Resumen
El terrorismo de Estado desplegado en Argentina a fines de la década de 1970, apuntó hacia el desmantelamiento de las relaciones sociales de solidaridad y compromiso mutuo, imponiendo en su lugar prácticas de miedo, aislamiento y desconfianza. Una extensa red de centros clandestinos de detención y lugares de inhumación ilegales jugó un papel fundamental en la diseminación del terrorismo de Estado hacia la sociedad. Luego de describir el contexto más amplio de la política de reestructuración del espacio urbano bajo la dictadura, este artículo explora diversas prácticas que tienen lugar actualmente en antiguos centros clandestinos de detención "recuperados" por la sociedad civil. La autora sugiere que la apertura de estos centros permite la emergencia de narrativas y prácticas cotidianas que pueden contrarrestar aquellas que prevalecieron bajo la dictadura, fomentando el efecto opuesto: una ciudadanía activa, contra-narrativas del terror y el restablecimiento de redes. Este enfoque destaca así potenciales usos de los lugares de memoria que no han recibido suficiente atención hasta ahora. Estos permiten, además, trazar un puente entre el paradigma de la justicia transicional y los desarrollos y objetivos de la justicia espacial.
Palabras Claves
Argentina, memoria, centros clandestinos de detención, justicia espacial, redes sociales, terrorismo de Estado.
Abstract
State terror in Argentina in the late 1970s was aimed at dismantling social relationships of mutual commitment and solidarity and imposing in their stead practices of fear, isolation and mistrust. A permeating network of clandestine detention centers and illegal burial sites played a key role in spreading localized State terror to the whole of society. After describing the broader context of the dictatorship’s urban space restructuring policy, this article explores various practices currently taking place in former clandestine detention centers "recovered" by civilians. The author suggests that the opening of these centers allows the emergence of narratives and everyday practices that can counteract the ones that prevailed under the dictatorship, fostering the opposite effect -active citizenship, counternarratives of terror and restored social networks. This approach highlights potential uses of memorial sites that have not received enough attention to date. Moreover, it can act as a bridge between the paradigm of transitional justice and the developments and aims of spatial justice.
Keywords
Argentina, memory, clandestine detention centers, spatial justice, social networks, state terror.
1. El “Proceso de Reorganización Nacional”: un proyecto político y espacial de ruptura de relaciones sociales
El terrorismo de Estado que se instaló en Argentina durante la década de los setenta, se desplegó en paralelo a una voluntad política de reordenamiento urbano y disciplinamiento de las prácticas espaciales de sus habitantes. La cara más visible de esas políticas urbanas se plasmó en la tendencia hacia una «arquitectura autoritaria»: plazas que dificultan la reunión y la movilización, diseños para edificios públicos que promueven la circulación eficaz rápida y el uso individual y de acuerdo a una concepción militar del espacio, que lo asocia a la ocupación y el control (Livingston, 1991). Su expresión metafórica más evidente es el abuso del hormigón armado, material que expresa modernidad y opresión a la vez y que se impuso en estadios, autopistas y paseos públicos, implantando una arquitectura del control y el tránsito rápido en detrimento de espacios de encuentro y acción colectiva. Los parques que daban lugar a monumentos, mástiles y adoquines, la imposición de materiales duros por sobre el césped y los programas de «embellecimiento» o emprolijamiento de las fachadas (con especial cuidado en el lavado o tapado de pintadas políticas) no eran sino los aspectos «blandos» [1] de un programa de reestructuración del espacio más duro, que implicaba una drástica transformación de la estructura espacial y demográfica, al menos en la zona metropolitana de la ciudad de Buenos Aires. Pero las transformaciones urbanas y arquitectónicas implementadas por el régimen no deben ser leídas como un efecto colateral de sus metas reorganizativas, sino como una manifestación espacial de las profundas transformaciones operadas en Argentina, las cuales, al mismo tiempo, dieron forma a su reorganización.
Se ha establecido que el terror de Estado en Argentina apuntó a producir cambios estructurales a largo plazo en la sociedad, y a desactivar las fuerzas políticas revolucionarias, a la vez que a debilitar a los sectores populares asociados a los sindicatos y el movimiento peronista. Como los mismos militares acostumbraban declarar, la represión estatal debía tener efectos disciplinatorios de largo plazo, alcanzando niveles de brutalidad hasta entonces inauditos en el país. Desapareciendo a una generación completa de activistas, borrando su recuerdo y formando a las nuevas generaciones de acuerdo a su modelo, el llamado «Proceso de Reorganización Nacional» transformaría el país para siempre. Según Feierstein (2007), el objetivo profundo fue reformular las relaciones sociales y reemplazar el compromiso y solidaridad con un comportamiento individualista, temeroso y desconfiado.
Las políticas urbanas de la dictadura no sólo no pueden pensarse por fuera de este proyecto de profunda recomposición de la sociedad argentina emprendido por el régimen, sino que expresan su trasfondo: la convicción de que la sociedad -al igual que el espacio- puede ocuparse, remodelarse y reorganizarse como «en el vacío», haciendo tabula rasa con las prácticas sociales y los conflictos para dar lugar a un proyecto transformador radical y de largo plazo. Este proceso de reestructuración de la sociedad no sólo se manifestó en los modos de ordenar y gobernar el espacio, sino que determina al modo mismo de concebirlo. Ya Bauman (1989) recurre a una metáfora espacial, el jardín, para explicar el afán ordenador latente en la modernidad por diseñar la sociedad separando y discriminando en pos de un objetivo superior. Los elementos que no «encajan» en ese paisaje deben ser removidos o, en su defecto, exterminados: el asesinato masivo opera en el contexto del diseño de una sociedad «perfecta».
