El año pasado, hacia el final de una estadía de diez días en la India, visité Nizamuddin Darghat, el santuario sufí más importante de Nueva Delhi. Un pasillo de casi un kilómetro conectaba la calle con el templo. Allí, bajo toldos de plásticos, los mercaderes ofrecían collares de caléndulas y pétalos de rosas, cintas bordadas, cuentas de sándalo, cofres de hueso de camello, dulces e incienso. A la entrada al templo, donde los visitantes están obligados a descalzarse, se congregaban cientos de mendigos de todas las edades. Latinoamérica es un continente de grandes carencias, pero en la India la pobreza adquiere dimensiones brutales: mancos, ciegos, lisiados y mutilados. Entre la multitud distinguí a un hombre sin cara: un tumor monstruoso le había crecido desde el lado derecho del párpado, cubriéndole el resto de la cara como una aleta.
Dentro del templo las ofrendas para Nizamuddin circulaban en grandes cestos. A esa hora del atardecer, un grupo de hombres y un niño cantaban qawwalis dedicados a Alá en estado de trance mientras la gente se acercaba para depositar dinero en una pila en el centro del patio. Había visto adorar a tantos dioses en esos días (Hanuman, el dios mono; Ganesha, el dios elefante; Shiva, la deidad de la destrucción) que no sabía qué esperar de los sufíes. El sufismo es un aspecto fascinante del Islam relacionado sobre todo con la vía mística y el camino de la renunciación y la entrega; si bien todo musulmán debe dedicarse en cuerpo y alma a Alá, es el sufí quien verdaderamente hace de la adoración a Alá el centro de su vida y no deja que el mundo lo distraiga.
A diferencia de las solemnes y silenciosas iglesias católicas, los templos de la India bullen con el trasiego del día; la religión está en el corazón de la vida cotidiana. Es natural que la gente vaya tres veces al día al templo y que se arrodille incluso ante deidades que desconoce. Sin embargo, no todo es espiritualidad dentro de los templos. Ese día había tanta gente en Nizamuddin Darghat que, por fuerza, uno terminaba rozando a los demás. Noté que un anciano aprovechaba el tumulto para rozarse solapadamente conmigo. Si yo me movía entre la gente, él buscaba la forma de volver a pegarse a mí. Para librarme de él me fui a dar una vuelta por el santuario.
A la izquierda de la entrada se alzaban unos salones cuyas paredes de mosaico invitaban a espiar por los agujeritos. A diferencia de otras zonas del templo, aquí había exclusivamente mujeres y nadie cantaba. Quise entrar a una de las habitaciones, pero una mujer muy gorda me cerró el paso y me explicó en voz baja algo que no escuché. A su lado, una mujer con la mirada extraviada estaba sentada en el suelo de mármol. Al principio no entendí lo que veía: ¿qué eran esas bolas de metal que colgaban de sus tobillos? Tardé un momento en darme cuenta de que la mujer llevaba grilletes en las manos y los pies: estaba encadenada. La mujer de los grilletes empezó a lamentarse y su guardiana se la llevó al interior del salón.
Me acerqué a observar por los agujeritos de la pared. En el suelo de la habitación sin techo, dos docenas de mujeres se apiñaban en silencio, muy quietas dentro de sus saris multicolores. Dos de ellas llevaban también grilletes. La más joven tenía la cabeza levantada hacia el cielo y los ojos en blanco, y se retorcía y sacudía violentamente la cabeza mientras salían de su garganta unos ruidos guturales y repetitivos. Las demás permanecían en obstinado silencio, sin siquiera mirarlas. ¿Qué habrían hecho esas dos mujeres para ser tratadas así?
“No mire, por su propio bien no mire”, me advirtió de pronto una desconocida. Le pregunté qué estaba pasando. “Hay un espíritu malo ahí adentro”, me explicó. Recién entonces caí en la cuenta de que estaba presenciando una especie de exorcismo, uno que se llevaba a cabo a la vista de todos en las últimas horas del día. Y tuve miedo. El tiempo me ha enseñado a respetar los tabúes de los lugares prohibidos.
Me alejé de allí con el corazón inquieto. Intenté concentrarme en los hermosos qawwalis que reverberaban en la noche, pero mi mente estaba llena de cosas en movimiento. Al día siguiente partí de Nueva Delhi; sin embargo, a pesar de que han pasado los días, los meses, casi un año, todavía no me he ido de Nizamuddin Darghat.
* Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1981). Autora del libro de cuentos Vacaciones permanentes (El Cuervo 2010; Reina Negra 2011; Tropo 2012). Coeditó la antología Conductas erráticas (Alfaguara, 2009) y editó la mini-antología bilingüe Mesías/Messiah (Traviesa, 2013). Ganadora del Concurso Nacional de Microrrelato (Bolivia, 2004). Estudia un doctorado en literatura comparada en la universidad de Cornell, EE.UU.