Desde el 3 de diciembre pasado, cuando se registraron los primeros incidentes que combinaron el acuartelamiento policial (una huelga de facto, ilegal) con el saqueo feroz a comercios en la ciudad de Córdoba, nos hemos confrontado con la penosa tarea de actualización de un mapa nacional de la violencia. Las provincias de Buenos Aires, Chaco, Chubut, Corrientes, Entre Ríos, Jujuy, Mendoza, Neuquén, Salta, Santa Fe, San Luis, Tierra del Fuego y Tucumán se fueron tiñendo de espanto, y en la última –uno de los focos más virulentos del conflicto– los ecos de gritos de personas desesperadas aún resuenan: que “los argentinos” miren, sepan, se enteren de lo que pasa en su provincia.
Pero para evitar caer en la tentadora –y patologizante– explicación de que habría un ritmo estacional del disturbio social en nuestro país[1], aderezado de la misma sustancia con que se (des)dibujan los números reales de la economía, es fundamental reconocer que se trata de un mapa vivo, pese a que sus coordenadas profundas e históricas no disfruten de la misma visibilidad.
Lo que tenemos hoy es, por un lado, la urgencia y la contingencia de muertos, saqueos y acuartelamiento policial en el contexto de los primeros 30 años de ejercicio ininterrumpido de democracia en la Argentina. Por otro lado, operaciones delictivas, montaje político, pactos fiscales fracasados, extorsión para-sindical de agentes estatales que portan las armas del Estado, internas eternas del peronismo, la gangrena de la argentina pobre y la memoria del horror.
La afinidad, sincronía y/o coordinación entre las protestas policiales y los saqueos a comercios sigue siendo materia de consternación, incertidumbre y desconocimiento; además de todo tipo de interpretaciones moralizantes (e.g. es legítimo saquear por hambre pero no robar un plasma; estos saqueadores son obra del kirchnerismo, los saqueadores no son verdaderos pobres sino vándalos relacionados con el narcotráfico, la connivencia entre la casta policial inferior y la delincuencia organizada ¡y hasta las redes sociales como el nuevo aguantadero virtual!). ¿Es que hay mediaciones sociológicas posibles entre ‘hechos’ y ‘evaluaciones morales’? Al parecer, las de siempre: la irreparable fractura del tejido social y las continuidades del meta-modelo que se refuerza en la línea de fuego de su perro guardián (el Estado-nación y su soberana dependencia).
Lo que no es posible es intentar encajar todo eso sin humildad epistémica y caridad interpretativa: cuando los gobernadores reclaman federalismo no están solamente hablando de cuentas, ni están apelando a viejas mascarillas para ejercer la demagogia supuestamente esencial a sus estilos de gobierno. El lenguaje fiscal es un lenguaje de la deuda, de promesas entre personas corrompidas por la violencia de las abstracciones. El lenguaje del federalismo, afortunadamente, es algo más. Tres puntos –con perdón por la síntesis y las omisiones– al respecto.
1) Entre los pedidos de los policías provinciales acuartelados hay cuestiones de diversa índole pero aparentemente sobresalen los reclamos salariales, incluyendo pedidos de equiparación de sus sueldos con los de la Policía Federal. Entre las respuestas de los gobernantes a los rebeldes armados (los eufemismos son el humor del miedo) está reposicionar el debate –preexistente a esta coyuntura– respecto de reglamentar el derecho de huelga de las fuerzas de seguridad, incluyendo que sea un debate de los gobiernos provinciales con el gobierno nacional, incluso con la posibilidad de fijar una pauta nacional en torno a los salarios similar a la que existe con los docentes. La Iglesia Católica, mientras tanto, afianza su papel mediador en esas ‘negociaciones’.
2) Desde el Gobierno Nacional, en el marco de los festejos por las tres décadas de democracia en la ciudad de Buenos Aires, la Presidente Cristina Fernández de Kirchner refirió abiertamente a la extorsión de los que portan armas y a las acciones que deberán ser juzgadas, y a ley de Seguridad Interior (que separó estas cuestiones de las atinentes a la defensa nacional). Por otro lado, el flamante Jefe de Gabinete de Ministros tiene su agenda completa; parecería que tampoco es casualidad que los gobernadores de las provincias afectadas constituyeran a Jorge Capitanich como interlocutor primus inter pares; electo dos veces gobernador de Chaco y de amplia trayectoria a nivel nacional, incluyendo la Jefatura de Gabinete durante la presidencia de Eduardo Duhalde.
