«Monsieur Le Vau, Monsieur Le Nôtre ! Je veux un jardin… féerique : des parterres, des bassins, des fontaines, des forêts. Tout doit se construire a partir de cette perspective. […] La nature se plie comme les hommes. Je vais vous faire. Mettez mille, trois mille ouvrières s’il le faut ; plantez des arbres adultes. Ici nous construiront a canal, large comme une mer» [1].
Le Roi danse (Gérard Corbiau, 2000)
El parlamento acompaña una escena en medio de un descampado. El rey camina decidido y premunido de carruajes, sirvientes, galgos, corte ensombrillada, una decena de músicos encabezados por M. Lully, su dramaturgo M. Molière, su arquitecto M. Le Vau y su paisajista M. Le Nôtre. Luis XIV describe a su audiencia autoritaria y minuciosamente el jardín que se construirá en el páramo de Versalles: los laberintos en que se perderá con su corte, el gran canal, la música, las obras de teatro que se representarán entre las fuentes, los bailes inauditos e inolvidables que harán del palacio uno de los ejemplos más elocuentes de la relación del poder y la forma del espacio.
De tan larga data, como variado en sus expresiones, es el trato subalterno de la política con la arquitectura, encontrándose en la obra pública ejemplos especialmente señeros. Mención especial merecen los diseños fascistas y nazis de edificios y espacios públicos, cuyo desarrollo produjo estéticas particulares e inconfundibles. A pesar del protagonismo y la indiscutible identidad creativa de arquitectos como Terragni o Speer, la imagen en que Hitler respira sobre el hombro de este último mientras proyecta ilustra el personalismo de estas estéticas, directamente asociadas con la imaginación de los gobernantes. Del mismo modo, la relación entre espacio y poder no sólo se moldea por las formas del autoritarismo, sino que ha dejado un prolífico repertorio de obras en las que se materializa el imaginario de un Estado benefactor. Cercano es el caso del peronismo, estudiado en profundidad por Ballent (2005). Dentro de él, destaca la ciudad en miniatura que Evita manda a construir para los «únicos privilegiados» -los niños desposeídos- en el hogar Amanda Allen de Buenos Aires. En la ciudadela modelo, los niños aprendían los valores cívicos (y peronistas) narrados por la convincente pedagogía del espacio. Múltiples son las lecturas del poder en las formas de la ciudad que han sido planteadas por autores como Gorelik (1998), Mitchell (2002) o Sennett (1994), por citar algunos; y extenso sería enumerar argumentos para concluir que el espacio público es instrumento insigne de los discursos de la política.
Sin embargo, esta relación no resulta evidente para todos los mandatarios ni tampoco demuestran estos últimos la misma capacidad de imaginar el espacio. A pocas semanas de un cambio de mando en Chile, resulta interesante hacerse la pregunta por la imaginación espacial de nuestros gobernantes y la repercusión de ella en la agenda urbana. Mirando nuestro pasado local y reciente (y marginando de la discusión la provisión de vivienda), observamos que no todos han sido igual de imaginativos. Aunque en todas las administraciones es posible reconocer obras públicas construidas, lo que se intenta debatir aquí es la asociación de las construcciones con la persona del gobernante, su voluntad y su manera de imaginar el espacio.
Por ejemplo, la concepción que tuvo Pinochet del espacio carecía de forma elocuente, dejando equívocas huellas en el espacio público, como el vilipendiado Altar de la Patria, que más obstruía que coronaba el Barrio Cívico. Quizás fue más prolífico su imaginario territorial. Desprovisto de espacio (en términos de De Certeau, 1980), dividió el país en unidades administrativas; lo numeró, jerarquizó e irrigó de caminos y bases defensivas. Una concepción a-espacial, de tipo geográfica, carente de particularidades y prácticas sociales, abstracta y esencialista; propia de la inteligencia militar de carácter defensivo. Por la época proliferaron revistas, atlas, guías, álbumes y pegatinas, cuya descripción del territorio se ahorraba el descubrimiento de particularidades. Por el contrario, un acotado listado de hitos recolectados según un equitativo criterio de uniformidad, transformaba el paisaje nacional en un ejercicio nemotécnico que, a fuerza de insistencia, terminó por grabarse en el imaginario escolar.
Las urgencias humanistas con que cargaba Aylwin tampoco dieron protagonismo a su imaginario espacial, aunque su gobierno terminara legando para Santiago un nutrido programa de parques urbanos en la periferia más desposeída. Asimismo, un discurso técnico y económico opacó la obra construida de Frei Ruiz-Tagle. Ricardo Lagos -qué duda cabe- trajo a los noticieros el imaginario de las obras públicas, y las grandes autopistas concesionadas cambiaron para siempre el paisaje de la porción central de Chile. Coronado de casco blanco, el Gran Jefe de Obra cortó cintas repetidas veces frente a toneladas de hormigón que se distribuyeron por el territorio. Con la misma grandilocuencia, fue el artífice de uno de los más grandes proyectos urbanos del último tiempo en Santiago: Ciudad Portal Bicentenario. Parte del fracaso de esta obra se encuentra en su marcado carácter personal, haciendo que fuese poco atractivo de continuar para sus sucesores (incluso los de su misma coalición).