Esta visión se engarza en América Latina con una historia urbana enraizada en la colonia donde la ciudad es, de por sí, artefacto civilizador y modernizador. Si el proyecto moderno implica un trabajo racional de ordenamiento y re-diseño del mundo, es precisamente en el sur de América Latina donde esa ambición clasificadora, racionalizadora, se despliega en su máxima expresión. Unida a una concepción del espacio como tierra salvaje, desértica, a colonizar, exporta al nuevo mundo un modo de pensar que, como explica el Romero (1977), debía plasmar sin los vicios del original (las ciudades europeas medievales) las bondades del diseño urbano racional. La ciudad latinoamericana es hija, pues, de la racionalidad moderna planificadora; una ciudad letrada, como la llama Rama (1984), surgida no de la práctica y el hábito, sino del intelecto en la aplicación de un diseño calculado y abstracto (el damero) sobre un espacio (supuestamente) vacío. La tensión entre este proyecto, que ignoraba las contigencias del contexto, y los desarrollos de la «ciudad real» explican gran parte de las discordancias y disfuncionalidades de la ciudad latinoamericana, así como de los esfuerzos por domesticar o diezmar poblaciones que no encuadraran en ese plan. También Gatti (2008: 32) traza una geneaología entre ese proyecto original y el objetivo que perseguían los militares «reorganizadores», actuando sobre lugares imaginados «como lo que surge de la nada, del vacío: como el trabajo de moldeo aplicado a un desierto que se habita a golpe, insistente, de proyecto». El principio de la «jardinería» que elimina lo que molesta, lo que no encaja, el residuo, anima la intervención que, a fin de «regenerar la nación», elimina el caos, el resto, en pos de un mundo ordenado.
En su estudio pionero sobre las transformaciones urbanas en dictadura, Oszlak (1991) confirma e ilustra cómo estos mismos principios de jardinería social y racismo de Estado se desplegaron y aplicaron en las políticas públicas impulsadas en la ciudad de Buenos Aires durante la dictadura (véase también Fernández, 2008). Oszlak analiza las políticas municipales orientadas al desplazamiento de los sectores populares del centro de la capital bajo un nuevo sentido del «derecho a la ciudad», en función del cual el mismo debe «merecerse»: una ciudad a la que no todos los ciudadanos pertenecen por derecho propio. La inhabilitación de industrias o fábricas en determinadas zonas urbanas céntricas y residenciales, la erradicación de «villas miseria», los masivos desalojos y expropiaciones para la construcción de autopistas y el cambio en el régimen de locaciones dieron lugar a dinámicas de segregación urbana que tuvieron como consecuencia procesos de desintegración de redes sociales. Así, los sectores populares perdieron «espacios estratégicos» -también en el plano simbólico- y vieron cada vez más recortados sus derechos al uso y disposición del espacio urbano. Todas estas medidas contribuyeron a «liberar» la ciudad de un cordón de población percibido como caótico y amenazante para el centro del poder concentrado en la capital, atomizando y dispersando geográficamente a los sectores populares: un accionar masivo del Estado en la distribución espacial de la población que debe interpretarse en el marco del objetivo del régimen de ordenamiento y disciplinamiento social. El objetivo de reestructuración espacial a nivel macro se correspondió, a nivel micro, con una reticulación del espacio orientado a generar efectos de terror por todo el territorio a escala local.
2. Reticulación represiva y prácticas espaciales: la experiencia de la ciudad bajo el terror
Las masacres contra grupos masivos no consisten sólo en el acto de exterminio en sí, sino que comienzan antes de que el crimen se perpetre, mediante un largo proceso de estigmatización, hostilizamiento y exclusión progresivos de la población o grupo en cuestión. Para que el crimen tenga lugar es preciso haber aislado a las futuras víctimas del resto de la sociedad: el grupo debe haber sido removido de lo que Bauman (1989) llama el «universo de obligaciones recíprocas» excluyéndolo visual, psicológica y moralmente de la vida cotidiana que lo enlaza a los demás. Cuando esto ocurre, según Bauman, el mundo entero se convierte en ghetto, en espacio de opresión, es un mundo sin vecinos. A nivel local, implica atomizar las relaciones de modo de anular las redes de solidaridad y contención mutua e introducir en su lugar la desconfianza y el aislamiento; desanudar los lazos sociales que vinculan a las personas entre sí y las compremete en un pacto de responsabilidad recíproca [2].
El proceso por el cual esta población negativizada y hostigada comenzó a ser aislada y acorralada no necesariamente tuvo lugar menos en escenarios visibles evidentes que a través de la pérdida de vínculos con los otros y el fomento de prácticas espaciales individualistas, temerosas o alienadas (Levy, 2009). Lo que en otros contextos se logró mediante procesos de encierro físico o desplazamiento de población, en Argentina se manifestó al modo de segregaciones más sutiles, pero no menos efectivas en producir categorías espaciales diferenciadas (zonas militarizadas que no pueden accederse, ubicuidad de controles policiales y militares), y se apoyó en la atmósfera de temor y opresión que dominaba en el país, así como en la arquitectura para la desmovilización y el desencuentro mencionada en el apartado anterior. Se trataba de espacios públicos vaciados de acción colectiva y sin lugar para expresiones masivas, salvo aquellas controladas e ideológicamente afines al régimen (como las peregrinaciones religiosas anuales a la basília de Luján y los festejos suscitados por el mundial de fútbol de 1978). La prohibición de reuniones en lugares públicos, la militarización y patrullamiento permanente de las calles, el ejercicio del terror, dieron como resultado la proliferación de prácticas espaciales individualistas y temerosas, así como el abandono del espacio público para buscar refugio y contención en el ámbito privado (Filc, 1997) -aunque tampoco los hogares estaban a salvo de la invasión criminal del Estado, como demuestra la alta cantidad de procedimientos y secuestros realizados en hogares. La política de transformación de la sociedad y de reestructuración del espacio, entonces, no se desplegó sólo en grandes obras arquitectónicas o en medidas de reordenamiento demográfico-territorial, sino que se manifestó también a nivel micro en el estímulo o la disuasión de determinadas prácticas espaciales y, sobre todo, en el despliegue territorial de la represión.
