Resumen
Este trabajo ensaya una mirada sobre los procesos de dos barrios montevideanos: el Cerro y Punta Carretas. Desde el punto de vista convencional imperante, uno y otro representan tendencias opuestas, de degradación y de "gentrificación", respectivamente. Mas si se rechaza el criterio de valor que esta óptica sobreentiende y se apela a otros más inmanentes de la condición humana, ambos siguen el mismo curso destructivo. El Cerro y Punta Carretas pueden reconocerse como dos caras de una misma moneda, muestras paradigmáticas del advenimiento de un Nuevo Orden, a la vez único y dual, en la capital uruguaya y en el país y el mundo.
Palabras Claves
Barrio, globalización, transformación urbana, no-lugares, Montevideo.
Abstract
This work attempts to look into the processes of two Montevidean neighbourhoods: El Cerro and Punta Carretas. From the conventional prevailing view, one and the other represent opposite tendencies of degradation and gentrification respectively. However, if the judgment of value that this criterion in particular implies is replaced by other ones more inherent to the human condition, we may conclude that both of them take the same destructive way. El Cerro and Punta Carretas can be recognized as the two faces of the same coin, that is, paradigmatic samples of the advent of a New Order, unique and dual at the same time, in the Uruguayan capital, in the country and in the world.
Keywords
Neighbourhood, globalization, urban transformation, no-places, Montevideo.
1. Introducción
Los cambios operados en el orden mundial desde los años 80 abarcados bajo el término globalización han aparejado transformaciones notorias en el medio urbano igualmente globales; transformaciones físicas, funcionales, sociales, como también en las ideas que mueven las conductas y las relaciones de las personas y los grupos entre sí y con el lugar. El efecto conjunto y el signo común de estas tendencias es más que la extrema polarización socioterritorial de la ciudad dual de Castells; es una disgregación más profunda y multifacética de la ciudad como ámbito de convivencia que refleja y retroalimenta una descomposición de los ámbitos continentes y significantes de la vida en distintos planos y a distintas escalas. Una de las manifestaciones elocuentes es la pérdida de la cohesión y la identidad histórica de los barrios, al tiempo que una reculturización universalizada los asimila a modelos de distritos urbanos -ya no barrios- que se reproducen en las ciudades más distantes del mundo trasmutándolos hacia un uniforme anonimato –no lugares de Augé- sin otra diversidad que el poder de consumo que expresan. El barrio y su agonía resulta así un objeto de análisis muy adecuado para comprender esa «deslugarización» generalizada de esta época y buscar pautas para contrarrestarla. Tal es el propósito de la investigación aquí presentada, que ensaya una mirada en contrapunto sobre los procesos de dos barrios montevideanos: el Cerro y Punta Carretas. Desde el punto de vista convencional imperante, uno y otro representan tendencias opuestas, de degradación y de «gentrificación» respectivamente. Mas si se rechaza el criterio de valor que esta óptica sobreentiende y se apela a otros más inmanentes de la condición humana, ambos siguen el mismo curso destructivo. El Cerro y Punta Carretas pueden reconocerse como dos caras de una misma moneda, muestras paradigmáticas del advenimiento del Nuevo Orden, a la vez único y dual, en la capital uruguaya como en el país y en el mundo.
2. El barrio, lugar antropológico
En distintas lenguas y usos, la palabra barrio admite importantes matices y ambigüedad respecto a las dimensiones y escala de relaciones que abarca, a su carácter popular y/o periférico o no necesariamente, a su conformación espontánea o planificada. En el Río de la Plata existe el arquetipo de barrio profusamente ilustrado en las letras de tango, que es de condición humilde y arrabalera y está cargado de un fuerte tono afectivo y nostálgico porque es, infaliblemente, un barrio perdido. Pérdida que se refiere, al mismo tiempo, a una historia personal y a una época pasada. El barrio del tango está asociado a un tiempo idílico -el de la niñez y la juventud, el de la feliz inocencia- y remite a un ámbito solidario y protector; es un barrio pobre donde se compartían confidencias y puchero y donde se hicieron la primera novia -el protagonista es casi siempre varón- y los verdaderos amigos. Es el lugar de pertenencia que, aun en su visión más negativa, evocativa de la grisura y la miseria, marca para siempre la existencia individual. «Dicen que me fui de mi barrio…», recita la voz ronca y cascada del entrañable «Pichuco», Aníbal Troilo-, «…si yo siempre estoy volviendo… Mi barrio era así, así… qué sé yo si era así, pero yo me lo acuerdo así…».
Esta figura de barrio propia de la cultura tanguera impregna nuestro uso común más restrictivo, en el que la palabra es casi un calificativo, toda vez que se habla de «vida de barrio» o de que una zona residencial es o no barrio (o barrio-barrio). Sin que tenga un contenido de clase estricto, de hecho esta acepción excluye el estilo de vida privado, cerrado y autosuficiente de las clases altas.
Barrios así no surgen por decreto ni de la noche a la mañana. Son entidades vivas, fundadas en vínculos de parentesco y vecindad tejidos por la permanencia y el conocimiento mutuo a lo largo de generaciones. Tienen encuentros cotidianos, fiestas, recordaciones y duelos propios, reconocen señales y símbolos identificatorios que pueden pasar desapercibidos a los extraños, pueden generar ritos y códigos de conducta que los diferencian de otros barrios y del resto de la ciudad. Este barrio, constructo propio de una colectividad identificada con su lugar al que la tradición puebla de sentido, es eminentemente un lugar antropológico, una «construcción concreta y simbólica del espacio… a la cual se refieren todos aquellos a quienes ella les asigna un lugar… [que] es, al mismo tiempo, principio de sentido para aquellos que lo habitan y principio de intelegibilidad para aquel que lo observa», tal como lo define Augé contrastándolo con «el espacio del no-lugar [que] no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud [y] tampoco le da lugar a la historia, eventualmente transformada en espectáculo…, allí [donde] reinan la actualidad y la urgencia del momento presente» (Augé, 1992: 57-58 y 107).
Como lugar antropológico, el barrio puede ser visto, descrito, analizado, pero sólo puede ser plenamente aprehendido en forma vivencial. A propios y ajenos se manifiesta a través de indicios tangibles, pero no es una lista de rasgos o atributos lo que hace al barrio. «Lo» barrio es inobjetivable porque su esencia radica en una carga de significado subjetiva, una codificación de lo perceptible por lo que se sabe o cree de sus lugares, sus personajes, sus historias y sus leyendas. Una influyente obra de los 70, La cuestión urbana de Manuel Castells, cuestionaba, desde un riguroso materialismo científico, la existencia de los barrios o de cualquier unidad ecológica humana, incluyendo a la misma ciudad así entendida. «No se descubren ‘barrios’ como se ve un río; se les construye» (Castells, 1974: 128). Sus énfasis, entonces y todavía hoy oportunos para desenmascarar «la ideología del medio ambiente» como una «naturalización de las contradicciones sociales», reflejan, sin embargo, el mismo principio de realidad capitalista. Los barrios, efectivamente, no se descubren como se ve un río. Porque «descubrirlos» supone un punto de vista externo capaz de sentenciar una realidad inapelable como la existencia de un río, existencia que, por otra parte, admite innúmeras miradas. Comparar un típico barrio obrero con un suburbio estadounidense para concluir que lo que los diferencia es pura cuestión de clase, en el fondo es desestimar todo sentido y motivación de la existencia humana que no sea la «racionalidad económica».
No hay más remedio que remitirse a una «vaguedad» cualitativa y subjetiva cuando se habla de esas cosas intangibles como la identidad o el arraigo, porque estos poco tienen que ver con la propiedad privada o con las «preferencias de localización» que miden las encuestas. Los lugares de vida no son para la gente una opción disponible según el precio, como la oferta de destinos turísticos o la de asistir a su superficial espectáculo, más modestamente y sin diferencias sustanciales, a través de la televisión. El lugar sentido como propio no es una mercancía de «libre» elección; no es fungible ni intercambiable como el derecho de propiedad que, aparentando dotarlo de una mayor seguridad a través de la legitimación jurídica, lo ingresa en la lógica mercantil donde todo está sujeto a la prevalencia del valor de cambio. La mudanza residencial, según investigaciones psicológicas, ocupa un puesto muy alto en el orden de vivencias traumáticas y la pregunta ¿se mudaría a otro lugar? provoca una especie de desconcierto entre quienes tienen su vida unida al barrio y se reconocen en él, tal vez parecido al que provocaría preguntarle a uno si desearía ser otra persona. Ciertamente, el suelo urbano ya está despojado de mucho del significado de la tierra para el campesino, pero aun en él se verifica ese sentimiento entrañable de pertenencia recíproca al y no sólo del lugar, a y de ese y no cualquier otro lugar «equivalente».
