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INV 2008

Andar en la ciudad

Michel De Certeau

Colección Reserva | Revista

Resumen

El trabajo teórico de Michel de Certeau es amplio y aborda temas tan aparentemente discímiles como el uso y el consumo, las corrientes místicas, la epistemoloía, la escritura de la historia y el arte de la vida cotidiana. Para el campo de los estudios culturales urbanos, su aporte más notorio proviene de la novedosa manera en que reenfocó la conceptualización del poder en una relación dialéctica -aunque no por ello no conflictiva- entre disciplina y anti-disciplina. Para De Certeau, igual que para Foucault, el espacio social o habitado es el resultado de un conflicto permanente entre poder y resistencia al poder, un producto de las operaciones que lo orientan, temporalizan, sitúan y lo hacen funcionar. En cada una de estas operaciones, actúa una fuerza hegemónica y disciplinaria, y otra que se le contrapone.

Ahora bien, como dice Rodrigo Salcedo en nuestra sección de Biografías, mientras para Foucault el espacio es simplemente la expresión de la disciplina y el ejercicio de una "microfísica" del poder, De Certeau se abre a la posibilidad de que dicho poder sea subvertido y alterado en su significado por las prácticas cotidianas de aquellos que lo habitan. La posición de la ciudad en esta teoría es privilegiada, sea cual sea el lado de la distinción desde el cual se lo mire. Desde la perspectiva de la disciplina institucionalizada, por ejemplo, la ciudad sería el lugar donde el poder es organizado y administrado racionalmente; desde la anti-disciplina, por su parte, es el espacio por excelencia para producir y acoger las transformaciones y apropiaciones de movimientos de resistencia que marchan en contra del orden dominante. Mediante astucias furtivas, por tanto, los ciudadanos "de a pie" tienen la capacidad de abrir un espacio original, de creación, no subyugado al orden dominante.

La sutileza de sus postulados teóricos, la enorme influencia que su trabajo ha tenido en pensadores y movimientos sociales hasta hoy, y lo poco accesible que son sus escritos para el mundo hispanoparlante, justifican de sobra la inclusión de este texto en nuestra colección de artículos clásicos para el pensamiento urbano.

Tomás Errázuriz

1. Mirones o caminantes

Desde el piso 110 del World Trade Center, ver Manhattan. Bajo la bruma agitada por los vientos, la isla urbana, mar en medio del mar, levanta los rascacielos de Wall Street, se sumerge en Greenwich Village, eleva de nuevo sus crestas en el Midtown, se espesa en Central Park y se aborrega finalmente más allá de Harlem. Marejada de verticales. La agitación está detenida, un instante, por la visión. La masa gigantesca se inmoviliza bajo la mirada. Se transforma en una variedad de texturas donde coinciden los extremos de la ambición y de la degradación, las oposiciones brutales de razas y estilos, los contrastes entre los edificios creados ayer, ya transformados en botes de basura, y las irrupciones urbanas del día que cortan el espacio. A diferencia de Roma, Nueva York nunca ha aprendido el arte de envejecer al conjugar todos los pasados. Su presente se inventa,hora tras hora, en el acto de desechar lo adquirido y desafiar el porvenir. Ciudad hecha de lugares paroxísticos en relieves monumentales. El espectador puede leer ahí un universo que anda de juerga. Allí se escriben las formas arquitectónicas de la coincidatio oppositorum en otro tiempo esbozada en miniaturas y en tejidos místicos. Sobre esta escena de concreto, acero y cristal que un agua gélida parte entre dos océanos (el Atlántico y el continente americano), los caracteres más grandes del globo componen una gigantesca retórica del exceso en el gasto y la producción.[1]

¿A qué erótica del conocimiento se liga el éxtasis de leer un cosmos semejante? Al gozarlo violentamente, me pregunto dónde se origina el placer de «ver el conjunto», de dominar, de totalizar el más desmesurado de los textos humanos.

Figura 1. "Vistas Aereas", Collage por Tomás ErrázurizLa ciudad-panorama es un simulacro "teórico" (es decir, visual), en suma un cuadro, que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas. El dios mirón que crea esta ficción literaria y que, como el de Schreber, sólo conoce cadáveres, debe exceptuarse del oscuro lazo de las conductas diarias y hacerse ajeno a esto.

Figura 1. «Vistas aéreas», collage por Tomás Errázuriz. La ciudad-panorama es un simulacro «teórico» (es decir, visual), en suma un cuadro, que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas. El dios mirón que crea esta ficción literaria y que, como el de Schreber, sólo conoce cadáveres, debe exceptuarse del oscuro lazo de las conductas diarias y hacerse ajeno a esto.

Subir a la cima del World Trade Center es separarse del dominio de la ciudad. El cuerpo ya no está atado por las calles que lo llevan de un lado a otro según una ley anónima; ni poseído, jugador o pieza del juego, por el rumor de tantas diferencias y por la nerviosidad del tránsito neoyorquino. El que sube allá arriba sale de la masa que lleva y mezcla en sí misma toda identidad de autores o de espectadores. Al estar sobre estas aguas, Icaro puede ignorar las astucias de Dédalo en móviles laberintos sin término. Su elevación lo transforma en mirón. Lo pone a distancia. Transforma en un texto que se tiene delante de sí, bajo los ojos, el mundo que hechizaba y del cual quedaba «poseído». Permite leerlo, ser un Ojo Solar, una mirada de dios. Exaltación de un impulso visual y gnóstico. Ser sólo este punto vidente es la ficción del conocimiento. ¿Habrá que caer después en el espacio sombrío donde circulan las muchedumbres que, visibles desde lo alto, abajo no ven? Caída de Ícaro. En el piso 110, un cartel, como una esfinge, plantea un enigma al peatón transformado por un instante en visionario: It’s hard to be down when you’re up.

La voluntad de ver la ciudad ha precedido los medios para satisfacerla. Las pinturas medievales o renacentistas representaban la ciudad vista en perspectiva por un ojo que, no obstante, nunca había existido hasta ese momento [2]. Inventaban a la vez el sobrevuelo de la ciudad y el panorama que éste hacía posible. Esta ficción ya transformaba al espectador medieval en ojo celeste. Hacía dioses. ¿Será de un modo diferente desde que los procedimientos técnicos organizaron un «poder omnividente»? (Foucault, J. 1977). El ojo totalizador imaginado por las pinturas de antaño sobrevive en nuestras realizaciones. El mismo impulso visual obsesiona a los usuarios de las producciones arquitectónicas al materializar hoy la utopía que ayer sólo era una pintura. La torre de 420 metros que sirve de proa a Manhattan sigue construyendo la ficción que crea lectores, que hace legible la complejidad de la ciudad y petrifica en un texto transparente su opaca movilidad. ¿La inmensa variedad de texturas que se tiene bajo la mirada es algo más que una representación, un artefacto óptico? Es una analogía del facsímil que producen, por medio de una proyección que es una especie de colocación a distancia, el que planifica el espacio, el urbanista o el cartógrafo. La ciudad-panorama es un simulacro «teórico» (es decir, visual), en suma un cuadro, que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas. El dios mirón que crea esta ficción literaria y que, como el de Schreber, sólo conoce cadáveres, (Schreber, 1975) debe exceptuarse del oscuro lazo de las conductas diarias y hacerse ajeno a esto.

