Aburrida, monótona, tradicionalista, desordenada, contaminada, gris y polarizada. Los términos más invocados para caracterizar al Santiago de la década del ochenta subsisten hasta hoy en buena parte de la opinión pública. Heterogéneo en su alegato pero fuerte en su descalificación, este juicio reprobatorio amenaza con perpetuarse, aunque el contexto que lo inspiró haya efectivamente cambiado. Ensayando una interpretación que desafía al pesimismo antiurbano sobre el Santiago actual, trazaremos un recorrido por aquellos cambios espaciales y culturales que nos permiten postular que estamos ante un virtual renacimiento citadino.
1. De la ciudad del toque de queda a la ciudad con un nuevo toque
De contornos sinuosos pero de mensaje inequívoco, la crítica hacia Santiago data de mediados del siglo XX pero deviene intelectualmente hegemónica sólo en las últimas décadas. Es cierto que hace veinticinco años la ciudad exhibía una realidad opuesta a la anticipada por muchos de sus analistas. Ciudad grande antes que gran ciudad, Santiago padecía el arsenal de restricciones de todo país que experimenta el cauterizante imperio de los autoritarismos. Pero el inventario de dificultades iba más allá de la represión a cualquier disidencia o de las limitaciones a la vida nocturna. Segregación urbana en gran escala, verticalización residencial con arquitectura de estética reprochable, espacios públicos mal diseñados, deterioro de la infraestructura y abultado déficit habitacional, fragmentación administrativa, crisis del transporte público y aumento de la contaminación ambiental se contaban entre los venenos que infectaban la vida urbana. Especialmente negativas para los sectores populares y medios, la lista de patologías influía en la dinámica general de la ciudad al punto que la palabra crisis parecía ser la única capaz de sintetizar el sentir popular y el estado de las cosas.
Si uno acude a las representaciones que por entonces se generaron de la ciudad, podrá acceder a este imaginario con facilidad. El cine de los ochenta y de comienzos de los noventa, por ejemplo, es un arte completamente monocorde, en el que Santiago es retratado una y otra vez como un territorio dividido, donde la comunicación no es posible y la movilidad ya ni siquiera constituye un sueño. En «Caluga o menta» (Justiniano, 1990), es precisamente el tránsito que hace Manuela desde su condición acomodada a la periferia marginal lo que termina por causarle la muerte. En la música, por su parte, Los Prisioneros denuncian la monotonía de la capital mientras que mitifican un sur cargado de pureza:
«Las calles vistas desde las ventanas altas son tan iguales / Pateando piedras y juntando monedas soy un simple auditor / Estoy aburrido de caminar / La vida es tan cara, tan aburrida» (Exijo ser un héroe).
«Estación central, segundo carro / Del ferrocarril que me llevará al sur / Y ya estas tierras van andando / Y mi corazón esta saltando / Porque me llevan a las tierras / Donde al fin podré ver nuevo / Respirar adentro y hondo / Alegría hasta el corazón» (Tren al sur).
Algo parecido hace la banda Sexual Democracia. En «Regionalización» cantan:
«Si un tercio de la población se está hundiendo con su smog / Nosotros pagamos los impuestos y nos llegan recortados los presupuestos […] Y las oficinas de la capital se multiplican para tramitar / Santiago es Chile o Chile es Santiago / Si Chile es Santiago que más da / Y si uno pide explicación, te dicen que es por la regionalización» (Regionalización).
Estos discursos distaban de ser excepcionales, y se hacían parte de un movimiento musical en el que participaba también el incipiente movimiento punk de Los KK (con su disco «KK Urbana») o los Pinochet Boys, el rock de UPA! y Electrodomésticos, y el canto nuevo de Congreso o Santiago del Nuevo Extremo.