3. La deslugarización de «nuestra época»
Tal vez el barrio represente una restauración parcial de la aldea dentro del extravío de -parafraseando a Ciro Alegría- «el mundo demasiado ancho y ajeno» que es la gran ciudad, reflejo y fruto de la pertinacia reconstructora de ámbitos vitales de un ser humano desarraigado y masificado. Si el barrio, como creación popular espontánea, recupera valores fundamentales de la naturaleza humana desbordando afortunadamente la rigidez aséptica de la planificación autoritaria, lejos está de ser la «unidad natural de la vida social» en un medio «urbano, nueva era de la humanidad, que representaría la liberación de los determinismos y las exigencias de las fases anteriores», siempre y cuando «escape a toda represión… en definitiva, el derecho a la ciudad», como sostiene Henri Lefebvre (Castells, 1974: 109, 111 y 128). Porque tal posibilidad de libertad es ficticia y cada vez más estrecha en «un mundo cuya inmensa variedad potencial… ha sido sacrificada a una uniformidad metropolitana de un nivel inferior. Un mundo sin raíces, arrancado de las fuentes de la vida, un mundo plutónico… ciudades que se extienden sin razón alguna y que de esta suerte cortan el alma de su existencia regional… ciudades donde se trata de hacer más ganancias en el papel y más sustitutos artificiales para la vida» (Mumford, 1945, tomo 2: 63). Ya hace bastante más de medio siglo, autores como Mumford y Wirth hablaban del carácter desequilibrado y desequilibrador de la urbe capitalista y en los años 60 Reymond Ledrut constataba una polarización de la vida social en la sociedad moderna en torno a los dos extremos, la ciudad y la vivienda, sin que haya apenas posibilidad de supervivencia para los grupos intermedios.
Si algo nuevo ha aportado la globalización en este proceso es una agudización y una aceleración dramática de esas tendencias. La trasnacionalización del poder, la precarización laboral, la exclusión social, el imperio de una despiadada competencia, la ética débil, el pragmatismo, el individualismo, la compulsión al consumo, la cultura de la intrascendencia, la fugacidad y el inmediatismo que constituyen la marca de «nuestra época» como un juego de espejos sinérgico van desarticulando los ámbitos continentes y significantes de la vida en distintos planos y a distintas escalas dando lugar a ese mundo fragmentado de que habla Castoriadis (1997) y esa explosión del desorden de que habla Fernándz Durán reproduciendo, 60 años más tarde, casi textualmente las palabras de Mumford: «El tiempo de la vida cede paso al tiempo vacío del capital. La atomización de las relaciones personales, el desarraigo, la alienación en el trabajo, la ausencia de un equilibrio con la naturaleza, el aturdimiento sonoro y lumínico, el intento de satisfacción de las necesidades vitales vía consumo… en definitiva, la falta de sentido de la vida ocasionan una fuerte desorganización de la personalidad urbana en la gran metrópoli» (Fernández Durán, 1996: 138). El avance de esta globalización no puede sino acompañarse del crecimiento y la expansión indefinida de las áreas metropolitanas, de la segregación socio-territorial y la eclosión de inseguridad y violencia, de la decadencia de los centros tradicionales y la aparición de «nuevas centralidades» dispersas, de la multiplicación de asentamientos marginales y suburbios residenciales al estilo USA, del culto al automóvil y el confinamiento en el hogar y en hipercentros cerrados. En medio de este Big Bang, este estallido y este dinamismo centrífugo, es absolutamente coherente que, como la ciudad misma, los barrios desaparezcan.
La tesis aquí sustentada es que, lejos de ser derivaciones contingentes, procesos tales son inherentes a la lógica del Poder. Imponer el gran no-lugar que es la globalización requiere, más que producir no-lugares, llevar a cabo una «deslugarización» generalizada que lleva a extremos ilimitados la alienación iniciada con la ciudad industrial y que es parte fundamental del modelado del ser humano funcional al sistema, un átomo desarticulado, un ser anónimo, aún más que individuo masificado y que hombre unidimensional de Marcuse; un nowhereman, hombre de ninguna parte, más parecido al de la canción de los Beatles que al habitante del feliz Nowhereland de William Morris; un sujeto aislado y perdido, despojado de referencias comunitarias y locales propias, culturales, históricas y naturales, a merced de la coerción y la manipulación mediática. Las utopías del espanto concebidas por George Orwell y Aldous Huxley se subsumen esencialmente en esta desintegración de la identidad y el lugar en el mundo de la gente y su sustitución por el equivalente universal único y un espacio de flujos aséptico y designificado.
«La sustitución de los lugares por una red de flujos de información constituye una meta fundamental del proceso de reestructuración [socioeconómica del capitalismo]… Escapar a la lógica social inherente a cualquier lugar particular se convierte en el medio de conseguir la libertad… El surgimiento del espacio de flujos expresa la desarticulación de sociedades y culturas con base local» -dice un párrafo de Castells altamente revelador de esta estrategia. «Lo que surge -afirma- no es la profecía orwelliana de un universo totalitario controlado por el ‘Gran Hermano’ sobre la base de las tecnologías de la información. Por el contrario, se trata de una forma mucho más sutil y… potencialmente más destructiva, de desintegración y reintegración social. No existe una opresión tangible ni un enemigo identificable ni centro de poder alguno que pueda ser responsabilizado de problemas sociales específicos… El sentido social se evapora de los lugares y por lo tanto de la sociedad y se torna diluido y difuso en la lógica de un espacio de flujos cuyo perfil, origen y propósito último son desconocidos incluso para muchas de las entidades integradas en la red de intercambios… La gente vive en lugares, el poder domina mediante flujos» (Castells, 1995: 484-485, subrayado mío).
4. Dos faros sobre Montevideo y el Big Bang
Prácticamente todas y cada una de las tendencias asociadas a la globalización tienen su expresión en las transformaciones de la capital uruguaya en los últimos decenios y lo que sobre todo se verifica es el efecto conjunto: la pérdida de una integración y una identidad forjada, con la del país, hasta mediados del siglo que acaba de terminar. Este trabajo ensaya una mirada en profundidad sobre ese proceso a través de dos barrios singulares de la ciudad que representan casos paradigmáticos, el Cerro y Punta Carretas.
Hacer una lectura como esta ha supuesto fijar la atención, ora alternativa, ora simultáneamente, en dos tipos de comparaciones, establecidas a través de una coordenada espacial y una temporal, previendo la existencia de coincidencias o invariantes y de diferencias o cambios. Esto es, un contrapunto entre lugares, por un lado, y un contraste, por otro, entre un antes y un ahora de límites no precisos ni necesariamente coincidentes para uno y otro barrio pero en principio reconocidos, respectivamente, hacia algo pasada la mitad y en la última década del siglo XX, lo que ubica el tránsito dentro de un lapso que en la cronología nacional se corresponde con el período dictatorial (1973-85) y en la mundial, con la entrada en la era de la globalización. Para comprender las continuidades y las rupturas históricas que ese tránsito significa, por momentos la mirada se remonta a épocas pretéritas. La investigación trascurre así por los sectores dispuestos en el cuadro adjunto al final focalizando el interés principal en la cruz de interfase, más particularmente en el centro y fundamentalmente en uno de sus cuadrantes, que es donde radica la posible relación del caso con las hipótesis; lo que las mutaciones de uno y otro barrio tienen en común y reflejan del curso de la ciudad toda, del país, del mundo.
Las respuestas buscadas no quieren ni pueden ser verdades científicas. Valiéndose desprejuiciadamente de fuentes y datos diversos -bibliografía histórica, cartografía, información censal, investigaciones antecedentes, entrevistas testimoniales, periódicos y otras manifestaciones culturales locales, así como conocimientos previos y percepciones personales- y utilizando como «indicadores» algunos principios de la existencia de una unidad de habitat localizada en el espacio y el tiempo -límites y distancias, centros y nexos, signos de identidad o anomia, de arraigo o desarraigo, unidad o uniformidad entre partes que conforman o no un todo-, a través y más allá de todo ello se intenta construir una mirada compuesta de miradas diversas que permita interpretar qué claves operan en la antinomia primordial entre unidad y fragmentación, cohesión y decohesión, ser y no-ser, en definitiva, de esa entidad llamada barrio.