Es «abajo» al contrario (down), a partir del punto donde termina la visibilidad, donde viven los practicantes ordinarios de la ciudad. Como forma elemental de esta experiencia, son caminantes, Wandersmänner, cuyo cuerpo obedece a los trazos gruesos y a los más finos [de la caligrafía] de un «texto» urbano que escriben sin poder leerlo. Estos practicantes manejan espacios que no se ven; tienen un conocimiento tan ciego como en el cuerpo a cuerpo amoroso. Los caminos que se responden en este entrelazamiento, poesía inconsciente de las que cada cuerpo es un elemento firmado por muchos otros, escapan a la legibilidad. Todo ocurre como si una ceguera caracterizara las prácticas organizadoras de la ciudad habitada [3]. Las redes de estas escrituras que avanzan y se cruzan componen una historia múltiple, sin autor ni espectador, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios: en relación con las representaciones, esta historia sigue siendo diferente, cada día, sin fin.

Cuando se escapa a las totalizaciones imaginarias del ojo, hay una extrañeza de lo cotidiano que no sale a la superficie, o cuya superficie es solamente un límite adelantado, un borde que se corta sobre lo visible. Dentro de este conjunto, quisiera señalar algunas prácticas ajenas al espacio «geométrico» o «geográfico» de las construcciones visuales, panópticas o teóricas. Estas prácticas del espacio remiten a una forma específica de operaciones (de «maneras de hacer»), a «otra espacialidad» (Merleau-Ponty, 1976) -una experiencia «antropológica», poética y mítica del espacio-, y a una esfera de influencia opaca y ciega de la ciudad habitada. Una ciudad trashumante, o metafórica, se insinúa así en el texto vivo de la ciudad planificada y legible.

2. Del concepto de ciudad a las prácticas urbanas

El World Trade Center es la más monumental de todas las formas del urbanismo occidental. La atopía-utopía del conocimiento óptico lleva en su seno desde hace mucho el proyecto de superar y articular las contradicciones nacidas de la concentración urbana. Se trata de manejar un crecimiento de la reunión o acumulación humana. «La ciudad es un gran monasterio», decía Erasmo. La vista en perspectiva y la vista en prospectiva constituyen la doble proyección de un pasado opaco y de un futuro incierto en una superficie que puede tratarse. Inauguran (¿desde el siglo XVI?) la transformación del hecho urbano en concepto de ciudad. Mucho antes de que el concepto mismo perfile una forma de la Historia, supone que este hecho es tratable como unidad pertinente de una racionalidad urbanística. La alianza de la ciudad y el concepto jamás los identifica, pero se vale de su progresiva simbiosis: planificar la ciudad es a la vez pensar la pluralidad misma de lo real y dar efectividad a este pensamiento de lo plural; es conocer y poder articular.

2.1. ¿Un concepto operativo?

La «ciudad» instaurada por el discurso utópico y urbanístico (Choay, 1973) está definida por la posibilidad de una triple operación, descrita en seguida:

a) La producción de un espacio propio: la organización racional debe por tanto rechazar todas las contaminaciones físicas, mentales o políticas que pudieran comprometerla; b) la sustitución de las resistencias inasequibles y pertinaces de las tradiciones, con un no tiempo, o sistema sincrónico: estrategias científicas unívocas, que son posibles mediante la descarga de todos los datos, deben reemplazar las tácticas de los usuarios que se las ingenian con las «ocasiones» y que, por estos acontecimientos-trampa, lapsus de la visibilidad, reintroducen en todas partes las opacidades de la historia; y c) en fin, la creación de un sujeto universal y anónimo que es la ciudad misma: como en su modelo político -el Estado de Hobbes- es posible atribuirle poco a poco todas las funciones y predicados, hasta ahí diseminados y asignados entre múltiples sujetos reales, grupos, asociaciones, individuos. «La ciudad», como nombre propio, ofrece de este modo la capacidad de concebir y construir el espacio a partir de un número finito de propiedades estables, aislables y articuladas unas sobre otras.

En este lugar que organizan operaciones «especulativas» y clasificadoras, [4] una administración se combina con una eliminación. Por un lado, hay una diferenciación y redistribución de partes y funciones de la ciudad, gracias a trastrocamientos, desplazamientos, acumulaciones, etcétera; por otro, hay rechazo de lo que no es tratable y constituye luego de los «desechos» de una administración funcionalista (anormalidad, desviación, enfermedad, muerte, etcétera). Sin duda alguna, el progreso permite reintroducir una proporción creciente de desechos en los circuitos de la administración y transforma los déficits mismos (en salud, seguridad, etcétera) en medios de los cuales valerse para apretar las redes del orden. Pero, en realidad, no deja de producir efectos contrarios a los que busca: el sistema de ganancias genera una pérdida que, bajo las formas múltiples de la miseria que está fuera de él y del desperdicio que está dentro, cambia constantemente la producción en «gasto». Además, la racionalización de la ciudad entraña su mitificación en los discursos estratégicos, cálculos fundados con base en la hipótesis o la necesidad de su destrucción por medio de una decisión final. (Glucksmann, 1977). En fin, la organización funcionalista, al privilegiar el progreso (el tiempo), hace olvidar su condición de posibilidad, el espacio mismo, que se vuelve lo impensado de una tecnología científica y política. Así funciona la Ciudad-concepto, lugar de transformaciones y de apropiaciones, objeto de intervenciones pero sujeto sin cesar enriquecido con nuevos atributos: es al mismo tiempo la maquinaria y el héroe de la modernidad.

Hoy día, cualesquiera que hayan sido las transformaciones de este concepto, fuerza es reconocer que si, en el discurso, la ciudad sirve de señal totalizadora y casi mítica de las estrategias socioeconómicas y políticas, la vida urbana deja cada vez más de hacer reaparecer lo que el proyecto urbanístico excluía. El lenguaje del poder «se urbaniza», pero la ciudad está a merced de los movimientos contradictorios que se compensan y combinan fuera del poder panóptico. La Ciudad se convierte en el tema dominante de los legendarios políticos, pero ya no es un campo de operaciones programadas y controladas. Bajo los discursos que la ideologizan, proliferan los ardides y las combinaciones de poderes sin identidad, legible, sin asideros, sin transparencia racional: imposibles de manejar.

2.2. El retorno de las prácticas

La ciudad-concepto se degrada. ¿Quiere decir que la enfermedad padecida por la razón que la ha instaurado y por sus profesionales es la misma que padecen las poblaciones urbanas? Tal vez las ciudades se deterioran al mismo tiempo que los procedimientos que las han organizado. Pero hay que desconfiar de nuestros análisis. Los ministros del conocimiento siempre han supuesto que el universo está amenazado por los cambios que estremecen sus ideologías y sus puestos. Transforman la infelicidad de sus teorías en teorías de la infelicidad. Cuando transforman en «catástrofes» sus extravíos, cuando quieren encerrar al pueblo en el «pánico» de sus discursos, ¿es necesario, una vez más, que tengan razón?

Figura 2. "Parking Land", Collage por Tomás Errázuriz. "La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de aprehensión táctil y de apropiación cinética. Su hormigueo es un innumerable conjunto de singularidades". Michel De Certeau, La invención de lo Cotidiano.