El primer gobierno de Bachelet fue espacialmente incierto. Ni sus antepasados militares ni su formación médica entregaban muchas luces sobre lo que sería su obra pública. A grandes rasgos, terminó materializada en una necesaria pero conspicua red de estadios, recordados más por descalzantes puntapiés inaugurales que por su relación con la ciudad. Su administración nunca fue capaz de equiparar la obra de Lagos ni menos mantener a flote los proyectos pendientes, demorando un par de años en descubrir que Portal Bicentenario, el proyecto insignia, se estaba materializando sin ninguna energía.
En cambio, Sebastián Piñera llego al poder con un arquitecto, un urbanista, una fundación y una carpeta de bocetos bajo el brazo. Larga y comentada era ya la relación con Cristián Boza, reconocido entre sus colegas por su arrojo y por volar la nave muy por sobre el suelo. Un poco más reciente fue la cercanía que tomó con Pablo Allard, doctor en urbanismo de Harvard. Ambas relaciones fueron muy mediatizadas, como si se quisiera demostrar que la ciudad y la arquitectura eran cuestiones de primera importancia. La Fundación Futuro (1993) ya llevaba una reconocida trayectoria en la puesta en valor y el reconocimiento del patrimonio urbano, con programas pedagógicos como «Yo descubro mi ciudad» y «Ojo con las plazas». Los renders del proyecto Mapocho Navegable, que le hicieron ganar la rechifla de arquitectos y paisajistas, dieron una ventilada vuelta por los diarios, los epistolarios de opinión y los seminarios universitarios (vaya en su defensa que tanto Benjamín Vicuña Mackenna como Salvador Allende ya habían soñado con modificar el cauce para un balneario). Pocos políticos han dado tanto material a los críticos urbanos como Sebastián Piñera.
Con terremoto mediante, su legado material resultó bastante más modesto que lo que se prometía. El Mapocho Navegable tocó tierra en un comedido parque ribereño, el Renato Poblete, que antes del cambio de mando tuvo una apurada inauguración simbólica. Tampoco se logró terminar el edificio central de la ONEMI, que fuera insuflada por el gobierno con nuevos espacios de trabajo. Una antena magnificada, en la lógica del «edificio pato» venturiano, es la imagen de una nueva vida para la oficina de emergencias. El programa de financiamiento de áreas verdes «Vive tu parque», y la transformación del Estadio Nacional en un promisorio Parque de la Ciudadanía, podrían haber consagrado a Piñera como el presidente de los parques -mejor mote que el soberano de las autopistas- de no ser por la tímida intervención paisajista que se logró materializar en el Coloso ñuñoíno. De todas formas, se le recordará como un presidente que creyó en la obra pública como conjuro político.
Hoy, sin embargo, el futuro espacial se vuelve nuevamente incierto con el segundo arribo de Bachelet al poder. Aunque la ciudad no ha estado ausente de las promesas de campaña, su imaginación espacial sigue siendo una incógnita, ya que bajo el eslogan «Chile de todos», no son las estéticas y los espacios, sino la participación y la integración lo que protagoniza el discurso. Quizás ha llegado el tiempo de los asambleísmos y ha pasado el de la imaginación fáustica. En este nuevo escenario, será la imaginación de los ciudadanos la que dicte la nueva agenda urbana. En la pasada campaña, ya una candidata desterró el léxico proletario de «compañeros y compañeras» para instaurar una nueva dimensión espacial del colectivo: los «vecinos y vecinas», cuya medida es una escala barrial en la que los parroquianos se reconocen unos a otros y orientan el bien común. Con la misma mirada comunitaria surgió la alcaldesa de Providencia, Josefa Errázuriz, emergida de las juntas de vecinos para derrocar la larga alcaldía de un Coronel autoritario, cuya imaginación espacial -de acotado repertorio- uniformó exitosamente las calles con característicos faroles y baldosas. Errázuriz, por su parte, ha recuperado la terminología de los cabildos y, en la misma línea, la alcaldesa de Santiago, Carolina Tohá, ha puesto todas sus energías en la consulta a los vecinos. Las consecuencias espaciales del empoderamiento de la imaginación vecinal son insospechadas. Nos atiborraremos de semáforos, paraderos del transporte público y cruces peatonales necesarios; mejoraremos plazas y veredas, pero, ¿serán los vecinos y vecinas quienes puedan imaginar las grandes obras? Para ello, será necesario que los colectivos abandonen la escala barrial y tomen nuevamente conciencia de lo público, para pensar en la escala de ciudades, de «ciudadanos y ciudadanas». O del territorio, con obras para compatriotas.
Referencias Bibliográficas
Ballent, A. (2005). Las huellas de la política: vivienda, ciudad, peronismo en Buenos Aires, 1943-1955. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes.
De Certeau, M. (1980). La invención de lo cotidiano I: Artes de Hacer. México: Universidad Iberoamericana-Biblioteca Francisco Xavier Clavigero.
Gorelik, A. (1998). La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.
Mitchell, W. (2002). Landscape and power. Chicago: The University of Chicago Press.
Sennett, R. (1994). Carne y piedra: El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid: Alianza Editorial.
Pía Montealegre, editora de Revista Bifurcaciones. E-mail: pia@bifurcaciones.cl
[1] «Sr. Le Vau, Sr. Le Nôtre! Yo quiero un jardín… mágico: parterres, estanques, fuentes, bosques. Todo debe ser construido a partir de esta perspectiva […] La naturaleza se somete, como los hombres. Quiero que lo hagan. Pongan mil, tres mil obreros si es necesario; planten árboles adultos. Aquí, construiremos un canal, grande como el mar».