Mi sombra
Va entrando
Y saliendo
De la sombra
De los árboles
Y edificios
Por la vereda
Conmigo encima
S. Larraín
Carne y piedra
La primera foto que conocí de Sergio Larraín fue aquella de 1952, de las dos niñas que avanzan por el Pasaje Bavestrello en Valparaíso. Una fotografía mágica, según el propio fotógrafo. Imagen que me llevó a recordar al cineasta italiano Michelangelo Antonioni y la fuerza que otorga al encuadre de los cuerpos en la materialidad del paisaje y la arquitectura. Como si la vida y la forma arquitectural, carne y piedra, no pudiesen sino ser cómplices para poder existir, para ser.
La asociación entre el fotógrafo y el cineasta no es antojadiza. Fue una fotografía de Larraín la que inspiró a Cortázar para su cuento Las babas del Diablo [1]. En esa fotografía, Larraín descubre oculto en el follaje de un gran parque a una pareja de enamorados. De allí, del cuento de Cortázar, Antonioni sacó justamente la idea para Blow Up, la película donde la fotografía de un parque -en la cual una pareja discute en uno de sus rincones- desencadena la trama de la historia. El negativo de la fotografía se convierte así en la evidencia del crimen, y el proceso de revelado en su medio de investigación (Contreras y Ramírez, 2013).
Hurgando nuevas fotografías, descubrí un Larraín donde la pregunta por los cuerpos en el paisaje –al igual que en Antonioni– surge una y otra vez como metáfora de algo más complejo que la simple forma. Desde la mirada del encuadre y el corte oblicuo sobre la materia y los cuerpos, Larraín, como Antonioni, nos provocan la mirada al punto que ya no sabemos bien que miramos: si el personaje o el paisaje, si la carne o la piedra, y el ojo va de uno a otro en la búsqueda del significado de ese diálogo de la trascendencia y la identidad.
En estas imágenes, los personajes son también el paisaje. Ya sea como fondo, como soporte o encuadre, se nos anuncia que carne y piedra dialogan en la búsqueda de esa completitud siempre inacabada que es el sujeto. Diálogo que se refuerza y tensiona por el aislamiento y soledad del cuerpo, por el encierro agobiante de paredes y espejos, por el trasfondo difuso que soporta la figura o por el paisaje concreto donde el cuerpo se borra y nos esquiva. En estas imágenes –del cine de Antonioni y la fotografía de Larraín-, los personajes están siempre buscando un lugar en esa escenografía que es la calle, la ciudad, la escalera, la alcantarilla. La búsqueda de un lugar donde poder ser, donde poder estar, ¿el paraíso perdido?
La identidad, en términos del fotógrafo y el cineasta, no existe, ella se construye en perpetuo movimiento. De allí que como espectadores de estas imágenes nos quedemos fijos, buscando algo que no se nos ofrece de manera concreta en el encuadre de la fotografía. La imagen puede parecer obvia, conocida –todos hemos caminado por esas veredas humedecidas-, pero el significado de la imagen resulta problemático, porque está allí pero inconcluso en su temporalidad, en su encuadre y en la mirada que el individuo arroja al lente que lo observa y lo fija.
Abajo están los zapatos
Arriba,
El pelo,
Entremedio
Eso que llamo yo.
Sergio Larraín
II. Un fotógrafo de sí mismo y nosotros
«Vagabundear por el mundo con soltura», nos decía el fotógrafo. Vagabundear hasta que la mirada se sorprenda, en ese ir y venir entre sí mismo, con el paisaje y las efímeras figuras de otros andantes. Imaginación poética, polisémica, donde nada se nos ofrece de manera concluida, cerrada.
Larraín es también un paseante, un caminante contemplador, solitario y reflexivo que disfruta el paisaje, las calles, los pasajes, las veredas; y que se entrega a lo que la ciudad y sus mundos le ofrecen. Errancia que, sin embargo, amarra puntos, fija imágenes y construye un relato, pero que se completa con la mirada del espectador.
Antonioni decía que «dentro de nosotros, las cosas parecen puntos de luz sobre un fondo de niebla y sombras. Nuestra realidad concreta posee una cualidad abstracta espectral». Esta afirmación bien podría ser la de Larraín fijado en una calle de adoquines, por donde los pasos de muchedumbres presurosas caminan a un lugar que no vemos. Sus fotos, así como las imágenes de Antonioni, son en cierta forma la no concreción del significado –como diría Roland Barthes (1962)-, pero yo agregaría que son también su provocación. En ellas, los cuerpos emplazados en el espacio y la materia nos abren a ese complejo deseo del hombre de escapar, pero, a la vez, de aferrar la propia identidad. De allí que las fotos de Larraín jamás puedan parecernos un absurdo y mero cliché.
El fotógrafo nos sugiere –jamás nos impone- el significado de los personajes en el hacer y en el sentir; y esta convicción de que el significado no finaliza en la imagen fijada por la fotografía, sino que continúa, no sólo es la que crea la fascinación por escudriñar más allá del encuadre de la fotografía, sino que transforma su obra en una obra de muchos.
Todos estamos en ella, porque todos somos de ahí, porque todos somos esos personajes en busca de si, como en las Babas del Diablo.
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.
Julio Cortázar, Las Babas del Diablo, 1965.
III. Chile en los ojos [2]
¿Que observa y fotografía Larraín, en este nuestro país de mediados del siglo XX?