Figura 2. «Parking land», collage por Tomás Errázuriz. «La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de aprehensión táctil y de apropiación cinética. Su hormigueo es un innumerable conjunto de singularidades» (Michel De Certeau).

Más que mantenerse dentro del campo de un discurso que conserva su privilegio al invertir su contenido (que habla de catástrofe, y ya no de progreso), se puede intentar otra vía: analizar las prácticas microbianas, singulares y plurales, que un sistema urbanístico debería manejar o suprimir y que sobreviven a su decadencia; seguir la pululación de estos procedimientos que, lejos de que los controle o los elimine la administración panóptica, se refuerzan en una ilegitimidad proliferadota, desarrollados e insinuados en las redes de vigilancia, combinados según tácticas ilegibles pero estables al punto de constituir regulaciones cotidianas y creaciones subrepticias que esconden solamente los dispositivos y los discursos, hoy en día desquiciados, de la organización observadora.

Esta vía podría inscribirse como una continuación, pero también como una vía recíproca del análisis que Michel Foucault ha hecho de las estructuras del poder. La ha desplazado hacia los dispositivos y los procedimientos técnicos, «instrumentalidades menores» capaces, mediante la sola organización de «detalles», de transformar una multiplicidad humana en sociedad «disciplinaria» y de manejar, diferenciar, clasificar, jerarquizar todas las desviaciones concernientes al aprendizaje, la salud, la justicia, el ejército o el trabajo (Foucault, 1975).»Estas triquiñuelas, a menudo minúsculas, de la disciplina», maquinarias «menores pero sin falla», sacan su eficacia de una relación entre los procedimientos y el espacio que redistribuyen para hacerlo su «operador». Pero a estos aparatos productores de un espacio disciplinario, ¿qué prácticas del espacio corresponden, del lado donde (se) valen (de) la disciplina? En la coyuntura presente de una contradicción entre el modo colectivo de la administración y el modo individual de una reapropiación, esta cuestión resulta sin embargo esencial, si se admite que las prácticas del espacio tejen en efecto las condiciones determinantes de la vida social. Quisiera seguir algunos procedimientos -multiformes, resistentes, astutos y pertinaces- que escapan a la disciplina, sin quedar, pese a todo, fuera del campo donde ésta se ejerce, y que deberían llevar a una teoría de las prácticas cotidianas, del espacio vivido y de una inquietante familiaridad de la ciudad.

3. Hablar de los pasos perdidos

«La diosa se reconoce por su paso».

Virgilio, Eneida, I, 405.

La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de aprehensión táctil y de apropiación cinética. Su hormigueo es un innumerable conjunto de singularidades. Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares. A este respecto, las motricidades peatonales forman uno de estos «sistemas reales cuya existencia hace efectivamente la ciudad», pero que «carecen de receptáculo físico» (Alexander,1967). No se localizan: espacializan. Ya no se inscriben en un continente como esos caracteres chinos cuyos locutores, con el dedo índice, bosquejan con ademanes sobre la palma de la mano.

Sin duda alguna, los procesos del caminante pueden registrarse en mapas urbanos para transcribir sus huellas (aquí pesadas, allá ligeras) y sus trayectorias (pasan por aquí pero no por allá). Pero estas sinuosidades en los trazos gruesos y en los más finos de su caligrafía remiten solamente, como palabras, a la ausencia de lo que ha pasado. Las lecturas de recorridos pierden lo que ha sido: el acto mismo de pasar. La operación de ir, de deambular, o de «comerse con los ojos las vitrinas» o, dicho de otra forma, la actividad de los transeúntes se traslada a los puntos que componen sobre el plano una línea totalizadora y reversible. Sólo se deja aprehender una reliquia colocada en el no tiempo de una superficie de proyección. En su calidad de visible, tiene como efecto volver invisible la operación que la ha hecho posible. Estas fijaciones constituyen los procedimientos del olvido. La huella sustituye a la práctica. Manifiesta la propiedad (voraz) que tiene el sistema geográfico de poder metamorfosear la acción para hacerla legible, pero la huella hace olvidar una manera de ser en el mundo.

3.1. Enunciaciones peatonales

Una comparación con el acto de hablar permite llegar más lejos [5] y no quedarse tan sólo en la crítica de las representaciones gráficas, al intentar, sobre los bordes de la legibilidad, un más allá inaccesible. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación (el speech act) es a la lengua o a los enunciados realizados [6]. Al nivel más elemental, hay en efecto una triple función «enunciativa»: es un proceso de apropiación del sistema topográfico por parte del peatón (del mismo modo que el locutor se apropia y asume la lengua); es una realización espacial del lugar (del mismo modo que el acto de habla es una realización sonora de la lengua); en fin, implica relaciones entre posiciones diferenciadas, es decir «contratos» pragmáticos bajo la forma de movimientos (del mismo modo que la enunciación verbal es «alocución», «establece al otro delante» del locutor y pone en juego contratos entre locutores) (Benveniste, 1974). El andar parece pues encontrar una primera definición como espacio de enunciación.

Se podría, por otra parte, extender esta problemática a las relaciones que el acto de escribir mantiene con lo escrito y hasta trasladarla a las relaciones de la «pincelada» (el gesto y la gesta del pincel) con el cuadro que se ejecuta (formas, colores, etcétera). Aislada desde un principio dentro del campo de la comunicación verbal, la enunciación sólo tendría una de sus aplicaciones, y su modalidad lingüística sería únicamente la primera marca de una distinción mucho más general entre las formas empleadas en un sistema y los modos de empleo de este sistema, es decir, entre dos «mundos diferentes» pues «las mismas cosas» se enfocan según formalidades opuestas. Considerada bajo este aspecto, la enunciación peatonal presenta tres características que de entrada la distinguen del sistema espacial: lo presente, lo discontinuo, lo «fático». Para empezar, si es cierto que un orden espacial organiza un conjunto de posibilidades (por ejemplo, mediante un sitio donde se puede circular) y de prohibiciones (por ejemplo, a consecuencia del muro que impide avanzar), el caminante actualiza algunas de ellas. De ese modo, las hace ser tanto como parecer. Pero también las desplaza e inventa otras pues los atajos, desviaciones o improvisaciones del andar, privilegian, cambian o abandonan elementos espaciales. De este modo Charlie Chaplin multiplica las posibilidades de su bastón: hace otras cosas con la misma cosa y sobrepasa los límites que las determinaciones del objeto fijan a su utilización. Igualmente, el caminante transforma en otra cosa cada significante espacial. Y si, por un lado, sólo hace efectivas algunas posibilidades fijadas por el orden construido (va solamente por aquí, pero no por allá); por otro, aumenta el número de posibilidades (por ejemplo, al crear atajos o rodeos) y el de las prohibiciones (por ejemplo, se prohíbe seguir caminos considerados lícitos u obligatorios). Luego, selecciona. «El usuario de la ciudad toma fragmentos del enunciado para actualizarlos en secreto» (Barthes, 1971).

