Resumen
Unfinished Spaces
Dirigida por Alysa Nahmias y Benjamin Murray
Producida por Ajna Films
Fecha de Lanzamiento: 19 Junio, 2011
Duración: 86 minutes
País de Origen: Estados Unidos
Hace un par de semanas tuve la oportunidad de asistir a la presentación del documental Unfinished Spaces (2011), dirigido por los jóvenes norteamericanos Alysa Nahmias and Benjamin Murray. El largometraje se concentra en la historia de las famosas Escuelas Nacionales de Arte en La Habana que se construyeron durante las primeras etapas de la revolución. En sólo 86 minutos el documento logra diferenciar y desplegar, desde su concepción hasta su estado inconcluso actual, las capas históricas que yacen inertes dentro del proyecto político que marca la existencia de los edificios. Lo que se conocía como las Escuelas Nacionales de Arte en sus primeros días, funcionó como una pequeña maqueta donde el experimento social de crear un nuevo orden se forjaba apuntando en todas las direcciones posibles.
Concebidas bajo un impulso descoordinado de Fidel Castro, las Escuelas se materializaron sobre el campo de golf de lo que era, en su época, el club social de la burguesía cubana, el Country Club. Después de terminar un juego junto al Ché Guevara, Fidel le confiesa que sería un sueño utilizar esos terrenos tan bien mantenidos para instalar un espacio de creación artística. Informalmente, pero también de modo autoritario, la burocracia del régimen dictaminó la orden, facilitando la tramitación de la reconversión de esos terrenos. En pocas semanas tres prometedores arquitectos se encontraban trabajando a toda marcha.
Sin embargo no todo fue ágil ni coordinado. El cubano Ricardo Porro, junto a los italianos Roberto Gottardi y Vittorio Garatti, tuvieron que lidiar con innumerables problemas: recortes de fondos, falta de materiales, papeleos burocráticos, entre otros. Los ritmos de construcción iban atados al abastecimiento de material, pero también vulnerables a la subordinación ideológica de las nuevas políticas culturales que se planteaban en la isla. Tras una primera etapa eufórica donde la construcción avanzaba rápidamente -al mismo tiempo que los estudiantes de artes utilizaban los espacios a medio completar para sus talleres y prácticas-, las prioridades políticas y culturales de la revolución tomaban nuevas direcciones. La concreción de las escuelas se veía afectada a dos niveles, a saber, material e ideológico.
Después de 1965, en parte debido al impacto de la invasión norteamericana, la política dirigida hacia el sujeto revolucionario adoptó un nuevo formato predominante. La militarización de la subjetividad exigía la constitución de un hombre nuevo como única esperanza utópica. Consecuentemente, y de acuerdo a la lógica del pensamiento de Estado, las Escuelas, sus diseñadores y los que las usaban eran ahora descalificados como piezas de una matriz burguesa y obsoleta, que quedaba en evidencia a través de su arte y sus políticas decadentes. Este pensamiento desplaza a las Escuelas, así como a la mayoría de los proyecto comparables, hacia el espacio de la condena. No sólo fueron detenidas las construcciones, sino que se declararon como enemigos del Estado a muchos de los que se habían dedicado profesionalmente al proyecto. Sin ir más lejos, se relevó del cargo al italiano Garatti y fue enviado a una “colonia de rehabilitación”. Como castigo, durante seis meses, el arquitecto de figura menos que corpulenta, cavó pozos con pala en mano. Años más tarde Garatti abandonaría la Cuba revolucionaria.
Durante la década del setenta vinieron las políticas de construcción de inspiración soviética, pensadas para planificar la ciudad y el desarrollo de espacios habitables. En esos años se volvió normal que la arquitectura cubana se centrara en copiar un “funcionalismo”, dibujado como triste caricatura de las tendencias que se materializaban desde Moscú hasta Varsovia. Los conjuntos cerrados y los complejos habitacionales se diseñaban siguiendo las reglamentaciones de una arquitectura prefabricada: bloque sobre bloque. Las políticas culturales de lo que se llamaba despectivamente la “Micon” (Ministerio de Construcción) se hacían famosas por sus míticas “peceras”. Se construía ejercitando una mimesis Soviética que llegaba hasta el límite de la identidad falsa: el afán de construir en diseño prefabricado con materiales no prefabricados, es decir, sólo con el propósito de lucir más “comunistas”.
