De repente uno se pregunta “ que habrá sido de aquella mujer”. Y piensa en ella sintiendo una dulce tibieza en la piel de la vida. Seguramente ella se olvidó ya en definitiva de uno, que alguna vez le tomó la mano y le susurró alguna idiotez. ¡Qué será de ella!, digo yo ahora pensando con blandura en Anita Martinez, la madre de mi hijo, fallecida en Chañaral al final de los años del salitre. Tan tierna, pero tan sumergida en aguas interiores que nadie, ni yo, logró beber para calmar con hartazgo esa sed que uno tiene eternamente insaciada. ¡En qué misterio habrá sumido sus andanzas si es que hay un más allá!
Tal vez la culpa de todo la tuvo el abuelo, don Abelardo Martínez Lerzundi, español de Munguía. Hombre que no tenía sombra, según decía su mujer, doña Iberia. Antes de levantar con su audacia empresaria la oficina salitrera, en el cantón de El Toco, al interior de Tocopilla, en pleno desierto, amasó su fortuna en el viejo Iquique, vendiendo géneros importados en su tienda, que también se llamaba “Iberia”, como su mujer, ubicada en una esquena de la calle Tarapacá, donde aún se respiraba el viejo y auténtico aire peruano. Su nieta, Anita, no le disimulaba su adoración. Y el viejo, en verdad, se las traía, porque nadie se habría atrevido a meter las manos al fuego por defenderlo, pero tampoco ningún iquiqueño con dos dedos de frente lo habría atacado en alguna forma. Ni siquiera por la espalda. El fue uno de los que levantaron el Casino Español, que en su tiempo fue un lujo, sí señor, el mismo que ve ahora tan venido a menos. Bueno y qué quieren, si así cambian los tiempos. En esos años se trabajaba de “sol a sol”, como se decía entonces. Pero la tienda “Iberia”, de don Abelardo, permanecía abierta hasta cerca de la medianoche, porque así era la costumbre del comercio. De modo que don Abelardo recién a medianoche, bastante cansado, se iba a dar su vuelta por el Casino Español y a beber su coñac. Por lo menos, eso era lo que creía doña Iberia, mujer tan de casa.
Según Anita, su abuelo Abelardo era un hombre muy simpático, muy dicharachero y muy generoso. Le gustaba vivir bien y, cada vez que podía, echaba sus canas al aire para no ponerse tan viejo. Aunque en verdad en ese entonces no lo era. Anita cantaba con mucha gracia la Canción de Petipúa, que se la enseñó su abuelo años después. Ella, al comienzo, no sospechaba de la malicia y sólo a los años vino a comprender que muy bien pudo ser cierto lo que entonces se decía de don Abelardo. La Canción con su melodía muy tierna decía así:
En las noches de Iquique
Petipúa, mi corazón te llama,
mi corazón que es una llama
para tu ardiente volcán de amor.
La vida es tan breve, Petipúa
tan breve como tu nocturna entrega,
déjame emborrachar mis sueños
con el escandaloso champán.
Vivir al instante tu pasión
y amarte cada noche, Petipúa:
en las marejadas de la vida
los barcos vienen y los hombres van.
Y una soñolienta madrugada
despertar de la muerte, Petipúa,
somos los fantasmas del salitre
y nadie nos redimirá.
Muchos años después supo Anita que Petipúa se refería a petit pois, y que era el nombre cariñoso que le daban a la más célebre “niña” de Iquique, porque era una pequeña francesita encantadora. Según Anita, don Abelardo se ponía nostálgico y entonaba esta canción como si con ella escarbara añoranzas muy íntimas. ¡Si sería un viejo diablo!
Iquique entonces era el puerto más importante de la costa del Pacífico. Sí señor y no me discutan: el más importante después de Frisco [1]. Más aún que Valparaíso. ¡Cómo andaba la riqueza en los bolsillos de la gente! … ¡De la gente rica, por supuesto, qué se han creído!
Según recordaba Anita, su abuelo don Abelardo decía que los hechos de la vida no tienen mas importancia que la asignada por la vanidad o el orgullo. Y además de decir esto, se reía con ganas, se reía así: ja-ja-ja, sin dejar de reconocer que allí en Iquique ellos vivían pasando de un sobresalto a una angustia, entre veleros anclados en la bahía y trenes que bajaban desde el desierto cargados con sacos de salitre. Don Abelardo solía recordar el canto de los marineros varados en las calles del puerto buscando las petipúa más baratas. Eran ingleses o alemanes o franceses o españoles o ¡qué se yo! Marineros borrachos cantando en idiomas terribles. Y decían:
Somos los fantasmas del mar,
Hamburgo, Barcelona o Liverpool.
una noche el mar nos recibirá
en Iquique, Tocopilla o Taltal.
En la cubierta de mi barco
le vendí mi alma al diablo
¡Quién da un penique por mí
ni siquiera en un temporal!
Tengo una sola esperanza:
un día me moriré
sí, terminaré ahogado,
pero ¡qué me importa a mí! …
Pasaban cantando como voces sonámbulas o gritaban: “Sylvia, I want you… But I don’t want you”… Don Abelardo se reía, ja-ja-ja y les gritaba a los marineros borrachos: ¿Tú sabes, acaso, que estás loco? ¿Sabes en qué consiste la verdadera locura? ¿Y te importa acaso? Así era Iquique en esa época, con marineros borrachos cantando por las calles y con gente rica amasando más fortuna. Todos extranjeros, por supuesto.