Así crea una discontinuidad, sea al operar selecciones en los significantes de la «lengua» espacial, sea al desplazarlas por el uso que hace de ellas. Dedica ciertos lugares a la inercia o al desvanecimiento y, con otros, compone «sesgos» espaciales «raros», «accidentales» o ilegítimos. Pero eso introduce ya en una retórica del andar. En el marco de la enunciación, el caminante constituye, con relación a su posición, un cerca y un lejos, un aquí y un allá. Debido a que los adverbios aquí y allá son precisamente, en la comunicación verbal, los indicadores de la instancia locutora [7] -coincidencia que refuerza el paralelismo entre la enunciación lingüística y la enunciación peatonal-, hace falta agregar que esta marca (aquí, allá) necesariamente implicada por medio del andar e indicativa de una apropiación presente del espacio mediante un «yo», tiene igualmente como función implantar otro relativo a este «yo» e instaurar así una articulación conjuntiva y disyuntiva de sitios. Al respecto señalaré el aspecto «fático», si como tal se entiende, aislada por Malinowski y Jakobson, la función de términos que establecen, mantienen o interrumpen el contacto, tales como «¡hola!», «bien, bien», etcétera (Jakobson, 1970). La marcha, que unas veces persigue y otras se hace perseguir, crea una organicidad móvil del medio ambiente, una sucesión de topoi fáticos. Y si la función fática, esfuerzo para asegurar la comunicación, ya caracteriza el lenguaje de las aves parlantes del mismo modo que constituye «la primera función verbal adquirida por los niños», no sorprende que anterior o paralelamente a la elocución informativa, también brinque, ande en cuatro patas, baile y se pasee, pesada o ligera, como una serie de «¡hola!» en un laberinto de ecos.

Figura 3. Body Art: Vito Acconci. Notas sobre Movimiento II (El cuerpo como lugar). Marzo, 1972. Lápiz de tinta y recortes de impresiones en gelatina de plata sobre dos pedazos de papel cuadriculado sobre madera, 55.4 x 86.4 cm.

Figura 3. «Body art», Vito Acconci. Notas sobre Movimiento II (El cuerpo como lugar). Marzo de 1972. Lápiz de tinta y recortes de impresiones en gelatina de plata sobre dos pedazos de papel cuadriculado sobre madera, 55.4 x 86.4 cm.

De la enunciación peatonal que de esta forma se libera de su transcripción en un mapa, se podrían analizar las modalidades, es decir, los tipos de relación que mantiene con los recorridos (o «enunciados») al asignarles un valor de verdad (modalidades «aléticas» de lo necesario, de lo imposible, de lo posible o de lo contingente), un valor de conocimiento (modalidades «epistémicas» de lo cierto, de lo excluido, de lo plausible o de lo impugnable) o en fin un valor concerniente a un deber hacer modalidades «deónticas» de lo obligatorio, de lo prohibido, de lo permitido o de lo facultativo). [8] El andar afirma, sospecha, arriesga, transgrede, respeta, etcétera, las trayectorias que «habla». Todas las modalidades se mueven, cambiantes paso a paso y repartidas en proporciones, en sucesiones y con intensidades que varían según los momentos, los recorridos, los caminantes. Diversidad indefinida de estas operaciones enunciadoras. No se sabría pues reducirlas a su huella gráfica.

Figura 4. "Body art", Vito Acconci. Escalera de 20 pies para muros de cualquier tamaño. 1979-80. Grabado fotográfico sobre ocho hojas de papel, plate (each): 18 3/8 x 11 5/8" (46.7 x 29.5 cm); sheet (each): 29 x 41" (73.7 x 104.2 cm).

Figura 4. «Body art», Vito Acconci. Escalera de 20 pies para muros de cualquier tamaño. 1979-80. Grabado fotográfico sobre ocho hojas de papel, plate (each): 18 3/8 x 11 5/8″ (46.7 x 29.5 cm); sheet (each): 29 x 41″ (73.7 x 104.2 cm).

3.2. Retóricas caminantes

Los caminos de los paseantes presentan una serie de vueltas y rodeos susceptibles de asimilarse a los «giros» o «figuras de estilo». Hay una retórica del andar. El arte de «dar vuelta» a las frases tiene como equivalente un arte de dar vuelta a los recorridos. Como lenguaje ordinario [9], este arte implica y combina estilos y usos. El estilo especifica «una estructura lingüística que manifiesta sobre el plano simbólico […] la manera fundamental de un hombre de ser en el mundo»;(Greimas, 1962) connota una singularidad. El uso define el fenómeno social mediante el cual un sistema de comunicación se manifiesta en realidad; remite a una norma. Tanto el estilo como el uso apuntan a una «manera de hacer» (de hablar, de caminar, etcétera), pero uno como tratamiento singular de lo simbólico, el otro como elemento de un código. Se cruzan para formar un estilo del uso, una manera de ser y una manera de hacer. [10]

Al introducir la noción de una «retórica habitante», vía fecunda abierta por A. Médam (1977), sistematizada por S. Ostrowetsky (1979) y J.F. Augoyard (1979), se supone que los «tropos» catalogados por la retórica proporcionan modelos hipótesis para que el análisis cuente con maneras de apropiarse de los lugares. Dos postulados, me parece, condicionan la validez de esta aplicación: 1) se supone que las mismas prácticas del espacio corresponden a manipulaciones sobre los elementos básicos de un orden construido; 2) se supone que son, como los tropos de la retórica, desviaciones relativas a una especie de «sentido literal» definido por él sistema urbanístico. Existiría entonces una homología entre las figuras verbales y las figuras caminantes (respecto a estas últimas, ya se contaría con una elección estilizada con las formas del baile) en la medida en que unas y otras consisten en «tratamientos» u operaciones que se refieren a unidades aislables (Bourdieu, 1976), [11] y funcionan con «arreglos ambiguos» que desvían y desplazan el sentido hacia una equivocidad (Sumpf, 1971), del mismo modo que una imagen movida altera y multiplica el objeto fotografiado. Bajo estos dos modos, una analogía resulta admisible. Agregaría que el espacio geométrico de los urbanistas y los arquitectos parecería funcionar como el «sentido propio» construido por los gramáticos y los lingüistas a fin de disponer de un nivel normal y normativo al cual referir las desviaciones del «sentido figurado». En realidad, este sentido «propio» (sin figura retórica) resulta imposible encontrarlo en el uso corriente, verbal o peatonal; es solamente la ficción producida por un uso también particular, el uso me-talingüístico de la ciencia que se singulariza por esta misma distinción [12].

Figura 5. "El signo" (arriba) y "La anulación de la ciudad habitable" (abajo) son collages producidos por Tomás Errázuriz especialmente para este artículo.

Figura 5. «El signo» (arriba) y «La anulación de la ciudad habitable» (abajo) son collages producidos por Tomás Errázuriz especialmente para este artículo.

La acción caminante se vale de las organizaciones espaciales, por más panópticas que sean: no les resulta ni extraña (no sucede en otra parte) ni conforme (no recibe su identidad de ellas). Ahí crea una sombra y algo equívoco en ellas. Ahí insinúa la multitud de sus referencias y citas (modelos sociales, usos culturales, coeficientes personales). Ahí ella misma es el efecto de encuentros y ocasiones sucesivos que no cesan de alterarla y de hacerla el blasón del otro, es decir, el propalador de lo que sorprende, atraviesa o seduce sus recorridos. Estos diversos aspectos instauran una retórica. Hasta la definen.

