07/05/2013

Arquitectos desmemoriados/

El proyecto como coartada para el olvido. El caso del parque Gómez Rojas en Santiago

Francisco Díaz

Blog | columnas

El parque José Domingo Gómez Rojas está ubicado en un lugar central dentro de Santiago de Chile; sin embargo, su presencia pasa casi desapercibida para la mayoría de las personas. Localizado cien metros al norte de Plaza Italia –el centro gravitacional de la ciudad-, el parque está rodeado por las avenidas Bellavista (norte) y Santa María (sur), y las calles Pío Nono (oriente) y Purísima (poniente). Su forma triangular se extiende en el eje oriente-poniente, paralela al cauce del río Mapocho que lo separa del Parque Forestal. Dado su tamaño y emplazamiento privilegiado, uno supondría que el parque José Domingo Gómez Rojas sería un lugar emblemático dentro de la ciudad; sin embargo, su aspecto es más el de una isla desolada, aislada por calles de alto tránsito.

Estamos habando de un parque demasiado pequeño para ser un parque, difícil de definir como algo más que un pedazo de terreno triangular compuesto por algunos árboles, pequeñas zonas de pasto y bancas que nadie usa. A pesar de estar rodeado por cuatro calles, sólo cuenta con una vereda por la cual caminar; en realidad, no necesita  mucho más pues el eje del parque no lleva a ninguna parte. Por su borde este, tangente a la siempre frenética Pío Nono, existe una feria de artesanos que bloquea la visibilidad del parque. Por el costado occidental, el acceso a la autopista subterránea (Costanera Norte) inaugurado en el 2006 convierte el uso de la vereda de calle Purísima en una maniobra de alto riesgo. Con ambos extremos bloqueados, el parque no posee ninguna tensión longitudinal, condenándolo a la ausencia de uso. Un espacio “sin vida” pareciera ser la única característica de este lugar que recuerda al hombre que da nombre al parque.

 

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Memorias desechables

José Domingo Gómez Rojas nació en 1896, en una modesta familia de Santiago. Durante su juventud mostró interés en la literatura y la poesía, formando parte de diversos grupos y colectivos de intelectuales y artistas durante la década de 1910. En 1913 publicó Rebeldías Líricas, donde, además de exhibir su talento para crear versos mostraba su ideario político, cercano al del movimiento anarquista chileno de principio del siglo XX. Luego de ingresar, en 1915, como estudiante a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, su activismo político se manifestó al tomar parte de la Federación de Estudiantes, a través de la cual se vinculó con las organizaciones de trabajadores. A causa de estas relaciones, durante una gran protesta ocurrida en Chile en Junio de 1920, Gómez Rojas es arrestado por ser uno de los líderes del movimiento que reunía a estudiantes y obreros. Una vez en la cárcel, fue hostigado y severamente torturado, lo que progresivamente fue disminuyendo sus fuerzas. Relegado luego a una celda de aislamiento, los efectos de los dolores físicos y la soledad fueron afectando su salud mental. Trasladado a un hospital psiquiátrico, su salud empeoró progresivamente, hasta su muerte en Diciembre de 1920.

Los 40.000 asistentes a su funeral fueron la evidencia, tanto de la relevancia de Gómez Rojas como líder estudiantil como del respeto que generaba como joven intelectual. De hecho, su memoria como símbolo de la represión del Estado contra los estudiantes y los trabajadores en 1920 se mantendría vigente hasta 1940, cuando el parque ubicado al frente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile sería renombrado en su honor. De acuerdo a la escritora chilena Virginia Vidal, el homenaje no fue casual, pues dos años antes, en 1938, el edificio de la Facultad de Derecho fue inaugurado en el extremo oriental del parque, en la calle Pío Nono. [1] De este modo, el complejo formado por el edificio universitario y el parque en honor al mártir universitario se constituyó como un espacio urbano significativo dentro la ciudad de Santiago; un espacio que no sería discutido durante los siguientes 67 años.