Hoy día las Escuelas permanecen a medio terminar: abandonadas en varias ocasiones por proyectos nacionales e iniciativas políticas, ellas atestiguan el fracaso de la fragmentada condición contemporánea en relación con el arte y la política. Podemos pensar en Las Escuelas Nacionales de Arte como una geometría que alberga el lanzamiento utópico que desencadenó la condición de su existencia. Hoy, desde un horizonte que se aleja de esos impulsos (pero que tienta los limites de la política y apunta hacia la configuración de una nueva radicalidad), es anacrónico ver en esas construcciones un signo de la nostalgia de un pasado perdido. En otras palabras, rememorar con pesadumbre dentro de la angosta vista positivista y materialista de la historiografía contemporánea no es sino otra forma de hacerle batalla a las carcomidas estructuras. Igualmente fútil es el esfuerzo post-nacional y post-político de algunas ONGs de adjudicar fondos del Patrimonio Mundial para restaurar las Escuelas. Estas iniciativas, que se delinean en una falsa inocencia, tienden a operar dentro del mercado global de la memoria como salida y alternativa al cansancio de la mirada reflexiva occidental. Desde las academias norteamericanas y sus facultades de arquitectura no se entiende muy bien (y creo que nunca se entenderá) que no se hayan restaurado hace ya varias décadas. Las audiencias educadas norteamericanas parecen un poco atónitas al ver estructuras de tan impecable diseño en estado lamentable. Para estos profesores lo más conveniente seria abandonar las posiciones ideológicas: ya sean coordenadas liberales de pensamiento político, conservadoras retóricas malogradas, o a su vez, las monolíticas reglamentaciones que marcan la tónica del régimen cubano. Lo ideal en su mente arquitectónica es enviar materiales y fondos, con el objetivo de una vez por todas finalizar con lo que se inicio a principios de la década del sesenta.
Sin embargo, las Escuelas permanecen en abandono: la selva se injerta lentamente, la fauna se apropia de espacios vacantes. Los edificios se tornan algo misteriosos, a mitad de camino entre ruina y palacio. Algunas rotondas se inundan cuando llueve, haciendo que el agua se desborde desde las paredes de ladrillo hacia los riachuelos. A lo lejos parece que justificara la curiosidad de los jóvenes cubanos contemporáneos, quienes al verlas se preguntan sobre esos extraños edificios ondulantes que proyectan un aura de ruina pre-hispánica. Topografías del abandono que nos llevan hacia los paisajes que G.W. Sebald ensayaba en Sobre la historia natural de la destrucción, donde los elementos naturales recobran para sí, a medida que pasa el tiempo, espacios heterogéneos, criminales y fatídicos. Rodeadas de vegetación imprudente, las Escuelas ensayan su relación con el abandono.
Si durante las primeras fases de la revolución se logró delimitar un espacio donde la llegada de la utopía se acercaba al umbral del presente, éste cobraba fuerza sólo dentro de los contornos de las Escuelas. Es decir, si dentro del pensamiento político que operaba en la revolución se incluía la utopía como una posibilidad que se desplazaba desde lo teórico hasta lo material, fue en el contexto de estos muros donde esa articulación algo tímida se concretizaba de forma visible. Hay que recordar que en sus primeros años como sede de todas las artes, estos espacios albergaban una suerte de jardín utópico; músicos y albañiles, niños y actrices compartiendo el mismo lugar. Se construía y se utilizaba este espacio en que, teóricamente, el arte y la política revolucionaria confluían en la subjetividad comunista. No seria descabellado señalar que cuando los estudiantes organizaban experimentos artísticos, micro-utópicos, curiosamente se estructuraba la condición que mas tarde el llamado “arte relacional” explotaba como recurso de su originalidad. Inquietos grupos de jóvenes artistas delineaban avant-la-lettre los principios de una “psicogeografía” todavía embrionaria, que seria expuesta varios años más tarde por los situacionistas del otro lado del Atlántico: núcleos ambulantes que reorganizaban las categorías del trabajo y el recreo, se lanzaban hacia una nueva concepción de la noche, al detournement caminante sobre los techos curvos y alargados de estos espacios radicales o sobre las bóvedas catalanas que se levantaban como organismos gigantes sobre el antiguo campo de golf. Hoy, sin embargo, las Escuelas oscilan entre la ruina de un proyecto malogrado y el no-sitio de un tanteo con la utopía a venir.
* Juan Felipe Hernández es colombiano, residente en los Estados Unidos. Es historiador por de la Universidad de Massachusetts, donde estuvo bajo la tutoría de James Young. Sus intereses se centran en el estudio de la memoria cultural en las ciudades latinoamericanas. Recientemente ha colaborado con el Journal of Latin American Cultural Studies.