5. Pasado y presente
Punta Carretas y el Cerro son, ante todo, puntos geográficos sobresalientes y de algún modo aislados en el perfil de la costa montevideana, de ahí que tempranamente se constituyeran en enclave de sendos faros que precedieron a la urbanización. De allí también que parte de su historia y su mitología les venga del mar. Como todos los aledaños del primitivo casco fortificado español -hoy Ciudad Vieja de Montevideo-, fueron en época colonial chacras incultas y uno de los primeros usos que se les conoce fue la instalación de saladeros y otras industrias alimentarias para el abasto de la ciudad. Los nexos principales que conectaban aquellos campos yermos con la primitiva civilización -respectivamente, un camino y un paso de un arroyo- fueron consolidados a través de los sucesivos medios de trasporte y subsisten hasta hoy. Incorporados definitivamente como barrios en la trama urbana en circunstancias muy diferentes, cada uno se conformó con un marcado sello propio dentro de la ciudad integrada que Montevideo se preció de ser hasta hace unas tres décadas. Ambos, también, se han constituido en imágenes privilegiadas de las mutaciones y los extremos de la Montevideo actual.
Jalonando el extremo occidental de la bahía de Montevideo, el Cerro es el primer hito de la ciudad, razón indiscutida aunque no dirimida de su nombre. Y es por eso un nítido signo de identidad, no sólo de Montevideo, sino del país. Su efigie domina todos los grabados y pinturas de época hasta bien entrado el siglo XX y, coronada por la Fortaleza de comienzos del siglo XIX, ocupa asimismo uno de los cuadrantes del escudo nacional, representando la fuerza. Sobre el simbolismo natural del lugar, la obra humana vendría a imprimir otro tanto o más fuerte. El Cerro se transformaría en bastión obrero, forjado en el aglutinamiento de humildes inmigrantes europeos, convertidos en braceros de las toscas artes industriales que pululaban en torno a la bahía en el sigo XIX y luego en proletariado de la industria frigorífica que tuvo allí su principal asiento en la primera mitad del XX. La que propios y ajenos, hoy con aire de nostalgia, reconocemos como inequívoca identidad cerrense se gesta en esta época y radica en la Villa originaria, fundada en la falda oriental, mirando al puerto. La concentración obrera, unida a una combativa presencia anarcosindicalista, cristaliza en una férrea unidad de barrio y clase que se constituye en pilar de la aguerrida Federación Autónoma de la Carne. Episodios culminantes de esos tiempos heroicos son las épicas tomas del Cerro, con el cierre del nexo con la ciudad, el puente de Carlos María Ramírez sobre el Pantanoso. Menos espectacular y más permanente es una cultura propia, una ética solidaria sagrada e implacable con los traidores y un orgulloso sentimiento localista, amasados a través de una intensa convivencia comunitaria en la rutina cotidiana y el día de fiesta como en la huelga y la barricada. Una cultura que florece en numerosas expresiones románticas y artísticas, pintores, narradores y poetas surgidos al influjo del color y el calor cerrense y que acaba quizá de acuñar el apelativo popular de República Independiente del Cerro.
En 1972, al cabo de un par de decenios de decadencia del suculento negocio exportador de la producción cárnica nacional, traducida en el cierre o la drástica reducción de los establecimientos privados, y en vísperas del golpe de estado, se cierra definitivamente el Frigorífico Nacional, asestando un golpe letal al Cerro. Rota la unidad entre domicilio y trabajo, desatada luego la persecución política, sindical y de toda actividad reunitiva e iniciado un declive general de pobreza, la extraordinaria vitalidad del Cerro va a declinar sin retorno. Paulatinamente el barrio se transforma en un dormitorio del que la población trabajadora se ausenta durante el día para ir en busca de ocupaciones dispersas, eventuales y mal pagas que por entonces empiezan a reemplazar al trabajo estable y organizado en grandes plantas. Consecuentemente cierran muchos comercios, servicios y centros culturales y sociales. La población más joven empieza a emigrar, los grupos familiares a desintegrarse; del vecindario arraigado van quedando los viejos. Mientras la Villa queda casi congelada en una lenta decadencia, por oleadas comienza una agregación heterogénea de nueva pobreza que progresivamente va ocupando terrenos rurales, públicos e inhabitables y extendiéndose en suburbios más dispersos hacia el Norte y el Oeste. A diferencia de la amalgama que antes produjera la inmigración sucesiva, este crecimiento y renuevo de población se produce como una yuxtaposición fragmentada de núcleos ajenos entre sí, con una sensible carga de desconfianza mutua y a veces también interna. Cada grupo es mal visto y peor recibido por los vecinos anteriores que, junto con su mayor antigüedad, suelen reivindicar valores y comportamientos distintos -superiores- a los de los nuevos colonos. La nueva actividad económica diseminada por toda la zona proviene de la recolección de basura.
Al presente, la crisis industrial, fácticamente monumentalizada en los esqueletos desmantelados de los grandes frigoríficos, la pauperización del salario y la precarización del empleo, la segregación y la exclusión concentran su efecto disolvente en el Cerro y a sus espaldas, ampliando el deterioro ambiental allí acumulado a lo largo de la modernización del Uruguay. La alusión al Cerro en la prensa y en el imaginario de los montevideanos se asocia hoy en día a degradación y frecuentemente a la crónica roja, estigma que no escapan de aplicarse -entre sí y a sí mismos- los propios cerrenses. El epicentro de los sucesos que le dan fundamento es un temido antro que se conoce como Cerro Norte, un complejo habitacional construido hace 25 años para reubicar compulsivamente a los desalojados de tugurios ruinosos de la zona céntrica. Pero la marginalidad física y social genera un caldo de cultivo propicio para que prolifere la criminalidad en toda una zona mucho más vasta y, aunque la gran mayoría de la población del lugar no es la protagonista activa sino la primera víctima, tampoco resulta fácil ni razonable atribuirle el origen circunscrito -la culpabilidad- que los habitantes de cada sector y minúsculo vecindario hacen cuestión de discernir.
Punta Carretas o Punta Brava, entre tanto, es una prominente punta rocosa orientada al Sur, la más pronunciada del borde costero montevideano. El doble nombre del lugar, señala Agustín Noriega, es significativo. Expresa la mirada ora desde tierra, ora desde el mar. Mientras Punta Brava, según cuenta un antiguo lugareño, es el nombre que le dieron los marinos, porque la punta se prolonga bajo agua en una peligrosa restinga, dizque otrora culpable de muchos naufragios reales o legendarios, Punta de las Carretas sería resultado de la antigua concurrencia de aquellos vehículos de tiro de bueyes al paraje, tal vez porque era usado como basurero, tal vez al saladero, sin que se sepa a ciencia cierta. La marginalidad de Punta Carretas a pesar de su cercanía al centro, que nace de su quedar fuera del paso, su situación de cul de sac acentuada por el grueso colchón parquizado que corta la trama urbana, se vio asegurada y dilatada con la implantación, en los albores del siglo XX, de una penitenciaría, la más imponente que conociera el país hasta el siniestro Penal de Libertad erigido por la dictadura 70 años más tarde e, irónicamente, escenario de espectaculares y subterráneas fugas colectivas protagonizadas por militantes anarquistas en los años 30 y tupamaros en los 70. Es más que probable que la presencia intimidatoria de la mole amurallada del Penal haya inhibido largamente el afincamiento de residentes y otra visita que no fuera la de los familiares de los presos. Recién hacia la mitad del siglo la ciudad termina por rodear la cárcel, generándose un barrio nuevo de ámbito apacible, que alberga una variopinta clase media típica de la época. Un abanico que abarca desde profesionales acomodados hasta modestos inquilinos de apartamentos construidos a los fondos de las casas con jardín que constituyen la fisonomía homogénea del lugar. Un barrio con una cotideaneidad discreta y familiar y toques de risueña bohemia, un aire local de aldea o pueblo de campaña donde la gente se conoce, los niños juegan en la calle y los perros andan sueltos. Aislamiento, profusión de verde, confianza, tranquilidad. Este es el ámbito intempestivamente trastrocado -percepción unánime- de la mano de un agente muy inteligible y representativo de la contemporaneidad.
