Resumen
La obra que Richard Morse desarrolló desde la década de 1950 sobre la ciudad latinoamericana se mantiene con plena vigencia hasta el día de hoy, constituyendo un valioso antecedente para interpretar la historia cultural de nuestro continente. En su obra la ciudad desempeña un rol central en tanto agente inductor de la modernidad occidental en el continente, aún cuando en su producción historiográfica la ciudad latinoamericana se aborda como un problema cultural que pone en entredicho las hipótesis modernizadoras, que implícitamente suponen que en su evolución ésta repite con cien años de atraso los proceso de modernización del viejo continente.
Frente a estos planteamientos, Morse se pregunta por las constantes que permitan interpretar el proceso histórico-cultural de la modernidad en los países de la región, más allá de las perspectivas que simplemente equiparan este proceso con la modernización. De esta manera, Morse ubica a la ciudad latinoamericana en el marco de una problemática cultural de la propia historia occidental, reivindicando el rol cultural de la periferia urbana en Europa (San Petersburgo, Viena) y luego en Latinoamérica (la "segunda periferia").
En el borde de Occidente, Morse se lanza a identificar así los espacios urbanos que organizan "arenas culturales", topología de la modernidad que quiebra finalmente la relación entre centro y periferia, tal como había sido entendida hasta entonces.
Este artículo fue originalmente publicado originalmente en Cultura urbana latinoamericana, compilación de Richard Morse y Jorge Enrique Hardoy (Buenos Aires, Clacso, 1985). La traducción original corresponde a Ernesto Leibovich.
«Estuvimos un rato hablando de ciudades, que es un tema favorito de Cué, con su idea de que la ciudad no fue creada por el hombre, sino todo lo contrario, y comunicando esa suerte de nostalgia arqueológica con que habla de los edificios como si fueran seres humanos…»
G. Cabrera Infante, Tres tristes tigres.
«Nuestras ciudades no tienen estilo. Y sin embargo empezamos a descubrir ahora que tienen lo que podríamos llamar un tercer estilo: el estilo de las cosas que no tienen estilo».
Alejo Carpentier, Tientos y diferencias.
***
Estas reflexiones acerca de «ciudades como arenas culturales» siguen una línea de estudios que interpreta las urbes como crisoles para el cambio en la era moderna. Al enfocar esta familiar cuestión del énfasis en las ciudades como fuentes o motores de cambio, no habremos de sumergirnos, sin embargo, en el nebuloso dominio de la «cultura de las ciudades» de Lewis Mumford. Tampoco nos remitiremos aquí a la sociología de la cultura intelectual (highbrow), medianamente intelectual (middlebrow) y popular, en los asentamientos urbanos. Ni reconstruiremos imágenes de la vida ciudadana a partir del testimonio de viajeros, novelistas o cronistas. Nuestra investigación apunta al ambiente urbano no en tanto descripto y analizado, sino en tanto vivido y testimoniado. Las ciudades se transforman así en teatros; nuestros informantes, en actores. Estos últimos no son simples reporteros u observadores críticos, sino participantes comprometidos con cada fuente o recursos intelectuales y físicos a su disposición, para interpretar no la condición meramente urbana, sino la humana.
Nuestras ciudades son París (aunque sin perder de vista a Londres); San Petersburgo y Viena en la periferia media; Río de Janeiro y Buenos Aires en una más alejada. Los economistas afirman haber dado a luz a este modelo de diseño concéntrico. Si así fuera, nuestro estudio no hereda de él ninguna connotación de dominación por parte del centro o de respuesta mimética en la periferia. Estamos en busca de contracorrientes y mensajes divergentes.
La sección siguiente ofrece una perspectiva sobre las ciudades occidentales desde el romanticismo hasta el modernismo, prestando especial atención a las contribuciones modernistas de San Petersburgo y Viena. Estos casos sugieren la existencia en América Latina tanto de predisposiciones como de resistencias capaces de rechazar, avivar o metamorfosear la inspiración modernista. Comparemos a Dostoievski, de San Petersbursgo, con el grupo de Viena y luego con Machado de Assis, de Río, quien por haber sido marcadamente escéptico respecto de la modernidad, sólo hoy puede ser considerado como un «post-modernista». Su cuadro dantesco confirma la versión de José Luis Romero (1976) sobre la evolución de América Latina desde ciudades «patricias» (1830-1880) hasta ciudades «burguesas» (1880-1930), un esquema que ampliaremos tomando en consideración el impulso modernista de la década de 1920. En una sinopsis final se intentará definir la significación histórica de las ciudades latinoamericanas como arenas culturales y esbozará un cuadro actual que invita a ser interpretado.
1. Teatros del modernismo: París, San Petersburgo, Viena.
Burton Pike (1981) rastrea la imagen de la ciudad en la literatura europea y norteamericana desde el siglo XVIII hasta principios del siglo XX y organiza su tesis alrededor de dos tendencias. Una de ellas consiste en un paso de lo estático a lo dinámico de una visión de los monumentos físicos o de las clases sociales en relaciones fijas a un montaje de yuxtaposiciones en flujo. La otra es una consideración de la comunidad urbana como un todo, que cede paso a otra centrada en el individuo aislado dentro de ese modelo. El observador se convierte en un «investigador privado» de la sociedad urbana, catalogado como un excéntrico personaje de Dickens o como el poeta neurótico de Baudelaire. Es segregado de una comunidad que se ha convertido en una turba o anti-comunidad, poseída por un poder ciego. Los arquetipos de estos dos procesos relacionados fueron Londres y París, las «ciudades míticas centrales» de la Europa del siglo XIX, pioneras de un destino que se proponía como universal. Se daba por sentado que, ulteriormente, esta condición se extendería a las sociedades urbanas extranjeras que aún eran presas de instituciones y órdenes económicos arcaicos y estaban empapadas en una cultura regional o costumbrista.
En su famoso ensayo, Paris, Capital of the Nineteenth Century, Walter Benjamin (1979) hizo de esa ciudad un prototipo, porque consideró que su pasado reciente mostraba una serie de fases lógicamente entrelazadas de significación profética. La secuencia de un mundo de lo ilusorio comienza con las tiendas bajo las arcadas de la década de 1820, las primeras grandes tiendas que marcan la diferencia entre mercaderías tradicionales y lujosas fantasías. Luego, la fotografía crea oferta y demanda para ilusorias reproducciones de personas, lugares y hechos, marcando una nueva sensibilidad respecto de la vida misma. A continuación vienen las exposiciones mundiales, fantasmagórica glorificación de valores de intercambio en vez de valores intrínsecos, acompañada además por una industria del entretenimiento que manipula el público mismo como una mercadería más. La poesía de Baudelaire refleja un mundo urbano asocial en el que también el arte se hace una mercancía, divorciado del cambio tecnológico, sujeto a los caprichos de la moda y glorificado como arte por el arte mismo [1]. Por último, Haussmann lleva a la práctica un proyecto donde la ciudad física queda bajo un control central, resguardada de cualquier insurrección, homogeneizando los quartiers y produciendo al mismo tiempo el enajenamiento de los parisinos respecto de su hábitat.
Desde la perspectiva evolucionista de Benjamin, cada época supone la siguiente: París avanza inexorablemente hacia su apogeo, entre las convulsiones de una economía «consumista». Reconocemos «los monumentos de la burguesía como ruinas aun antes de su derrumbe». Uno puede cuestionar, por supuesto, si París fue la «capital del siglo XIX» o más bien si fue el exponente del consumismo más conspicuo. Así es, si lo analizamos desde la perspectiva del industrialismo capitalista, la Manchester de Tocqueville, de Engels y Dickens es más representativa con toda seguridad, que París. Ninguna ciudad puede considerarse como modelo universal, con todos los ingredientes que conformaron el temperamento moderno. Además, el modernismo en las artes y las letras -parcialmente definible como un ataque en el campo cognoscitivo a las contradicciones de la modernidad- prosperó en anacronismos que no fueron reconocidos en la París consumista. Allí, por un lado, el pasado era considerado acumulativo y era, hasta cierto punto, reverenciado; por el otro, todo lo nuevo era la «última palabra». Los modernistas parisinos apenas sí se encontraban obsesionados por la cuestión de la «identidad nacional» francesa.
