Coney Island giraba deslumbrante y enloquecedora. La muchedumbre nos envolvió y nos separó, al llegar, sin darnos tiempo para hablar. Los juegos mecánicos manufacturaban la alegría de la feria y la vendían apresuradamente, a quince centavos el ticket. Y la multitud perdía el juicio, empujada, dislocada, destrozada. Se llegaba y se enloquecía. De otro modo no se venía a Coney Island. Y había que llegar con lo justo en el bolsillo, porque todo el dinero se quedaba allí. Coney Island comerciaba hasta con el infortunio de los seres.
Pabla me había advertido: “No entres a la feria de los fenómenos; te enfermarían”. Quizá por eso estaba allí. Quería saber si era verdad y todavía lo lamento.
Entre la conflagración de luces y colores, un mundo de horror se agazapaba en un barracón de quinientos metros. Por veinticinco centavos de dólar, se vivía allí, en veinte minutos, una pesadilla espantosa y real. Monstruosas formas humanas vendían su desgracia a un porcentaje en oro.
Un charlatán, vestido de frac, comenzó a guiarnos en el breve camino fantasmal de las tarimas. Hablaba sin cesar.
– Aquí está el hombre azul –decía-. No hay truco; uste puede mirar, examinar, palpar. Nada está prohibido.
El hombre era un espanto real. Su pigmentación era azul. Azul los cabellos, azul el rostro, los dedos, las uñas azules. Abrió la boca y nos mostró la lengua, el paladar. ¡Todo él era azul!
El charlatán nos invitaba; pero no quedaba tiempo, porque otro horror venía en camino, en la forma de un hombre que nació con piel de simio. ¡No era un sueño! La espesa pelambrera estaba ante los ojos de todos nosotros. El maestro de ceremonias se impacientaba:
– ¡Vamos… toque…, no tenga miedo, hombre!
La invitación se perdía. No había quién verificara nada. Las manos avanzaban hipnotizadas hacia la piel hirsuta, parda y repugnante, pero no llegaban; retrocedían horrorizadas a un centímetro de la escalofriante forma.
El charlatán no se fatigaba.
– ¡Miren esto!… –Algo se arrastraba hacia el medroso grupo. Una pavorosa caricatura de hombre buscaba reptando apoyo, Era un tronco de poco más de un metro. Respiró con fatiga y que quedó mirándonos, erguido, desafiante y horrible. Vieja música negra sonó en un parlante y ese espanto comenzó a moverse para indicarnos que, en nuestro honor, ¡estaba bailando!
Otra tarima y otra pesadilla en esta feria de alegrías.
Una bellísima mujer, cubierta con una capa, comenzó a relatarnos su vida:
– Soy polaca –dijo- y vine aquí para exhibirme. Exhibir ¿qué? Lo supimos cuando se quitó el tapado. ¿Qué era eso, Dios mío? Una mujer se desmayó a mi lado. Nadie hizo nada para atenderla. El monstruo nos miró con desagrado y volvió a cubrirse. Pero la visión fugaz nos tenía atrapados; un repugnante amasijo de formas indeterminadas que amalgamaban la blandura femenina y la reciedumbre masculina. En algún punto terminaba la mujer y comenzaba el hombre. El desdichado ensayó una sonrisa:
– La naturaleza estaba jocosa cuando yo nací –dijo-; tal vez alguno de ustedes pueda decirme quién soy. Yo renuncié a averiguarlo.
El charlatán no disimulaba su impaciencia comercial. Se les escapaban los minutos y los dólares.
-¡Vamos…, no tenga miedo, hombre!
No confesé mi falta a la negra Pabla cuando al día siguiente me preguntó si me había divertido. Los monstruos alucinantes brincaban, asediándome. Como un castigo.
* El extracto pertenece a la novela Puerto Engaño de Leonardo Espinoza. Publicada originalmente por Editorial Nascimiento (Santiago) en 1959, este texto fue tomada de una republicación hecha por Editorial Quimantú (Santiago) en 1972. La contratapa de la edición de Quimantú señala: «Puerto Engaño es una vida chilena desorientada, valerosa y modesta, a la que un viento azaroso arrastró y dejó caer sobre los techos de la ciudad más grande del mundo. Como si un grano de trigo de Cautín germinara en Broadway con la Tercera, o en el barrio portorriqueño de Harlem«.
** Las imágenes corresponden a distintas épocas de los shows de rarezas de Coney Island. La portada de Puerto Engaño corresponde a la edición de Quimantú de 1972.