en el tren, en el Mercado Público de Porto Alegre, en una fiesta de quince años, etc. Otro elemento constitutivo del paisaje de Orangotangos son los graffiti y murales de algunos artistas que tienen presencia en la ciudad hace años, como Trampo o el colectivo Woshoops. Como en varias otras ciudades del mundo, muchos de los elementos de la ciudad les sirven como soporte para sus obras: cabinas telefónicas, vagones del tren, mobiliario urbano o la misma fachada de la Secretaría Municipal de Turismo. Del mismo modo llama la atención como diversas instancias del poder público condicionan indeleblemente el resultado final de Orangotangos. Desde los recursos financieros del Gobierno Federal destinados a filmes de bajo presupuesto, hasta el apoyo brindado por el noveno Batallón de la Policía Militar durante las grabaciones.
En la edición de 1979 del Festival de Cine de Cannes, el director norteamericano Francis Ford Coppola explicaba en una entrevista colectiva: “Mi filme no es sobre Vietnam. Es Vietnam”. Fue así como él buscó resumir el estrecho vínculo que se estableció, entre los 238 días de filmación en Filipinas durante 1976, y el filme resultante, Apocalypse Now (1979). Sobre esto señala: “Es como realmente fue. Fue una locura. La manera en que lo hicimos fue bien parecida a como estaban los norteamericanos en Vietnam. Estábamos en la selva. Éramos muchos. Teníamos acceso a mucho dinero, al mejor equipamiento y, poco a poco, fuimos volviéndonos locos.” Existe algo muy similar en el proceso de producción de Orangotangos encabezado por Spolidoro, pero a la vez diametralmente distinto. El punto de llegada de un realizador fue precisamente el punto de partida del otro. Que quiero decir: sólo después de meses de grabación, probablemente plagados de sorpresas, Coppola y su equipo lograron verse como parte de la realidad que pretendían representar.
Desde ese dato es interesante, pero también aterrador, imaginar como habría sido el día 239 de filmación en las Filipinas. Probablemente haya allí algo parecido a lo que debe haber sido el primer día de grabaciones en Porto Alegre. Es posible que se hubiera adoptado la misma premisa creativa que al parecer sirvió desde el inicio como eje de la producción de Orangotangos: el reconocimiento de la íntima relación existente entre biografías individuales y amplios procesos sociales. En este caso, entre los productores y la ciudad. En el filme de Spolidoro la producción y el producto no se confunden como una metáfora, como en el caso de Ford Coppola, sino, más bien, se iluminan yuxtaponiéndose y homologándose. Como señala Leonardo Levis: “Ainda Orangotangos, el filme, no puede ser separado de Ainda Orangotangos, el proyecto, pues ambos viven en perfecta comunión en la pantalla”. Orangotangos es Porto Alegre, por el sólo hecho que Spolidoro y parte significativa de sus colaboradores forman un pequeño mundo de lo que constituye a la ciudad. Sin embargo, Orangotangos también es acerca de Porto Alegre, ya que es una interpretación de otros tantos pequeños mundos que hacen parte de aquella misma realidad. Tal como Spolidoro señalara en una entrevista [2]: “El cine es narrativo. Si nuestra vida continua narrativa y lineal, el cine, que refleja nuestra propia vida -aunque con algunas libertades extras y su propio lenguaje-, también seguirá siéndolo”.
Ficha Técnica de la obra
NOMBRE: Ainda Orangotangos
AÑO: 2007
DIRECCIÓN: Gustavo Spolidoro
GUIÓN:Gibran Dipp (guión adaptado) – Paulo Scott (novela original)
DURACIÓN: 81 minutos
Referencias Bibliográficas
Bibliografia citada
Avellar, J. C. (2008) Ainda Lumiere. EscreverCinema. Disponible en [http://www.escrevercinema.com/Ainda_orangotangos.htm]
Benjamin, W. (1984) «Alegoria e drama barroco». En Benjamin, W. Origem do drama barroco alemão (Traducción: Sérgio Paulo Rouanet) São Paulo: Editora Brasiliense.
Becker, H. S. (1982) Artworlds. Berkeley: University of California Press, pp. 7-14.
___________ (2009) Falando de sociedade: ensaios sobre as diferentes maneiras de representar o social. (Traducción: Maria Luiza X. de A. Borges) Rio de Janeiro: Jorge Zahar Ed., pp. 7-11.
Giddens, A. (1991) As conseqüências da modernidade. (Traducción: Raul Fiker) São Paulo: Editora UNESP, pp. 29-37.
Goffman, E. (1983) A representação do eu na vida cotidiana. (Traducción: Maria Célia Santos Raposo) Petrópolis: Vozes, pp. 29-36.
Levis, L. (2007) Ainda Orangotangos [reseña]. Contracampo, revista do cinema, 89. Disponible en [http://www.contracampo.com.br/89/festaindaorangotangos.htm]
Rouanet, S. P. (1987) «As galerias do sonho». En Rouanet, S.P. As razões do Iluminismo. São Paulo: Companhia das Letras, pp. 116-23.
Bibliografia consultada
Benjamin, W. (1989) «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica». En Benjamin, W. Discursos interrumpidos I: filosofia del arte y de la historia. Buenos Aires: Taurus, 1989, pp. 15-57.
Reisz, K.; Millar, G. (2010) The technique of film editing. Oxford: Focal Press, pp. 193-7.
Sarlo, B. (2000) «El taller de la escritura». En Sarlo, Beatriz Siete ensayos sobre Walter Benjamin. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, pp. 21-31.
Filmes citados
Allen, W. (2011) Medianoche en Paris [Midnight in Paris]
Bahr, F. et al. (1991) Hearts of darkness: a filmmaker’s apocalypse
Chaplin, C. (1940) El gran dictador [The great dictator]
Coppola, F. F. (1979) Apocalypse now.
Hitchcock, A. (1948) La Soga [Rope]
Spielberg, S. (1993) La lista de Schindler [Schindler’s list]
Spolidoro, G. (1998) Velinhas.
Spolidoro, G. (2007) Ainda orangotangos.
* Eleandro de C. G. Cavalcante es sociólogo y músico. Tiene un master en Ciencias Sociales (Pontificia Universidad Católica de Rio de Janeiro) y actualmente finaliza su doctorado en Sociología (Instituto de Estudios Sociales y Políticos, Universidad del Estado de Río de Janeiro).
** Texto traducido por Rodrigo Millan, editor de este medio.
[1] Spolidoro sem cortes. Pioneiro, 19 de Noviembre de 2008. Disponible en [http://www.clicrbs.com.br/pioneiro/rs/impressa/11,2298768,1217,11134,impressa.html]
[2] Entrevista com Gustavo Spolidoro, Dixi, 5 de Septiembre de 2008. Disponible en [http://www.clicrbs.com.br/blog/jsp/default.jsp?source=DYNAMIC,blog.BlogDataServer,getBlog&uf=1&local=1&template=3948.dwt§ion=Blogs&post=100451&blog=508&coldir=1&topo=3994.dwt]