Las limitaciones de Balzac y Baudelaire como profetas del espíritu moderno se hacen manifiestas cuando los comparamos con Dostoievski, cuyo San Petersburgo, por su solo distanciamiento del eje París-Londres, estaba destinada a aportar mensajes de una rara penetración. En su estudio sobre el «realismo romántico», Fanger (1967) considera a Dostoievski como el heredero inmediato de Balzac, Dickens y su propio compatriota, Gogol. Estos tres, afirma, fueron los primeros en explorar la premisa de la metrópolis como tema para la ficción, y Dostoievski habría llevado estas primeras intuiciones a su esplendor. La maestría de este último para vislumbrar los resultados fantasmales e irracionales a los que podía conducir el pensamiento y el esfuerzo racionalizados derivaba en parte del origen artificial de San Petersburgo, erigida por decreto imperial sobre un pantano finés y concebida «como una ventana sobre Occidente para una cultura retrógrada y profundamente no-europea, capital instantánea de un muy dilatado imperio» (Pike, 1981: 89). El narrador de Notes from Underground (1864) la llamó «la ciudad cuya oscuridad y niebla aumentan su carácter ilusorio y le confieren una peculiar ‘atmósfera'». El capitalismo había llegado tardía y abruptamente, atrapando en su red mundos sociales autónomos que en Occidente estaban sucumbiendo. Comunidad y alienación, fenómenos redes y abstracción, sentido común y espiritualidad, produjeron fuertes colisiones. A diferencia de Balzac y de Dickens, Dostoievski no cayó en la nostalgia ni la rareza de época. En su elevación hacia un más alto realismo, «el lastre cómico desapareció […] y el grotesco y el absurdo -contra el fondo de la fantástica San Petersburgo- adquirió una complejidad existencial, una oscura belleza, y asumió las características de una nueva e irrebatible tragedia» (Fanger, 1967: 126). A pesar de que la acción de los dramas de Dostoievski se desarrollaba entre las premuras y la alienación de las profundidades más abismales, no fue un escritor naturalista, ya que logrando el desapego del lector respecto de situaciones aberrantes, consiguió el reconocimiento de lo grotesco como pasaje hacia la belleza, del sufrimiento como pasaje hacia la felicidad, y de la humillación como pasaje hacia la libertad. Su proeza al haber cotidianizado y poetizado lo absurdo se convirtió, por un lado, en el sello distintivo del modernismo occidental y, por el otro, como veremos luego, en una revelación para Roberto Arlt, décadas más adelante, en la lejana periferia de Buenos Aires.
Los cambios en la sensibilidad que produce la obra de Dostoievski nos advierten que el modelo «centro-periferia» es una interpretación falsa de la historia de la cultura. Si consideramos el modernismo como la culminación de un siglo de críticas alusivas, y a menudo recónditas, a la cultura capitalista, Dostoievski nos prepara para ver a París más como una primera arena que como la cuna de la detonación modernista. El happening de París no sólo es producto de profetas itinerantes de Europa central y oriental, España, Irlanda, y aún de las Américas, sino que hacía tiempo que se estaba nutriendo de los elementos del eje escandinavo-germano, desde Oslo y Copenhague hacia el sur, llegando hasta Berlín, Zürich y Viena, tal como había sido pregonado por el danés Georg Brandes en Men of the Modern Breakthrough (1883) (Bradbuty y McFarlane, 1976). Aquí trataremos el caso de Viena porque además de haber sido bien estudiado nos abre el camino para nuestra investigación sobre América Latina. Al abandonar la San Petersburgo de Dostoievski nos trasladamos desde un lugar de grandes contradicciones espirituales hacia otro donde están involucradas concepciones filosóficas y sociológicas [2].
De entrada, Janik y Toulmin nos recuerdan Kakania, el apodo empleado por Robert Musil para la sociedad vienesa, acuñado al parecer a partir de las iniciales imperiales y reales K.K. (Kaiserlich y Königlich), pero que también poseen la connotación excremental del lenguaje infantil. (Los latinoamericanos recordarán el «Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia», la contrapartida infernal de Buenos Aires que aparece en la novela de Leopoldo Marechal Adán Buenosayres, de 1948) . Los estudios sobre Viena se centran en la incapacidad de esta capital de un imperio arcaico de acoplarse a la locomotora del «progreso», de alcanzar un ethos burgués de modernidad y utopía tecnológica, y por lo tanto de producir una psicología de clase media. Como corolario, se agregan los efectos de la represión social en la política, la educación, la economía, los «roles» de la mujer y los hábitos sexuales. La elegancia y pompa de la vida pública y de la clase alta expresaba una «formalidad petrificada» que recubría el caos cultural, un nervous splendor, para emplear la feliz caracterización de Morton (1980). Miradas de cerca, las glorias superficiales se convierten en su opuesto. Según afirma Schorske (1981), los literatos vieneses carecían del espíritu antiburgués de sus pares franceses o del sentimiento de superioridad racial de los ingleses. Ni dégagés ni engagés, consideraban al emperador como un remoto padre-protector; al faltarles poder independiente, buscaron la protección de la aristocracia. De ahí el predominio del antisemitismo, de la opereta, del psicoanálisis, testimonios todos de una necesidad de evasión de la frustración burguesa hacia un pasado mágico, revelador. En este mismo sentido debe interpretarse el vals vienés: no como una ceremonia aristocrática y complaciente -según la visión exportada- sino como una danza demoníaca de exorcismo, que abandona las proporciones mesuradas del rigodón para expresar olas de desesperación interior a través de embriagantes remolinos. Viena fue, y con razón, la patria de Alfred Adler, el introductor del «complejo de inferioridad».
El inevitable colapso de la política liberal en un medio tal tuvo dos resultados. En primer lugar, favoreció el esteticismo, es decir, la transformación de la cultura de una fuente de valor en una expresión de valor, esto es, en una cultura de carácter fuertemente hedonista o francamente ansioso. De este modo, el hombre psicológico desplazó del centro de interés al hombre político. Esto trajo la segunda consecuencia: movimientos de masas cuyo objetivo político residía en el sionismo, antisemitismo, pangermanisrno o socialismo cristiano, manifestando, cada uno a su manera, una rebelión contra la razón.
Estos dos desafíos produjeron reacomodamientos y «contradesafíos». Un primer reacomodamiento fue la creación de la Ringstrasse Vienna , que se convirtió, según sugiere Schorske (1981), en un epíteto tan significativo como el «Londres Victoriano» o el «París del Segundo Imperio». El esquema de la Ringstrasse fue un barroco invertido que utilizó las masas arquitectónicas no para dominar el espacio, sino para magnificarlo. El espacio estaba organizado sin ningún propósito funcional evidente; el bulevar circular amputó a la ciudad de sus suburbios y suprimió extensos paisajes únicamente en pos del diseño circular. Se construyeron nuevos edificios públicos sobre la base de modelos históricos presuntamente apropiados para cada caso, sin tener en cuenta la concordancia estilística o espacial entre ellos. Los urbanistas habían traducido en términos físicos las directivas políticas implícitas de su aquí y ahora: monumentalidad sin coordinación central, movilidad espacial sin integración social.
El «contradesafío» provino de los artistas e intelectuales que consideraban la sociedad vienesa como patológica, porque ella había erigido monstruosas barreras para evitar la discusión fructífera sobre la opresión en sus diversos aspectos. Se hallaron sin herramientas o idioma para hacer el diagnóstico de un mundo cuyos síntomas eran explosivos: antisemitismo, una elevada tasa de suicidios, convenciones sexuales rígidas, sentimentalismo en las artes, falsedad política, nacionalismos disociadores. En conjunto, esta sintomatología revelaba un divorcio entre la realidad social y los supuestos consensuales de la aristocracia de los Habsburgo. La situación no requería ni persuasión, ni relevamientos ideológicos, ni ser analizada, sino, fundamentalmente, era necesario un lenguaje o lenguajes que restauraran la transacción entre circunstancia e idées reçues. Es así como el arquitecto Adolf Loos barrió con la ornamentación para hacer transparentar la función en el diseño; Shönberg rompió sistemáticamente con los cánones aceptados de la composición musical; Freud interpretó drásticamente los sueños y los lapsus lingüísticos de la vida cotidiana. Pero fue sobre todo Wittgenstein -según la opinión de Janik y Toulmin (1973)- quien, con su Tractatus, llevó a cabo una crítica abarcadora del lenguaje mismo.
2. Transición al nuevo mundo
La San Petersburgo de Dostoievski y la Viena de Wittgenstein muestran cómo una sociedad urbana reacia puede producir logros de vanguardia, y cómo la periferia se convierte en centro. ¿Qué pasa entonces con las ciudades latinoamericanas, situadas en una periferia aún más distante y de tipo «colonial»? ¿No deberán ofrecer un suelo aun más fértil para mensajes proféticos? Como más adelante habré de sugerir, tales mensajes existieron, pero vertidos en un idioma tan cotidiano que su fuerza sólo ahora es evidente. Surgió un maestro como el brasileño Machado de Assis, pero sus sutiles parábolas, de haber encontrado una audiencia del otro lado del Océano, habrían sonado como algo raro o críptico para la sensibilidad mesmerizada (desde los confines del tiempo) de la Europa capitalista.
En lugar de un excursus sobre historia comparada, presentaré dos hilos conductores tomados más o menos al azar que pueden ayudar a explicar esta periferia más distante. En primer lugar, si Pedro el Grande creó lo que fue para Dostoievski «la ciudad más abstracta e intencional de la tierra», también es cierto que los españoles del siglo XVI habían esparcido cientos de centros urbanos geométricos a través de un vasto continente (Woodrow, 1971). Desde los puntos de vista político, social, económico y eclesiástico, sin embargo, estas aldeas y misiones, aunque completamente artificiales, estaban lejos de ser abstractas. Su significación fue inmediatamente comprendida por la población receptora de amerindios, y siguió siéndolo tanto para los grupos privilegiados como para los desposeídos. Tras la independencia, las ciudades más grandes dejaron de ser avanzadas imperiales y fueron conectadas a nuevas fuerzas económicas de ultramar. Además, presagiaban el futuro. A diferencia de ciertos sectores de la intelligentsia rusa, los pensadores latinoamericanos no podían oponer a la modernización una alternativa «indígena», espiritual, comunitaria. Tampoco las sociedades urbanas, antes de nuestro siglo, estaban lo suficientemente racionalizadas como para recrear la perspectiva individualista y disociada del poeta parisiense o del «hombre ruso subterráneo».