A medida que avanzaban los noventa, sin embargo, los santiaguinos comenzaron a experimentar una notoria ampliación de sus expectativas, expresada especialmente en la demanda por una mejor calidad de vida. Las encuestas y los estudios realizados durante esa década recogieron el reclamo por un Santiago más habitable. En paralelo, y dinamizada por la modernización económico-productiva, la ciudad asistió a un despliegue de obras que redujeron en forma paulatina el déficit de infraestructura, equipamientos y vivienda social. Más recientemente, el alza continua de los índices de polución ambiental sufrió una reversión parcial gracias a nuevas y más estrictas regulaciones que racionalizaron y mejoraron el transporte público, a la vez que fijaron nuevas restricciones a las industrias contaminantes. Todo esto sumó municiones en la lucha por una mejor calidad de vida, y esa transformación material de la ciudad pronto comenzó a producir también una nueva manera de vivir la ciudad.
Vista a gran escala, la geografía residencial de Santiago aún presenta amplias zonas de viviendas unifamiliares de baja densidad y otras más extensas, densamente pobladas, destinadas a viviendas sociales. Sin embargo, junto a esta fuerte concentración espacial de los extremos de la pirámide social -que en los sectores populares ha acelerado un proceso de ghettización- han surgido proyectos inmobiliarios, comerciales, industriales, de equipamiento e infraestructura que, dispersos en áreas tradicionalmente poco valorizadas, han provocado un impacto promisorio en la geografía de oportunidades y una mejora sustantiva en el acceso a y desde áreas hasta ayer crudamente marginadas.
Esta serie de transformaciones no sólo le han cambiado el rostro a la ciudad, como suelen decir los promotores del marketing, sino que han operado de modo mucho más profundo, imprimiéndole un nuevo sello. La ciudad actual es apenas un pálido reflejo de la metrópoli de los años ochenta. Disponemos hoy de una urbe más conectada, segura y tolerante para recibir prácticas que silenciosamente han recreado la piel citadina. En buena medida, los cimientos sobre los que se había construido el discurso antiurbano hace veinticinco años se han erosionado ante la transformación de Santiago, lo que ha ido produciendo un innegable y progresivo reencantamiento de los habitantes con su ciudad.
2. Paisajes activados: prácticas citadinas emergentes
La ciudad se encuentra, entonces, en un proceso de resignificación. La imagen que se tenía de ella, gestada y consensuada en los años ochenta, se ha desmembrado en un mosaico heterogéneo de discursos. La sociedad misma se ha complejizado, así como también las visiones que los santiaguinos tenían sobre ella. Articulado en torno a un imaginario que se reconoce en prácticas antiguas y otras emergentes, cientos de impulsos cotidianos conforman el corazón en el que converge y se expresa el «renacimiento» de Santiago.
El pulso urbano transforma lugares y alimenta nuevos destinos. En cuanto a los circuitos de entretención, los sitios tradicionales de esparcimiento (barrio Bellavista o Plaza Ñuñoa) se han complementado e incluso reactivados por nuevos centros nocturnos descentrados o recentrados. El sector oriente (Plaza San Enrique, Vitacura y BordeRio), Providencia (Suecia, Av. Italia), el centro histórico (Plaza Brasil), o ciertos puntos de las comunas de Maipú, La Florida y San Miguel, se han vuelto focos que iluminan de manera intensa la ciudad, y que se diferencian por localización, auditorio y segmento de demanda. Hoy Santiago no sólo se divierte más, sino que además lo hace de muy diversas maneras.
Cuestionados por su condición sintética, panóptica y hermética, por su parte, los shoppings de Santiago rivalizan por una clientela que se compone tanto de compradores como de paseantes. Estas cajas de zapatos del consumo ostensible, ubicadas sobre ejes de gran circulación, pueden convertirse en previsibles no-lugares, pero también -y mucho más importante aún- en artefactos de urbanidad que comparten la función de las antiguas plazas y calles. Por otra parte, la masividad que ha adquirido el nuevo consumo cultural ha traccionado a la empresa privada hacia recintos y lugares excéntricos -como el Palacio Riesco-, y también hacia la calle. La fuerza que ha recobrado el imaginario citadino por excelencia, la vida callejera, ha llevado a los malls a recrearla artificialmente, sea en sus nuevos patios de comida, sea ya en toda su morfología, como en mall La Dehesa o Plaza Norte, los que se levantan siguiendo el mismo trazado abierto y ortogonal que poseen las ciudades chilenas. Por su parte, las instituciones públicas, centrales o descentralizadas, han encontrado en las ferias, las plazas y los parques, lugares desde los cuales comunicar y legitimarse, al tiempo que han impulsado una vuelta a la ciudad que es también una vuelta al Centro.