En ese contexto debe entenderse la ubicuidad represiva que implican los más de 500 centros clandestinos de detención (CCD) en el territorio argentino, subdividido en zonas y subzonas, de modo que cada metro cuadrado tuviera un «dueño» que ejercía el control sobre el sistema represivo y el destino de las víctimas [3]. Sus efectos proliferaron en la sociedad al modo de una «reticulación» que atravesó toda la vida social mediante dispositivos concentracionarios insertos en, o contiguos a, lugares de funcionamiento público «normal». Artefacto altamente eficaz en el proyecto de disciplinamiento de la población, el CCD habría realizado su función principal no en su interior, sobre los secuestrados encerrados, sino sobre el conjunto social, al promover la desconfianza generalizada, el escepticismo y el quiebre de las relaciones de solidaridad y cooperación (Feierstein, 2007). Si definimos al CCD -siguiendo a Agamben (1998)- como un espacio de excepción, es decir, un espacio donde la ley está en suspenso o abolida, situado fuera del orden jurídico normal, donde se despoja por lo tanto al ciudadano de su condición de tal, constatamos -junto al filósofo italiano- que éste posee un estatuto paradójico: es un territorio geográficamente interior pero está fuera del orden jurídico. Esta condición territorial y extra-territorial a la vez se multiplica, en el caso argentino, por centenares de espacios. Weizman (2010: 13) propone la metáfora del archipelago of exceptions para describir «una multiplicidad de zonas extraterritoriales discretas, la expresión especial de una serie de ‘estados de emergencia’, o estados de excepción que son creados a través de la ley […] o aparecen de facto en su interior».
La metáfora del archipiélago se convierte, en el análisis del sistema concentracionario argentino de Calveiro (2002: 155), en la figura de una red igualmente ubicua y pregnante del resto del espacio social: «Es cierto que [el campo de concentración] formó, efectivamente, una red propia, pero esa red estuvo prefectamente entretejida con el entramado social». Esta autora destaca no la cesura entre los campos y la sociedad civil, sino su necesaria contigüidad, para que el «afuera» actuara como «caja de resonancia» del terror que debía expandirse como amenaza desde el centro de detención: «No se puede olvidar que la sociedad fue la principal destinataria del mensaje. Era sobre ella que debía deslizarse el terror generalizado», y por eso «la sociedad sabía. A ella se dirigía en primer lugar el mensaje de terror; ella era la primera prisionera» [4]. Uno de los mayores logros políticos del dispositivo concentracionario, según Calveiro, es precisamente haber grabado en el cuerpo social un efecto del terror diferido, que continúa activo.
¿Cuál es la manifestación espacial de este mundo sin vecinos? ¿Cómo reaccionaban los vecinos de los CCD ante la presencia de estos espacios? ¿Cuál fue el impacto «local» del CCD? Es poco lo que sabemos al respecto, y el hecho de saber poco es un primer indicador: el miedo y el silencio se impusieron en los barrios, aunque todo hace sospechar que de diferentes formas, en función de las características respectivas del emplazamiento del CCD [5].
Un estudio sobre el barrio vecino a un sitio de inhumación clandestina en Tucumán, el «Pozo de Vargas», formula conclusiones que acaso puedan aplicarse también a la cercanía con los ex-CCD. Los autores de este estudio se refieren a «consecuencias perturbadoras y disruptivas, que implican diferentes niveles de desestructuración en el mundo de la interacción social y de las representaciones», puesto que «los vecinos de este barrio ven, pero no ven, saben, pero no saben”, constituyendo “el secreto a voces […] una práctica que conduce a procesos colectivos de renegación y disociación social» (Vega Martínez, 2009). Puede suponerse que efectos similares se produjeron, con las variaciones locales del caso, en torno a la mayoría de los CCD. Si esto fue así: ¿hay un modo de «revertir» simbólicamente esos procesos? ¿Pueden reconstituirse a nivel local los lazos sociales quebrados? Y, ¿qué rol pueden jugar en ese trabajo la recuperación y apertura de los CCD?
3. La «recuperación» de ex-CCD: posibilidades de los procesos de apertura
En la última década, en Argentina tuvo lugar un dinámico proceso de «recuperación» de ex-centros clandestinos de detención. Se ha dado en llamar así a las acciones y gestiones por las cuales estos lugares vuelven a manos del Estado y/o de la sociedad civil y son reconvertidos en sitios destinados, de maneras diversas, a su memoria [6]. Las organizaciones de derechos humanos suelen llamar a estos procesos «recuperación», un término que es igualmente objeto de reflexión y debates (implicaría que estos espacios tuvieron en algún momento un uso civil, y deberían retornar a ese estado), por lo cual algunos actores se refieren también a «conquista» o «activación patrimonial» [7].
El principal objetivo de la recuperación de estos sitios históricos es el de obtener evidencia judicial. Son el escenario donde se cometieron crímenes contra la humanidad y deben preservarse como elemento de prueba para los juicios. Especialmente en el caso de la desaparición forzada de personas, un crimen orientado a no dejar huellas materiales de su ejecución, las pruebas que puedan encontrarse en el escenario de los hechos adquieren un inmenso valor. Más allá del uso en los tribunales, la información obtenida en los ex-centros clandestinos de detención sirve también como fuente para conocer la verdad histórica: son, por lo tanto, testimonio político y social.