En el año 2007, la prensa chilena anunciaba que la Municipalidad de Recoleta (donde se ubica el parque Gómez Rojas) y la universidad San Sebastián habían proyectado un plan de renovación para el parque. Esta universidad –una institución privada que había instalado, un año antes, un enorme edificio en la esquina nor-oriente del parque- ofreció al municipio el financiamiento de las obras, a cambio de recibir las utilidades de los estacionamientos subterráneos integrados en la propuesta. No solo eso, pues la universidad prometió además, como un regalo al nuevo parque, una estatua de trece metros del Papa Juan Pablo II. El municipio aceptó la propuesta completa, anunciándola como una gran noticia en los medios de comunicación: por fin este lugar sin vida sería sometido a una completa renovación, la que incluiría su redenominación como Parque Juan Pablo II.

Las críticas, que no se hicieron esperar, provenían principalmente desde dos flancos; por un lado, quienes reclamaban contra la desproporcionada escala de la estatua del Papa; por el otro, los que acusaban al municipio de permitir que una institución privada lucrara con un espacio público. Por supuesto, en un país donde, más allá de la progresiva secularización de las últimas décadas la Iglesia Católica sigue teniendo influencia en la opinión pública, no debe sorprender que nadie reclamará por la re-denominación del parque. Lo sorprendente es que un país donde el pasado reciente está marcado a fuego por la dura represión de la dictadura, acepte olvidar tan fácilmente la figura de uno de los primeros estudiantes mártires, cuya vida se perdió justamente por culpa de la represión del Estado.

 

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Memorias reemplazables

Si nos basáramos en la idea de Maurice Hallbwachs respecto a que la preservación de la memoria tiene mejor suerte cuando está ligada a cierto grupo, lugar, tiempo o época [2], entonces sería relativamente fácil comprender porque la redenominación no fue vista como un asunto a ser discutido. El parque José Domingo Gómez Rojas no pertenece ni está vinculado a ningún grupo particular, más allá de algunos pequeños colectivos de escritores que han defendido su nombre. Asimismo, por el alto tráfico de las avenidas que lo circundan, casi nadie lo utiliza. Probablemente también esté afectado por su localización central dentro de la ciudad (no pertenece a ningún barrio en particular), pero tampoco es tan central como para estar en la memoria colectiva de los habitantes de la capital. Asimismo, las lejanas nueve décadas que nos separan de los hechos que terminaron en la muerte de Gómez Rojas, así como la casi total ausencia de testigos dentro de la sociedad chilena, han servido para acrecentar el olvido.

Desde un punto de vista opuesto, la decisión de re-denominar el parque como Juan Pablo II puede ser entendida en línea con lo que Michael Kammen ha denominado como “despolitización de la memoria” [3]. En Chile, los recuerdos de la visita papal de 1987 siguen frescos. Bajo la dictadura de Pinochet, los seis días en que Juan Pablo II estuvo en el país marcaron a distintas generaciones de chilenos; su visita por ocho ciudades en seis días, donde participó de veintiséis actos públicos, fue considerada como positiva a lo ancho de todo el espectro político-social de la época. Mientras que la Derecha recuerda al Papa estrechando la mano del dictador Augusto Pinochet al interior del palacio de gobierno, la Izquierda lo recuerda como el líder de una Iglesia que, al menos en Chile, defendió con fuerza los derechos humanos cuando éstos eran violados. Estas diferentes lecturas de la visita del papa construyeron un cierto consenso en torno a su figura, algo poco probable en una época de máxima polarización. Tras la muerte de Juan Pablo II en 2005, quedó más o menos claro que su figura había alcanzado cierto estatus mítico dentro de Chile; en ese marco puede entenderse por qué los promotores de la renovación del parque optaron por ese ícono dentro de su proyecto.

El mismo Kammen ha mostrado con precisión cómo, tras la despolitización del pasado, es fácil promover la ilusión del consenso. La neutralidad política que adoptó Juan Pablo II en su visita a Chile lo promovió como una figura de encuentro para los chilenos. Entonces, no había necesidad casi de despolitizar nada pues el consenso ya estaba alcanzado, y sólo era cosa de tiempo para que alguien decidiera usarlo a su favor. En este caso, por ejemplo, la utilización de su nombre y figura –bajo la forma de una estatua gigante- para suscitar apoyo a un proyecto que, sin esas características, habría tenido bajos niveles de respaldo público.