En rápida revista, durante los años noventa la iniciativa privada ha organizado eventos como la Feria Internacional de Teatro a Mil, las perfomances callejeras de SantiagoAmable, fiestas electrónicas como Creamfield o Santiago-Urbano-Electrónico I y II, y el proyecto StgoCorre de Nike, que utiliza como pista atlética las calles de la ciudad. También es interesante destacar las iniciativas que se impulsaron en algunos de los centros de diversión nocturna, como la Plaza Ñuñoa, BordeRío y Av. Italia, en los que los restaurantes y bares se organizaron a fin de promover al barrio por sobre los locales particulares.
El sector público también ha gestionado eventos culturales de muy distinto signo, tales como las Fiestas de la Cultura del Parque Forestal, la Feria Internacional del Libro y el conjunto de actividades que desde la Municipalidad de Santiago han buscado renovar la imagen del microcentro de la ciudad. Entre ellas destacan el proyecto «Centro Santiago: la gran manzana», que activa las calles los fines de semana, y «Museos en medianoche», una actividad que abre al público ocho museos céntricos desde las 6 de la tarde hasta la medianoche, con el propósito de reinventar un área que suele asociarse con violencia, prostitución, miedo y crimen.
Estas nuevas maneras de usar la ciudad no sólo han generado, como una bola de nieve cultural, prácticas, más elaboradas y más complejas. También han incentivado y consolidado un contradiscurso urbano que -probablemente reforzado por pautas culturales exógenas (representadas en sitcoms como Friends, 31 o Will & Grace)- ha disparado en los medios de comunicación chilenos el surgimiento de nuevas publicaciones. Algunas de ellas, como Lat. 33, Fibra o Urbánika, promueven un modelo de vida urbana cosmopolita caracterizado por el happy-hour, casarse tarde, vivir solo y disfrutar del barrio por sobre el suburbio. Muchas publicaciones «tradicionales» han hecho eco de este estilo de vida (Paula, Wikén, La Tercera), modificando sus líneas editoriales para dar cabida a la nueva sensibilidad. La radio, por su lado, sigue esta tendencia exhibiendo como punta de lanza a las emisoras que buscan representar el nuevo «ser urbano».
La publicidad también es parte de este discurso. La ciudad que se puede entrever hoy tiene poco que ver, de hecho, con la fisonomía del Santiago de los ochenta tal como aparecía representado en afiches, radio, televisión y periódicos. Un ejemplo elocuente en este sentido: Pisco Capel, uno de los licores más vendidos del país, hasta hace cinco años utilizaba como escenario para sus reconocibles spots el Valle del Elqui, un oasis paradisíaco enclavado en el norte del país. La estrategia elegida para mostrar el producto consistía en resaltar la fruta, el agua y el calor que le dan forma y gusto a la bebida, sazonado todo por exhuberantes mujeres que hacían sintonía con un exhuberante territorio. Desde comienzos del nuevo milenio, sin embargo, su publicidad se mudó a la ciudad,y lo que ahora destaca ya no es el gusto o el color del producto, sino los efectos de su consumo: la risa, la seducción, la complicidad, la vida urbana nocturna.
Luego de este breve recorrido podemos postular con cierta soltura la emergencia de una incipiente «cultura urbana» en Santiago, la que se manifiesta en primera instancia en prácticas cotidianas, pero que luego ha ido decantando en un discurso que corre en el carril contrario al antiurbanismo de viejo cuño. El concepto de «lo urbano» se ha resignificado, volviéndose un sinónimo de cool, cosmopolita, moderno y sofisticado, pero sus implicancias en el sentir de la ciudad aún no se masifican. Puede haber cambiado la ciudad, puede haber cambiado también la manera en que la vivimos, pero lo que permanece como una dura costra es lo que pensamos y decimos de ella. Para la mayoría de sus habitantes, Santiago sigue siendo Santiasco.