Nuestro segundo hilo conductor refuerza el primero y proviene de la interpretación sociológica de Adorno (1976) sobre la música de concierto europea. Para él la transición de Mozart a Beethoven, a la gran era de la sinfonía y de la ópera, señala el pasaje de un mundo aristocrático, donde las actuaciones ratificaban el status de audiencias privadas, a un mundo burgués, donde éstas satisfacían las frustraciones y fantasías de un público de clase media. El consumidor de la música romántica se sienta, no empolvado y con peluca en un salón iluminado por las velas y con sus pares, sino perdido en la oscuridad de una vasta sala de conciertos. La música lo sumerge en una comunidad «oceánica», al tiempo que desata sus fantasías privadas. Le proporciona una satisfacción sustitutiva para las aspiraciones a una identidad personal y comunitaria que la vida pública, competitiva le niega. Tal vez por ser menos explícita e intelectualizada que la literatura, la invención musical fue más viva en la periferia media de Rusia, Alemania, Austria e Italia que a lo largo del eje París-Londres. Pero en el ámbito más alejado de América Latina, aunque su cultura musical informal fue fértil, no estaban dadas las condiciones sociológicas necesarias, ni suficientes, para la inspiración sinfónica. Brasil produjo un talentoso compositor de ópera, Carlos Gomes, pero vivió durante su madurez en Italia. Al mismo tiempo, los latinoamericanos no eran consumidores pasivos y reverentes, como pronto lo demostrará el estreno en 1866, en Buenos Aires, del Fausto de Gounod.
3. Machado de Assis: un Dostoievski medieval
Para entender por qué las sociedades urbanas latinoamericanas se encontraban en una situación alejada tanto de Dostoievski y Musil, como de Baudelaire, nos remitiremos a su exponente brasileño Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908). Machado vivió toda su vida en Río de Janeiro, una ciudad situada en el borde de un vasto subcontinente, enmarcada por singulares montañas, extendida en irisadas bahías y playas, segura con su prestigio de capital imperial o, después de 1889, con sus memorias imperiales. En nuestro siglo, Río ha cedido la primacía económica y académica a São Paulo y relegado el asiento gubernamental a Brasilia sin perder, sin embargo, su hegemonía sentimental. Río es un mundo en sí mismo y por lo tanto una arena que el espíritu libre puede adoptar como el mundo mismo. Machado de Assis hizo justamente eso. Aunque la analogía está lejos de ser exacta, puede decirse que la Río imperial es el corazón, la Moscú del Brasil, y la imperialista São Paulo su cabeza, la San Petersburgo. Como el Dostoievski de Río que era, Machado fue impermeable al hechizo de cualquier Crystal Palace [3].
En el universo de Machado se encuentra, en primer lugar, el teatro humano [4]. Sus cuentos describen minuciosamente un estrato de grupos en ascenso: banqueros, comerciantes, hacendados, profesionales, hombres de iglesia. Sobre ellos revolotea una penumbra de nobles y senadores, vagas «influencias» coronadas por un omnipresente emperador quien sólo aparece en sueños e imaginaciones. Debajo yace una legión de funcionarios y clases dependientes, víctimas de una economía declinante y, más abajo aún, una oscura muchedumbre de sirvientes, cocheros y trabajadores excluidos por la «sociedad» y carentes de seguridad. Sofocados en el fondo de todo, están los esclavos, aplastados por la violencia moral y física. Los «liberales» critican a Machado porque, a pesar de tener algo de sangre negra, se mostró indiferente a la causa de la emancipación. Podemos decir, sin embargo, que desde la perspectiva de su desconfianza en las causas humanas vio la abolición de la esclavitud como una excusa pergeñada por los amos para someternos a sus esclavos a un status aún más precario, o bien como una oportunidad para el esclavo mismo de trepar el mínimo escalón necesario como para explotar a aquéllos que se hallaban debajo de él. Para él su sociedad no era tanto un sistema de dominación, sino un sistema de venganza institucionalizada.
En este universo, la nueva burguesía que ocupa la atención de Machado no es la misma de Balzac, Dickens, Flaubert o James. Está insegura de su poder y su estilo es vacilante. Aspira a la gala aristocrática. Su ascendiente no proviene de la organización resuelta del carácter, sino de la virtú desencadenada por un lícito o ilícito golpe de fortuna. Sus reglas de comportamiento no emanan de ella misma, sino de pautas externas. El progreso social requiere un protector o padrinho, y el surgimiento de un plan de vida autónomo, impermeable a la influencia personal del de arriba, pueda provocar violentas represalias (Weber, 1978).
La sociedad de Machado parece ser estática, y su enfoque es el de un analista, nunca el de un terapeuta. Al carecer de un resorte interior, el «progreso» se materializa en la forma característica de alumbrado público, tranvías, ferrocarriles y cosas similares. El protagonista del cuento corto de Machado Evoluçao (1884) es un diputado cuya carrera se funda en un intercambio continuo, completamente retórico, con críticos que afirman que la nación necesita de cabeza y corazón tanto como de estómago. De ahí, su respuesta: «O Brasil é uma criança que engatinha; só começará a andar quando estiver cortado de estradas de ferro» («El Brasil es un bebé que gatea; comenzará a caminar sólo cuando esté atravesado de vías férreas») (De Assis, varios años). El comercio y la banca parecían introducirse en la sociedad no como una fuerza revolucionaria, sino simplemente como una aflicción que producía el deterioro de las relaciones humanas, de un modo bastante similar a como la escolástica medieval veía la usura: como un comportamiento pecaminoso más que como un presagio del capitalismo. De la misma manera, el poder político no era una fuerza modeladora de la que se apoderarían los Bonaparte, sino un juego o un pasatiempo. El secreto del éxito no reside en las máximas de Samuel Smiles para la renovación del carácter, sino en los preceptos sobre comportamiento de la «teoría» de Machado, respecto de la chaqueta entorchada de medallas (1881) [5] (De Assis, «Teoria de medalhao», en Obra completa).
La Río de Machado es análoga a la Kakania vienesa de Robert Musil, pero con una diferencia. La vanguardia vienesa apuntaba a una crítica de resistencia local a la modernidad, y por ende, a reformulaciones pioneras en psicología, arte y literatura, filosofía, música y lingüística. Para Machado, en cambio, la posibilidad de que la modernización fuera «internalizada» en Río era una sombra mucho más remota que en Viena, y el pronóstico para que esto se concrete, dadas las primeras señales, era descorazonante. Por lo tanto, apuntó sus dardos críticos contra la modernidad en sí misma y reservó un tratamiento irónico para la sociedad receptora. Así, aunque repudió el romanticismo («aquela grande moribunda que os geron «; «aquella gran Musa moribunda que dio a luz a nuestra generación») (De Assis, «A nova geraçao», en Obra completa), también rehusó transar con el naturalismo y el positivismo [6]. Machado estaba, de alguna manera, en lo cierto cuando observaba que no estaba «pasando» nada. Aún hoy consideramos al Brasil como un país económicamente «dependiente»; aún se intenta incorporar innovaciones tecnológicas; el sistema republicano es aún controvertido; y, si pensamos en las masas, la «esclavitud» aún no ha sido abolida. Todo esto ayuda a explicar porqué Machado, con su inquisitiva imaginación, su visión heterodoxa y su probidad intelectual, se convirtió en pilar del establishment como funcionario ministerial y fundador de una Academia Galófila de Letras (Magalhaes, 1970).
No es que Machado fuera un «conservador» o un periodista agudo o un casual observador irónico, sino que tuvo su visión propia y coherente del espectáculo. Como carecía de elementos para hacer una interpretación dialéctica del proceso social, vio las estructuras sociales como controladas por sentimientos y pasiones de personas individuales. De ahí su fascinación por las carreras de los hombres, sus motivaciones psíquicas y los mecanismos ocultos del alma. La permanencia en esta sociedad hace que la persona pierda el control de su propio destino, adopte máscaras y deforme impulsos originalmente nobles. En las novelas del período de madurez de Machado, los problemas sociales ceden lugar a una lucha «dentro del corazón humano, donde reside su última causa; el odio, la crueldad, la codicia y la indiferencia del amor propio» (Caldwell, 1970: 67). En este dominio no tendría cabida el hombre subterráneo de Dostoievski, ya que ni presenta la intrusión del cientificismo y el utilitarismo como implacable, ni produce sugerencias de redención apocalíptica. El resultado es un vasto y catalogado cuadro de moralidad que evoca, como a través de una lente distorsionante, la Divina Comedia. Ese mundo se comprende no por sus antecedentes, elementos y fuerzas, sino por los principios morales que discriminan el bien y el mal en todos sus grados. La versión de Dante es un dominio monótono y repetitivo de parábolas que ejemplifican el designio divino, una vida de ultratumba donde las almas pierden toda iniciativa. Aquellos que llegan al infierno y cuyo único atavío es la absoluta satisfacción de la pasión vuelan ávidamente hacia su castigo (Santayana, 1945; Van Doren, 1946).