A fines de 1986 ocurre en Punta Carretas un episodio cinematográfico del que sobrevendrá una radical transfiguración del barrio. En uno u otro sentido y manera, se produce un motín en la cárcel. A los pocos días, esta se desaloja y clausura definitivamente. Al cabo de varios años de idas y venidas sobre el destino del predio -nada menos que seis manzanas enclavadas en un punto ahora ostensiblemente privilegiado de la ciudad- en 1994 en su lugar abre sus puertas el Punta Carretas Shopping Center, el más distinguido de Montevideo, en una construcción híbrida que, junto con los elementos tecno y los grandes estacionamientos de rigor, consiente o conviene en incorporar -certera expresión de Beatriz Sarlo- souvenirs de la cárcel. De la noche a la mañana, el lugar por donde no pasaba nadie es invadido por una multitud y una avalancha de vehículos que provoca en el embudo de la península un predecible congestionamiento. Como no era menos predecible, la impronta del shopping desborda ampliamente sus muros. Para beneplácito explícito de algunos propietarios y tal vez no confeso de otros muchos, los precios inmobiliarios trepan abruptamente, catapultados por una corrida del interés por sentar sede de negocio o residencia en el nuevo y prestigiado centro. Seducida por la oferta, expulsada por la suba de la renta o ahuyentada por el ruido, buena parte de la antigua población emigra. Muchas casas se refuncionalizan para destino comercial, especialmente gastronómico, mientras otras son adquiridas por nuevos residentes más acordes con la actual categoría de la zona. Concomitantemente se acelera un proceso de origen anterior no menos influyente que el shopping en el cambio de la composición social y los hábitos del vecindario: la verticalización, que tras completar una barrera de edificios de apartamentos lujosos enfrente a los espacios verdes, comienza a extenderse también por las arterias internas. Y se impone un nuevo estilo de vida individualista, puertas, porteros, rejas y garages adentro, segregacionismo de élite contagiado a todo el barrio, acicateado por el incremento delictivo que ha atraído el cambio.
El mensaje implícito en la publicidad inaugural del shopping -rescatar un lugar perdido para la ciudad– se consuma con creces. El «lugar perdido» es más que la cárcel. Es Punta Carretas, antes sustraída y ahora exitosamente rescatada por y para ellos, los inversionistas del shopping, y para la ciudad que ellos y él representan. Transformada en el mayor símbolo del consumo de Montevideo, Punta Carretas ya no sólo es del shopping, sino el shopping. Es lo nuevo, es la época, es el presente y, como dice Agustín Noriega, el futuro: «Resistirse al shopping es resistirse al futuro, la única manera de futuro posible y deseable. Hoy es el tiempo del shopping y la gente se viste especialmente para ir al templo, como antes para ir a misa con ropa de domingo» (Noriega, 1997).
6. Contrapunto
6.1. Límites y distanciasPor lo general un barrio tiene dos tipos de límites que pueden coincidir más o menos, establecerse en distinto orden y variar con el tiempo: una demarcación oficial y precisa y otra espontánea, subjetiva y difusa que reconocen los pobladores, los límites que marcan un aquí y un nosotros y una diferencia con lo otro y los otros. La difuminación de estos límites, así como la aparición de potentes límites internos, tanto físicos como mentales, denotan un proceso de desintegración o debilitamiento del barrio, ora por una indiferenciación que le quita sentido por falta de identidad, ora por una segregación interna que desdice la unidad. Una y otra clase de proceso rompen los ojos en el Cerro. En Punta Carretas hay que calar un poco más hondo.
El Cerro tiene fronteras naturales netas por el Sur y por el Este -el Río de la Plata y el Arroyo Pantanoso que lo separa de la hermana La Teja y del resto de la ciudad. Por el Norte y el Oeste, en cambio, sus límites son difusos, muy discutibles y variados según de qué Cerro se esté hablando, si del accidente geográfico, del casco urbano originario -ser del Cerro, sin más, es ser de la Villa- o de una amplia región cuyos «límites» resultan irreconocibles, ya no responden a nada, abarcan un sinfín de zonas diversas -en su mayoría semirrurales- de bordes y denominación harto confusos y, además, se mueven día a día. A la equívoca y cambiante definición de su territorio y sus partes, se agrega un fenómeno que constituye uno de los síntomas más elocuentes de la atomización del Cerro en las últimas décadas. Excepto la Villa, en todos los demás sectores se superpone una miríada de divisiones y nombres puestos y a menudo sólo conocidos por los propios pobladores, tanto más abundantes y minúsculo su alcance cuanto más recientes los asentamientos. «El Cerro, la zona llamada Cerro… lejos está de constituir un barrio único… A medida que la mirada se va agudizando… va estallando al análisis, a modo de implosión caleidoscópica, una cantidad de mundos o sub-mundos… una multiplicidad de identidades precariamente ensambladas en una dudosa Unidad Barrial mayor» (Baleato, 1998). El Cerro se dilata y se disgrega participando y reproduciendo a escala local el Big Bang de Montevideo. A la vez que se separa más y más de la ciudad, de la condición ciudadana, de la sociedad formal, aumentan sus distancias internas. Hoy más que antes todo él periférico, genera una estratificación propia en la que el antiguo casco obrero adquiere un privilegiado status de centro respecto a su propia periferia amorfa y marginal en la que cada parte, a su vez, se aleja cada vez más de todo el resto.
El ser de Punta Carretas ha estado tradicionalmente signado por dos tensiones opuestas: la identitaria de la Punta Brava, con su naturaleza y su aislamiento, y el nexo con el ruido urbano, representado por el cruce de Ellauri y Veintiuno de Setiembre, rótula con el lindero Pocitos. Villa Biarritz, a pocos pasos, como la cárcel-shopping ha sido siempre un objeto aparte enquistado en el barrio, aunque también aquí su ajenidad se ha acentuado con el carácter de coto cuasi exclusivo de los lujosos edificios que la rodean actualmente. Ya en el barrio de antes, pues, si se considera sus límites oficiales, existían distinciones dadas simultánea y coincidentemente por la cercanía a uno u otro polo, por la antigüedad y por el status social, más alto en los sectores más nuevos y alejados de la punta. Lo que la población largamente afincada reconoce como la más auténtica Punta Carretas son unas pocas cuadras, las más inmediatas a la punta, afirmación que se hace prácticamente unánime cuando se refiere al presente. Este pequeño reducto es percibido como en estado virginal, salvaguardado de la metamorfosis del barrio. Sin embargo, si se examina con detenimiento, también él está penetrado, perforado al decir de un testigo, por el atravesamiento automotor, por los restaurantes y pubs que se concentran aquí predilectamente, por los menos visibles cambios de pobladores, costumbres y transeúntes. Más que exceptuar o remarcar la exclusiva identidad puntacarretense de la pequeña punta, la irrupción de lo foráneo ha producido un fraccionamiento de Punta Carretas toda en este y otros pedazos entrecortados que, frente al contraste, se han hecho, al tiempo que más aislados, más parecidos entre sí, conservando, por igual y a semejanza de la Villa del Cerro, más la apariencia y la memoria que la sustancia de antes. Punta Carretas crece en el único sentido físico posible, hacia arriba y en densidad, pero han aparecido fronteras internas más drásticas que los matices de antes, barreras y flujos hostiles que se interponen entre uno y otro sector, como entre todos ellos y los pulmones verdes del barrio, la costa y los parques.
6.2. Centros y nexosLo mismo que los barrios, ya sean fundados o espontáneos, los centros urbanos son lugares antropológicos cuya carga de uso y de sentido es un proceso de apropiación vivencial colectivo. Lugares a la vez propiciatorios y expresivos de unidad, los centros tienden a desdibujarse a la par de ella en las ciudades y en los barrios penetrados por la dinámica de la globalización. Las «nuevas centralidades» pueden atraer multitudes y cargarse de prestigio, pero lejos están de significar lo que un centro histórico. Los «centros» de negocios, nuevas sedes y símbolos del poder, a diferencia del palacio o el ayuntamiento representan un poder intangible que no pertenece más al lugar, inasequible e indiferente a sus alegrías y tristezas. Los «centros» de ocio y consumo, nuevos templos de un culto mundial cuyos ídolos y rituales vienen dictados por el esperanto publicitario, sin que su difuso origen se sepa ni importe mayormente.
