Esto que vemos no es una ciudad, son imágenes, es un mapa que podemos usar, y de hecho usamos para guiarnos en nuestra vida cotidiana. Mapa de ciudades, cartografía social, atlas mundial antropológico (escuelas documentaristas, pero también las tomas de “vistas” de la compañía Lumière), geografía de los sentimientos y los cuerpos, es decir: siempre se trata de un universo simbólico convencional y arbitrario que no deberíamos confundir (y no confundimos nunca) con el territorio. La ciudad, la geografía, en cuanto escenarios privilegiados del cine, permiten pensar justamente que en cine se trata de mapas y no de territorios. Los territorios están allí, seguirán incólumes o cambiarán por efecto del hombre o la propia naturaleza, pero el cine sólo puede enseñarnos su cartografía, su mapa, puede trazar con mano trémula un plano provisorio, siempre equívoco, huidizo. Porque en un filme sólo veremos aquello que el sujeto de la enunciación nos ha dejado, aquella mirada ya retirada que se nos presta por unos instantes. Lo que nos deja ver, paradójicamente, es aquello que no es: no es una ciudad, no es un cuerpo, no son esos colores. Se trata de una proyección, de una mirada, de luces, de velocidades, de músicas y ruidos. Pero sin olores, sabores, profundidades, sin tacto ni volumen. Es por eso que el cine a la vez nos propone un juego y una trampa, una ilusión y las claves de su deconstrucción, un mapa y una orientación sobre sus posibles usos.
V
La metáfora del mapa viene de la mano de un conjunto de metáforas espaciales que siempre se usan para hablar de la ciudad: los lugares, los rincones, los hitos, los monumentos. También metáforas témporo-espaciales: la circulación, el tránsito, el ritmo. Toda una retórica para hablar de un espacio físico habitado social y antropológicamente, como lo muestra Manoel de Oliveira (Oporto da minha infância, 2001). Pero si nos remitimos a la ciudad como escenario, y pensamos la infinitud de textos audiovisuales donde aparece la ciudad ¿cómo establecer una jerarquía textual más o menos coherente para pensar la ciudad en un conjunto de textos y no en otros? ¿por qué elegir unos textos y no otros a la hora de pensar la ciudad? Quizás no importe establecer dicha jerarquía más que para un análisis, ya que desde un punto de vista no estético lo mismo daría la presentación de Berlín por un documental, por un video turístico o por un filme de ficción. Todo depende del objetivo que se trace desde el análisis, pero todos los textos contendrán una información sobre la ciudad, sobre el cine o lo audiovisual, sobre el modo en que debe mirarse y entenderse el texto.
Todo dependerá, como diría Bettetini, del proyecto comunicativo inmanente al texto, en este caso un filme (1986). París aparece de un modo en El odio (Kassovitz, 1995), pero de uno muy diferente en filmes como Antes del atardecer (Linklater, 2004) o Le dernier métro (Truffaut, 1980). Misma ciudad, visiones absolutamente distantes. Por otra parte, Tokio-ga (Wenders, 1985) o Lost in translation (Coppola, 2003), no presentan el mismo Tokio que Ozu en Cuentos de Tokio (1953) o en algún otro de sus filmes costumbristas. Indudablemente son filmes de épocas diferentes, lo que dificulta la comparación. Pero igualmente, la mirada en cada caso es muy diferente.
VI
En Porto da minha infância (2001), Manoel de Oliveira nos pone otra vez ante la pregunta por la relación entre ciudad y cine. Sin intentar responderla, nos presenta un conjunto de imágenes pertenecientes a diversos registros (documental, ficción, fotografía, imágenes de archivo, obras de teatro), palabras y músicas (poemas, canciones, música clásica contemporánea, y más). Todo ello acompañado por la voz en off del propio director, quien nos va guiando por el laberinto de una ciudad recreada desde la memoria. Oporto de hoy y de ayer, de todas las épocas, pero sobre todo Oporto de Oliveira, aquella ciudad que le vio nacer y que ahora contempla desde su propia mirada/memoria. El retrato de esta ciudad portuaria portuguesa, de importancia fundamental en la revolución industrial, no era un tema nuevo para este director. Desde sus inicios cinematográficos le preocupó su ciudad natal. En 1931, inspirado en Berlín, sinfonía de una gran ciudad, Oliveira rodó Douro, Faina Fluvial, un documental de apenas 20 minutos, y en plena Guerra Mundial rodó su primer largometraje de ficción, titulado Aniki Bobó (1942). Con la llegada del cine en color, Oliveira viajó a Alemania en 1955 para comprar una filmadora con la que realizó O Pintor e a cidade (1956). Podría decirse que en cada momento de su vida se acercó a Oporto desde una mirada diferente. Al principio bajo la estética vanguardista, luego poniéndola como telón de fondo de una historia de ficción o en los años ’50 aplicando el color. Como Baudelaire, deambula como un dandy por la ciudad, pintándola en sus contrastes, buscando su colorido, retratando la vida pública y privada.