En una situación hipotética, si ese parque hubiese llevado el nombre de alguna víctima de la dictadura de Pinochet, habría sido difícil –e incluso políticamente incorrecto- siquiera haber propuesto cambiar el nombre. El desconocimiento público de la biografía de Gómez Rojas –y su asociación a cierto período de la historia nacional- permitía que fuera fácil borrar su presencia de la ciudad.

Aquí estamos frente al núcleo del problema: cuando el olvido de ciertos recuerdos públicos puede llegar a ser el motor de la renovación urbana, o, dicho de otra forma, cuando la habilidad para olvidar es una condición estructural para la continuidad de la ciudad.

Mark Wigley ha señalado que “olvidar el pasado inevitablemente significa olvidar una memoria particular, en favor de otra, sin importar cuán reciente ella sea” [4]. Si llevamos esta idea a nuestro caso de estudio, podremos entender que, a pesar que algunas memorias tiendan a desvanecerse, ellas no desaparecen hasta que aparezca otra con la capacidad para reemplazarla. En ese sentido, el Parque José Domingo Gómez Rojas pareciera tener sólo dos futuros posibles: ser redenominado o permanecer en un estado de catalepsia. Sin embargo, tal como advertimos anteriormente, la redenominación no podía ser completada hasta que hubiera una razón poderosa para justificarla. Sólo la propuesta de la estatua gigante de Juan Pablo II pudo lograr que la redenominación se viera como algo natural.

Por otra parte, José Domingo Gómez Rojas tampoco fue una figura que concitara consenso público. Si su vida fue heroica o no, en términos de esta discusión, no tiene mayor relevancia. Lo que si tiene relevancia es que fue una víctima de la violencia de un Estado incapaz de tolerar la disidencia. Sin embargo, como la memoria tiende a no perdurar en el tiempo, el olvido de Gómez Rojas no está determinado por la falta de consenso en torno a su figura y su legado, sino por el casi completo desconocimiento de su historia para la mayoría de los chilenos.

La estatua sería entonces la coartada para desarrollar un proyecto inmobiliario basado en la construcción de estacionamientos subterráneos, así como para re-denominar al parque y borrar las memorias asociadas a él. Citando de nuevo a Wigley podemos entender mejor este procedimiento: “los monumentos construyen un rito que une la capacidad de olvidar con el mismo gesto de recordar. El monumento, de una u otra forma, es una sincronización del olvido”[5]. La gran estatua de Juan Pablo II depositaría dentro de si ese doble rol: materializar un recuerdo del pasado reciente y, a la vez, borrar otra memoria pre-existente.

Los arquitectos, como señala Wigley, desarrollan su trabajo a partir de una brecha tecnológica: administran las discontinuidades entre el pasado y el presente. Teniendo esto en mente podemos explicar cuál fue su rol en el caso del parque y la propuesta monumental.

 

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Tras largas polémicas públicas en torno al tamaño del monumento y la oportunidad que una organización privada capturara utilidades de un espacio público, el Municipio de Recoleta desestimó el proyecto promovido por la Universidad San Sebastián. Pero, como el mismo gobierno local había apoyado la propuesta argumentando que el parque sufría de un casi total abandono, debió pensar un nuevo proyecto para el lugar. Así, en alianza con el Colegio de Arquitectos, patrocinaron un concurso abierto de ideas para el rediseño del parque, que ya había sido redenominado –sin ninguna discusión pública- como Parque Juan Pablo II. Aunque podría parecer una cuestión menor, el apoyo de una asociación profesional –en este caso el Colegio de Arquitectos- jugó un doble rol: garantizar la seriedad del concurso y, a la vez, validar la decisión del cambio de nombre. Si es que los arquitectos (aquellos profesionales dedicados al diseño de la ciudad y la preservación de su historia) no manifestaron ningún reparo al nuevo nombre del parque, ¿Quién más se podría haber hecho cargo de dar esa pelea? En este sentido, la arquitectura, como profesión, nuevamente ayudó a cambiar la historia, ya no a través de sus habilidades proyectivas, sino que con el mero hecho de respaldar el olvido de una memoria particular.