Una vez afirmado el rol de los antiguos sitios de terror como testimonio material, sin embargo, se abre un ancho campo de usos posibles para estos lugares que suele estar atravesado de importanes tensiones y debates. Estos sitios pueden por supuesto ofrecer un espacio de homenaje para familiares, amigos, compañeros u otros grupos, y en algunos casos su mero traspaso a manos civiles puede tener para las víctimas un valor de reparación simbólica. Suele destacarse, además, el potencial pedagógico de estos espacios, especialmente en función de las nuevas generaciones. De este modo la dimensión «memorial» se combina con la cuestión del «museo» o el «sitio de aprendizaje» y, en algunos casos, estos usos pueden ampliarse hasta devenir en una suerte de centro cultural.
Existe, sin embargo, un aspecto adicional, otra función que puede añadirse a éstas (aunque al mismo tiempo las subyace o atraviesa) que adquiere relieve en Argentina, aunque quizás no se ha destacado suficientementemente hasta ahora, que es su potencial como instancia de reapropiación activa del barrio por parte de sus habitantes, de recuperación de prácticas espaciales influenciadas por el terror y, consiguientemente, de resistencia a sus efectos a largo plazo. Este uso se desmarca de manera interesante de experiencias realizadas en otros lugares del mundo, y suele soslayarse cuando se habla de «memorialización» en el debate internacional. Observaciones y entrevistas mantenidas en ex-centros de detención argentinos indican, sin embargo, que éstos pueden operar como activadores de la participación y concienctización barrial, contribuyendo así a reconstruir los lazos sociales quebrados y promoviendo prácticas y usos del espacio contrarios a los impuestos por el régimen dictatorial.
La apertura de estos espacios permite revertir narrativas funcionales a la diseminación del terror -que continúan ejerciendo su eficacia aún décadas después de terminada la dictadura- y permitir en cambio la emergencia de otras. Ya las acciones y movilizaciones que se realizan previamente para señalizar y denunciar la presencia de los ex-centros de detención en el barrio son un primer modo de hablar de aquello que estaba silenciado, dar un marco de explicación racional a lo que circulaba al modo de leyendas urbanas o narrativas fantasmáticas, y ofrecer espacios de participación ante lo que paralizaba y aislaba. Lo más destacable de estos procesos son entonces las posibilidades que introduce el hecho mismo de su apertura. Se trata de una apertura en sentido literal: sus puertas se abren al público, al barrio, a la sociedad. Esto que puede parecer obvio no debe darse sin embargo por sentado, puesto que no tendría por qué ser la única opción: los antiguos centros clandestinos de detención y tortura podrían también abandonarse a los elementos como testimonio de la infamia, o bien dejarse en manos exclusivas de personal técnico que preserve las huellas judiciales, o adjudicarse a un determinado sector, por ejemplo, de afectados. Pero es precisamente la apertura (y ésta tiene lugar en todos los casos de CCD recuperados en Argentina hasta hoy) la que brinda la condición de posibilidad para el diálogo o el encuentro entre sectores que estuvieron separados, desarticulados o distantes precisamente por la existencia del CCD, como dispositivo diseminador del terror.
Observaciones y testimonios recogidos en entrevistas con personal y vecinos de ex-CCD abiertos a la sociedad, en el marco de una investigación sobre la contigüidad entre estos sitios de terror y su entorno, apuntan en ese sentido [8]. En primer lugar, la comprensión y esclarecimiento sobre lo ocurrido allí, sumado a la posibilidad de ingresar y verlo con los propios ojos, ayudan a calmar la angustia e incertidumbre producida por su presencia, y que se expresa a menudo en relatos de corte fantástico y la atribución de elementos propios de la imaginería gótica del terror. En segundo lugar, las actividades organizadas allí permiten superar la parálisis generada por el miedo performativamente, a través de propuestas concretas de acción política, educativa y social, que promueven prácticas participativas y habilitan procesos de repolitización, de empoderamiento y de reflexión sobre la propia historia y el modo en que afectó los propios lazos sociales y vecinales. De ese modo, contribuyen a restaurar las relaciones sociales que la presencia misma del centro había desmentalado.
Estas conclusiones preliminares se exponen aquí en base a los casos de los ex-centros «El Olimpo» y «Virrey Cevallos», en Buenos Aires. Estos dos centros se caracterizan por estar absolutamente integrados a la trama urbana «normal» de la ciudad. Ambos están situados en barrios residenciales comunes de clase media -más céntrico y mayoritariamente rodeado de edificios de departamentos, en el caso de Virrey Cevallos, y en un barrio más apartado y predominantemente de casas bajas, El Olimpo. La casa de Virrey Cevallos es colindante con edificios de viviendas, con los que limita pared a pared, mientras que El Olimpo ocupaba un sector de un amplio galpón que abarca toda una manzana y sirvió sucesivamente como terminal de tranvías, de colectivos y luego puesto de verificación de vehículos de la policía federal. En ambos casos, la contigüidad con el barrio es llamativa y su proximidad dio lugar a rumores e historias contadas por lo bajo entre los vecinos. La imposibilidad de saber exactamente qué sucedía adentro, sumada a la existencia de indicios y señales suficientes para diseminar el terror, generó una zona de vacilación e incertidumbre donde inscribir las explicaciones sobre el lugar: dónde y cuándo comenzaron los cambios, qué ocurría exactamente, a quién se vio o qué se escuchó es relatado por los vecinos de forma fragmentaria y vacilante.