En una estructura cualquiera, el centro es el punto calificado que sirve de referencia para el ordenamiento jerárquico de las partes. Es lo que alude Pierre Bourdieu cuando afirma que las distancias espaciales coinciden con las distancias sociales y viene a ser también lo que inspira la manida antinomia centro-periferia para referirse a una relación bipolar de poder de cualquier tipo. Sin embargo, la desaparición de la estratificación concéntrica de la ciudad tradicional a raíz de la eclosión automotriz y las telecomunicaciones, lejos de aparejar una equiparación de las ventajas y las calidades urbanas, refuerza las distancias y, en cambio, la designificación del centro representa y coadyuva a la desintegración de la unidad.
Los barrios montevideanos suelen tener un centro propio asociado a un eje o un nudo circulatorio que es la conexión principal con el resto de la ciudad. La pujanza de un centro de barrio se corresponde normalmente con las del barrio mismo. La dinámica y cuasi autónoma República del Cerro de otrora tuvo en la calle Grecia un centro relevante; el punto nodal era su cruce con Carlos María Ramírez. Para la mucho más insignificante y aldeana Punta Carretas de entonces, los equivalentes eran Ellauri, donde sólo la Parroquia constituía un centro destacado de vida social, y el pequeño núcleo de cines y bares establecido en su cruce con Veintiuno de Setiembre. Por distintas causas, hoy es difícil reconocer un centro de barrio en cualquiera de ellos. Desaparecida la vitalidad de la Villa y reflejando el contrapeso poblacional hacia el Norte, la mayor actividad comercial y de servicios del Cerro se ha desplazado a Carlos María Ramírez, sin que conlleve la riqueza ni la personalidad que tenía «la principal», Grecia. Simultáneamente, respondiendo a la vastedad y la dispersión que hoy alcanza la región, brotan otros centros de servicios locales de distinta envergadura, desde la medianamente importante calle Etiopía en Casabó hasta el salón comunal -donde lo hay- o el sitio de abastecimiento del asentamiento más pobre, donde los huevos y los cigarrillos se venden por unidad y donde, al decir de una de mis guías sobre una señora, «ella es el almacén». Lo acaecido en Punta Carretas es distinto. Ni la concentración de comercios a lo largo de Veintiuno que se prolonga por Ellauri ni los locales gastronómicos salpicados por todo el barrio ni, mucho menos, el shopping conforman un centro de barrio, aunque estén allí y muchos de los usuarios habiten cerca. Es una típica nueva centralidad de élite que no expresa ni congrega relaciones comunitarias, sino un tipo de consumo individual marcadamente suntuario al que se accede puntualmente y en auto.
Por distintas razones también, y de forma diferente, los nexos de ambos barrios con el resto de la ciudad han variado; se han incrementado, a la vez que dificultado. El aflujo vehicular masivo que concita ahora Punta Carretas desborda ampliamente las arterias principales, satura otras conexiones directas con los estacionamientos del shopping y se desparrama aun por las calles más minúsculas de su trama entrecortada, suscitando la imagen de perforación que alude uno de los entrevistados. Para el Cerro, la autopista de acceso a la capital construida en la década del 80 que atraviesa la región cumple un rol ambivalente y, paradójicamente, contribuye a acentuar su segregación. Establece un corte imponente, inhóspito y peligroso que simboliza el dominio de otro mundo, representado en el paso fugaz y avasallante de grandes camiones y autos de chapa nacional y extranjera -que no casualmente, de vez en cuando son objeto de asaltos más vandálicos que productivos. Y ha allanado la llegada al reducto cerrense desde ese mundo dominante, haciéndolo más permeable, quebrando su especie de privacidad que aseguraba el solo acceso por el viejo puente.
La apertura de una rambla continua bordeando toda la costa del Cerro facilitará el acceso a sus puntos de atracción turística: la playa, el parque Vaz Ferreira, el privilegiado panorama desde la Fortaleza. Hacia otros puntos de la región cerrense el panorama es bien otro. La multiplicación y la extensión de las líneas de ómnibus mal alcanzan a compensar la explosión territorial y demográfica y los factores de aislamiento más nuevo y más profundo que redundan en tres carencias básicas de servicios móviles: la ambulancia, el recolector de basura y hasta el patrullero no llegan a muchas partes del Cerro, por la intransitabilidad de las calles o, más bien, por el miedo. Si ir a Punta Carretas se ha vuelto habitual para muchos montevideanos y entrar, dificultoso, porque van demasiados vehículos, ir al Cerro se ha vuelto una práctica casi exclusiva de los cerrenses y entrar, una aventura arriesgada que muy pocos emprenden sin motivos expresos y atentas precauciones.
6.3. Arraigos e identidadesLa identidad y el arraigo no son un «indicador» más. Bien puede decirse que ellos constituyen la esencia de un barrio. Y es, indudablemente, la permanencia en el lugar, con el relevo de generaciones sucesivas, la que va tejiendo y retejiendo una trama de relaciones significativa, acumulando y decantando historias y fabulaciones que componen una tradición y una autoimagen constantemente rediviva, cimentando la pertenencia de cada nuevo miembro. Pero, como observa Baleato (1998), «la mera territorialidad, es decir el mero convivir en un mismo espacio geográfico, no sería condición suficiente para constituir una identidad barrial y/o comunitaria». Arraigos e identidades son una obra colectiva que cuenta con tiempos personales morosamente dispuestos para recorridos, reconocimientos, encuentros, intercambios. De allí que los artífices de esa obra, lo mismo en el barrio que en el hogar, son los que permanecen más tiempo en él, no otra que la población «económicamente inactiva»: tradicionalmente, las mujeres, los niños, los viejos y hasta las mascotas integradas en el ciclo de la convivencia cotidiana. Así como estar ausentes de los puestos de mando, es proverbial en las mujeres ser las que sostienen las redes y las organizaciones vecinales. Tras la inestabilidad residencial y la inseguridad y dispersión de las fuentes de trabajo, se suman la incorporación femenina al mercado laboral, la reclusión de los ancianos en «casas de salud», la fatigosa disciplina en que se ha transformado la infancia, incorporada en edades cada vez más tempranas, ya sea a la dura lucha por la susbsistencia o a las inacabables obligaciones formativas que preparan para la disputa de un cada vez más escaso lugar de dignidad ciudadana. El acrecentamiento de las distancias, el abastecimiento en hipermercados, las rutinas y las urgencias que hoy absorben y fragmentan el tiempo y los ámbitos de la vida personal reduciéndola a una agenda repleta e inconexa y a un exilio permanente, todo esto ataca medularmente la creación de lugares, arraigos e identidades. Por si no bastara, la desconfianza, la agresividad y el miedo terminan de desalentar el empleo del exiguo tiempo restante para experiencias y contactos espontáneos, reemplazándolos con el pasatismo muerto que ofrecen los aparatos «de comunicación».
Historias de permanencia y relaciones familiares-vecinales duraderas -a menudo mezcladas por una endogamia espontánea- son comunes de oír referidas tanto al Cerro como a la Punta Carretas de antes. Casamientos entre vecinos, mudanzas de corto trecho siempre dentro del barrio, apellidos que se repetían, casi como gentilicios del sitio, vinculados a la misma calle, a la misma cuadra, a la misma casa y el mismo almacén a lo largo de muchos años, amistades y enconos vecinales que se heredaban y mantenían de una a otra generación, como prolongaciones de los lazos de sangre. Es prácticamente unánime que los residentes antiguos pongan énfasis en el ámbito de familiaridad y confianza que reinaba en el barrio de conocidos de antes, así como en atribuir su pérdida en el de ahora a la intrusión de ajenos, que no se integran, que traen otros estilos de vida de algún modo censurados, asordinadamente o a viva voz. Es notorio que los movimientos de población de los últimos decenios forman parte principal de las mutaciones de uno y otro barrio. Lo que no es tan claro es en qué medida ellos son una irrupción de ajenos y en qué medida son estos los causantes de la pérdida de carácter sobreviniente.