Al analizar, a través de los relatos de prácticas de espacio, este «arte moderno de la expresión cotidiana», J.F. Augoyard (1979) descubre dos figuras de estilo fundamentales: la sinécdoque y el asíndeton. Este pre dominio, creo, destaca a partir de sus dos polos complementarios una formalidad de las prácticas. La sinécdoque consiste en «emplear una palabra con una significación que forma parte de un sentido diferente de esta palabra» [13]. Esencialmente, nombra una parte en lugar del todo que la integra. De esta forma, «cabeza» representa «hombre» en la expresión «ignoro el destino de una cabeza tan valiosa»; de la misma manera, la cabaña de mampostería o el montículo de tierra representa el parque en la narración de una trayectoria. El asíndeton es la supresión de nexos sintácticos, conjunciones y adverbios, en una frase o entre varias frases. De la misma manera, en el andar, selecciona y fragmenta el espacio recorrido; salta los nexos y las partes enteras que omite. Desde este punto de vista, todo andar sigue saltando, o brincando, como el niño que anda «en un solo pie». El andar practica la elipsis de posiciones conjuntivas.

En realidad, estas dos figuras caminantes remiten una a la otra. Una dilata un elemento de espacio para hacerlo representar el papel de un «más» (una totalidad) y sustituirlo (la bicicleta o el mueble en venta tras una vitrina vale para una calle entera o para un vecindario). La otra, por elisión, crea a partir de lo «menos», abre ausencias en el continuum espacial, y retiene sólo unos trozos escogidos, incluso unas reliquias. Una reemplaza las totalidades con fragmentos (un menos en vez de un más); la otra las separa al suprimir los nexos conjuntivos y consecutivos (una nada en vez de cualquier cosa). Una densifica: amplifica el detalle y miniaturiza el conjunto. La otra corta: deshace la continuidad y desmantela la realidad de su verosimilitud. El espacio así tratado y modificado por las prácticas se transforma en singularidades amplificadas y en islotes separados [14]. Por medio de estos adelgazamientos, ampulosidades y fragmentaciones, trabajo retórico, se crea un fraseo espacial de tipo antológico (compuesto de citas yuxtapuestas) y elíptico (hecho de agujeros, lapsus y alusiones). En el sistema tecnológico de un espacio coherente y totalizador, «ligado» y simultáneo, las figuras caminantes sustituyen recorridos que poseen una estructura de mito, si al menos se entiende por mito un discurso relativo al lugar/no lugar (u origen) de la existencia concreta, un relato trabajado artesanalmente con elementos sacados de dichos comunes, una historia alusiva y fragmentaria cuyos agujeros se encajan en las prácticas sociales que ésta simboliza. Las figuras son acciones de esta metamorfosis estilística del espacio. O más bien, como dice Rilke, «árboles de acciones» en movimiento. Mueven hasta los territorios paralizados y maquinados del instituto médico-pedagógico donde los niños retrasados se ponen a jugar y a bailar en el granero sus «historias espaciales».[15] Estos árboles de acciones bullen de un sitio a otro. Sus bosques caminan en las calles. Transforman la escena, pero no pueden quedar fijados por la imagen en un solo lugar. Si pese a todo se necesitara una ilustración, serían las imágenes-tránsitos, caligrafías verde-amarillo y azul metálico, que aullan sin gritar y rayan el subsuelo de la ciudad, «bordados» de letras y cifras, acciones perfectas de violencias pintadas con aerosol, escrituras de Sivas, grafías danzantes cuyo fragor de carros de metro acompaña las fugitivas apariciones: los graffiti de Nueva York. Si fuera verdad que se manifiestan los bosques de acciones, su andar no sabría cómo detenerse dentro de un marco, ni el sentido de sus movimientos circunscribirse dentro de un texto. Su trashumancia retórica arrastra y desvía los sentidos propios analíticos y aglomerados del urbanismo; es un «vagabundeo» de la semántica,[16] producido por masas que desvanecen la ciudad en ciertas de sus regiones, la exageran en otras, la dislocan, fragmentan y apartan de su orden no obstante inmóvil.

4. Míticas: lo que «hace andar»

Las figuras de estos movimientos (sinécdoques, elipsis, etcétera) definen a la vez una «simbología del inconsciente» y «ciertos procedimientos típicos de la subjetividad manifiesta en el discurso» (Benveniste, 1974). La similitud entre el «discurso» [17] y el sueño [18] se debe al uso de los mismos «procedimientos estilísticos»: asimismo comprende, pues, las prácticas mercantiles. El «viejo catálogo de tropos» que, de Freud a Benveniste, proporciona un inventario apropiado a la retórica de los dos primeros registros de expresión, vale también para el tercero. Si hay un paralelismo, no es sólo porque la enunciación domina aquellas tres regiones, sino porque su desenvolvimiento discursivo (verbalizado, soñado o andado) se organiza a partir de la relación entre el lugar de donde sale (un origen) y el no lugar que produce (una manera de «pasar»).

Desde este punto de vista, después de haber acercado los procesos caminantes a las formaciones lingüísticas, se puede inclinarlos hacia el lado de las figuraciones oníricas, o al menos descubrir sobre este otro borde lo que en la práctica del espacio resulta indisociable del lugar soñado. Andar es no tener un lugar. Se trata del proceso indefinido de estar ausente y en pos de algo propio. El vagabundeo que multiplica y reúne la ciudad hace de ella una inmensa experiencia social de la privación de lugar; una experiencia, es cierto, pulverizada en desviaciones innumerables e ínfimas (desplazamientos y andares), compensada por las relaciones y los cruzamientos de estos éxodos que forman entrelazamientos, al crear un tejido urbano, y colocada bajo el signo de lo que debería ser, en fin, el lugar, pero que apenas es un nombre, la Ciudad. La identidad provista por este lugar es simbólica (nombrada) más aún cuando, pese a la desigualdad de títulos y beneficios entre citadinos, hay allí sólo una pululación de transeúntes, una red de estadías adoptadas por una circulación, un pisoteo a través de las apariencias de lo propio, un universo de sitios obsesionados por un no lugar o por los lugares soñados.

4.1. Nombres y símbolos

Un signo de la relación que las prácticas mantienen con esta ausencia se halla precisamente proporcionado por sus juegos a propósito de los nombres «propios». Las relaciones del sentido del andar con los sentidos de las palabras ubican dos tipos de movimientos aparentemente contrarios, uno de exterioridad (andar es hallarse afuera); el otro, interior (una movilidad bajo la estabilidad del significante). El andar obedece en efecto a tropismos semánticos; es atraída o rechazada por nombramientos de sentidos oscuros, mientras que la ciudad misma se transforma para mucha gente en un «desierto» donde lo insensato, hasta lo aterrador, ya no tiene la forma de las sombras, sino que se vuelve, como en el teatro de Genet, una luz implacable, productora del texto urbano sin oscuridad que un poder tecnocrático crea por todas partes y que coloca al habitante bajo vigilancia (¿de qué?, no se sabe): «La ciudad nos tiene bajo su mirada, que no podemos sostener sin vértigo», dice una habitante de Ruán (Dard, 1975). En los espacios brutalmente iluminados por una razón extraña, los nombres propios abren reservas de significaciones ocultas y familiares. «Tienen sentido»; dicho de otra forma, impulsan movimientos, como vocaciones y llamados que cambian y modifican el itinerario al darle sentidos (o direcciones) hasta ahí imprevisibles. Estos nombres crean un no lugar en los lugares; los transforman en pasos.