En ambos casos, grupos de activistas del barrio tuvieron un rol fundamental en la denuncia del lugar y su traspaso a manos civiles. Y en ambos lugares se llevan adelante, desde entonces, proyectos de investigación y recopilación de los relatos barriales.
Los grupos que trabajan en los dos ex-CCD asignan gran importancia al hecho de que «los vecinos» se animen a entrar al lugar. Desde su apertura al público en 2009, el equipo de Virrey Cevallos se dedica a recibir a los transeúntes que ingresan y hacerles una breve visita guiada explicando el lugar. En los primeros años transcurridos, el equipo de trabajo registró un promedio de entre dos y cuatro visitas por día, la mayoría de transeúntes -sobre todo vecinos- que se deciden a entrar luego de varias vacilaciones. El hecho de que, a diferencia de otros lugares como la ex-ESMA, no sea preciso registrarse previamente, da lugar a la espontaneidad en la decisión de visitar el lugar. Como recuerda una vecina de Virrey Cevallos que participó en su denuncia y recuperación, «la gente tenía miedo no sólo de hablar, sino hasta de recordar», pero destaca que a medida que pasa el tiempo se acerca más, «porque antes era visto como un lugar de miedo, se paraban del lado de enfrente, no venían por este lado», mientras que ahora «se acercan, y en la medida de que esto tienen actividades […] van perdiendo el temor» [9]. En el caso de El Olimpo, éste funcionaba en un sitio con un lugar muy fuerte en el imaginario barrial, puesto que había sido anteriormente un nudo central en la comunicación y el transporte barrial. Allí los vecinos habían referido cambios en la dinámica y la circulación alrededor del predio en dictadura, como la aparición de puestos de vigilancia con guardias que los apuntaban, la prohibición de caminar por ciertas veredas o incluso usar el balcón o terraza de sus casas y mirar por ciertas ventanas. También allí se consideró un objetivo central tras la recuperación del espacio lograr que los vecinos perdieran el miedo y se atrevieran a ingresar.
Calles de la Memoria (sinópsis) de bifurcaciones en Vimeo.
4. Narrativas del terror y prácticas integradoras: hacia la recomposición de lazos sociales
Uno de los efectos principales de la apertura de los ex-CCD es el poner en contacto los relatos del «afuera» y del «adentro», de vecinos y sobrevivientes o activistas, dando lugar así a narrativas y explicaciones que conjuren las angustia y la incertidumbre que generaba el lugar. Este encuentro de narrativas divergentes parece de por sí tener un valor reparatorio o restaurador del tejido social herido. Algunos vecinos pudieron recién con la apertura -al realizarse actos públicos en o frente al lugar, o al ingresar por primera vez- contar episodios vinculados al lugar, como pedidos de auxilio escuchados o situaciones críticas vividas en las propias familias al ver u oir indicios de lo que sucedía, como los golpes o los gritos que llegaban desde las salas de tortura. Esas historias, a la vez, se van incorporando al texto de la visita guiada, creando un relato colectivo y compartido, dinámico, que va incluyendo el testimonio de los vecinos. También acuden a los ex-CCD sobrevivientes o familiares que aún quieren saber si ellos mismos, o sus seres queridos, pudieron haber estado detenidos en ese lugar, pero incluso para quienes no tuvieron una experiencia tan directa del terror de Estado la visita resulta un disparador de recuerdos de situaciones vividas o de reflexiones en relación a él. En palabras de la encargada de visitas guiadas, «es como que se crea un vínculo» [10].
En los relatos de los vecinos, o de quienes acuden por primera vez, se registra en torno a ambos ex-CCD alusiones a un imaginario gótico o rumores de hechos de índole sobrenatural. Las referencias a subsuelos, catacumbas o túneles contrastan con la relativa banalidad de estos edificios, similares a otros de reparticiones públicas o bien a la arquitectura de una casa «normal», que encuentran en cambio al ingresar los visitantes. Relatos de sótanos en edificios que no los tienen, o leyendas sobre cadáveres, cuando en estos sitios nunca hubo inhumaciones clandestinas, son sintomáticos de la sensación de incertidumbre y efecto siniestro que generó la presencia del centro clandestino a nivel barrial. Rumores y leyendas de corte sobrenatural, así como historias de apariciones o fantasmas, circulan al modo de síntomas de la ansiedad generada por la ambivalencia entre lo sabido y lo no sabido, lo visto y lo no visto, durante los años del terror. Un cuidador de Virrey Cevallos, por ejemplo, da cuenta de la vacilación de los vecinos antes de ingresar, y de cómo él trata de convencerlos enfatizando que «aquí no hay fantasmas». Luego, añade, «la gente sale con la mente un poco más abierta», tanto si después vuelven a realizar actividades allí, regresan con otras personas o bien deciden no entrar nunca más. El cuidador -que a diferencia de la mayoría del personal que trabaja en estos lugares no proviene de círculos vinculados con el activismo en derechos humanos, sino que fue asignado allí por una empresa privada de seguridad- destaca cómo ese proceso tuvo lugar con él mismo, que logró superar los temores del principio (cuidadores anteriores le habían advertido de sombras y ruidos extraños), y que aunque las primeras semanas tuvo miedo, ahora le gusta trabajar ahí [11].