El Inferno dejó su impresión perdurable en Machado. Cita a Dante veinticuatro veces, sin contar las referencias directas e indirectas (Bizzarri, 1965; Andrade, 1972; Massa, 1966; Caldwell, 1970). Diecinueve citas son del Inferno (hasta tradujo el Canto XXV), y uno se siente inclinado a pensar que Río se transforma, ante su contacto en un verdadero Inferno. Sin embargo, con sólo un Inferno, la «divina comedia» desaparece. La religión se seculariza; la línea entre el mundo y el más allá se disuelve; el arrepentimiento cristiano se hace mero remordimiento; y el diablo, exorcizado por la «ciencia», reaparece en la pseudo-ciencia, el espiritismo y las curas milagrosas. Los anillos ordenados del infierno parecen volver a surgir remodelados por Dalí en el surrealista paisaje urbano de Río. Se necesita un guía, el Conselheiro Aires, no para ayudar a acarrear el agobiante peso del Verbo (Virgilio como la Razón, Beatriz como el Amor), sino para señalar los misterios y las ambigüedades y, como un diplomático que no toma partido, prevenir amablemente contra las explicaciones fáciles en este reino de alegorías engañosas e identidades veladas. Con todas sus sugerencias, insinuaciones y fugaces perspectivas, éste resulta ser finalmente un mundo fragmentado, carente de la fuerza de unión del amor. Aun así, y aun sin una Beatriz, hay una flor que vivirá por siempre en la solapa del Conselheiro.
4. América Latina, 1830-1930: de las ciudades patricias a las ciudades burguesas
Los mensajes cifrados de Machado, vagamente sugestivos para sus contemporáneos brasileños, necesitaron décadas para atraer la atención internacional. Necesitaron que la rueda del cambio mundial girase a su favor. Entretanto, poseemos evidencias menos enigmáticas de las fricciones producidas por la modernización en las sociedades urbanas de América Latina. José Luis Romero (1976) aportó una rica muestra en su libro sobre «ciudades e ideas» latinoamericanas que abarca cinco siglos y merece un puesto junto a los estudios europeos anteriormente citados. Aquí resultan de interés sus capítulos acerca de las «ciudades patricias» (1830-1880) y las «ciudades burguesas» (1880-1930).
El autor sostiene que las ciudades «patricias» del período de post-independencia crecieron con menor rapidez que sus hinterlands, en un momento en que las poblaciones nacionales se encontraban hasta cierto punto «ruralizadas». Tras las rupturas provocadas por la guerra y el desmantelamiento de las burocracias coloniales, el poder fue reconstruido, preferentemente en asientos descentralizados, rurales. Este fue el lógico, si bien aparentemente anárquico, apogeo de los caudillos. Sin exportaciones lucrativas y necesitadas de una actividad empresaria y financiera moderna, las ciudades más grandes asumieron el papel «parasitario» que Miguel Samper (1969; Halperin, 1970) adscribe a Bogotá en 1867. En este ambiente «pasivo», en un momento en que las ciudades norteamericanas y de Europa Occidental se hallaban en pleno auge de la industria y el comercio, los viajeros se encontraban intrigados por la coexistencia estable de tendencias criollas y extranjeras evidenciada, por una lado, en una élite enamorada de la moda francesa y, por otro, en las clases populares atraídas por, o condenadas a, las vestimentas, comidas y manufacturas locales. Los «medio pelo», en una posición intermedia, representaban una fusión poco feliz. Sin embargo, esta división era engañosa. La atracción de la clase alta por el estilo y modo de pensar europeos estaba atemperada por el orgullo del linaje; uso heredado de deferencia y apego sentimental a los orígenes regionales. Por el otro lado, lo criollo no llegaba a ser un ethos «nativo», ya que los únicos nativos del Nuevo Mundo eran los amerindios, quienes no habían dejado trazas ni en La Habana, ni en Río ni en Buenos Aires. Además, «nativo» implica «auténtico», como en el narodnichestvo ruso; y la autenticidad implica, a su vez, una base para la autoexpresión y la reconstrucción. Incluso, ni siquiera en Guatemala y Ecuador la cultura amerindia pudo, más allá de vagas simpatías, ser considerada seriamente como una plataforma para la rehabilitación social. Desde el aventajado punto de vista cosmopolita, la cultura amerindia no era más «nativa» que aquéllas de ascendencia africana o ibérica. El eventual mestizaje del criollismo de las clases populares con inmigrantes italianos o sirios representaba una complicación más en este panorama. Esto quiere decir que una fusión plebeya de elementos exógenos podía llegar a ser más «auténtica» que la cultura señorial de las élites tradicionales.
América Latina no podía -como lo hizo- asumir sus culturas nacionales con holgura. Tampoco se asemejaba al caso de Rusia, donde los eslavófilos se trabaron en lucha con los occidentalizantes para afirmar una cultura indígena que era más auténtica y verdaderamente cristiana que la invasora. Tampoco puede compararse con los japoneses, quienes establecieron un Instituto para el Estudio de los Libros Bárbaros (germen de la Universidad de Tokio), para mediar en lo que era mínimamente requerido del exótico Occidente en pos de la autopreservación de la sociedad receptora (Jensen, 1980). En América Latina el elemento bárbaro no era extranjero sino conspicuamente «nativo»: amerindio, mestizo o ibérico medieval.
Pero ahora, otra vuelta de tuerca. Si bien los «bárbaros» latinoamericanos eran oriundos del lugar, incivilizados, algo muy similar ocurría en el siglo XVIII francés. En su estudio sobre la conversión de los «paisanos en franceses» que cobró fuerza sólo hacia 1870, Eugen Weber (1976) destaca que hasta entonces los campesinos del sur eran considerados desde la ciudad como ignorantes, supersticiosos, sucios, tímidos, grotescos, haraganes, avaros, moralmente atrofiados y usuarios de lenguajes apenas inteligibles. Un parisino de la década de 1840 piensa que no hace falta visitar América para ver salvajes: «Los pielrojas de Fenimore Cooper están aquí». Su único destino satisfactorio era la integración a la economía nacional y a la cultura parisina. Esta visión de París correspondía a la visión inglesa sobre la sociedad en la década de 1840, ya sea en la versión del establishment (las «dos naciones» de Disraeli), o bien la versión revolucionaria (la polarización de clases de Engels). Estas, a su vez, eran análogas a la famosa división de Sarmiento de la sociedad argentina en civilización y barbarie (Facundo, 1845). Lo interesante es que, cuando Sarmiento visita Europa y los Estados Unidos, en 1847, cambia su esquema sobre la Argentina (ver sus Viajes). Reconoce que las sociedades europeas son tan jerárquicas y opresivas como las de la América española. La «civilización» ya no consistía en lograr un artificio urbano, sino más bien en una capacidad para la asociación cooperativa que podía hallarse en comunidades de frontera de los Estados Unidos tanto urbanas como «bárbaras» [7].
En ninguna de ambas versiones captó Sarmiento del todo la naturaleza de las fuerzas desatadas por la revolución industrial y sus implicaciones para la unificación nacional. Debido a que las fisuras de la sociedad francesa le recordaban la América española, pensó que la solución estribaba en el despliegue de las energías morales. No apreció el poder del capitalismo industrial para crear la integración nacional y llevar adelante el ideal de nación revolucionario y napoleónico. En América Latina esta transición se retardó, de modo que la ciudad «burguesa» de José Luis Romero de 1880-1930, tanto como su predecesora «patricia», representaron sólo una victoria ilusoria sobre la «barbarie».
La literatura no tardó en registrar la compleja significación de la ciudad latinoamericana, ubicada en un incierto papel intermedio entre su hinterland y, del otro lado del Océano, Londres y París. Esta situación ambivalente, «accidental», la hizo vulnerable a un tipo de sátira -la visión (ingenua o maliciosa) de la ciudad presuntuosa a través de los ojos de! intruso rústico- que parece abundar en la tradición literaria de las más reverenciadas ciudades europeas. En su sketch de mediados de siglo, Un llanero en la capital, el venezolano Daniel Mendoza presenta un diálogo entre un «doctor» de ciudad, quien explica con pedantería los sucesos y costumbres de la vida en Caracas, y Palmarote, su compatriota campesino de los llanos, quien en un castellano pedestre lanza una ola de devastadoras preguntas acerca de la escena que tiene ante los ojos (AAVV, 1964). ¿Por qué un edificio tan enorme tenía que producir una cosa tan pequeña como nuestras leyes? ¿Por qué, si un espejo reflejaba fielmente la realidad, su rostro lucía tan feo? ¿Como podría repetir en su pueblo que la riqueza no consiste en dinero? ¿Cómo podían las monjas de un convento ser reverenciadas como «madres»? ¿Por qué había un basural en el corazón mismo de la ciudad? Comprendía, sin embargo, la razón por la que cada casa tenía su número: «Así como sucede con el ganao, que habiéndose aumentao tanto, ha sido menestre pegarle un jierro». A diferencia de un campesino en París, Palmarote aún podía ofrecer una construcción alternativa del mundo.
