Resumen
Este artículo trata de compartir una reflexión académica con respecto al fenómeno de la pintura callejera chilena, entendiéndola como un hecho estético total, que lo es menos por sus producciones y resultados que por los usos y percepciones que lo entretejen, conforman y desparraman por la ciudad.
Palabras Claves
Estética, popular, urbana.
Abstract
This article attempts to share an academic reflection regarding the phenomenon of Chilean street painting, understanding it as a total aesthetic event, because of the uses and perceptions that interweave, integrate and spread it through the city, more than because of its productions and results.
Keywords
Aesthetics, popular, urban.
1.
Llamaré pintura callejera chilena a un tipo, simultáneamente banal, anónimo, popular y masivo, de pintura realizada en las murallas públicas del Chile contemporáneo. Una desgastada y elocuente recurrencia expresiva, propuesta como manufactura socio-cultural alentada, situada y amplificada por los espacios y las redes de la ciudad. Manifestación trivial que marca el punto de inicio de una serie de problemáticas relacionadas con la estetización, tanto de la política como de la vida cotidiana y colectiva.
Todo esto significa, de partida, abandonar, o al menos tomar distancia, con respecto a la tradicional idea de que lo estético deba reducirse a lo artístico, reabriendo así una discusión necesaria, debido no sólo a una cuestión intelectual, sino fundamentalmente a la trama callejera, en donde esta experiencia obtiene su sentido [1]. Callejear, como sabemos, tiene en castellano un cierto sentido peyorativo, en cuanto alude a la idea de un deambular sin rumbo fijo, o como explica el Diccionario de Autoridades, sin otro fin que la curiosidad o el vicio.
Callejear, expresión semántica con la cual se reafirma y resitúa este tipo de experiencia, en tanto movimiento y existencia desperdigada por entre la retoricidad y los manoseos de la ciudad, que permitiría evitar, luego, el ennoblecimiento artístico-estético al que suelen ser llevadas ciertas expresiones, que no contando con el prestigio de otros objetos de conocimiento, se ven forzadas en su materialidad y trasvestidas en sus significados. En el caso de la pintura callejera, dicho forzamiento se hace evidente a partir de las mismas denominaciones que ha recibido, las que además se circunscriban en lo esencial a los signos pintados. Es así como se ha hablado indistintamente de arte popular, de muralismo, de murales, de comunicación popular, de arte del pueblo o de pintura social.
Denominaciones que han apuntado a demarcar y definir una cuestión general, cuyas características, relatos y especificidades se encuentran aún abiertas a la discusión y de la cual mi trabajo ha querido participar, reafirmando, desde el principio, el carácter callejero de lo que tenemos entre manos [2].
2.
Ahora bien, lo que genéricamente suele reconocerse, rastrearse y especificarse -desde la academia, los estudios formales o las publicaciones- como el signo más evidente de una pintura callejera chilena, es el trabajo brigadista realizado y encuadrado en los límites de los años del Gobierno de la Unidad Popular (1970-1973). Una pintura, y más que eso, una picturalidad, elaborada por grupos políticos, que luego de las campañas presidenciales anteriores a 1970, deciden pasar del trabajo de la mera letradura a una expresión que incorpora lo icónico como manera de acompañar el proceso político en cual se veía envuelta la sociedad chilena en esos años [3].
En efecto, las brigadas muralistas corresponden a grupos proselitistas, compuestos esencialmente por estudiantes, trabajadores y pobladores, los que guiados por intereses político-partidistas, se encargan de convertir los muros de la ciudad en una especie de pasquines inmóviles. Proselitismo que le sumará la imagen visual a la escritura, no sólo para reafirmar su carácter enunciativo, sino como forma de abrirse a otros motivos, temáticas y formas urbanas. Especial relevancia tienen en esto los partidos de izquierda, en tanto promotores y provocadores de un trabajo inscrito en lo que supuestamente son los espacios y los tiempos de los grupos que dicen y desean representar. Las Brigadas Ramona Parra, Elmo Catalán, Inti Peredo y más adelante las Brigadas Muralistas Camilo Torres, la Brigada Chacón, así como las innumerables brigadas poblacionales (menos orgánicas, pero no por eso menos efectivas), son ejemplos transversales de una continuidad dentro de los objetivos señalados [4].