Con Porto da minha infância, Oliveira vuelve después de 50 años a sus orígenes. Aparentemente no nos propone ninguna conversación, ningún intercambio, ya que navega por sus propios recuerdos, monologa desplegando su memoria en una multiplicidad de materiales. Y este divagar nos hace pensar, si comparamos con otros filmes cuyo tema es la ciudad, o donde la ciudad toma un rol determinante, en que una ciudad no es justamente aquello que vemos. Oliveira lo muestra paseándose por una ciudad fantasma: cafés que ya no existen; intelectuales que animaron una vida social que ha desaparecido; casas y lugares que han sido destruidos; escenarios, poemas, proyectos e ilusiones de ciudad que siguen sobrevolando como fantasmas en la memoria. Una ciudad ¿es un espacio físico? ¿es un conjunto de gente? ¿es una o varias identidades? ¿es una foto? ¿es un proyecto realizado o siempre inconcluso? Oporto según Oliveira ¿no será esa cantiga sobre la memoria, que cantada por su esposa aparece una otra vez en el filme?:
“Ai, há quantos anos que eu parti chorando Deste meu saudoso, carinhoso lar!… Foi há vinte?…há trinta? Nem eu sei já quando!… Minha velha ama, que me estás fitando, Canta-me cantigas para eu me lembrar!…”
Cantigas para recordar, filmes para rememorar en el sentido de volver a presentar (re-presentar) en imágenes. Una ciudad en el cine es también una memoria, o mejor, no es otra cosa que un texto articulado de forma que intenta fijar una serie de contenidos provenientes de diferentes lenguajes. Orales por ejemplo, poéticos como el caso de la cantiga, fotográficos, musicales.
VII. Epílogo VI
El filme pensado como «hecho fílmico» en múltiples dimensiones puede recuperarse como texto, el que contiene en sí las marcas de la institución cinematográfica, sus convenciones de lectura, y un proyecto de comunicación. El cine nos presenta una propuesta de conversación textual cuyas figuras de enunciador y enunciatario nos permiten reconstruir las marcas de un proyecto de lectura que el espectador no siempre cumple. El filme de Manoel de Oliveira, Porto da minha infancia, nos ayuda a pensar en la multiplicidad de dimensiones que pueden ayudar a mapear una ciudad y que igualmente no podrán ser nunca exhaustivas, ya que no se trata de una ciudad sino de un filme, no se trata de la realidad sino de un texto. Es un discurso sobre la memoria que rearticula lenguajes y códigos desde una mirada particular, que se ofrece al espectador de acuerdo a un proyecto de conversación que puede aceptar, reinterpretar, rechazar.
Ginzburg analiza el proceso inquisitorio del molinero friulano Menocchio en el siglo XVI, reconstruyendo a partir de los textos del proceso sus lecturas, ideas, el modo en que este molinero traza su propia cosmogonía y su propia idea del mundo. En un proceso plagado de contradicciones, de argumentaciones complejas que provocaban la curiosidad de sus jueces, Menocchio logra producir un discurso subalterno, usando la enorme cantidad de textos que leía de un modo que esos mismos textos no preveían. Aislando, omitiendo, deformando y produciendo sus propias analogías, lograba dotar a las frases de un sentido nuevo. Al margen de cualquier modelo establecido, el molinero producía un formidable choque entre la cultura escrita y la oral. Creo que el cine puede pensarse desde el punto de vista de una cultura popular que opera a partir de indicios, de relecturas, de conjeturas, con el objeto de construir una visión propia que no siempre la oficial. Conjunto de signos, marcas, huellas e índices que en definitiva sirven para obtener un plano, una mirada propia, un instrumento para guiarse en el laberinto de la vida pública y privada, y en eso que llamamos realidad. El cine podría pensarse, entonces, como dador de un conjunto de textos ante los que se realiza y es necesario realizar un acto de lectura; como una textualidad usada, violentada quizá en su proyecto originario; como una institución tratada irreverentemente, cuyos productos se combinan en una cosmogonía plagada de contradicciones. En definitiva, el cine inmerso en una discursividad a la que presta forzadamente sus textos sin saber ni poder controlar su lectura.
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