Figura 6. En el videoclip de "The Child" (Alex Gopher), Antoine Bardou-Jacquet diseñó una Nueva York donde cada una de sus piezas está compuesta porla palabra que la nombra; es decir, donde el significante ha tomado la forma de lo significado.

Figura 6. En el videoclip de «The child» (Alex Gopher), Antoine Bardou-Jacquet diseñó una Nueva York donde cada una de sus piezas está compuesta porla palabra que la nombra; es decir, donde el significante ha tomado la forma de lo significado.

Un amigo que vive en la ciudad de Sévres se desvía, en París, hacia las calles de los Saints-Péres y de Sévres mientras se dirige a ver a su madre en otro vecindario: estos nombres articulan una frase que sus pies construyen sin que él lo sepa. Los números (Calle 112, o Calle San Cario núm. 9) imantan igualmente las trayectorias del mismo modo que pueden obseder en sueños. Otra amiga rechaza sin saberlo las calles que llevan algún nombre y que, por esto, le «significan» órdenes o identidades como si fueran convocatorias y clasificaciones; pasa por caminos sin nombre ni firma. Para los nombres propios es todavía una manera negativa de hacerla caminar.

¿Qué deletrean, pues? Enlistados en constelaciones que jerarquizan y ordenan semánticamente la superficie de la ciudad, operadores de ordenamientos cronológicos y de legitimaciones históricas, nombres de calles (Borrego, Botzaris, Bougainville…) pierden poco a poco su valor grabado, como las monedas gastadas, si bien su capacidad de significar sobrevive a su primera determinación. Saint Peres, Corentin Celton, Place Rouge. Se ofrecen a las polisemias que les asignan sus transeúntes; se apartan de los lugares que se suponían definir y sirven de citas imaginarias a viajes que, transformados en metáforas, determinan por razones extrañas a su valor original, pero que son conocidas/desconocidas por los transeúntes. Extraña toponimia, desprendida de los lugares, que planea encima de la ciudad como una geografía de nubosidades de «sentidos» a la espera, y que desde ahí conduce las deambulaciones físicas: Place de l’Étoile, Concorde, Poissonniére… Estas constelaciones mediatizan las circulaciones: estrellas que dirigen itinerarios. «La Plaza de la Concordia no existe -decía Malaparte-; es sólo una idea» [19]. Es algo más que una «idea». Habría que multiplicar las comparaciones para dar cuenta de los poderes mágicos a disposición de los nombres propios. Parecen tocados por las manos viajeras que éstos dirigen embelleciéndolas.

Al vincular acciones y pasos, al relacionar sentidos y direcciones, estas palabras operan como un vaciamiento y un deterioro de su primera aplicación. Se convierten en espacios liberados, susceptibles de ser ocupados. Una rica indeterminación les permite, mediante un enrarecimiento semántico, la función de articular una segunda geografía, poética, sobre la geografía del sentido literal, prohibido o permitido. Insinúan otros viajes en el orden funcionalista e histórico de la circulación. El andar los sigue: «Lleno con un noble nombre este gran espacio vacío» (du Bellay, 1891). Lo que hace andar son las reliquias del sentido, y a veces sus desechos, los restos opuestos a las grandes ambiciones. [20] Nadas o casi nadas simbolizan y orientan los pasos. Nombres que precisamente han dejado de ser «propios».

En estos nudos simbolizadores se esbozan (y tal vez se basan) tres funcionamientos distintos (pero conjugados) de las relaciones entre prácticas espaciales y prácticas significantes: lo creíble, lo memorable lo primitivo. Designan lo que «autoriza» (o hace posibles o creíbles) las apropiaciones espaciales, lo que se repite (o se recuerda) de una memoria silenciosa y replegada, y Io que se halla estructurado y no deja de estar firmado por un origen infantil (infans). Estos tres dispositivos simbólicos organizan los topoi del discurso de la ciudad y sobre la ciudad (la leyenda, el recuerdo y el sueño) de una manera que escapa también a la sistematicidad urbanística. Se puede reconocerlos en las funciones de los nombres propios: vuelven habitable o creíble el lugar que revisten con una palabra (al vaciarse de su poder clasificador, adquieren el de «permitir» otra cosa); recuerdan o evocan los fantasmas (muertos supuestamente desaparecidos) que todavía se mueven, agazapados en las acciones y los cuerpos en marcha; y, en la medida en que nombran, es decir, que imponen una conminación surgida del otro (una historia) y que alteran la identidad funcionalista al desprenderse de ella, crean en el lugar mismo esta erosión o no lugar que socava la ley del otro.

Figura 7. La Experiencia de lo Cotidiano: Gordon Matta Clarck. Izquierda, Pisos del Bronx. 1972-73. Madera y linóleo, 106.7 x 110.2 x 28.9 cm; y derecha, Intersección cónica. 1975. film de 16mm, 18-40 min., New York.

Figura 7. «La experiencia de lo cotidiano», Gordon Matta Clarck. Izquierda, Pisos del Bronx.,1972-73. Madera y linóleo, 106.7 x 110.2 x 28.9 cm; y derecha, Intersección cónica, 1975. Film de 16mm, 18-40 min., New York.

4.2. Creíbles y memorables: la habitabilidad

Por una paradoja que sólo es aparente, el discurso que hace creer es el que quita lo que prescribe, o que jamás da lo que promete. Lejos de expresar un vacío, describir un defecto, lo crea. Hace lugar al vacío. Con esto, abre huecos; «permite» un juego en un sistema de lugares definidos. «Autoriza» la producción de un espacio de juego (Spielraum) en un tablero analítico y clasificador de identidades. Lo vuelve habitable. Por esta razón, lo designo como una «autoridad local». Constituye una falla en el sistema que satura de significación los lugares y los reduce al punto de volverlo «irrespirable». Tendencia sintomática, el totalitarismo funcionalista (incluido en el momento que programa juegos y fiestas) busca por tanto eliminar estas autoridades locales, pues éstas mismas comprometen la univocidad del sistema. Ataca lo que muy justamente llama supersticiones: capas semánticas supererogatorias, que se insinúan «de más» y «en demasía», [21] y enajenan en un pasado o en una poética una parte de los terrenos que se reservan los promotores de razones técnicas y de rentabilizaciones financieras.