También suelen aquí destacarse -a veces abusivamente- las incursiones callejeras de plásticos profesionales, que durante estos mismos años se movieron por entremedio del paisaje urbano, para alentar, ya fuese interrogaciones analíticas con respecto a las tramas urbanas o los recorridos peatonales, como también en relación al lugar del arte y del artista en una sociedad de cambios. Este fue para ellos razón, motivo y soporte teórico y prácticamente tenso, tanto de propuestas artísticas, como de cuestionamientos socio-semióticos que pretendían participar por entre las redes de un país interrogativo, dispuesto a preguntarse por sus propios alcances y sentidos. En este ámbito, los nombres van desde Pedro Millar y Luz Donoso hasta Francisco Brugnoli, José Balmes, Gracia Barrios o Roberto Matta, Julio Escámez, José Venturelli y Fernando Meza, señalándose incluso a Guillermo Núñez, quien nunca participó en dichas manifestaciones más que como entusiasta promotor y atento espectador de lo que pasaba. Millar y Donoso fueron los gestores de un primer mural no institucional realizado en las riberas del río Mapocho (Santiago, 1964). Francisco Brugnoli, por su parte, realiza hasta el año 1969, junto a sus alumnos de la Escuela de Arte y de Arquitectura de Valparaíso y Santiago, un tipo de murales no figurativos que se proponen, desde los muros bulldozer, «poner en evidencia la trama, las tramas urbanas […] líneas que marcaban la altura de las personas, ciertas proyecciones de edificios, o que hablaban de circulaciones» (Rodríguez-Plaza, 2004: 375). En el caso de Matta, se trató simplemente de un bosquejo para un mural que fue reproducido en una piscina de La Granja (1971) por la BRP; a lo cual se le debe sumar el gran interés que habría mostrado el pintor por este tipo de manifestaciones (Saúl, 1972). En cuanto a Núñez, cabe consignar la exposición «Arte Brigadista» (Santiago, 1971) alentada por él durante su gestión en tanto director del Museo de Arte Contemporáneo (1970-1972) (Saúl, 1972).
Tampoco se escapan, en este universo, las alusiones a la trayectoria de lo artístico-mural, que desde su institucionalización académica en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile (Laureano Guevara, 1933), hasta la llegada de Siqueiros y de Guerrero a Chile (1940), produjo algo que menos que una tradición; fue el resultado de obras dispersas de hombres excepcionales [5]. Ciertamente los puntos de contacto entre esta muralística, aquellas incursiones y la pintura callejera son inequívocas. Pero también son ciertas las profundas diferencias, las que atañen menos a los temas y técnicas (aunque también a ellos) que a las motivaciones, soportes, escenarios y marcos socio-institucionales que sostienen a cada una de estas composiciones. Composiciones que, en el caso de la pintura callejera, apuestan muchas veces al riesgo y al enredo, banalizando el vandalismo y vandalizando lo banal.
A todo este reconocimiento histórico suele sumársele, por su parte, ya sea una defensa exenta de cualquier sospecha que vislumbre siquiera sus fisuras, como también una desacreditación total producto y consecuencia -al menos en parte- de las visiones contrapuestas que animan los juicios con respecto a aquellos años. Pero también estas visiones pueden atribuirse a las configuraciones perceptivas, nocionales o a las conceptualizaciones que guían tales perspectivas. En este sentido, resulta evidente que muchos de los alcances hechos con respecto a esta pintura manejan, como se ha insinuado, una idea circunscrita a la artisticidad sígnica y terminal de un trabajo que tensa y distensa muchas de las características en las cuales se reconoce aquella supuesta artisticidad. La noción arte resulta así clave en cuanto ésta se convierte en el tópico sobre el cual descansan las proposiciones críticas que pretenden agotar sus significaciones. Arte, menos como manualidad y destreza que como concepto moderno de bellas artes, ligado, por lo mismo, tanto a las autorías y a las autoridades, como a los aparatos legitimadores que acentúan y resignifican, cada vez, los signos de sus propias valoraciones.