Como vivencian los vecinos y como los censos verifican, la verticalización y la elitización han traído a Punta Carretas un desplazamiento poblacional considerable. Ya sea al golpe de los precios inmobiliarios -por insolvencia o por conveniencia- o «porque no les gustó como quedó el barrio», puntacarretenses de ley emigran y ceden paso a los nuevos ocupantes que, como turistas, vienen a usufructuar de las tradicionales bellezas y de las nuevas comodidades del barrio sin dar nada a cambio, sin saber justipreciarlo y, lo que es peor, estropeándolo. Hay un visible rencor contra los nuevos ricos y su prepotencia, su exhibicionismo, su egoísmo y su incultura. Principalmente, contra los ocupantes de costosos apartamentos «que ni siquiera se conocen las caras dentro de un mismo edificio… la gente demasiado ocupada, que no te dedica un minuto… Tratan de ir ligerito para que no los interrumpas. A veces, cuando quiero acordar, yo también estoy contagiada de eso. Uno no siempre puede echar las culpas a los demás. Uno tiene que estudiarse un poco uno, ¿no?».
Pocos de los vecinos antiguos reconocen, como esta señora, haber sido arrastrados a un modo de vida desconfiado, enclaustrado y solitario, haciéndose partícipes de las transformaciones del barrio. Perdida la paz familiar de antaño, la identidad a que se aferran los sobrevivientes de Punta Carretas se resume en dos cordones umbilicales básicos: los relictos de círculos de vecindad que se van achicando y extinguiendo paulatinamente y -en última instancia- la relación que, en términos casi personales, defienden con la costa, su costa, su Muelle, su pequeña playa de La Estacada.
En materia de cualidades naturales, el Cerro de Montevideo nada tiene que envidiar a la Punta de las Carretas. Sin embargo, estas no son reivindicadas como señas propias y singulares más que por algunos lugareños y en un orden secundario. El sello de autenticidad cerrense es una marca humana; es el orgullo obrero y pertenece al pasado. Y para los villenses, la ajenidad proviene de la agregación invasiva que tampoco se integra en su cultura anterior, que trae malos hábitos y mala fama al barrio, que lo ha inmerso y acorralado en un maremagnum de degradación. La cadena de desapegos y recelos mutuos de unos a otros cerrenses actuales se acrecienta indefinidamente. Se generan nuevos y frágiles arraigos de signo y celo propietarista individual, tan precarios como los ranchos y tan corruptibles como en Punta Carretas que, según el lugar conquistado, especulan entre asegurárselo e ir mejorándolo de a poquito o la siempre difícil e incierta posibilidad de obtener uno mejor. Más que a gérmenes de nuevos barrios, los asentamientos se parecen a campamentos de refugio provisional, que a su marginalidad y su pobreza agregan una inestabilidad crónica; antes que la de la inseguridad legal, la de la composición del hogar, la de los vínculos vecinales y la conciencia de exclusión. Si menos ostensible que el realojo compulsivo impuesto por un poder público, el asentamiento «voluntario» no deja de ser forzado.
Pero la decadencia y la descomposición del Cerro no vienen traídos sólo por ajenos. Se alimentan también -y mucho- de una dinámica interna. Los modestos añadidos visibles en muchas casas de la Villa no dan abasto para albergar a la empobrecida sucesión familiar. El periplo de los cerrenses de origen dentro de la región tiene ahora un marcado sentido centrífugo que refleja la pérdida de estabilidad laboral, ingreso y status en los nuevos y aun los viejos hogares, como los pescadores que se han desplazado mayoritariamente hacia Santa Catalina y Pajas Blancas. Si dispersos en un radio mayor que antes, no obstante, la tendencia a establecerse próximos parientes y conocidos en el Cerro mantiene plena vigencia. ¿Dónde queda, pues, la atribución de los malos hábitos a los «otros», la de la culpa de los comportamientos antisociales -que involucran principalmente a los jóvenes- a los (demás) padres, remitiendo, como objeta Baleato (1998), «a lo privado la génesis de conflictividad con alto impacto público»? ¿Dónde, más allá y sobre todo, el contraste entre el añorado barrio de conocidos de antes -al que llegaban mucho más gentes del interior y de países remotos- y este de ahora, percibido como lleno de extraños que seguramente provienen de mucho más cerca? Una señora afincada desde hace más de cincuenta años en el Cerro da inadvertidamente una sabia respuesta. De su actual convivencia con hijos y nietos, muestra su tristeza por la falta de atención y respeto que estos jóvenes de hoy prestan a los mayores, dejando entrever, además, que quizás ellos participen o pueden llegar a participar de robos o drogas. Y a continuación, habla de la falta de perspectivas, rememora la época de oro de los frigoríficos… entiende, en suma, que la cultura y los valores en que ella se formara, que quisiera trasmitir a sus nietos y que ellos probablemente desprecien -la disciplina del trabajo, la educación, la honestidad y el respeto- han caducado en un mundo que no ofrece oportunidad de ganarse la vida dignamente trabajando, que no brinda certidumbre al que estudia y que lejos está de premiar la honestidad y estimular el respeto al prójimo. El extrañamiento y el desapego han invadido los círculos más íntimos; el barrio, el hogar y hasta la conciencia. La vieja identidad cerrense es un recuerdo, tradición despojada de su sustento que languidece y se va desvaneciendo con la memoria y la existencia de quienes fueron sus protagonistas y testigos directos. Pero permanece, hecha mito, como signo de distinción frente a los ajenos, los nuevos, los intrusos, que incluyen a los propios descendientes. A cambio, entre estos brotan mil y una pseudoidentidades distintas, cuasi individuales, mucho más alentadas por la diferenciación del vecino inmediato que del extranjero.
Si, antes o ahora, de afuera o de adentro, es casi unánime la valoración de la distintividad del Cerro con relación al resto de Montevideo, parecida cosa puede afirmarse de Punta Carretas. Ninguno de los dos se ha refundido irreconociblemente dentro del resto de Montevideo. ¿No pérdida de, sino nuevas identidades, entonces? Aquí cabe preguntarse si la identidad es sólo esto, una marca distintiva, puesta o vista desde adentro o desde afuera. Nuevamente aparece una respuesta no expresamente buscada. Dice un recuadro de El Eco del Cerro extraído de una entrevista con la psicóloga social Reina Brum: «Nadie quiere identificarse con lo que no es, con lo que le desagrada o con lo diferente». Los nuevos sellos del Cerro y de Punta Carretas -un estigma común a quienes no se reconocen iguales, el uno, el emblema de un no-lugar implantado, el otro- no identifican a su gente, no son una construcción propia, no provocan sentimiento de adhesión ni de pertenencia. Representan tan sólo una posición relativa dentro del Nuevo Orden, el de la ciudad o el del mundo. «Más que metropolitano, el barrio se hizo universal. Nos igualamos a Nueva York, Río de Janeiro, París o Moscú. Lucimos el mismo símbolo que nos da las mismas hamburguesas en los mismos panes. Ganamos universalidad pero perdimos singularidad» -dice un artículo de la arquitecta Margarita Montañez en La Farola sobre El impacto del shopping center en Punta Carretas. En el Cerro, la identificación como zona roja no se vive ni se reivindica como una contracultura trasgresora. Como una papa caliente, los cerrenses se la pasan unos a otros. «Ni milico, ni malandra, ni carnero», reza el código de honor de un núcleo de La Boyada. Los cerrenses no quieren ser alcahuetes, pero tampoco delincuentes.
6.4. Unidad vs. uniformidadMumford distingue «dos clases de unidad: la unidad mediante la supresión, donde un solo patrón de vida adquiere proporciones universales, y la unidad por inclusión, donde la multitud de patrones diferentes, o bien encuentran sus elementos comunes, o llegan a ser elementos en una configuración más compleja que los incluye» (Mumford, 1945, tomo 2: 155). Esta referencia viene a propósito de considerar la homogeneidad social como posible factor de cohesión, una presunción que se tiende a dar por descontada, en gran medida implícita en la visión clásica que los uruguayos tenemos del Uruguay y de la Montevideo de antes, integrados en y por aquella gran clase media. Sin embargo, si así fuera, deberíamos estar asistiendo a un proceso fuertemente cohesivo de los barrios. La segregación, una de las tendencias más indiscutidas de estos tiempos, quiere decir que los sectores se separan y ordenan territorrialmente según un patrón socioeconómico, lo que equivale a decir que cada uno se vuelve en ese sentido más uniforme. Pero al analizar mis dos casos a través de descriptores socioeconómicos, nada se trasluce a través de ellos acerca de la cohesión de los barrios, que no guarda una relación lineal con esa homogeneidad y mucho tiene que ver, en cambio, con la inefable identidad.