3. Del «Santiasco» al «Santiago querido»
Pueden discutirse los alcances de la transformación de Santiago; puede incluso cuestionarse su potencial democrático e integrador y reducir la influencia de los cambios a una manera de vivir que se restringe a la elite política, económica y cultural. Pero, aunque lejos aún del brillo y glamour cosmopolita de las «ciudades de clase mundial», nos parece evidente que estamos en presencia de un virtual renacimiento de la cultura citadina de Santiago. Teniendo eso en cuenta, la pregunta que debemos hacernos es otra: ¿cómo se explica la difundida persistencia de un imaginario santiaguino donde predominan las sombras y los grises, antes que las luces que la ciudad ha ido encendiendo?, ¿Cómo se explica que, según las encuestas, la mayor parte de los santiaguinos manifiesten que ante la posibilidad de comenzar de nuevo en otro lugar, en otra ciudad, no dudarían en abandonar Santiago?
Las ciencias sociales han sido prolíficas en la provisión de conceptos y nomenclaturas para intentar aprehender realidades que se entrecruzan, se afectan y amalgaman, pero cuya relación es, en último término, extremadamente compleja: hablamos del Santiago que renace del letargo autoritario así como del que agoniza en la mente de algunos de sus habitantes. A veces, significados y referentes discurren por senderos disímiles y pueden incluso coexistir pacíficamente en la más brutal de las contradicciones.
Tal vez el lugar donde esta divergencia alcanza sus ribetes más dramáticos sea en los escritorios de los «productores de discursos». No nos referimos tanto a los intelectuales, artesanos del imaginario para quienes la «ciudad real» puede ser -en última instancia- prescindible, sino más bien a quienes se supone responsables de develar los secretos que ésta oculta: los urbanistas. «Sólo se puede amar aquello que se conoce», dice el conocido adagio. De acuerdo con el tenor de buena parte de la producción urbanística capitalina, pareciera que quienes menos aman (o menos conocen) a Santiago son sus propios analistas.
Santiago, una ciudad sin ciudadanos y de urbanistas antiurbanos. Tal vez una posible explicación a este frenesí bipolar radique en la naturaleza misma de las transformaciones culturales, aquí brevemente reseñadas. En oposición a un urbanismo «duro», que progresivamente redibuja las piedras de la ciudad, hemos hecho hincapié en un urbanismo «blando», en el que concurren miles de prácticas y manifestaciones de micro y meso escala, que envuelven fundamentalmente los cuerpos de los ciudadanos. Los mismos cuerpos que con prontitud hacen suyas estas prácticas, construyendo nuevas y sucesivas rutinas y -en consecuencia- tornándolas invisibles. ¿Estamos tan cerca de la nueva cultura urbana que no la podemos ver?
Si los vasos comunicantes tendidos entre el Santiago de las imágenes y el de la experiencia cotidiana son por definición difíciles de dilucidar, las consecuencias que puede desencadenar un imaginario urbano construido desde la negación de lo propiamente urbano, no lo son. Por rica que sea la oferta con que una ciudad quiera tentar a sus ciudadanos, si éstos no son capaces de reconocerla, entonces la ciudad no será una buena ciudad, y la vida en ella no será una buena vida. Quizá sea hora de intentar que el ciudadano sea también un etnógrafo de la ciudad; y acaso exponiendo lo que hasta ahora ha permanecido incuestionado, podamos finalmente saldar las deudas que aún tenemos con nuestro Santiago.
Este artículo es una versión ampliada y corregida de Cáceres, G., Campos, D., Greene, R. y Sabatini, F. (2004). «Santiago y su renacimiento urbano». Revista TodaVía, 9, diciembre. Buenos Aires: OSDE. Disponible en http://www.revistatodavia.com.ar/todavia09/notas/caceres/txtcaceres.html