A través de talleres, muestras, cursos y otras actividades los equipos a cargo de los ex-CCD buscan extender su alcance aún más hacia la sociedad, y atraer a un público antes receloso de acercarse. Los cursos incluyen de maneras más o menos directa la reflexión sobre lo sucedido en el lugar y su impacto en el barrio, contribuyendo a lo que un sobreviviente de Virrey Cevallos califica como «un cambio en la historia de la casa […] un antes y un después». En El Olimpo, donde se desarrolla una intensa actividad de talleres y cursos de formación profesional, además de una investigación y reconstrucción de la memoria barrial, los testimonios dan cuenta con particular énfasis del potencial de esas actividades en la recomposición del tejido social del barrio. Estas resultan disparadores de memorias que hacen converger la experiencia individual con la memoria colectiva. Los actos escolares que realiza allí desde la recuperación la escuela pública cercana, tuvieron también un rol clave en acercar el espacio al barrio, ya que con el correr de los años, los padres de los alumnos -que al principio se quedaban afuera- fueron animándose a ingresar al lugar.
Al mismo tiempo, la propuesta de cursos y talleres permitió convocar a visitantes (también de otros barrios) y desarticular las narrativas y prácticas espaciales impuestas por el terror desde el hacer cotidiano. En el ex-Olimpo, que ocupa un inmenso predio, es sólo una parte relativamente chica del lugar la que funcionaba como sitio de reclusión y tortura de los detenidos-desaparecidos. Es posible entonces ingresar a él sin tomar contacto directo con este sector, pero quienes acuden a los talleres tienen la posibilidad de realizar en algún momento una visita guiada a ese lugar, experiencia que suele operar como fuerte movilizador y catalizador de las memorias. El maestro de panadería, por ejemplo, reconoce cómo, a partir de esa visita, varios participantes de su curso se animaron a contar que tienen familiares o conocidos desaparecidos, y afirma que desde entonces las clases fueron con más entusiasmo [12]. Las participantes del taller de telar comunitario relatan cómo se acercaron a él personas que antes temían o callaban, y afirman que la propuesta «no fue solamente enseñar […] sino tener una propuesta solidaria en la comunidad […] para que haya un intercambio entre la comunidad y el espacio» en lo que había sido «un espacio de terror [donde] el barrio no quería entrar, que pasaba por enfrente y no quería saber nada». Sus testimonios contraponen el dolor y la «sensación de muerte», que sintieron la primera vez que ingresaron, con la satisfacción por el espacio de encuentro que construyeron luego colectivamente y les permite, a la vez, ser multiplicadoras de ese «doble aprendizaje». Puesto que, en palabras de una antigua vecina del barrio, no se trató sólo del aprendizaje de telar sino que «aprendí el telar y aprendí a compartir con otras compañeras, [a] acompañarse uno al otro, cuando uno necesita, estar ahí»; es decir, que lograron reintroducir prácticas de interés y compromiso recíproco que durante los años del terror habían sido perseguidas. Esta misma participante destaca su tranquilidad y alegría por poder estar en ese lugar que antes le generaba miedo, y relaciona la superación de ese temor con su apertura a la conciencia política: «Antes, yo vivía más encerrada, vivía en mi trabajo y en mi casa nada más, no participaba de nada, esto me ha abierto una puerta para poder saber algo de política, poder preguntar, si no sé, pregunto […] puedo participar, puedo dar una opinión de lo que está pasando, de lo que se podría hacer [por] nuestro país» [13].
De esta manera, la actividad del ex-centro clandestino impulsa una repolitizacion o concientización de los ciudadanos, que va más allá de las prácticas y discursos de memoria que se limitan al homenaje o el relato de los crímenes del terrorismo de Estado. Estos usos los desmarcan y diferencian de muchas prácticas e ideas que circulan internacionalmente respecto a usos y funciones de los sitios de memoria. La posibilidad de restaurar o recomponer lo que se había roto pasa, en estos casos, no sólo por la memoria e historia barriales, sino que radica en la posibilidad misma de que los habitantes del barrio se reconozcan y reencuentren con su espacio urbano cotidiano. En este trabajo, los ex-centros de detención pueden actuar como poderosos núcleos generadores de debate, y quizás incluso, como afirma Gatti (2008: 73), «el detenido-desaparecido y el CCD [sean] coartadas para irritar al barrio y exigirle que piense y que se piense. Que más que representar el pasado, se trata de activar el presente».
Si bien los participantes de las actividades mencionadas son en su mayoría vecinos del barrio, eso no implica que el barrio masivamente conozca y se acerque al lugar. Los entrevistados señalan de hecho la gran heterogeneidad y diversidad de actitudes y reacciones entre vecinos y visitantes. Sin embargo, y aun cuando las acciones en torno al ex-CCD no surgen necesariamente del impuso espontáneo de vecinos, sino que son impulsadas por agrupaciones barriales, sociales o políticas ya existentes, esto no disminuye el potencial efecto reparador y de encuentro que sus actividades imparten hacia el conjunto de la comunidad [14].
Si en dictadura los CCD operaron hacia el barrio como «difusores» del terror, su apertura podría entonces contribuir hoy no sólo a neutralizar, sino incluso a revertir esos efectos propiciando actividades articuladoras y reintegradoras que contribuyan -desde lo local– a la reconstitución del tejido social y a la construcción de espacios de acción colectiva. Esta perspectiva trae consigo potencialidades, pero también desafíos. Implica, quizás de forma más pronunciada que en los otros usos mencionados arriba, ceder espacio a la aparición de una «rutina», de una cierta normalidad, mediante la realizacion de actividades relacionadas de manera no inmediata con el «sitio histórico», lo cual genera críticas de banalización o aún de falta de respeto por parte de algunos familiares y sobrevivientes [15]. Estos argumentos no pueden ni deben ser ignorados o relativizados. Sin embargo, debe considerarse al mismo tiempo que si no se interpela al resto de la sociedad desde estos espacios, y se la invita a involucrarse en su legado, se corre el riesgo de reproducir, involuntariamente, el aislamiento en que se quiso situar a las víctimas (incluyendo en este conjunto a sus allegados y familias), tanto en dictadura como en etapas posteriores, bajo gobiernos constitucionales, y de crear brechas aún más amplias donde habría que -en cambio- propiciar espacios de escucha y tendido de lazos entre actores sociales.