 

Memorias desplazables

Finalmente el concurso se realizó y el nuevo proyecto, hasta lo que sabemos, está en desarrollo. Pero en este caso, la calidad del diseño arquitectónico no importa mayormente. Aunque quizá si; todo depende del punto de vista. Marc Augé señala que para tener espacio para nuevas memorias es necesario desplazar las ya existentes [6]; si tomamos esa idea como cierta, debiéramos estar de acuerdo con que la memoria opera de forma similar al desarrollo tecnológico: nuevos dispositivos desplazan a los antiguos dejándolos obsoletos. En ese círculo de consumo, muchas veces la calidad del diseño no importa; lo que importa más bien es que algo nuevo venga a reemplazar algo viejo. En el caso del Parque Gómez Rojas, la decisión de incluir al Colegio de Arquitectos fue sólo una excusa para justificar una decisión previa: borrar la historia del parque a través del cambio de su nombre. Luego, el diseño ganador contribuyó al proceso de “consumo de memoria”, no tanto por su calidad arquitectónica, sino simplemente por su novedad [7].

Sin embargo, probablemente la calidad del diseño si importe. Esto ocurriría si es que el nuevo diseño fuera exitoso en transformar un parque sin vida en un espacio notable dentro de la ciudad. Ello es, por cierto, el sueño de los arquitectos. Sin embargo, si eso ocurre, el diseño arquitectónico puede servir como un caballo de Troya para justificar el reemplazo de una memoria por otra. De lograrlo, la arquitectura estaría sirviendo a propiciar el desplazamiento de cualquier cosa que se conciba como antiguo, gastado o sin interés, sean memorias, lugares, edificios o, incluso, comunidades.

Al final del día, y a pesar de su aparente aprensión por recuperar la memoria urbana, pareciera que los arquitectos nos sentimos cómodos en una ciudad que está continuamente transformándose. De otra forma, sería difícil explicar porqué el Colegio de Arquitectos apoyó un concurso de rediseño del Parque sin siquiera reclamar por la restitución de la antigua memoria. De hecho, si la convocatoria del concurso hubiese mantenido el nombre original, quizás el proyecto ganador hubiera sido el mismo. Sin embargo, su significado hubiese sido completamente distinto.

 

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Francisco Díaz es Arquitecto y Máster en Arquitectura de la PUC de Chile (2006), donde también fue Profesor Asociado (2007-2011), dictando cursos de Teoría, Historia y Crítica de la Arquitectura. Interesado en la recuperación de la crítica, su investigación se ha movido desde los años sesenta hasta la escena contemporánea. Fue miembro fundador y editor del colectivo Docoposmo. Sus artículos han sido publicados en Domus(Italia), ARQ y SPAM! (Chile) o Block (Argentina). Autor de la Guía de Arquitectura Latinoamericana: Santiago de Chile (2008), y co-editor el libroSCL2110 (2010). Como Fulbright Scholar, desde el año 2011 estudia un Máster en Prácticas Críticas, Curatoriales y Conceptuales en la Universidad de Columbia en Nueva York, donde también trabaja como investigador asociado para el Buell Center. Actualmente es Curador del proyecto «Chile at Columbia», organizado por el Latin Lab de la Universidad de Columbia, y uno de los Curadores de los seminarios «Promiscuous Encounters» (realizados el 2012 en Nueva York y Estambul), cuyo libro será publicado por GSAPP en 2013.

[1] Vidal, Virginia «No destruir el Parque José Domingo Gómez Rojas ni borrar la memoria del poeta» Anaquel Austral. Ed. Virginia Vidal. Santiago: Editorial Poetas Antiimperialistas de América. 30 de Septiembre de 2009. Visitado el 14 de Octubre de  2012 [http://virginia-vidal.com/anaquel/article_352.shtml]

[2] Halbwachs, Maurice (1980) The Collective Memory. New York: Harper & Row.

[3] Kammen, Michael (1991) Mystic Chords of Memory. New York: Knopf.

[4] Wigley, Mark (2000) The Architectural Cult of Synchronization. October, 94: 42.

[5] Op. cit., pp. 43.

[6] Augé, Marc (2004) Oblivion. Minneapolis: University of Minnesota Press.

[7] Riegl también pone su atención en este punto cuando propone la idea del “valor de lo nuevo”. Ver Riegl, Alois «The Cult of Monuments: Its Character and Its Origin (1928.)» Oppositions 25, Fall (1982): 21-51.