Igualmente, aquellos enfoques descansan muchas veces en una estructura epistémica socio-histórica en la cual se disuelve completamente el aspecto estético que indudablemente maneja un fenómeno como éste. Los contextos suelen así obliterar aquello que escapa a los encuadramientos estrictamente cercados por los saberes y las disciplinas, asunto que por lo demás es una manera empobrecida de entender lo contextual al ligarlo exclusivamente con la dimensión instrumental que lo anima.
3.
Dicho esto, queda por resituar, entonces, este tipo de pintura dentro de las coordenadas, que sin omitir las perspectivas aludidas, le sumen aquellas pistas de reflexión insinuadas, conectándola igualmente con conceptualizaciones y abordajes que comuniquen y remapeen algunos de estos objetos y sus niveles de conocimiento. Es decir, asumir que esta pintura conserva rasgos de una determinada especificidad histórica, pero también entender que las problemáticas a las que da lugar son producto de su carácter eminentemente complejo por todas aquellas in-determinaciones, alusiones o citaciones que la expanden y la desplazan en una dialéctica que no hace más que mostrar su notable reiteración.
3.1.
De tal forma, sería deseable reinstalar esta experiencia performativa en tanto resemantización manufacturada y autoconstruída, inscrita en un tipo de trabajo fundamentalmente político-contestatario. Por lo tanto, sujeto a variables y a variaciones que lo integran, lo constituyen y lo expanden, desbordando los signos pintados [6]. Asumiendo, luego, que una experiencia como ésta es no sólo ilustratividad política (aunque allí se haya jugado un asunto esencial), sino también acontecimiento expresivo vinculado a los usos, abusos y constructos de la ciudad. Usos que concatenan y enlazan tanto lo simbólico como lo fáctico, en cuanto esta pintura se enmarca en la producción misma de los habitantes de la urbe y no solamente en sus virtualidades, cuyas experiencias más cotidianas se entrelazan creativamente con los aparatos massmediáticos. Esto significa entender, por un lado, el carácter activante de las mediaciones vinculadas a la escucha o a la mirada radiofónica y televisiva, respectivamente, y por otro, la dimensión también activa que fundamenta el trabajo con las voces, las escrituras, las iconicidades o las palpitaciones picturales y sonoras de la ciudad.
En este sentido, se podría hablar, como se ha sugerido, de una estetización de ciertos aspectos carnavalescos de la política, o más derechamente, de cómo la política excede sus objetivos estrictamente doctrinarios para desde allí rearmar sus propias latitudes y configuraciones.
3.2.
Pero también habría que entender esta pintura desde los rayados (igualmente desde los rallados o el esmeril en el vocablo argótico de las tribus urbanas), cuyo antecedente más inmediato es el muro como su soporte más evidente, aunque no exclusivo, y la topografía de la ciudad como su apoyatura más elocuente. Es decir, amarrar la comprensión de esta pintura desde los graffiti, los tag [7] (chapas en el contexto juvenil chileno), los picturograffiti [8] o los papelógrafos y el trabajo con plantillas en tanto signos que literalmente dibujan los contornos en los cuales se desplazan y se des-dibujan las periferias de la ciudad. Todo lo cual, en definitiva, reafirmaría la denominación de pintura callejera, haciendo que las conocidas experiencias brigadistas se constituyan en una de las tantas inflexiones -reconocidas, vistosas y sobresalientes, pero inflexiones al fin- dentro de un todo más extenso, indiferenciado y múltiple. Incluso, no ya circunscrito al espacio chileno, aunque obviamente Chile siga siendo un territorio desde donde reconocer la territorialidad que la afirma; y por lo mismo, no ya encuadrada en los años del gobierno de Salvador Allende, aunque éste siga siendo un punto alto de reconocimiento de un trabajo más orgánico.