En el fondo, los nombres propios ya son «autoridades locales» o «supersticiones». Se les reemplaza así con cifras: ya no Opera [para telefonear] sino 073; ya no Calvados [para dirigir una carta], sino 14. Ocurre lo mismo con los relatos y las leyendas que pueblan el espacio urbano como habitantes de más y de sobra. Son el objeto de una cacería de brujas, por la sola lógica de la tecnoestructura. Pero esta exterminación (como la de los árboles, de los bosques y de los rincones donde viven las leyendas) (Lugassy, 1970) hace de la ciudad una «simbología en suspenso». Hay una anulación de la ciudad habitable. Entonces, como dice una ruanesa: aquí, «no hay ningún lugar especial, aparte de mi casa, es todo… No hay nada». Nada «especial»: nada señalado, o abierto por medio de un recuerdo o un cuento, nada firmado por el otro. Sólo queda como algo creíble la gruta de la casa, todavía durante un tiempo porosa a las leyendas, todavía calada de sombras. Aparte de eso, según otro citadino, «sólo quedan lugares donde uno ya no puede creer en nada» (Dard, 1975). Es por la posibilidad que ofrecen de embodegar ricos silencios y de entrojar historias sin palabras, o más bien por su capacidad de crear por todos los lados bodegas y graneros, como las leyendas locales (legenda: lo que debe leerse, pero también lo que uno puede leer) permiten salidas, medios para salir y volver a entrar, y por lo tanto espacios de habitabilidad. Sin duda el camino y el viaje suplen las salidas, los ires y venires, asegurados en otro tiempo por lo legendario que falta en lo sucesivo a los lugares. La circulación física tiene la función itinerante de las «supersticiones» de ayer o de hoy. El viaje (como el andar) es el sustituto de las leyendas que abrían el espacio a algo otro. ¿Qué produce finalmente sino, por una especie de regreso, «una exploración de los desiertos de mi memoria», el regreso a un exotismo cercano mediante lejanos rodeos, y la «invención» de unas reliquias y leyendas -«visiones huidizas de la campiña francesa», «fragmentos de música y de poesía» (Lévi-Strauss, 1955)-, en suma algo como un «desarraigo en sus orígenes»? (Heidegger). Lo que produce este exilio caminante es precisamente lo legendario que falta ahora en el lugar cercano; es una ficción, que tiene por otra parte la doble característica, como el sueño o la retórica peatonal, de ser el efecto de desplazamientos y de condensaciones [22]. Como corolario, se puede medir la importancia de estas prácticas significantes (contarse leyendas) como prácticas capaces de inventar espacios.

Figura 8. "Hay una anulacion de la ciudad habitable. Entonces, como dice una ruanesa: aquí 'no hay ningun lugar especial, aparte de mi casa, es todo... No hay nada', Nada "especia": nada señalado, o abierto por medio de un recuerdo o un cuento, nada firmado por el otro. Sólo queda como algo creíble la gruta de la casa, todavia durante un tiempo, porosa a las leyendas, todavía calada de sombras. Aparte de eso, según otro citadino, 'solo quedan lugares donde uno ya no puede creer en nada'."

Figura 8. «Hay una anulacion de la ciudad habitable. Entonces, como dice una ruanesa: aquí ‘no hay ningun lugar especial, aparte de mi casa, es todo… No hay nada’. Nada «especial»: nada señalado, o abierto por medio de un recuerdo o un cuento, nada firmado por el otro. Sólo queda como algo creíble la gruta de la casa, todavia durante un tiempo, porosa a las leyendas, todavía calada de sombras. Aparte de eso, según otro citadino, ‘sólo quedan lugares donde uno ya no puede creer en nada'».

Desde este punto de vista, sus contenidos no son menos reveladores de ello, y más todavía el principio que los organiza. Los relatos de los lugares son trabajos artesanales. Están hechos con vestigios de mundo. Aun si la forma literaria y el esquema actuante de las «supersticiones» responden a los modelos estables de los que desde hace más de treinta años a menudo se han analizado las estructuras y las combinaciones, el material (todo el detalle retórico de la «manifestación») está provisto con los restos de nominaciones, taxonomías, predicados heroicos o cómicos, etcétera, es decir con fragmentos de lugares semánticos dispersos. Estos elementos heterogéneos, incluso contrarios, llenan la forma homogénea del relato. El más y el otro (detalles o suplementos que provienen de otra parte) se insinúan en el marco recibido, orden impuesto. Se tiene así la relación misma de las prácticas del espacio con el orden construido. En su superficie, este orden se presenta en todas partes punteado y traspasado por elipsis, desviaciones y huidas del sentido: es un orden-colador.

Las reliquias verbales de las cuales se compone el relato, ligadas a historias perdidas y a acciones opacas, están yuxtapuestas en un collage donde sus relaciones no están pensadas y forman, por eso, un conjunto simbólico. [23] Se articulan por medio de lagunas. Producen pues, en el espacio estructurado del texto, antitextos, efectos de disimulación y de fuga, posibilidades de paso a otros paisajes, como sótanos o matorrales: «oh, masivos, oh, plurales» (Ponge, 1967).Mediante los procesos de diseminación que abren, los relatos se oponen al rumor pues el rumor es siempre terminante, instaurador y consecuencia de una nivelación del espacio, creador de movimientos comunes que refuerzan un orden al agregar un hacer creer al hacer hacer. Los relatos diversifican, los rumores totalizan. Si siempre hay una oscilación de unos a otros, hoy parece que hay más bien una estratificación: los relatos se privatizan y se hunden en los rincones de los barrios, de las familias o de los individuos, mientras que el rumor de los medios cubre todo y, bajo la figura de la Ciudad, palabra clave de una ley anónima, sustituye todos los nombres propios, borra o combate las supersticiones culpables de resistirlo todavía.

La dispersión de los relatos ya indica la de lo memorable. En realidad, la memoria es el antimuseo: no es localizable. De ésta se desprenden fragmentos en las leyendas. Los objetos también, y las palabras, son huecos. Allí duerme un pasado, como en las acciones cotidianas del andar, el comer, o el acostarse, donde duermen antiguas revoluciones. El recuerdo es sólo un príncipe azul que va de paso, que despierta, un momento, a las Bellas Durmientes del bosque de nuestras historias sin palabras. «Aquí estaba una panadería»; «acá vivía la madre Dupuis». Sorprende aquí el hecho de que los lugares vividos son como presencias de ausencias. Lo que se muestra señala lo que ya no está: «vea usted, aquí estaba…», pero eso ya no se ve. Los demostrativos expresan las identidades invisibles de lo visible: es, efectivamente, la definición misma del lugar, constituir estas series de desplazamientos y efectos entre los estratos divididos que lo componen y actuar sobre estas densidades movedizas.

«Los recuerdos nos encadenan a este lugar… Es algo personal, eso no le interesaría a nadie, pero en fin eso hace, a pesar de todo, el espíritu de un barrio». [24] No hay sino lugares encantados por espíritus múltiples, agazapados en ese silencio y que uno puede o no «evocar». Sólo se habitan lugares encantados, esquema inverso al del Panopticón. Pero como las esculturas reales estilo gótico de Notre-Dame, sepultadas desde hace dos siglos en el sótano de un edificio de la calle de la Chaussée-d’Antin, [25] estos «espíritus», también rotos, no hablan más de lo que ven: Es un conocimiento que se calla. De lo que se sabe pero se calla, sólo pasan «entre nosotros» medias palabras.

Los lugares son historias fragmentarias y replegadas, pasados robados a la legibilidad por el prójimo, tiempos amontonados que pueden desplegarse pero que están allí más bien como relatos a la espera y que permanecen en estado de jeroglífico, en fin simbolizaciones enquistadas en el dolor o el placer del cuerpo. «Me siento bien aquí»: [26] es una práctica del espacio que este bienestar en retirada sobre el lenguaje donde se muestra, apenas un instante, como un resplandor.