Las actividades que se ofrecen en estos espacios no dejan de guardar relación -más o menos directa- con el significado del ex-CCD, trátese del trabajo político de recuperación del pasado (como cursos de historia), la reparación de políticas de exclusión que continúan las de la dictadura (como talleres de oficios que ayuden a reinsertar laboralmente a personas en situación de desempleo) o aun la activación política latente en talleres de murga para jóvenes. Sin embargo, más allá del contenido de las actividades, hay un metanivel potencialmente emancipador, y consiste en la posibilidad de brindar elementos de repolitización y removilización social -que no excluyen sino que incluso ganan con la inclusión de vecinos y público en general. Si estas acciones pueden contribuir a revertir algunos de los efectos de las políticas de la dictadura, y si convierten al espacio en cuestión en referencia o de encuentro (no en el sentido de actividad social, sino en el de reconocimiento recíproco), los efectos de estos sitios de terror están siendo resistidos y, quizás, contrarrestados.
Espacios que operaron a nivel local como diseminadores del terror podrían, a través de su apertura, permitir comprender y desmitificar esos espacios ominosos del barrio y desactivar su poder amenazante. Se ha afirmado que, por su capacidad de aportar a la construcción de la verdad histórica, los ex-CCD no deben considerarse «sitios del horror» sino «sitios de verdad» (Castillo, 2009). Podría pensarse, sin embargo, que ambas condiciones no son contradictorias, sino que estos dos momentos -el del horror, el de la verdad- corresponden a diferentes contextos, y que el momento de «verdad» puede servir para comprender, resistir y neutralizar el del «horror». Si, como afirma Feierstein (2007), la práctica genocida se continúa luego de ocurridos los crímenes en su realización simbólica posterior, esta función de «verdad» no carece de relevancia [16].
La recuperación de los CCD, según Gatti (2008: 70-71), permite «poner en la historia, darle sentido al operador de la devastación», retirarle su carácter siniestro: «No es el averno, algo más allá de todo, es un lugar explicable». Convertido en patrimonio, en lugar con identidad, es posible devolverle el sentido a sus ruinas, «restituir las relaciones de esta cosa -el CCD y su universo- con las palabras que le corresponden». Los ex-CCD donde se trabaja de manera más cercana con los habitantes de los alrededores del sitio parecen confirmar que algo de ese proceso está en marcha: la apertura permite hablar de lo que silenciaba, sacar a la luz lo que permanecía oculto, iluminar lo que estaba oscuro, explicar lo que quedaba envuelto en la niebla y la confusión y poner en palabras lo que se balbuceaba, pues no tenía como nombrarse, dando una explicación coherente en el marco de una interpretación racional del pasado a lo que generaba renegación y silencio o se anudaba a narrativas de corte fantasmagórico o sobrenatural y operaba, en cualquier caso, produciendo terror y paralización [17]. La proliferación de este tipo de relatos, por su parte, parece inversamente proporcional a la falta de visibilización y explicación de estos espacios. Si, como afirma Rousseaux (2009), existe también un derecho al sentido de lo ocurrido, los trabajadores de los ex-CCD, «militantes del sentido […] trabajan desde su pericia profesional en contra de los efectos devastadores que la desaparición forzada de personas provoca: si ésta destrozó, construyen. Si aquello deshizo, rehacen. Si eso separó cosas de significados, resignifican» (Gatti, 2008:73).
Estas observaciones de campo preliminares sugieren, por último, que entre estos espacios de excepción y la ciudad «normal» que los rodea hay necesarias contigüidades, sino que el carácter del barrio y del CCD se determinan mutuamente de modos que influirán a su vez en la elaboración posterior del terror y la circulación de relatos barriales en torno al mismo. El carácter topográfico del barrio y el perfil sociocultural de sus habitantes influyen en las narrativas y prácticas espaciales que surgen en torno a la presencia del CCD. De modo que entre el espacio de excepción del CCD y la ciudad «normal» que lo circunda habría más determinaciones recíprocas de lo que una separación tajante entre «adentro» y «afuera» permitiría suponer [18].
5. Justicia transicional y justicia espacial: una aproximación pendiente
En las últimas décadas, un nuevo interés por la dimensión espacial de la vida social y la calidad constitutiva del espacio en las relaciones sociales llevó a hablar, al menos en el medio académico anglosajón, de un «giro espacial» en las ciencias sociales. Esta tendencia -básicamente el reconocimiento de la dimensión producida y productiva del espacio en la vida social- se nutre de autores que combinan de diversas maneras la geografía con el marxismo, como Soja (1989 y 2010) y Harvey (2009), y se apoya de forma más o menos explícita en nuevas lecturas de la obra de Lefebvre (1991). Desde que el sociólogo francés publicara en 1968 su obra El derecho a la ciudad, esta expresión ha seguido un itinerario propio de intervención política e intelectual, y ha proliferado en múltiples foros como expresión del derecho y la aspiración a un espacio -es decir una sociedad- más justo. Es en este contexto de pensamiento también que varios autores contemporáneos delinearon el programa de la llamada justicia espacial: la comprensión de que la justicia, como la injusticia, tiene una correspondencia íntima con el modo de organizarse espacialmente las relaciones de producción -y por tanto las relaciones sociales-, y que sus claves deben, en consecuencia, buscarse también en la configuración y estructura del espacio social (Soja, 2010).