Así, desde las matrices de cultura -especialmente de una cultura chilena marcada justamente por lo político-, y considerando lo expuesto, puede definirse a la pintura callejera como un hecho estético total (Rodríguez-Plaza, 2000), que se conforma al dotar a la actividad de rayadura de un sentido explícitamente político, abiertamente polémico y eventualmente conflictual, esencialmente urbano y confinado en lo fundamental a los muros, a las murallas y a las paredes de los espacios citadinos abiertos a y en lo público [9]. Pero también al expandir, literal y matéricamente hablando, el sentido de pintura y escritura, para llevarlo a convertirse en trazo, brochazo, relleno y filiteo de una problemática que hace converger lo lineal, lo textual, lo icónico, lo gestual y lo lúdico.
Ello, obviamente, es posible en la integración y simultaneísmo del que están dotadas las materialidades que exponen y expresan un núcleo de configuración estética. Es decir, una estetización de las innumerables palpitaciones creativas que transitan y construyen los enmarañados espacios y tiempos en los que se desperdiga la vida ordinaria y colectiva, la cual, a su vez, y por este mismo concepto, se envuelve con el aura desgastada de lo estetizable. Es por esto que cualquier acción en la carnalidad, descripción y delineamientos de la ciudad requiere -tanto para su estructuración como para su comprensión analítica desde la estética- de la tridimensionalidad esencial que conforma lo estético. Entendiendo por ello, la manera holística en la cual confluye lo poiético, lo estético (desde su sentido etimológico) y lo catártico. Lo que traducido a un lenguaje de producción práctica significa aludir tanto a las manufacturaciones como a los circuitos circulatorios y receptivos (purgativos, reprobatorios, placenteros o displacenteros) que desencadena una experiencia como ésta [10].
En este sentido, y como ha sido adelantado, los años 70 aparecen como un eje esencial en la proyección y animación de un tipo de trabajo que no sólo le pertenece a esos años, sino que también los ha construido en algunas de sus identidades. Piénsese, por ejemplo, en la imagen combativa y proyectiva del «hombre nuevo» o de lo mapuche como soporte étnico nacional, que tanto desde las articulaciones productivas como desde los puños, flores o rostros anónimos pintados, ha sido referente casi obligado para un tipo de acontecimiento que cala hondo en la historia de Chile. Y esto, tanto desde la pintura callejera misma como desde el mundo del arte que se propuso un diálogo con la calle y con la ciudad. Sin olvidar, por supuesto, el hecho de que este mundo resulta no sólo trastocado, sino más bien cuestionado en tanto esencialismo, o incluso en tanto concepto operatorio, debido al carácter marginal, periférico y contrainstitucional en el que se desenvuelven los rayados [11].
4.
En fin, desde estos apuntes generales, y en un intento de afirmación de especificidad, se debe asumir dentro de la pintura callejera una dimensión dualista, sin la cual resulta complicado entender a cabalidad su presencia, su ubicación, sus formas e incluso sus ausencias: el muralismo y el mural.
4.1.
El muralismo en tanto experiencia y acción que supone una variedad de elementos que producen una manifestación, un evento. De modo que la pintura callejera engendra, y acepta una producción festiva que marca un territorio, convirtiéndose a la vez en un gran punto de encuentros diversos.
El muralismo lo entiendo como una sucesión de acentos, voces, movimientos y silencios (literales, metonímicos y metafóricos) generados por una comunidad, cuyas opciones y marcas ideológicas o vitales pueden bifurcarse en muchas direcciones. Este sería el hecho que al interior de una cuestión mucho más extensa y multiforme como el rayar murallas (o cualquiera otra superficie) se sincronizaría con la ciudad en tanto trama cultural. El muralismo es contexto y pretexto -e incluso intertexto-, y por ende, ejercicio ondulante que antecede y excede a los eventuales grupos, brigadas o individualidades que lo ejercen en tanto coordenada de sentido.