En Buenos Aires, más grande y más cosmopolita, el dualismo de la Caracas de Daniel Mendoza se resquebrajó, aunque aún sin encontrar sucesor en los paradigmas evolucionistas de la época. El poema gauchesco Fausto, de Estanislao del Campo (1834-1880), subtitulado «Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera», podría parecer, a vuelo de pájaro, un ejercicio en la vena costumbrista de Mendoza [8]. Aquí se da, sin embargo, un encuentro más específico y complejo entre lo criollo y un fenómeno de importación cultural de los círculos intelectualizados. El poema fue inspirado por el estreno en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1866, del Fausto de Gounod, representado por primera vez en París, en 1859. Cuenta cómo un campesino asiste a la ópera y unos días después refiere lo mejor que puede el argumento a un amigo, hasta donde pudo entenderlo.
Apenas nos ponemos a reflexionar sobre este contrapunto entre el ingenuo y el cosmopolita, comienzan a surgir nuevos elementos. En primer lugar, aunque Del Campo utilizara el idioma coloquial, él era un intelectual de ciudad; con simpatías hacia el pueblo, sin duda, pero allegado de todos modos a una tradición «urbanizada» de literatura gauchesca. En segundo lugar, ya desde la apertura del Teatro Colón en 1857 con La Traviata, Del Campo había acariciado la idea de comparar el histrionismo de la escena con los sentimientos de la audiencia. Tercero, la intelligentsia argentina estaba bastante familiarizada con el Fausto de Goethe (Esteban Echeverría ya se había apropiado de sus temas) y se encontraba suficientemente preparada para valorar la versión de Gounod. Cuarto, el protagonista analfabeto de Del Campo reproduce un relato de la ópera que hubiese requerido familiaridad con el libreto italiano o con la traducción española, publicada con anterioridad a la función en El Nacional. Por último, el protagonista mismo (un paisano, no un verdadero gaucho), llamado Anastasio el Pollo, era la réplica satírica de Aniceto el Gallo, una creación satírica ya existente del poeta gauchesco, Hilario Ascasubi (1807-1875). Anastasio no es una figura típica evidente por sí misma, como el Palmarote de Mendoza, sino un actor en un juego literario de la intelligentsia local.
A primera vista parecería que se ha cerrado un círculo: desde el mágico Fausto del folklore y la leyenda hasta los portentosos e intelectualizados Faustos de Marlowe y Goethe, desde el Fausto del consumidor burgués de Gounod, hasta encontrarse finalmente, de vuelta con Fausto folklórico de Estanislao del Campo. Sin embargo, el último eslabón no completa el circuito, ya que del Campo era un poeta urbano y no rural. Además, el público argentino era consciente de que si bien Goethe había aristocratizado a Fausto, Gounod había vulgarizado a Goethe [9]. El texto de Del Campo revela que usó el libreto y su propio trovador para entablar un diálogo con sus amigos. Anastasio en realidad se burla de la degradación de la que es objeto Goethe, al escoger los pasajes más vulnerables del libreto. El Fausto de Goethe, quien realiza un esfuerzo titánico por trascender sus límites, queda reducido por el libretista de Gounod a una criatura de apetitos sensuales. Del Campo lo rebaja aún más:
Dijo que nada podía con la / ciencia que estudió / que él a una rubia quería / pero a él la rubia no.
Lejos de ser una pieza costumbrista, el Fausto de del Campo es una fina sátira llena de ironías, cuyos personajes paisanos son interlocutores de un cenáculo literario: es la narración de una narración, una representación dentro de una representación, una reflexión sobre el drama-ópera de Goethe-Gounod tal como se presentara en la moderna y cosmopolita ciudad de Buenos Aires. Imbert (1968) lo llama una galería de espejos distorsionantes con «desdoblamiento y duplicaciones, simetrías y contrastes, entrecruzamientos y paralelos». Y esto nos lleva a preguntarnos: si un poeta argentino puede satirizar delicadamente el mal gusto de la ópera francesa, ¿qué hay de la construcción centro-periferia? ¿Serán los argentinos los pajueranos por consumir a Goethe y Gounod, o lo serán los parisinos por no consumir a Estanislao del Campo? Como profeta, Del Campo mostró agilidad y visión múltiple pero no tenía la capacidad de su contemporáneo, José Hernández, autor del poema épico Martín Fierro, para remitirse y dar forma a un conjunto de temas. En este sentido, fue más un precursor de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar que de Ricardo Güiraldes y Eduardo Mallea.
Si detectamos un viso modernista en la visión de del Campo, las categorías de José Luis Romero (1976) se suspenden, al establecerse un hilo conductor entro el pleno período «patricio» y la conclusión modernista de los años «burgueses». Esto no implica ingratitud hacia el sólido andamiaje de Romero, ya que toda suspensión supone una estructura que la soporte. La caracterización de Romero de la era burguesa como un momento de «haussmannización» de la «gran aldea», como el auge del «señor presidente» o del caudillo de la belle époque, es muy aceptable. Cualquier pincelazo suyo constituye una pintura convincente. Romero nos había de las sociedades urbanas que habían comenzado a diferenciarse de los pueblos patriarcales del interior, controlados aún por aristocracias vigorosas y homogéneas, es decir, una «democracia de hidalgos». Sociológicamente, sin embargo, las estructuras de «clientela» familiar tenían mucho más peso que las instituciones planificadas con fines específicos. Al mismo tiempo, las élites urbanas comenzaron a absorber grupos de inmigrantes y de clase media y a participar de un febril ethos de especulación y autoexaltación. Esto significó un relajamiento de los lazos familiares y antiguas hermandades, ejemplificado en el desplazamiento de los eventos religiosos por los teatros, clubes y deportes.
Las novelas naturalistas describieron la patología de esta sociedad cuasi-burguesa, denunciando sus males: delitos financieros, trepadores sociales, ostentación, suicidios y prostitución; mientras que los poetas y ensayistas parnasianos -a pesar del recelo acerca del materialismo y la opresión social que pudieran haber trasmitido- exaltaban el gusto refinado del poderoso como opuesto a la vulgaridad y al arcaísmo de las masas. Como compensación por la pérdida de los vínculos familiares, las nuevas oligarquías intentan recobrar un carácter patricio y excluir, reprimir o pacificar a los desposeídos. Políticamente, la era del populismo o, en su forma manipulada, el «cesarismo democrático», estaba al alcance de la mano. Cuando se trataba de grupos que estaban más allá de la esfera de un mundo evolucionista y europeizado -tal como los indios de las pampas argentinas, los campesinos de Sonora y Yucatán o los «fanáticos» brasileños del interior-, debían sin más ser eliminados. Los intelectuales urbanos apoyaban tales campañas asegurando a sus lectores las deficiencias innatas o adquiridas por el ambiente de los pueblos no europeos.
5. Configuraciones del modernismo
Ciertas características de la patología «burguesa» descripta por Romero son aplicables a ciudades de Europa Occidental de este período. Sin embargo, como hemos comprobado en los casos de San Petersburgo y Viena, y como es evidente a partir de la Río de Machado, no puede afirmarse que la periferia refleje el centro. Una imagen especular no tiene otra lógica autónoma más allá de la gratuita inversión de izquierda y derecha. Por el contrario, la ciudad periférica no es mimética, sino que responde a una lógica interna. París pudo haber inspirado en parte, pero nunca inventado, la «hiperconciencia» del hombre subterráneo de Dostoievski o el psicoanálisis de Freud o las parábolas dantescas de Machado. Si los latinoamericanos de fin-de-siècle estaban preocupados por el arcaísmo y la entropía, esto se debía, podemos suponer, a que no vislumbraban ninguna promesa redentora de origen popular, «nativo», ni podían anticipar confiadamente de qué manera sus sociedades urbanas «modernas» irían a reproducir una dinámica para el cambio.
A principios de siglo y durante las últimas décadas de la edad «burguesa» de Romero, estos obstáculos para una prisse de conscience comenzaron a deshacerse. Esto ocurría justamente en el momento en que Europa misma experimentaba una crisis de confianza: por un lado, asociada a la tecnificación, el «consumismo», la alienación y la violencia; y por otro, conceptualizada en el modernismo, las contradicciones neo-marxistas, la decadencia spengleriana y la invasión freudiana al inconsciente. La prisse latinoamericana requería, precisamente, la disolución de nociones evolucionistas y de superioridad. Ahora Europa ofrecía tanto «modelos» como patologías. El desencanto weberiano respecto del centro preparó el terreno para la rehabilitación de las periferias. Por fundarse en premisas de la sociología política, la transición propuesta por Romero de ciudades burguesas a ciudades masificadas producida alrededor de 1930 deja de lado la importancia del modernismo latinoamericano. Por esta misma razón es que su análisis resulta esencial para la comprensión de lo que llamamos la «sincopación» de la respuesta latinoamericana.