Este interés en la dimensión espacial de la injusticia responde ciertamente a la intención de hallar nuevos diagnósticos -nuevas curas- para los males sociales urgentes que crecen ante nuestros ojos: la escandalosa pauperización de sectores cada vez mayores de la población mundial paralela, simultánea y de varios modos inextricablemente vinculada a una tendencia vertiginosa a la urbanización que anticipa un mundo -ya arribado- en que la enorme mayoría de las personas (mal)vivirán en ciudades; ciudades por su parte cada vez más precarizadas y vaciadas de espacios para la búsqueda de horizontes de sentido o la acción colectivas.
Significativamente, sin embargo, estas corrientes de estudio y pensamiento no se han puesto con otra área de las ciencias sociales en expansión en las últimas décadas, como los estudios sobre la memoria social de las catástrofes y, más concretamente, la justicia transicional.
Los estudios de la memoria colectiva procuran comprender los efectos y alcances de los hechos sociales traumáticos en función de los modos presentes de recuperarlos, elaborarlos y disputar sentidos en torno suyo. Al interior de esta corriente de estudios sociales sobre la memoria, a su vez, existen investigaciones que se ocupan de las memorias espaciales en la forma del significado y los debates por la memorialización. Cuestiones que giran en torno a preguntas como: ¿cuáles son los lenguajes y formas adecuados para dar visibilidad pública a las memorias? ¿Cuáles los actores, tiempos y objetivos indicados para estas iniciativas? ¿Qué debe hacerse con y en los sitios materiales donde se cometieron en el pasado crímenes atroces? Los debates en torno a estas cuestiones, sin embargo, no han sido adecuadamente puestos en relación con las preguntas por la consecución de ciudades más justas. Del mismo modo, la justicia transicional se ocupa de la tramitación judicial de crímenes masivos, soslayando a menudo el contexto de disputas políticas o de desigualdad social en que esos crímenes tuvieron lugar.
Entre estas corrientes de estudios, las investigaciones sobre la dimensión espacial de la justicia y los estudios de las sociedades en contextos de transición, existen llamativamente pocos puntos de contacto. Los autores que desde la geografía marxista han intentado desbrozar la desigualdad estructural que organiza las relaciones espaciales, no han llegado a pensar el significado y los alcances de la espacialidad concentracionaria. Como si los recintos concentracionarios, los dispositivos espaciales erigidos al servicio del exterminio sistemático o las improntas dejadas por los regímenes autoritarios en la trama urbana fueran epifenómenos, excepciones, manifestaciones marginales e independientes de la disposición estructural -desigual- del espacio o de los modos alienados de practicar el espacio o de habitar.Inversamente, los trabajos sobre la inscripción espacial de las memorias corren con frecuencia el riesgo de devenir observaciones analíticas más o menos aisladas, centradas en las prácticas de memorialización en sí mismas [19], y desvinculadas de lo que debería ser un pensamiento más abarcador y comprometido con las circunstancias que afectan a la justicia espacial.
La tarea teóricamente ambiciosa de vincular esas áreas es enorme, y aquí tampoco podrá ser resuleta sino apenas mencionada como desafío necesario, a fin de situar al interior de ese vacío, o de ese cruce pendiente, los análisis de los procesos transicionales a escala local. Es posible que desde la práctica cotidiana y a nivel micro estén desarrollándose acciones que dan una respuesta -fáctica– a lo que aquí se plantea como pregunta conceptual en cuanto a la formulación de memorias urbanas comprometidas con el pasado, pero también con los efectos de las políticas dictatoriales en el modo de acceder a la justicia hoy en la ciudad. La tarea de indagar en el pensamiento utópico urbano podría en todo caso enlazarse con los debates sobre el sentido de los ex-CCD hoy: ¿qué proyectos políticos y urbanos estaban en juego cuando tuvo lugar el terrorismo de Estado? ¿Qué diseño de ciudad se llevó adelante paralalemente a la desaparición de personas, y cómo acompañó ese plan urbano al despliegue del terrorismo de Estado? ¿Cómo hacer justicia a la memoria -o hacer memoria de las injusticias- en las ciudades hoy?
Pensar los procesos transicionales debería acompañarse de una reflexión sobre el modo de habitar y de concebir el espacio social hoy, pues la inscripción de las memorias no es ajena al modo mismo de habitar y construir la ciudad. De ese modo se podría también evitar los riesgos de una «compartimentación» o parque-tematización de las memorias en el espacio urbano. Una memoria alerta y presente, atenta no sólo a la ubicuidad de las huellas del terror dictatorial, sino también a las manifestaciones de exclusión e injusticia en el presente, permitiría en cambio reconstruir lazos sociales y ofrecer modos de reapropiarse del espacio público, allí donde éste había sido arrasado por el terror dictatorial.
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* La investigación que sirvió de base a este artículo fue realizada bajo el auspicio del Consejo de Investigación Europeo en el proyecto “Narratives of Terror and Disappearance” (ERC Grant Agreement n° 240984) del Séptimo Programa Marco de la UE (FP/2007-2013). El texto se basa en una ponencia leída en el IV° Seminario Políticas de la Memoria organizado por el Centro Cultural Haroldo Conti (Bs.As., octubre de 2011) y es una versión adaptada del publicado en inglés ˝‘Now the Neighbors Lose Their Fear’: Restoring the Social Network around Former Sites of Terror in Argentina” en el International Journal of Transitional Justice, 2012-6.
Artículo recibido el 10 de septiembre 2013 y aprobado por invitación el 15 de septiembre 2013.
Estela Schindel, Centro de Excelencia de la Universidad de Constanza. E-mail: Estela.Schindel@uni-konstanz.de