A la manera de una serie de relaciones armónicas o desarmónicas, éste se ejerce como diseño que supone el tránsito, la comunicación, la circulación o la ocupación de un buen número de espacios, los que a su vez se funcionalizan al verse utilizados en tanto textura, forma y materialidad.
Lo que genéricamente se puede reconocer como muralismo sería entonces la gestualidad corporal, alimentada en cada caso particular por motivaciones de distinto orden, que pueden ir desde argumentos de tipo ideológico hasta ensayos imaginarios, producto de experiencias lúdicas. El muralismo corresponde a un hecho que trabaja en ciertos rincones periféricos de la ciudad, celebrando con ello la desorganización de sus utilizaciones. De este modo, y por una misma condición, el muralismo se enfrenta y anima los recorridos verticales, horizontales o diagonales que el espacio citadino procura.
Extremando hasta el límite podría llegarse a concebir como muralismo el acto mental que, desde la sola imaginación, alguien produce en tanto acto virtual en desarrollo. Es decir, que desde la antípoda que significa la falta absoluta de movimiento físico, puede llegar a reconocerse las figuras y los ajetreos concebidos desde la fantasía. Una ciudad es antes que todo una organicidad haciéndose, un conglomerado cultural que sólo en cuanto proyecto de permanente construcción imaginativa va adquiriendo el nombre de tal.
4.2.
En forma simultánea se produce el mural como visualización pictográfica y materialidad cromática. El mural es la marca, el significante expuesto de las distintas lógicas que ayudan, interpelan y generan dicha materialidad. De modo que este signo condensa en términos imaginativos concretos la gestualidad sustantiva y corporal de una realidad abiertamente multiforme.
El mural no es simplemente el resultado de un trabajo de acción en el espacio, el tiempo o el ambiente de los rincones de la ciudad, sino más bien el registro sígnico que aparece en lo real como simulacro (en el sentido de semejanza) diferido del acto de practicar el rayado de muros.
Ya sea como plasticidad lineal, como superficie uniforme o parcialmente cubierta, o como combinatoria de todas estas posibilidades visuales posibles, el mural es el bordado real que suele tejer la acción del muralismo. Es decir, el mural es la imagen visual cuya retórica depende de las iconicidades y plasticidades que se conjugan al interior de una estructura más o menos reconocible en tanto mensaje visto. De igual modo, la realidad del mural puede llevarse al extremo, en tanto visualización de una eventual producción mental de un signo mono o policromático, figurativo o no figurativo.
En fin, al fraccionar de este modo el fenómeno de la pintura callejera se puede lograr, a mi juicio, un discernimiento que le restituya a su lectura su capacidad de explicación a cuestiones que aparecen, ya sea en conjunción o en contradicción con las ideas que suelen tenerse con respecto a ella.
Una cosa es, por ejemplo, las razones, los deseos, las conjuras y los temas que impulsan a un individuo o a un grupo de individuos a practicar el muralismo y otra distinta es lo que eventualmente se logra en tanto signo pictográfico-visual o mural. Este eventual desencuentro puede producirse por muchas razones, pero pienso que la más elemental corresponde a la literal irregularidad del terreno y/o de la calidad de los materiales que intervienen en su producción. Una irregularidad no sólo circunscrita a la materialidad superficial en la cual éste se despliega, asunto más emparentado con el mural, sino a la discontinuidad ambiental que le sirve de marco estructural.
Desde otro ángulo puede explicarse el por qué la insistencia en la práctica de una actividad que no siempre puede mostrar resultados legítimamente exhibibles [12]. En este caso lo relevante es el quehacer como compromiso, generalmente conflictivo desde la perspectiva de la autoridad y no las finalidades icónico-gráfico terminales.