3) El tono de los mandatarios provinciales, si no categórico, elocuente. El primero en pronunciarse, el gobernador de Córdoba, señaló la pasividad del Gobierno Nacional: pareciera ser que los cordobeses tenemos que quemar nuestros documentos porque algunos no nos consideran parte de Argentina. El gobernador del Chaco (y ex vice gobernador de Capitanich), uno de los últimos en brindar conferencias de prensa, compuso una inmejorable imagen de la federalización del conflicto: no bajó un solo gendarme de Buenos Aires porque los demás gobernadores se negaban al traslado de las fuerzas que habían recibido en sus territorios.
Y mientras que las fronteras de lo tolerable se corren vertiginosamente, la pavura radica en los desplazamientos de lo legitimable. Porque en las fronteras internas de nuestro agregado nacional yace medularmente un problema que es práctico y conceptual. En su dimensión práctica, puede sintetizarse en una fórmula de aritmética básica: la criminalización de la pobreza y el ejercicio de la represión policial requieren de (más y más) presupuesto. La dimensión conceptual, mientras tanto, requiere de una fórmula geométrica que apunta a las bases de nuestro sistema democrático, representativo y federal.
Aquello que suele denominarse como el entramado de los “barones” de las provincias y los “caciques” territoriales del conurbano bonaerense son más que una metáfora oprobiosa del peronismo y enclaves peyorativos –como si las provincias fueran feudos medievales o territorios tribales que coexisten con otros más civilizados, reduciendo complejas configuraciones de personas e instituciones a caricaturas evolucionistas, racistas y clasistas. Estas metáforas de la barbarie en el seno de la civilización, que persisten en el siglo XXI empobreciendo el acervo poético de algunos analistas, comunicadores y demás formadores de opinión, van siendo, por fin, puestas en entredicho. Porque esos márgenes del Estado-Nación no son la otredad como caos sino una dimensión central mucho más nefasta: la violencia estructural que satura las representaciones normativas de la política, negando el carácter intrínsecamente relacional del poder (en potencia y en acto).
En suma, la última semana en la Argentina ha sido un ejemplo microscópico de cómo opera la violencia en su crudeza y velocidad pero también en multidimensionalidad y solemne voracidad. No alcanza con la fórmula postestructuralista de la capilaridad del poder para detener la caída estrepitosa de las piezas de dominó sobre el tablero de nuestras convicciones y afectos políticos. La dialéctica entre Estado, Gobierno y Sociedad nos interpela.
Así como tenemos imágenes estatales casi consagradas (el gran arco inglés, el árbol mexicano, la constelación estadounidense, el imperio del sol chino…), la Argentina parece debatirse en un intento desenfrenado por no encajar en ninguna. A ver si en lugar de tararear la canción de Bersuit Vergarabat (“Se viene el estallido…”), mientras rearmamos las barricadas de pobres contra pobres podemos imaginar diseños federativos à la iroquesa, donde los dones al interior de la Liga eran actos tan simbólicos como reales para evitar las guerras intestinas, una recreación permanente de la Gran Paz a través de gestos y actos políticos continuos.
* Julieta Gaztañaga es doctora en Antropología Social, miembro de la carrera de investigador del CONICET y docente de grado y posgrado en la Universidad de Buenos Aires e IDES-UNSAM. Sus intereses de investigación se centran en la antropología política y ha hecho trabajo de campo relacionado con temas como integración regional, políticas estatales, grandes obras de infraestructura y procesos electorales. En la actualidad estudia el “federalismo” como concepto político en el escenario argentino actual.
[1] Las referencias a las coincidencias estivales entre estos sucesos y los eventos críticos de 1989 y 2001 (saqueos incluidos), encierran otras miradas cíclicas respecto a un ciclo estacional argentino que alterna entre regímenes democráticos y autoritarios, con la inflación como barómetro del estallido social.