Dado que ni América Latina ni el modernismo son monolíticos, una comparación, aunque sea esquemática, de algunas arenas urbanas puede ayudar a particularizar y profundizar nuestra comprensión de la prisse modernista de la década de 1920 [10]. El punto de partida obvio es São Paulo, una floreciente capital financiera y tecnológica que había surgido después de siglos de vida exigua y espartana, convirtiéndose en el centro industrial más actualizado del continente. Parecía que «fuerzas» económicas invisibles, más que ningún movimiento político comunitario, habían sido las artífices de esta transformación. En una ciudad cuyas huellas coloniales habían desaparecido, cuyas calles estaban atestadas de italianos, sirios y japoneses, cuyo cielo era perforado día y noche por las chimeneas, la libre imaginación era impulsada no a comprender sino a mirar, no a explicar sino a captar. Le fue asignado un acto de cognición. En Paulicea desvairada (Ciudad alucinada, 1922), su primer libro de versos de madurez, el «papa» del modernismo paulista, Mario de Andrade (1893-1945) se expresaba en un tono desenvueltamente lírico acerca de São Paulo (Andrade, 1968). El primer poema llama a la ciudad la » comoçao de minha vida» («la conmoción de mi vida»). Aun con su identidad histórica borrada por los negocios y la industria, São Paulo podía todavía admirarse en antiguos rastros carnavalescos que arrastraban al observador en un arlequinado festival de gris y oro, cenizas y dinero, arrepentimiento y codicia. El mundo del poeta no era un mundo que él hubiese descompuesto, a la manera de un imaginero o de un surrealista; tampoco era un mundo que se había descompuesto o perdido su centro. Se trataba más bien de un misterio que se proponía a sí mismo y que lo impulsaba a evocar una figura de polichinela, símbolo del mito antiguo y del solitario yo, celebración y tristeza, tontería y sabiduría. La tradición cultural y la racionalización impactante se fusionaron en la poesía de Andrade y en el insólito escenario de la industrial São Paulo.
Por su parte, la Buenos Aires de los años 20, reconocida por mucho tiempo como la capital comercial e intelectual de su continente, ingresó en la etapa modernista, precisamente en el momento en que su triunfante europeización comenzó a ponerse en tela da juicio. Una nota de decadencia, de ominosa advertencia, apareció de pronto tanto en la cultura de cabaret del tango como en la cultura intelectual de los literatos. Buenos Aires participó más que ninguna otra ciudad latinoamericana del ethos cosmopolita del modernismo occidental, de modo que los lugares comunes de la historia y la cultura regional asumieron un matiz mítico. La búsqueda se insinuaba más allá de la «realidad», en el terreno del enigma y la paradoja. El desafío central no era la cognición, sino el desciframiento.
El consumado criptógrafo de Buenos Aires es Jorge Luis Borges (1899–) [11], cuyo poema Fundación mitológica de Buenos Aires (1929) hace el descubrimiento de que la ciudad tuvo efectivamente un principio, ya que anteriormente la había juzgado eterna, como el agua y el aire [12] (Borges, 1976). Al hundir la mirada en el tiempo, el poema suspende la historia. Un conjunto primitivo de monstruos, sirenas e imanes que enloquecen las brújulas de los barcos, coexiste con la habanera del primer organito y una conjura, política del partido radical. Esta visión es sorprendentemente análoga al tratamiento que hace Freud (1961) de Roma: un paralelo entre la mente misma y la Ciudad Eterna, ambas concebidas como una entidad psíquica con un copioso pasado, donde «nada que haya cobrado existencia alguna vez habrá de desaparecer y todas las fases anteriores de desarrollo continúan existiendo al lado de las últimas» (p. 17). La imaginación de Borges estaba tan ligada a Buenos Aires que cierta vez confesó que se preguntaba si no habría estado toda su vida reescribiendo su primer libro de versos, Fervor de Buenos Aires (1923) [13]. Hacia la madurez, su preocupación central tomó la forma de desafío filosófico: distinguir entre apariencia y realidad. La arena de su búsqueda ha sido, indiferentemente, Buenos Aires o el universo.
La contraparte de Borges es Roberto Arlt (1900-1944), hijo de inmigrantes de Prusia y Trieste, cuyo marco de realidad abarcaba sólo la sociedad urbana de su tiempo y de su espacio, y, más específicamente, los ámbitos dentro de los cuates se desarrolló su vida (Gostautes, 1977; Guerrero, 1972; Maldavsky, 1968). Sin embargo, su testimonio fue tan intenso que trascendió el naturalismo para llegar, como Borges, al dominio de la paradoja. Con Arlt aparece en la escena argentina el hombre subterráneo. Ávido lector de Dostoievski, Arlt estaba fascinado por el pequeño burgués, a quien la humillación le provee el único punto de referencia en una sociedad de la cual él está funcionalmente aislado. En un extremo, abajo, los «lúmpenes», enjaulados en un mundo de aburrimiento y ferocidad, están destinados a la deshumanización. En el otro, arriba, los ricos viven más allá de las fronteras de la legalidad y la humillación. Solo el pequeño burgués no puede dar cuenta de la contradicción entre su situación y sus valores profesados. El matrimonio es la clásica derrota que los sentencia a la rutina eterna. El mundo de Arlt está lleno de «tremendas simetrías». La prostituta que vuelve a casa con su hombre se quita el maquillaje; la ama de casa que recibe a su marido se lo pone antes de que él llegue. El hijo de inmigrantes traiciona a la nueva patria al aceptar los ideales de sus padres, pero traiciona esos ideales al aceptar a la patria. El tema de la traición recorre toda la narrativa de Arlt, así como la cultura popular del tango y el sainete. Así tiende Arlt un puente entre Buenos Aires y la alienación dostoievskiana del hombre urbano de Occidente. Sus paradojas y laberintos, sacados de las vidas de la ciudad, sumados a aquellos de Borges, surgidos de las fronteras de la epistemología, forman una vasta y «tremenda simetría».
En el ensayo anteriormente citado identifico otros dos puntos cardinales más para la prisse latinoamericana modernista de la década del 20. Uno es la Ciudad de México, convertida por la Revolución en un centro de irradiación donde la tarea inmediata, acometida principalmente por los muralistas, consistía en la propaganda, en el sentido original de un deber para difundir las «buenas noticias». El otro es Lima, capital de un país que fue un aparente caso de desarrollo detenido. Aquí el desafío no fue la cognición, el desciframiento, y mucho menos la propaganda, sino la búsqueda de una estrategia, de los puntos de apoyo. En términos de José Carlos Mariátegui, el meteórico intelectual marxista de los años 20, se trataba de una tarea de interpretación. Para el presente propósito, São Paulo y Buenos Aires son exponentes suficientes, ya que nos conectan más con la sensibilidad urbana que con temas nacionales. Los cuatro ambientes, sin embargo, ejemplifican ampliamente el tema de las ciudades como arena o crisoles.
6. Pronósticos postmodernistas
En este punto de nuestra discusión seguiremos a Marshall Berman (1982), quien interpreta la «experiencia de la modernidad» en la periferia cercana de Europa haciendo alguna alusión incidental a la América Latina en nuestro siglo. Propone la Alemania de tiempos de Goethe como el primer caso de identidad «subdesarrollada». Aquí surge una línea de tensión entre la atracción de la reforma política y económica, y la sensación de que una nación en ascenso podría renunciar a los intereses mundanos para cultivar un modo de vida introspectivo «germano-cristiano». Su análisis de la Parte II de Fausto presenta a dicho personaje como al «revelador» arquetípico, quien hace volar en pedazos los tradicionales «balbuceos» de las Gretchens, imponiendo costos trágicos y universales. La secuela de la visión de Fausto es la marxista, que interpreta el capitalismo no como un mero mundo estólido de acumulación sistemática, sino también como un mundo de calidoscópica «obsolescencia» donde, según la frase del Manifiesto, «todo lo que es sólido se disuelve en el aire». Si el marxismo comparte las fantasmagóricas percepciones del modernismo, entonces el modernismo se convierte en el realismo de nuestro tiempo (véase también Lunn, 1982). Pero, el desenlace marxista-modemista, ¿será necesariamente universal, o sólo abarca lo local occidental? ¿Afrontan necesariamente las sociedades periféricas la pulverización de sus legados? ¿Deberá toda ciudad moderna lucir y pensar como París y Nueva York?
Cuando Berman se centra en el tema urbano, compara a París con San Petersburgo. A pesar de su fama con el «cerebro» cosmopolita y secular de Rusia, San Petersburgo sólo ofrecía estribos precarios para la modernización. Esto fue así sobre todo durante el gobierno del autocrático Nicolás I (1825-1855), un período de intensos cambios en el comercio y la sociedad para París y Londres. La incongruencia de una modernización formal, en este panorama congelado y represivo, dieron a San Petersburgo su reputación, labrada por Gogol y Dostoievski, de «lugar extraño y espectral». Sin embargo, el medio no llegó a neutralizar la modernidad del mismo modo que sucedió en la más liberal, más auténticamente «Occidental», Río de Janeiro de Machado. En Rusia, la modernidad fue intrusa y conflictiva. Su símbolo y arena fue la Perspectiva Nevsky, tendida una generación antes que los bulevares parisinos. Vidriera para las maravillas de la nueva economía de consumo fue «el único espacio público de San Petersburgo no dominado por el Estado». Se convirtió en una «zona libre» para todas las clases sociales, para la liberación espontánea de las acorraladas fuerzas sociales y psíquicas. Aquí fue donde el hombre subterráneo de Dostoievski dejó de serpentear entre los transeúntes y se levantó para chocar de lleno contra el funcionario aristocrático.