4.3.
Esta operatividad, luego, puede ayudar a comprender, ubicar y detectar los distintos momentos, modos y experiencias que dibujan una supuesta trayectoria de la pintura callejera chilena, mostrando a su vez las diferentes motivaciones, así como las diversas modalidades adoptadas.
4.3.1.
En términos generales se puede indagar, en primer lugar, un rayado escritutario, atenido esencialmente a lo contestatario. Aquí la escritura, lo textual, traducido en frases, palabras, eslogan -fabricado con brochas o lata espray- detenta la imagen más llamativa. Los años de la primera fase del gobierno militar (1973-1976) constituyen una etapa elocuente de un tipo de graffiti valeroso, que no sólo marcaba un territorio, sino que también quería participar en el mantenimiento de una memoria usurpada.
La Brigada Chacón ha resultado, igualmente, un antecedente novedoso al incursionar desde los papelógrafos en una etapa democrática del Chile post 73. Si bien es cierto que su trabajo es eminentemente textual, no deja de sobresalir la aparición esporádica de lo icónico como complemento directo de lo que se escribe, y por ende de lo que se lee.
4.3.2.
En segundo lugar, aparece la imagen icónica como soporte de representaciones, que van desde los acontecimientos políticos hasta reivindicaciones más generales, tematizando imaginarios históricos contemporáneos o modernos, ligados incluso a los medios comunicacionales actuales.
Resulta interesante la aparición de imágenes murales que «hablan» desde el cómic, en tanto cultura relativamente subversiva. Pero también desde el video o más extensivamente desde la televisión, en cuanto promotor de entrecruzamientos y de dispositivos de mediaciones creativas.
4.3.3.
Sumado a ambas expresiones aparece un mural que combina ambas modalidades (texto-imagen) y que se inscribe en la trayectoria más recurrente de una pintura callejera chilena.
4.3.4.
En un registro distinto, aparece un tipo de escritura cerrada a la comprensión de sentidos evidentes. Los tag son aquí un ejemplo elocuente de trabajos producidos por tribus, generalmente de jóvenes, cuyas significaciones se cierran a códigos convencionales, abriéndose, por lo mismo, a estructuras significativas de decodificaciones situadas. La cultura hip-hop sirve en este contexto no solamente como estructura general anclada a una cultura local, sino también a las transnacionalizaciones que desterritorializan los nuevos mapas simbólicos.
«Producirse, auspiciarse, pegarse un tag con esmeril o lata 13″, vestido de tal o cual manera «rapera», están señalando marcas que quizás sean comprendidas cuando aceptemos mirar antropológicamente nuestra propia modernidad, folclorizando no sólo el folclor (que no siempre fue local, «auténtico» o asimilado de buen grado por las gentes), sino también nuestra actualidad.
Lo popular y lo masivo no son, luego, realidades y conceptualizaciones excluyentes, así como las tradiciones no son sólo cosa del pasado, sino que alimentan, identifican y «rayan» nuestras construcciones culturales más actuales, sean éstas permanentes o no. «Quien aprenda a leerlas (como ha dicho Benjamin de la moda) no sólo podrá conocer de antemano algo sobre las nuevas corrientes artísticas, sino también sobre los nuevos códigos, las guerras, las revoluciones. En esto reside, a no dudarlo, la fuerte fascinación de la moda y también la dificultad de hacerla fructífera» (Benjamin, 1997).
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Recibido el 5 de abril de 2005. Este artículo es una versión reducida de la tercera parte del libro aparecido en Francia (Rodríguez-Plaza, 2004). Una primera versión ha sido publicada en Chile, en Aisthesis número 34 (Santiago, Instituto de Estética, PUC, 2001), siendo presentada como ponencia al encuentro «Psicología, Estética y Transformación Social», del Magíster en Psicología Social, Universidad ARCIS-Universidad de Barcelona, en Santiago, agosto de 2004. El autor agradece a Paula Raposo, Isabel Pipper, Roberto Fernández y Marcia Escobar por la posibilidad que le dieron de participar en aquel encuentro.
