Resumen
Un comentario ácido a los días que siguieron a la efervescencia de la Feria del Libro de Trujillo, donde hubo desde autores amenazados de muerte hasta seudos cómicos de radio madrugadora, y sobre los exquisitos gustos de los lectores trujillanos. De paso, una crítica a los deseos de las políticas culturales por transformar por sí solas una escena local, así como sus visiones del uso del espacio público.
Por las calles de Trujillo ciertamente se respira un aire que invita a la nostalgia. Decido el encuentro con una amiga para tomarnos un café. Nos vemos en la Plaza de Armas, me dice, frente a la catedral. Perfecto, le digo, sólo no olvides llevar tu vestido de novia. Una risa necesaria y colgamos. Ya un poco de frío por las tardes nos advierte que debemos andar con algo de más tela para evitar las molestias comunes del resfriado y todas aquellas melodramáticas armonías que nos brindan los virus y el contagio. Tengo en el saco algunos cigarrillos que voy consumiendo con lentitud. Las eternas promesas incumplidas del “lo voy a dejar”. La gente me transita con indiferencia y es lo menos, o lo más, uno nunca busca que te observen y quieran organizar el diálogo; mejor así: vivimos en tanta individualidad que a veces nos evitamos las palabras para no malgastar las ideas. Cosa de otros. Luego los semáforos que nadie sabe entender, los vendedores ambulantes, el bullicio claustrofóbico de los que hablan por celular horas de horas cuando bien pueden ver a la persona y tomarse algo mientras se observan; la gente prefiere la distancia. Cruzo y los monumentos en el centro de la plaza nos dirigen frialdad y elegancia. Me acerco a ellos para esperar, observo que las manchas de aves hacen lo suyo con esmero. Un tipo de seguridad me dice que no puedo sentarme encima de tal o cual parte, que la basura en el suelo no (eso me parece correcto), que hay que tener cuidado con los monumentos, que debemos ser concientes y no ensuciarlos porque así todo se deteriora. Sonrío. Sin iniciarme la incomodidad me retiro; es cosa absurda el querer cuidar algo de día cuando por las noches sirve de muladar y urinario público para los viandantes. No quieran vendernos los pretextos de cuidado. La cultura no es cuestión de prohibición: surge cuando educamos correctamente a las personas. Ese es un asunto muy grande que va desde la cabeza a los pies, y viceversa. Educación, nada más, el único elemento cien por ciento efectivo en el cambio social. Como diría un buen rapero: “Gobierno, escucha bien mis quejas”.
Ahora la plaza se ve baldía. Y pensar que hace poco la Feria del Libro en esta la denominada “ciudad de la cultura” abarrotó los espacios con algo que podemos llamar alegría; sobre todo para las editoriales, porque en ventas fue la mejor. Repito: sólo en ventas. Pero, ¿nuestra ciudad merece un adjetivo tan grande? Recuerdo los comentarios de la gente cuando se supo de la nueva sede de la tan esperada feria. “Cómo es posible que conviertan la plaza en un mercado”, “Van a alterar el libre tránsito de la personas por el centro de la ciudad”, “Utilizarán la pista por donde los vehículos deben ir; van a generar un tráfico tremendo”, “No se les pudo haber ocurrido un lugar mejor que maltratar la imagen de la gloriosa plaza”, y demás tonterías que vienen al caso porque surge en nosotros este conflicto sobre la verdadera cultura o su apego a ella. Nada más ridículo. Siendo sinceros, ¿qué comentarios se pueden esperar de una ciudad que utiliza su plaza principal para conciertos donde lo cultural no existe? Me pregunto si criticarán los mismos que organizan festividades por el aniversario de mil y un cosas, o multitudinarias misas en honor al patrón de no se sabe dónde. El espectáculo y la fe convierten el lugar tan decorado en depositario de millares de personas que, al parecer, de cultura no conocen nada, porque tratándose de espectáculos y promesas de salvación todo es bienvenido. Volvemos a la época del pan y circo.
Fueron diez días donde cualquier buen lector siente que es feliz. El merodear, tentar algún libro que hasta ese momento había sido imposible hallar y luego mostrarlo a los amigos bibliófilos con más presunción que humildad, descubrir nuevos autores y cosas semejantes, son situaciones propias y decentes. Poco nos interesan las presentaciones, y más cuando muchas de ellas son sólo publicidad o marketing, nada artístico. ¿A quién le interesa escuchar a un locutor de radio que se cree dueño de la verdad y crítico de todo aquello que utiliza y luego vanagloria? Es cierto que estos eventos necesitan de medios posibles de difusión, pero no siempre lo que todos quieren es lo que puede preciarse de arte, y en este caso literario. Por ello, por el concepto de buscar lo que las masas desean, es que estamos embriagados con programas mediocres y vulgares, donde lo único que se enseña es que no importa ser un ignorante si tienes una cara bonita. En Trujillo nos inunda la mediocridad en muchos aspectos: “omnibus verax”.
Recuerdo, en mis pasos por la Feria del Libro, anécdotas curiosas. En un stand repleto de cosas muy interesantes, una sección de literatura japonesa me atrajo. Mientras emocionado revisaba los títulos y autores, una señora con aires de frivolidad, como sólo pueden ser las personas que se creen superiores porque supuestamente el apellido les salió bonito, preguntó por un libro de autoayuda, y, sin esperar respuesta del vendedor, empezó a elogiar las virtudes del texto. Suele ocurrir que hay gente que ama ser escuchada porque de seguro que nadie en casa les presta atención. El tipo, muy tranquilo y suelto de huesos le contestó: “Acá vendemos literatura, señora”. Todos los que estábamos ahí sonreímos. “Pero esos libros son muy buenos”, replicó la mujer en el común denominador de los que leen cualquier cosa, pero la joven voz de una chica, que ojeaba entre libro de poesía, la invitó al silencio. “De bueno no tienen nada; un profesor nos hizo leer uno y me aburrió queriéndome vender el secreto de la felicidad; quien se crea esas tonterías es peor que un tonto”. La mujer, como es propia ciencia el bochorno, miró al silencio y avanzó como quien no ha preguntado nada. Lo otro más curioso, de personas que se argumentaban sapiencia, es que compraban libros para llenar las ínfulas de su cultura mientras dejaban caer las bolsas y empaques al suelo. Una materia suple a la otra, es cierto, pesa más lo común.
Ahora, uno observa la plaza vacía, sin ningún meridiano que nos permita creer que somos un lugar de cultura, donde los eventos culturales siempre están desahuciados. Me intimida pensar lo que vendrá luego, con o sin feria, mientras termino mi cigarrillo y la esbelta figura de mi espera me saluda con sonrisas.
* Oscar Ramirez es docente, poeta y narrador. Dirige Ediciones Orem, editorial con base en la costeña ciudad de Trujillo, Perú (http://edicionesorem.blogspot.com/)