«Visto desde fuera Punta Carretas es un barrio que contiene un amplio abanico de familias con viviendas que valen más de medio millón de dólares… a apartamentos de alquiler para clase media y media baja… un barrio, visto por sus ingresos, policlasista. Lo que destaca de Punta Carretas no es su homogeneidad [de clase] sino su identidad de barrio… vecinos que comparten una experiencia de habitar la ciudad», observaba Noriega todavía en 1997. Se puede agregar más: desde aquella «aldea» en la que «vivíamos en un lugar sin servicios pero con fuerte cohesión de barrio, con espíritu de identidad local», estos se fueron debilitando sensiblemente a medida que Punta Carretas se fue tornando más -elitistamente- homogénea. Tampoco la cohesión de aquella Villa del Cerro se explica sólo por la homogeneidad social. La impronta de clase, si decisiva, estaba dada por un predominio idiosincrático antes que cuantitativo y es indisoluble de las particularidades geográficas y la diversidad de orígenes de la población. La prueba está que el Cerro es algo absolutamente singular. Ningún otro de nuestros barrios obreros alcanzó la unidad monolítica y personalísima que la República Independiente del Cerro representó y todavía evoca en el imaginario local y general de los uruguayos.
La homogeneidad social no hace a la cohesión en el barrio rico, donde cada uno vive para sí y el lugar de residencia es un objeto de consumo y un signo de distinción más, pero tampoco necesariamente en el barrio pobre. La incipiente unidad que suele iniciarse en los asentamientos en torno a intereses comunes de obtención necesariamente colectiva -el agua, la luz, la vialidad, la recolección de basura- a veces se extiende a otras demandas y emprendimientos más propiamente sociales -la policlínica, el merendero, la plaza, la murga propia, la fiesta para los niños. Pero unos y otros afloran en testimonios descorazonados como unificadores perecederos, débiles o transformados en factores de discordia por la prevalencia última del egoísmo.
Ni en el Cerro ni en Punta Carretas los distanciamientos internos que marcan la desaparición del barrio son fundamentalmente diferencias de clase. Ni siquiera es sólo el choque entre una cultura anterior, la de los pobladores antiguos, y una nueva, traída por las nuevas generaciones y los nuevos vecinos. Lo que hoy hace estallar a Montevideo y a sus barrios es la irrupción de una pauta única que, poco, mucho o nada resistida, a todos termina por imponerse; una xenofobia universal y exasperada que opone todos a todos y cada uno a cada uno en una red ilimitada de repulsiones y ejercicios de fuerza mutuos cuya expresión descarnada es la violencia manifiesta. Oposición, rechazo de «lo diverso» que mal se sabe en qué consiste, como mal se sabe en qué consiste la identidad propia, que tiende a afirmarse, también y exclusivamente, en términos de poder.
7. Mutaciones: una estrategia concertada
Cuando se ahonda la mirada sobre los agentes y los mecanismos de cambio en los dos barrios, la percepción inicial se afirma. Mientras la mutación del Cerro aparece como un proceso «espontáneo», residual y acumulativo de circunstancias y decisiones inconexas, la de Punta Carretas, más allá de la anécdota, es, a todas luces, una operación concertada. Pero, planificadas o no, ninguna de ellas es fortuita ni demasiado peculiar. Ambas son ecos del Nuevo Orden y, aplicando su propia vara de medida, de la dualidad de sus resultados. Mientras el Cerro condensa los despojos, Punta Carretas encarna el éxito. Pero aquí y allá se impone la misma pauta y se verifican las mismas pérdidas. Como barrios capaces de conferir una identidad y un lugar de pertenencia a sus pobladores, los dos desaparecen, pulverizados por una bomba de fragmentación que ataca simultáneamente en todos los frentes.
Si tienen cara y móviles visibles los autores de la transformación de Punta Carretas ellos son, en cierto modo, casuales. Punta Carretas estaba signada. Sus muchos privilegios la hacían una ostensible «área de oportunidad» y estaba escrito que, en el rumbo del mundo y de la ciudad, más temprano o más tarde se convertiría en lo que es, y sin mayor oposición. Si los viejos vecinos son coincidentes en lamentar la pérdida del silencio y la pacífica vecindad, poco menos coinciden en apreciar las ventajas del cambio. La paz, como señala Noriega (1998), se basaba en la privación de servicios de que ahora el barrio está atiborrado. Aunque la privación no fuera o no fuera sentida antes como tal, la nueva Punta Carretas compensa lo perdido con una seductora oferta primermundista, aun cuando implique el encierro y la soledad. Incluso, aunque para muchos no sea más que una deslumbrante vidriera inaccesible. El poder corruptor del nuevo orden es tan decisivo como su poder coercitivo y el cambio de Punta Carretas, más que el de los viejos y buenos vecinos a los nuevos chicos malos, es un cambio de cultura.
Al Cerro, en cambio, el nuevo orden y la nueva cultura -que se ve en las rejas y en algún perrazo atado o suelto, en las calles solitarias de la Villa y en el televisor permanentemente prendido tras la ventana- no le han reportado ningún beneficio, sentido ni supuesto. Aquí la pérdida de la familiaridad del barrio, el aislamiento y la desconfianza no tienen ninguna contrapartida. El «operativo» de cambio es ciertamente más difuso, aunque no dejen de ser identificables los agentes directos de la liquidación del Frigonal, los «capangas» de las maffias traficantes de drogas o de tierras ni los responsables de las distintas formas de políticas públicas destinadas a arrojar las sobras a la periferia. No los diseña ni los publicita, pero el sistema necesita, tanto como de shopping centers, de basureros para sus desechos materiales y humanos. El hecho de que la zona del Cerro se convirtiera en uno de ellos es en cierta forma circunstancial. Los hay iguales y peores. En todo caso, lo que salva al Cerro del puro estigma en la consideración pública no es, salvo para los nostálgicos, el respeto por su historia -que «ya fue»- sino el redescubrimiento de su naturaleza privilegiada, que un siglo y medio de desconocimiento urbanístico no ha conseguido disipar.
Entre los viejos residentes de uno y otro barrio las culpas de las pérdidas se sitúan fuera, en el ambiente, en la época, en los vecinos, en los extraños, en «la gente», que siempre son los demás. Los cambios se perciben como externos; raramente los propios se hacen conscientes. No se ve que la lógica del sistema atraviesa el límite irrelevante de lo público y lo privado, como señala Baudrillard (1974). Todos nos resistimos a hacernos cargo de la medida en que somos inducidos, persuadidos u obligados a participar del juego, el «tome cada uno lo que pueda de esta época del conformismo generalizado» de que habla Castoriadis (1997), una expresión prácticamente idéntica a la «cada grupo y cada individuo toma lo que se puede llevar» utilizada por Mumford para definir la fase tiranópolis de la urbe capitalista (Mumford, 1945, tomo 2: 120). El esquema víctimas-victimarios decididamente no sirve para explicar ni para combatir este cáncer. Aunque es obvio que las responsabilidades, los beneficios y los perjuicios no se reparten equitativamente, ni las víctimas dejan de participar de los mecanismos arborescentes de reproducción del poder -tal como constata Baleato acerca de la red de violencia en el Cerro- ni los victimarios escapan a sus efectos funestos. Si se considera más llevadera, la «deslugarización» y la «nowheremanización» no es esencialmente distinta rodeada de confort, y probablemente, ni siquiera de poder.