Patricio Rodriguez-Plaza, Escuela de Teatro de la Facultad de Artes de la P. Universidad Católica de Chile. E-mail: rodriguezplaza@puc.cl
[1] Algunos de estos tópicos son abordados en Rodríguez-Plaza (2000).
[2] Ver bibliografía de referencia.
[3] Es claro que este tipo de trabajos es, esencialmente, una cuestión colectiva, debido más a las circulaciones y recepciones de los habitantes de la ciudad que a los ejecutores de los mismos. No obstante, al momento de historiar su trayectoria suelen destacarse, entre otros, los nombres de Alejandro «Mono» González, Alberto Díaz, Danilo «Gitano» Bahamondes, Patricio Madera y Patricio Cleary (Rodríguez-Plaza, 2004).
[4] Un listado aproximativo de las brigadas poblacionales puede encontrarse en Díaz (1990). Por el carácter efímero, contrainstitucional y marginal en el cual se mueven estas manifestaciones, resulta evidente la dificultad para confeccionar un corpus suficientemente confiable sobre el cual asentar inequívocamente sus contornos, sus situaciones y su recorridos (Rodríguez-Plaza, 2004).
[5] Esto debe, sin embargo, tomarse con cautela. Quizá una verdadera historia analítica de la pintura mural en Chile podría demostrar la continuidad y los hitos de una práctica significativa en el ámbito del arte chileno.
[6] Ver a este respecto las proposiciones expuestas en Rodríguez-Plaza (2000).
[7] Palabra de origen inglés, cuyo significado aproximativo sería el de etiqueta. Más exactamente, aquella marca que se pone a las maletas para su identificación y reconocimiento en la jerga transporteril. De allí, la idea de repetición y visibilidad que anima a este tipo de práctica graffitera. En cuanto a la expresión chapa, esta no puede no asociarse al clandestinaje político, donde el verdadero nombre es reemplazado por el sustituto «nominal» (no por un sobrenombre) que protege al renombrar.
[8] La expresión pertenece a Riout (1985) y designa un tipo de signo mural que mezcla imagen y texto en una amalgama creativa y totalizadora.
[9] Se debe reafirmar aquello de «fundamental y no exclusivo», ya que los soportes en los cuales aparecen los rayados suelen ser múltiples. En términos colectivos, mayoritarios y contemporáneos pueden señalarse, como ejemplos, los espacios interiores y exteriores de los buses, así como los pupitres escolares. Siendo estos últimos soportes semi-públicos, por cuanto su localización es la escuela y no la calle.
[10] Como hipótesis, puede plantearse que con respecto a una pintura callejera cualquiera (especialmente en relación a un rayado cualquiera) las recepciones pueden ser aprobatorias o reprobatorias. Asunto que requeriría un trabajo de campo validado científicamente a través de la encuesta u otra forma de medición atingente. La estética de la recepción en Chile espera aún su desarrollo, para no seguir invocando al público y sus estratificaciones como una cita carente de injundia teóricamente sustentable.
[11] Evidentemente estoy recurriendo, para los fines de reapropiación y construcción de este objeto de conocimiento, a una concepción historicista, situacional, política e institucional del arte. Sospechando y hasta rechazando una idea transcultural y transhistórica de lo artístico.
[12] Asunto que contiene desde su enunciación un contrasentido, ya que la «exposición» se encuentra íntimamente ligada a un objetivo artístico y condicionada a una situación cerrada en relación a estas finalidades.
[13] Expresiones informadas por Tomás (14 años), habitante de la comuna de Puente Alto, quien sin aparecer como un «duro» del rayado, alienta una cultura rapera, tanto desde las virtualidades (escucha al grupo Orishas, «baja» música desde la redes informáticas, hace zapping en la televisión), como desde las factualidades mismas: su chapa es daetone y la escribe (¿la escribe?) en donde se pueda.