Anita me contaba que doña Iberia, su abuela, hacía gala de paciencia con ese marido, don Abelardo, que cerraba la tienda tan tarde y, luego, se iba al Centro Epañol a pasar un rato. ¡Qué ratos, Dios mío! Hacía gala de paciencia porque en Iquique una mujer honesta no tenía otro remedio que tener paciencia, aunque tuviera que entornar los ojos encomendándose a Dios. Porque para ella, lo mismo que para don Abelardo, Dos era de Munguía, ahí cerca de Bilbao. ¡Y quién le podía discutir!
Me parece que Anita sentía un afecto muy especial por su abuelo, don Abelardo, y no lo sentía tan intenso, en cambio, por su padre, Abelardito, Abelardiño o simplemente Abelardo, sin agregarle El Terco o El Enojón. Y digo esto por esas cosas que no se pueden contar porque lo dejan mustio a uno de tanto mantener las reservas secretas del frío en la sangre. Y según su madre, doña Iberia, Abelardito fue un muchacho raro dese su infancia en ese Iquique salitrero y opulento, lleno de cónsules, de bancos comerciales y de casas de cena con olor ambulante de pescado frito, a la rica albacora iquiqueña o al sabroso dorado. Su propia madre le regañaba su terquedad, pero decía también que ese carácter se debía a ese pueblo con casa de madera y sin una sola rama vegetal en ninguna parte. “Abelardo es como Iquique, que vive puertas adentro”, decía doña Iberia. Pero aquel Iquique salitrero y opulento sólia alumbrarse de repente con la lumbre de unos incendios terribles, que devoraban casas y hasta barrios enteros consumidos por las llamas. Los ingleses dueños de oficinas salitreras se reían ji-ji-ji porque qué les importaba a ellos. En cambio, en esos desastres sufrían los españoles, no sólo porque mantenían la Bonba España, la única por esos días, sino porque en medio de la ciudad quedaban unos huecos humeantes llenos de escombros, mientras la gente no tenía donde vivir. Y don Abelardo, el abuelo, que era de los bomberos prominentes, se veía obligado a seguir trasnochando porque esos siniestros siempre ocurrían de noche.
En Iquique sucedían cosas muy raras, pero muy raras, y nadie parecía extrañarse porque la vida en un puerto salitrero daba para todo eso. Por ejemplo, ese velero que amaneció encima de las rocas, ahí detrás de la Pûnta Cavancha. Y ahí se quedó su muerte a cuestas. Sucedían cosas muy raras. Por ejemplo, esa enorme marejada que entró por el lado norte de la bahía, azotó la costa, barrió las calles ribereñas y retornó al océano llevándose entre su revueltas aguas a muchas personas, entre ellas al doctor Weber y el mar jamás devolvió ningún cadáver, como si todos hubieran sido arrastrados a las profundidades. Sucedían cosas raras, es cierto. Pero lo más extraño fue el caso de la Petipúa, que un día se cansó de ser la proxeneta afortunada y se volvió tan contrita y tan arrepentida que no sólo abandonó el prostíbulo sino se sumió en un retiro, aislada de todo el mundo, para purificar su cuerpo y su alma. En el retiro dio asilo a tres “niñas” más, y entre las cuatros compartieron la soledad y el misterio del cilicio. Iquique, entonces, se llenó de comentarios y de cada cual confabuló su versión de acuerdo a sus indagaciones. Pero en todas asomaba por alguna parte el nombre de don Abelardo, quien seguía cantando “en las noches de Iquique, Petipúa, mi corazón te llama”. Pero el canto le salía con una tristeza muy honda, como si destilara la pena de la ausencia. En este momento recién doña Iberia comprendió el drama y armó el alboroto consiguiente. Para colmo, las amigas que no faltaban, le confesaron que ellas estaban al tanto de las noches clandestinas de don Abelardo, cantándole “vivir al instante tu pasión y amarte cada noche Petipúa”.
Según Anita, don Abelardo jamás dejó de cantar la Canción de Petipúa, aunque después del disgusto de doña Iberia prefirió vender su tienda en Iquique y cambiar de rubro en su vida. Ahí fue cuando se vino a la pampa de Tocopilla y levantó con sus brazos la oficina salitrera “Iberia”, con el mismo nombre de su mujer para desencarnar las astillas del encono. Y allí, metidos en la “Iberia” se convirtieron en salitreros como lo hacían los grandes potentados de la época.
Con los años, y mientras su industria salitrera prosperaba y él se hacía aún más rico, don Abelardo se fue apagando, apagando, como si le faltara aire, hasta que “una soñolienta madrugada despertó en la muerte, Petipúa”. Contaba Anita que su abuelo se había puesto huraño y solitario, sin gracia en las venas, y sólo parecía recuperar algo de las viejas chispas cuando ella, la nieta, le cantaba al oído “la vida es tan breve, Petipúa, tan breve como tu nocturna entrega…”
Según todos los que conocieron a la familia, Anita se quedó con la gracia del abuelo, y su padre, el hijo de don Abelardo, heredó la oficina “Iberia” y un mal genio insoportable, de nuevo rico sin lumbre en la cabeza.
Le escuché algunas veces a Anita cantar la Canción de Petipúa, pero me pareció que le salía con sus goterones de tristeza en medio de las palabras, como si estuviera añorando al abuelo o como si le arrancaran astillas de su padre, que además de la oficina de su padre heredó el nombre de don Abelardo. Así es la vida y nadie tiene derecho a quejarse. Ni yo, que en este rato me afano por evocar a Anita perdido en medio de la maraña voluntariosa de don Abelardo, el abuelo.
* Este texto es un extracto de «Ruta Panamericana» del escritor nortino Mario Bahamonde (Taltal 1910 – Antofagasta 1979), publicado por Editorial Nascimiento en 1980.
** La imagen fue encontrada en Mercado Libre. La postal muestra a la avenida Balmaceda de Iquique, en la década del cuarenta.
[1] Frisco hace referencia a San Francisco, California (Estados Unidos)