En la introducción de su tesis, Noriega (1998) propone una interrogación que la presente comparte. En qué medida «la historia del lugar de alguna manera es la historia de todos y al preguntarse ¿qué pasó en el lugar?», busca también una respuesta a «¿qué está pasando con nosotros?… Un nosotros global, o un nosotros en un mundo globalizado. Mirar hasta qué punto todos estuvimos en la cárcel y hasta qué punto hoy estamos todos en el shopping». Si antes Punta Carretas era la cárcel y su presencia resguardaba la paz y la familiaridad del barrio y representaba el mundo disciplinado, la sociedad ordenada que supimos ser, ahora es el shopping que «continúa siendo un lugar cerrado… para una cultura, una estética y una determinada capacidad económica» (Baleato, 1998), recinto protegido por una guardia sofisticada, probablemente mucho más celosa que la carcelaria, que, en cambio, ha traído al barrio toda la agresividad que dimana de la prepotencia de los que se sienten ganadores y de la impotencia de los que se sienten perdedores, una inseguridad múltiple que va ganando toda la ciudad, fruto de una filosofía y un orden profundamente violentos y violentistas. Cambio de reclusión y de reclusos: «Antes los chorros estaban adentro; ahora están afuera», se queja un vecino. Antes, también, la «gente buena» -que éramos todos, o casi todos- andaba por la calle, socializaba y vivía la ciudad. Ahora la sociedad formal, que es ya sólo una parte, cada vez menor, se recluye en espacios cerrados -su casa, su auto, el shopping– y atraviesa el hostilizado espacio público cuan rauda puede.
El planteo es perfectamente extensible al Cerro, cuyo cambio simboliza, asimismo, el del país «de las vacas gordas» al de la creciente miseria y de nuestra «tacita de plata» y nuestra proverbial integración, bienestar y convivencia civilizada, a la sociedad cada día más salvaje y ghettizada -abajo y arriba- que sigue teniendo en la metrópoli su expresión privilegiada. Si antes el Cerro era el Frigorífico Nacional, un altar del Trabajo que todos reverenciábamos, un barrio obrero orgulloso, digno y respetado, hoy es la gardeliana nostalgia de haber sido y el dolor de ya no ser -de la Villa y del país-, el peligroso y execrado Cerro Norte y la masa informe de asentamientos que se agregan, nutridos no ya por un clásico Lumpenproletariat, sino por la multitud de asalariados pauperizados, precarizados o rasamente desocupados -caída en desgracia de la que nadie está exento, temor mayor y generalizado de los uruguayos- que esta despiadada show-reality del Gran Hermano va eliminando día a día.
Mientras el Cerro es un emblema de la ruina del país productor, Punta Carretas lo es del advenimiento del país consumidor. Mientras el primero es una cruda evidencia de la descomposición de la civilización del trabajo, la segunda es la mejor escenografía de la civilización del simulacro. «Es como una gran mentira… te queda eso de que si vas a Punta Carretas, te vas a fascinar» (frase publicitaria del shopping): promesa de que «cuando estás deprimida, vas al shopping, te comprás una cocacola, te tomás un helado y todo se pone bárbaro». «En este espacio infantilizado», dice Noriega (1997), «ha sido suprimido el trabajo y la enfermedad; nos encontramos frente al deseo y el juego, bajo el cuidado de la vigilancia, sin frío, sin lluvia, protegidos. El shopping es una máquina de suspensión del principio de realidad». Una máquina más sofisticada aunque no tan poderosa como la que está metida en cada hogar montevideano, el 87% de los cuales tenía, en 1996, al menos un televisor a color.
8. Invariantes. Fuerza y debilidad del mito
«El espíritu de nuestra gente parece no haber sido contaminado por la apatía y el egoísmo propio de la sociedad moderna. Aún es posible ver a los vecinos en las veredas… Pese a que hace muchos años que la industria frigorífica desapareció… continúa presente su fantasma, grato fantasma aún vivo en los corazones y retinas de aquellos que brindaron su sudor y su lucha a la industria de la carne y que todavía mantienen la esperanza de la reapertura del Nacional», quería creer hace diez años un soñador articulista de El Eco. Poco después Paula Baleato (1998) comprueba que el mito identitario del Cerro, que remite a «un lejano momento, quizá fundacional -nunca muy certero en su existencia real pero con fuerza de verdad en el imaginario social- en el que existía fuerte solidaridad entre los vecinos, hoy se percibe como francamente disminuido, si no inexistente». Historia o mito, realidad fecundada por la leyenda, la identidad y la cohesión del Cerro, como la de Punta Carretas, es un ser irremediablemente sentenciado y en buena medida ya extinguido. Ni el auge de la industria frigorífica ni la paz aldeana del «barrio con cárcel adentro» -bien se sabe- han de volver. Frente al presente vendaval de extrañamiento, hostilidad y anomia, los villenses y puntacarretenses de otros tiempos se refugian en lo más inmutable o imperecedero del barrio, o de su idea de él: la naturaleza y la leyenda. En la Villa prima esta. La formidable -en términos montevideanos- geografía del Cerro integra ese ser histórico en segundo plano, se subordina a la gesta humana protagonizada sobre ella, aunque esta distinción no termina de ser justa. Antes el Cerro, el Cerro-barrio y el Cerro-cerro era una única cosa, así como ahora es muchas y es ninguna. En Punta Carretas, donde la autoimagen del pasado no tiene el vigor ni la mística de la cerrense, prevalece la referencia natural. Una punta rocosa y solitaria que se adentra en el mar, huyendo de la jaula de consumo con barrio adentro en que se ha transformado.
Mirando a uno y otro barrio, el mito se muestra más inexpugnable que la naturaleza. El aire de Punta Carretas -que es «otro aire»-, «el viento, los atardeceres en las rocas de La Estacada, esa naturaleza que se mete por los ojos y los oídos, el muelle cuando ya la gente se fue y las gaviotas se empiezan a parar ahí…», todo lo que atesoran quienes, casi en tono de disculpa, se reconocen signados por una bohemia y un espíritu fuera de moda, ya han sido y van a ser todavía mucho más alterados, transformando un día quizá no lejano a la Punta Brava en un sucedáneo de Pier 17 o 39, Mol de la Fusta o Puerto Madero, sin que podamos ya saber bien si estamos en Nueva York, San Francisco, Barcelona, Buenos Aires o Montevideo. El mito puede ser eterno e insobornable. Pero un mito que no se re-presenta y una identidad que no se re-crea hilando la continuidad del lugar compartido en el tiempo, ya definitivamente anclados en el pasado e inaccesibles para los que nacen o llegan, se van esclerosando y muriendo mientras se convierten en un factor de incomunicación, discriminación y ruptura entre los viejos y los nuevos, como sucede en el Cerro. Un mito puede morir, puede ser absorbido, colonizado o resemantizado por un nuevo orden de ideas, como la naturaleza, y puede también descubrirse con pies de barro. Ni la metamorfosis de Punta Carretas ni la del Cerro, ni la de Montevideo, se explicarían sin comprender que sus mitos identitarios eran subsidiarios de un mito mayor -el de nuestro ser nacional- erigido sobre las mismas bases que hoy lo destruyen. Pero este ya es otro grueso asunto y otra larga historia.
Referencias Bibliográficas
Augé, M. (1992). Los no lugares. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa.
Baleato, P. (1998). Exclusión social, identidad comunitaria y violencia en el Cerro. Proyecto de Iniciación a la Investigación, Comisión Sectorial de Investigación Científica. Montevideo: Universidad de la República.
Baudrillard, J. (1974). Crítica de la economía política del signo. Madrid: Siglo XXI.
Castells, M. (1974). La cuestión urbana. Madrid: Siglo XXI.
_________ (1995). La ciudad informacional. Madrid: Alianza.
Castoriadis, C. (1997). El mundo fragmentado. Montevideo: Editorial Nordan-Comunidad.
El Eco del Cerro de Montevideo. Quincenario vecinal – varios números 1992-1999
Fernández Durán, R. (1996). La explosión del desorden. Madrid: Fundamentos.
La Farola. Periódico de la Comisión de Vecinos de Punta Carretas – varios números 1990-2001
Mumford, L. (1945). La cultura de las ciudades. Buenos Aires: Emecé.
Noriega, A. (1997). Resemantización del espacio en Punta Carretas. El paso de cárcel a shopping center. Monografía del Taller de Investigación en Antropología Social, Facultad de Humanidades. Montevideo: Universidad de la República.
Recibido el 6 de diciembre del 2004, aprobado el 14 de diciembre del 2004. Este trabajo se basa en la Tesis de Maestría en Impactos Territoriales y Ambientales de la Globalización de la autora, titulada «Dos faros sobre Montevideo y el Big Bang».
Graciela Martínez, Facultad de Arquitectura, Universidad de la República. E-mail: gmartine@farq.edu.uy
Todas las fotografías fueron proporcionadas por la autora.