4.3. Infancias y metáforas de lugares

«La metáfora traslada a una cosa el nombre de otra».

Aristóteles, Poética, 1457ac.

Lo memorable es lo que puede soñarse acerca del lugar. Una vez en este lugar palimpsesto, la subjetividad se articula sobre la ausencia que la estructura como existencia y la hace «estar allí», Dasein. Pero, se ha visto, ese estar allí sólo se ejerce en prácticas del espacio, es decir en maneras de pasar al otro. Hay que reconocer finalmente la repetición, en metáforas diversas, de una experiencia decisiva y originaria, la diferenciación del cuerpo respecto de la madre en el hijo. Allí se inaugura la posibilidad del espacio y de una localización (un «no todo») del sujeto. Sin volver al célebre análisis que Freud ha hecho de esta experiencia matriz al seguir el juego de su nieto, de año y medio de edad, que lanzaba a lo lejos un carrete con un o-o-o-o de satisfacción (fort para el «allá», «partido» o «no pudo») y lo recogía al tirar de su hilo con un jubiloso da (para «aquí», «de vuelta»), [27] basta retener este desgajamiento (peligroso y satisfactorio) a la indiferenciación en el cuerpo materno del cual el carrete es el sustituto: esta salida de la madre (que unas veces desaparece y otras la hace aparecer) constituye la localización y la exterioridad sobre un fondo de ausencia. La manipulación jubilosa que permite «hacer partir» el objeto materno y hacerse desaparecer (en la medida en que es idéntico a este objeto), estar ahí (porque) sin el otro pero en una relación necesaria con el desaparecido, constituye una «estructura espacial original».

Sin duda puede llevarse más lejos esta diferenciación, hasta la nominación que ya separa de su madre al feto identificado como masculino (pero ¿qué sucede con la niña, introducida a partir de este momento en otra relación con el espacio?). Lo que importa en este juego iniciático como en «la animación jubilosa» del niño que, delante del espejo, se reconoce uno (es él, y puede totalizarse), pero sólo es el otro -eso, una imagen con la cual se identifica (Lacan, 1966)- es el proceso de esta «captación espacial» que inscribe el paso al otro como la ley del ser y la del lugar. Practicar el espacio es pues repetir la experiencia jubilosa y silenciosa de la infancia; es, en el lugar, ser otro y pasar al otro.

Así comienza el andar que Freud compara al hollar la tierra materna (Freud, 1968). Esta relación para consigo mismo ordena las alteraciones internas del lugar (los juegos entre sus estratos) o los despliegues peatonales de las historias apiladas en un lugar (circulaciones y viajes). La infancia que determina las prácticas del espacio desarrolla en seguida sus efectos, prolifera, inunda los espacios privados y públicos, deshace sus superficies legibles, y crea en la ciudad planificada una ciudad «metafórica» o en desplazamiento, como la soñaba Kandinsky: «una gran ciudad construida según todas las reglas de la arquitectura y de pronto sacudida por una fuerza que desafía los cálculos (Kandinsky, 1969).

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Artículo publicado en co-edición con Universidad Nacional Andrés Bello UNAB. Ilustraciones de Tomás Errázuriz, historiador y doctorando en Arquitectura y Estudios Urbanos, Pontificia Universidad Católica de Chile. E-mail: tomaserrazuriz@gmail.com.

[1] Ver Médam (1976), texto admirable; y Médam (1977b).

[2] Ver Lavedan (1942); Wittkower (1962); Marin (1973).

[3] Ya Descartes, en sus Regulae, hacía del ciego el garante del conocimiento de las cosas y de los lugares contra las ilusiones y engaños de la vista.

[4] Se pueden relacionar las técnicas urbanísticas, que clasifican espacialmente las cosas, con la tradición del «arte de la memoria» (ver Yates, 1975). El poder de construir una organización espacial del conocimiento (con «lugares» destinados a cada tipo de «figura» o de «función») desarrolla sus procedimientos a partir de este «arte». Determina las utopías y se reconoce hasta en el Panoptique de Bentham. Forma estable pese a la diversidad de contenidos (pasados, futuros y presentes) y de proyectos (conservar o creer) relativos a las condiciones sucesivas del conocimiento.

[5] Ver las indicaciones de Barthes (1971: 11-13): «Hablamos nuestra ciudad […] simplemente al habitarla, al recorrerla, al mirarla» (Soucy, 1971).

[6] Ver los numerosos estudios consagrados al tema desde Searle (1965).

[7] «El aquí y el ahora delimitan la instancia espacial y temporal coextensiva y contemporánea de la presente instancia de discurso que contiene el yo» (Benveniste, 1974: 79-88).

[8] Sobre las modalidades, ver Parret (1975) y White (1975).

[9] Ver los análisis de Lemaire (1981), en particular la introducción.

[10] Sobre un terreno contiguo, la retórica y la poética en el lenguaje de señas de los sordos, ver Klima y Bellugi (1975) y Klima (1975).

[11] En su análisis de las prácticas culinarias, Pierre Bourdieu juzga decisivos no los ingredientes sino su tratamiento.

[12] Sobre la «teoría de lo propio», ver Derrida (1972).

[13] Todorov (1970); Fontanier (1968); y Dubois et al. (1970)..

[14] Sobre este espacio que las prácticas organizan en «islotes», ver Pierre Bourdieu (1972 y 1976).

[15] Ver Baldassari y Joubert (1976a y 1976b).

[16] Derrida (1972), a propósito de la metáfora.

[17] El «discurso» para Benveniste (1974: 266) «es la lengua en tanto que asumida por el hombre que habla y en la condición de intersubjetividad».

[18] Ver, por ejemplo, Freud (1973), sobre la condensación y el desplazamiento, «procedimientos de figuración» propios del «trabajo del sueño».

[19] Ver también, por ejemplo, el epígrafe de Modiano (1968).

[20] Por ejemplo Sarcelles, nombre de una gran ambición urbanística, ha adquirido un valor que simboliza ante los habitantes de la ciudad al volverse para toda Francia en el signo de un fracaso rotundo. Esta transformación extrema proporciona, finalmente, el «prestigio» de una identidad excepcional para los ciudadanos.

[21] Superstare: sostenerse en lo alto, gracias al más o al demasiado.

[22] Se podría decir al respecto lo mismo de las fotos del viaje, que sustituyen a (y se transforman en) las leyendas del lugar de partida.

[23] Los términos cuyas relaciones no se piensan sino que se plantean como necesarias pueden considerarse simbólicos. Sobre esta definición del simbolismo como dispositivo cognoscitivo caracterizado por un «déficit» del pensamiento, ver Sperber (1974).

[24] Una habitante de la Croix-Rousse en Lyon (entrevista recogida por Pierre Mayol); ver Giard y Mayol (1980).

[25] Monde, 4,111 (1977).

[26] Ver más arriba, n. 24.

[27] Ver los dos análisis de L’Interprétation des rêvés y Au delà du principe de plaisir. Igualmente Ali (1974) (Fort y da. Las dos palabras están en alemán; son las que dice el niño, según Freud. N. del T.).