A partir de la Perspectiva Nevsky y los bulevares de Haussmann, Berman construye su comparación entre el modernismo del subdesarrollo y el modernismo de las calles parisinas. A pesar de todo el desprecio con que Baudelaire trata al «progreso», se sentía parte de un pueblo que podía movilizarse para afirmar sus derechos. «Podrá sentirse como un extraño en el universo, pero se siente como en su casa en tanto hombre y ciudadano en las calles de París». En San Petersburgo, ni estaban aún implantadas las fuerzas de producción, ni tampoco compartían los oprimidos ninguna tradición de fraternité. De ahí la importancia de la demostración callejera de un solo hombre y la necesidad de inventar una cultura política subterránea ex nihilo. Este suelo exótico infundió al modernismo «una incandescencia desesperada que el modernismo occidental, tanto más a gusto en su propio mundo, raramente pudo aspirar a alcanzar». Dostoievski enseña que una vez que los hombres subterráneos afirman sus propias abstracciones e intenciones, el «alumbrado público» espiritual de San Petersburgo se encenderá con un nuevo brillo. Esto en verdad comenzó a suceder a partir de 1905.
Berman insinúa que también América Latina, según la frase de Octavio Paz, está «condenada a la modernidad», y sustenta las confrontaciones que él utiliza para el caso de San Petersburgo. Al mismo tiempo, América Latina es una familia de países con rumbos diferentes, y no puede identificarse con certeza una sola San Petersburgo. Hemos afirmado, sin duda, que la prisse rusa de la década de 1860 tuvo una secuela en la Latinoamérica de los años 20, cuando el limeño Mariátegui produjo un diagnóstico revolucionario casero comparable al de Chernishevsky, o cuando Roberto Arlt descubrió al hombre subterráneo en Buenos Aires. Sin embargo, esto no quiere decir que estos países deban pasar necesariamente por los mismos estadios (así como tampoco reproducen los de los países desarrollados). Después de todo, los sabios mejicanos manejaban Galileo y Gassendi en su capital ortogonal antes de que San Petersburgo fuera siquiera un destello en el ojo de su fundador. La respuesta de América Latina ante la modernización ha sido a la vez más dócil y más reacia que la de Rusia, como podemos conjeturar por Machado de Assis.
Veamos un caso. La Perspectiva Nevsky precedió a los bulevares de París en una generación, mientras que la «haussmannización» de Río les siguió en otra generación. Así, este último fenómeno parece un pie de página, un reflejo. Pero la «Perspectiva Nevsky» de Machado no era la Avenida Central, tendida a través de la ciudad hacia el final de su vida, sino la estrecha Rúa do Ouvidor, de diez cuadras, una calle tradicional que se convirtió en la vidriera para la elegancia europea y lugar de cita para las élites. Aquí, el ocasional esclavo borracho o la insinuante mulata eran intrusos, parias. Se trataba de un ambiente que confirmaba un status quo , no como la Perspectiva Nevsky, que lo suprimía. El maestro de escuela del pequeño pueblo de Machado se llevó, de la Rúa do Ouvidor, el perdurable recuerdo de haber visto cómo llevaban a un negro a la horca (Needell, 1982; Táti, 1961; Assis, varios años). Martínez Estrada sacó una conclusión similar respecto de la calle Florida, la gran vía comercial de Buenos Aires. Tenía, como Ouvidor, una larga tradición, y en 1823 era la única calle empedrada. Florida no es una inserción de la modernidad. Sus vidrieras encierran productos «más allá de nuestras manas y de nuestro destino»; dentro de su gran ficción «todos quieren engañarse sin utilidad»; Florida crea ilusiones, no hechos (Martínez Estrada, 1957).
Muchos historiadores, desalentados tal vez por la multiplicidad de América Latina e impacientes ante sus resistencias selectivas a los axiomas de la modernización, caen en una interpretación que hace de estos países una cola de perro del capitalismo internacional. La injerencia de la economía extranjera periodiza su tratamiento y, en todos los períodos estudiados, desde el siglo XVI hasta el XX, detectan la inexorable comercialización de los vínculos humanos y la conversión de la casta en clase. Nuestros testigos desde el interior, sin embargo, dan a entender que la cola se mueve obstinadamente. Los índices urbanos de cambio eran menos identificables, o menos grandiosos, que en San Petersburgo y Viena. La América Latina del momento no produjo ningún Dostoievski o Freud que invirtieran el espejo sobre la modernidad occidental. Los artistas modernistas de los años 20 y los novelistas desde la década de 1950, sin embargo, aportan renovadas visiones y sacan a luz nuevas cuestiones. Desafían la eficacia del «tiempo» evolucionista. Se preguntan si los traumas y moldes formativos del pasado pueden ser cancelados. Los novelistas exhortan de mil modos distintos a América Latina para que ponga límites a la racionalización y al desencanto. El modernismo es en varios sentidos congruente con lo «real maravilloso», y Paz ha dicho que sin las energías de la crítica modernista, América Latina recae en un extraviado cesarismo o una mortal trampa burocrática. Pero una vez que asoma el «juego final» del post-modernismo de Samuel Beckett, las sendas culturales divergen más aún. El malicioso Palmarote, el ingenioso Anastasio el Pollo y el irónico exponente del establishment, Machado de Assis, resultan ser ya no autores raros, sino profetas. El resto de Occidente debe finalmente escucharlos a ellos y a sus sucesores.
Los «realistas maravillosos» no se sienten necesariamente atraídos, como Baudelaire, Dostoievski y Freud, por los temas de la vida urbana, ya que están hechos tanto a los avances como a las actitudes reacias. Sin embargo, la imaginación es excitada tanto por la metrópolis como por la aldea onírica, el árido interior brasileño o los confines amazónicos. Identificar espacios urbanos típicos en la América Latina contemporánea constituye un propósito que excedería la perspectiva de este trabajo. Se supone, sin embargo, que no equivalen a los bulevares parisinos ni a la Perspectiva Nevsky, y que sus ambigüedades son más antiguas que las de la Ringstrasse vienesa. Más que arenas de triunfo y trascendencia, serían arenas de acomodación y resistencia bajo la sombra de una autoridad influyente, aunque no omnipotente. Revelarían una cambiante fusión de perspectivas, que incluiría la más «moderna» y occidental -a veces desgastada- pero también la más «exótica», a menudo comprobable, «razón vital» de Ortega. El mal más acuciante estaría aquí en los pecados mortales y dantescos de la Río de Machado y no siempre en la kafkiana deshumanización de la «semi-periferia», mientras que la esperanza de salvación se atisbaría quizá más en la piedad de grupos de culto o recordativos de la historia siempre viva, que en la retórica populista y la prosa de la sociología empírica.
Cada país, cada región de América Latina posee ciertamente esas arenas. Si buscáramos aquéllas de expresión más abarcadora, las encontraríamos tal vez en el carnavalesco anillo afroamericano (desde las Antillas hasta el Brasil), donde las sociedades y las culturas se encuentran menos segmentadas que en Indoamérica y menos bloqueadas que en las tierras de Euroamérica, en el extremo sur. Uno piensa en la Tropicana de La Habana de Cabrera infante, «the MOST fabulous nightclub in the WORLD», o en los prodigiosos embotellamientos de tráfico de Puerto Rico de Luis Rafael Sánchez, que encarcelan a miles de personas en sus auto(in)móviles privados, al tiempo que los aglutina comunalmente a las radios de los coches y al ritmo y al mensaje de la guaracha de Macho Camacho: «La vida es una cosa fenomenal/lo mismo pal de alante que pal de atrás» [14]. Ambos escritores entretejen un «Occidente» cursi, rutinario y presuntuoso, con una cultura tosca, semicomercializada y despreciable de indeterminados orígenes afro-ibero-criollos. Hilos candentes unen de un modo complejo la riqueza a la pobreza, los turistas a los «nativos», fríos hombres de sociedad a prostitutas, psicoanálisis a terapia de choza, hegemonía retórica a poder popular, medios electrónicos a ritmos tribales. Las brillantes lámparas modernistas son reemplazadas por las titilantes luces de gas de Machado de Assis pero sólo para volver a reproducir en infinitas tomas y desde infinitos ángulos, el mismo cuadro dantesco.
Para obtener una visión más panorámica, menos mediada, el observador puede efectuar un conocimiento directo de las playas de Río. Desde los días de Machado (quien opinaba que Copacabana, unida por un túnel al centro de Río en 1892, ofrecía un lugar placentero y alejado para una casa en un dominio de arena y mar) (Táti, 1961) y desde la década del 20 (era del Copacabana Palace Hotel, un especie de sucursal alejada de la Cote d’Azur, cuya preservación como monumento histórico de los «años locos» de Río está hoy en discusión), los políticos han extendido generosamente las playas en una estrategia populista de pacificación. Sin embargo, las playas convertidas en «pan y circo» no son las vividas como teatros. Aquí no se encuentra ni la regimentación y uniformidad masivas de Coney Island y la «Riviera» del Mar Negro soviético, ni la segregación privatizadora según el ingreso, la preferencia sexual o tolerancia hacia la exhibición genital.