En 1953: Valparaíso, un niño de chaqueta y manos en los bolsillos camina y, al fondo, el muro desgastado. En 1954: un marinero observa, una ventana enmarca su caminar; la ciudad puerto y sus escaleras. Ese mismo año: en las Islas de Chiloé, Chonchi, niños huilliches y la esforzada pobreza rural de campesinos y pescadores. En 1955, Santiago: en el Barrio de la Bolsa de Comercio, la multitud, hombres de negocio conversan, ajenos al tráfico de la muchedumbre; los niños bajo el puente del Mapocho, calles y pasajes, caras sucias, pies desnudos, rejilla del alcantarillado, fogatas, perros de la ciudad. En 1956: regreso a Chiloé. Las hijas del pescador, juegan. En 1957: Punta Arenas, un vidrio quebrado, ¿el viento? Regreso a Santiago: un niño con un canasto de sombrero camina hacia algún lugar. 1963: nuevamente Chiloé, niños pescadores en la caleta; y en la región de la Araucanía: la estación, el tren, niño mapuche.
De regreso en Santiago: el flujo de la ciudad; los niños con niños, los niños cuidan a los perros, los perros cuidan y juegan con los niños. Y en Valparaíso: las escaleras, la sombra de un hombre y su sombrero en el muro, vagabundos, perros, risas, cuerpos y más cuerpos, más escaleras, más marineros, calle adoquinada, ascensor cordillera, un bar, una niña, una mujer observa al fotógrafo, mujer joven sonríe, ¿a quién mira? Cajas de limón soda, un hombre, Bar los 7 espejos, marineros, mujeres en sus vestidos ajustados, espejos, mujer ¿hombre? triste, flor en el pelo, baila, pareja baila, se besa, la imagen oblicua ¿esconde la máquina Larraín?, mujer desnuda en un cuarto, los muros, la cama; Bar el 79, hombres borrachos, oscuridad.
Ese mismo año de 1963: en Copiapó, niñas de delantales blancos, ¿ángeles, cruzan la calle?, hombres las observan desde la esquina opuesta. En 1963, de regreso en Santiago: una bella mujer sobresale entre la muchedumbre anónima; desde el balcón, la curva del edificio se proyecta en la vereda, abajo, dos mujeres caminan por la calzada, en sentido contrario. En 1977: Viña del Mar, la calle húmeda, pasos de hombres, banco en una plaza, un árbol, la soledad, una tapa de alcantarilla, sinuosa, curva y brillante.
La preocupación de Larraín por el espacio y su materialidad es también la preocupación por un país (des) colgado en los cerros, en el mar, en sus islas, pueblos, puertos, bares, calles, mercados, balcones, postigos, balaustradas, muros y escaleras. Es la ambigua tensión entre el abandono y el cobijo, la vida rural y urbana, lo bucólico y el ajetreo urbano, lo público y lo íntimo, el estar y el fluir callejero. Juego de texturas del primer plano y la profundidad de campo; juegos de sombras presurosas en un empedrado brillante y húmedo.
Estas son las imágenes de un Chile de hombres y mujeres que se interrogan apostados en lugares nunca del todo definidos, porque ellos en su ¿mínimo? existirse transforman. La preocupación de Larraín es también una pregunta por la identidad del hombre moderno, los precarios soportes de la identidad y la incertidumbre del significado. Larraín nos habla del sentido de estar –en la caleta, bajo el puente, en el bar, en la calle-, como bien advierte en esta muestra Roberto Farriol (2014). Pero Larraín también habla del peso de estar en el lugar olvidado, en el lugar de la miseria y en la soledad de la muchedumbre. La misma soledad de la que nos hablara Edgar Allan Poe a mediados del siglo XIX.
Imágenes incisivas de un Chile rural, mestizo y pobre que entraba irremediablemente al frenesí de la vida moderna y urbana. Frente a la fragilidad de las niñas, de los niños, la dureza moderna de la materia usada, ocupada, molestada, tensionada por estas figuras de miradas directas; imágenes que se construyen de opuestos, de la dureza y la volatilidad, de lo etéreo y lo concreto, del movimiento y el estar. En este antagonismo subyace el significado de un país que se interroga. Es tarea del que mira, excavar en estas contradicciones para dar con las huellas y marcas de esas figuras difusas y solitarias, lanzadas al vacío de los espacios y lugares públicos de la ciudad. Es la vulnerabilidad humana, como evidencia de la metamorfosis de una sociedad que aspira a la modernidad. Fotografías en blanco y negro, de grises y nieblas que nos anuncian la incertidumbre y las paradojas de un país que intuye su metamorfosis, irreversible.
Es mucho vagabundeo estar sentado debajo de un árbol, en cualquier parte…
es un andar solo por el universo que uno de repente empieza a mirar.
El mundo convencional te pone un biombo,
hay que salir de él,
durante el período de fotografiar.
Sergio Larraín
Referencias Bibliográficas
Chatman, S. y P. Duncan (ed.) 2008. Michelangelo Antonioni. Filmografía completa. Alemania: Ed. Taschen.
Leiva, G. 2012. Sergio Larraín. Biografía/ estética/ fotografía. Santiago: Ed. Metales Pesados.
Contreras, F. y D. Ramírez. 2014. «Fotografía de Arquitectura: Sergio Larraín Echeñique, la ciudad como soporte de lo fortuito». En: Noticias de Arquitectura , Arquitecturas de América Latina, www.plataformaurbana.cl. (consultado 03.2014)
Larraín, S. 1959. «La ciudad colgada de los cerros». En: O´cruzeiro Internacional, 1.1.1959 p. 92-97
Sennett, R. 2005. Carne y Piedra. Barcelona: Anagrama.
* Francisca Márquez. Departamento de Antropología, Universidad Alberto Hurtado.
[1] Agradezco esta precisión al antropólogo y arqueólogo Pablo Miranda.
[2] Se toma como referencia solo las fotografías expuestas en la muestra del Museo de Bellas Artes, 2014.