El telón se levanta sobre Río al amanecer para mostrar a los joggers extranjeros (o aparentemente extranjeros), a menudo encadenados a sus perros, ejercitándose en una reducción mecanizada, duchampiana, del futebol y de las scolas do samba. Luego, la lenta invasión de bañistas de todas clases y complexiones: chicos pegados a sus gobernantas y empregadas, madres y matronas aburridas, turistas, viejos, «marginados», etc. Los grupos sociales y étnicos se agrupan pero no hay segregación; los cuerpos espectacularmente expuestos reemplazan sutilmente las jerarquías laborales por otra fundada más primitiva en el cuerpo. Los generales del ejército pueden confundirse con turistas barrigones, las grandes dames pueden ser prostitutas. Hacia la tarde, el futebol y el volleyball usurpan un gran sector de la playa a los bañistas y disuelven el trotar futurista de los joggers en coreografía tribal. Entre las olas de gente y espuma se advierte ahora la penetrante resaca de los escuadrones de limpieza de la playa, en sus uniformes naranja; los vendedores de comida y refrescos, lanzándose como moscas; y los omnipresentes pequeños callejeros o pivetes, alertas ante cualquier monedero o toalla descuidada. Con el crepúsculo llegan las prostitutas, ya sea la dócil empregada que necesita comida para un hijo sin padre, ya la astuta profesional que hace prestidigitación con relojes pulsera y billeteras abultadas. Caída la noche, invisibles acólitos encienden fuegos a dioses desconocidos, invocados por el derramamiento de licor barato o bien pródigos asados y champaña. La resaca humana ha ganado su triunfo cotidiano y se reúne para su marea ascendente anual en rituales multisectoriales, disolventes de las clases: exorcismo, expiación y ruegos ejecutados por millones de personas en la víspera de Año Nuevo.
Se comprende bien por qué el antropólogo señalaba la construcción de Copacabana, de la «utopía urbana», como un lugar de «alienación» (Velho, 1973). La «cosificación», el individualismo y el «consumismo» no alcanzarán aquí a desplazar las antiguas moralidades, cofradías y actos consumatorios. Ante este espectáculo, tan moderno como atemporal, Baudelaire y, sí, hasta Dostoievski, son ahora los autores raros, curiosos, caprichosos. Y vislumbramos nuevas o renovadas fronteras de nuestra historia común.
Referencias Bibliográficas
AAVV (1964). Antología de costumbristas venezolanos del siglo XIX. Caracas.
Adorno, T. W. (1976). Introduction to the sociology of music. Nueva York.
Andrade, M. de (1968). Hallucinated city. Kingsport.
____________ (1972). Machado de Assis. En Aspectos da literatura brasileira. San Pablo.
Assis, M. (varios años). Obra completa. Río de Janeiro.
Becco, H. J. (1969). Fausto. Buenos Aires.
Benjamin, W. (1973). Charles Baudelaire: a lyric poet in the era of high capitalism. Londres.
__________ (1979). Reflections. Nueva York.
Berman, M. (1982). All that is salid melts into air, the experience of modernity. Nueva York.
Bizzarri, E. (1965). Machado de Assis e Dante. En Instituto Cultural Italo-Brasileiro, O meu Dante, Caderno 5. São Paulo.
Borges, J. L. (1971). Autobiographical essay. The Aleph and other stories 1933-1969. Nueva York.
_________ (1974). Obras completas. Buenos Aires.
Bradbury, M. y McFarlane, J. M. (eds.) (1976). Modernism. Harmondsworth.
Caldwell, H. (1970). Machado de Assis, the Brazilian master and his novels. Berkeley.
Fanger, D. (1967). Dostoievsky and romantic realism. Chicago.
Faoro, R. (1974). Machado de Assis: a pirámide e o trapézio. São Paulo.
Freud, S. (1981). Civilizaron and its discontents. Nueva York.
Gostautes, S. (1977). Buenos Aires y Arlt (Doitoievsky, Martínez Estrada y Scalabrini Ortiz). Madrid.
Guerrero, D. (1972). Roberto Arlt, el habitante solitario. Buenos Aires.
Halperin, T. (1970). Historia contemporánea de América Latina. Madrid.
Imbert, A. E. (1968). Análisis de «Fausto». Buenos Aires.
Janik, A.y Toulmin, S. (1973). Wittgenstein’s Vienna. Nueva York.
Jensen, M. B. (1980). Japan and its world, two centuries of change. Princeton.
Levi, D.E. (1977). A família Prado. São Paulo.
Lunn, E. (1682). Marxism & modernism. Berkeley.
Magalhaes, R. Júnior (1970). Machado de Assis – funcionario público. Río de Janeiro.
Maldavsky, D. (1986). Las crisis en la narrativa de Roberto Arlt. Buenos Aires.
Martínez Estrada, E. (1957). Radiografía de la pampa. Buenos Aires.
Massa, J.M. (1961). La bibliothéque de Machado de Assis. Revista do Livro, 6.
_________ (1966). La présence de Dante dans l’ouvre de Machado de Assis. En Etudes Luso-brésiliennes, 11.
Morse, R. M. (1982). El espejo de Próspero. México.
Morton, F. (1980). A nervous splendor, Vienna 1888/1889. Hardmondsworth.
Needell, J. (1982). The origins of the Carioca belle epoque. Tesis doctoral, Universidad de Stanford.
Pike, B. (1981). The image of the city in modern literature. Princeton.
Romero, J. L. (1976). Latinoamérica: las ciudades y las ideas. México.
Samper, M. (1969). La miseria de Bogotá y otros escritos. Bogotá.
Santayana, G. (1945). Dante. En Three philosophical poets. Cambridge.
Schorske, C. E. (1981). Fin-de-siécle Vienna. New York.
Tati, M. (1961). Ouvidor, a sedutora. En O mundo de Machado de Assis. Río de Janeiro.
Van Doren, M. (1946). The Divine Comedy. En The noble voice. Nueva York.
Velho, G. (1973). A utopia urbana. Río de Janeiro.
Weber, E. (1976). Peasants into Frenchmen, the modernization of rural France, 1870-1914. Stanford.
Weber, M. (1978). Economy and society. Berkeley.
Woodrow, B. (1971). La influencia cultural europea en la formación del primer plan para centros urbanos que perdura hasta nuestros días. Revista de la Sociedad Interamericana de Planificación, 5, 17.
Las imágenes que acompañan este artículo no forman parte del original, y su utilización es responsabilidad exclusiva de bifurcaciones.
[1] «On some motifs in Baudelaire» trata de la ira impotente del poeta frente a las amorfas masas metropolitanas (Benjamin, 1979). Véase también Benjamin (1973)
[2] Mi tratamiento de Viena se apoya en Janik y Toulmin (1973) y Schorske (1981).
[3] Antonio da Silva Prado (1840-1929). Viajero paulista y futuro empresario y político, visitó Londres en 1862, el mismo año de la estadía de Dostoievski. Ambos quedaron maravillados con el Crystal Palace, a diferencia de la burguesía inglesa; pero el ruso vio en éste el símbolo del árido racionalismo y mecanicismo, cosa que no hiciera el brasileño (Levi, 1977; Berman, 1982).
[4] Mi sinopsis debe mucho a Faoro (1974).
[5] El comportamiento afectuoso, sin embargo, fue un antídoto permanente para la formalidad y la pomposidad brasileña. Cuando los teléfonos llegaron a Viena: «Las llamadas estaban limitadas a diez minutos, de los cuales por lo menos seis se gastaban en deliciosos arabescos de protocolo» (Morton, 1980: 38). Esto es inconcebible en Río, donde el ingenio y la viveza facilitaron el advertimiento de la modernidad y, con ello, rejuvenecieron las jerarquías domésticas.
[6] Dickens, Thackeray, Balzac y Flaubertse encontraban en la biblioteca de Machado, pero no Zola. Su manejo de Darwin y Spencer le dieron material para «Humanitismo», su sátira sobre el positivismo en Memorias póstumas de Brás Cubas (1881) y Guineas Borba (1891) (Massa, 1961).
[7] Para profundizar sobre la opinión de Sarmiento a este respecto, véase Morse (1982).
[8] He utilizado la edición de Fausto de Horacio Jorge Becco (1986) con prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, 1969. Resulta útil el estudio crítico de Imbert (1968).
[9] La ópera de Gounod ni siquiera es llamada Fausto en Alemania, sino Margarethe.
[10] El balance de este apartado es un apretado resumen de una parte de otro ensayo en elaboración.
[11] Al momento de ser redactado este artículo, Borges aún estaba vivo (N. del E.).
[12] El poeta cambió posteriormente el adjetivo del título, «mitología» por «mítica».
[13] Borges (1971). (No sé de ninguna versión en castellano) La versión de Fervor que aparece en las Obras (11-52) está bastante corregida respecto del original.
[14] G. Cabrera Infante, Tres tristes tigres; Luis Rafael Sánchez, La guaracha del macho Camacho.