VER 2004

Ciudad de Dios/

Tan lejos de la postal, tan cerca del infierno

Ricardo Greene

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Resumen

Ficha Técnica

Dirección: Fernando Meirelles.
Codirección: Katia Lund.
País: Brasil.
Año: 2002
Duración: 135 min.
Interpretación: Matheus Nachtergaele (Sandro Cenoura), Seu Jorge (Mané Galinha), Alexandre Rodríguez (Buscapé), Leandro Firmino da Hora (Zé Pequeno), Phellipe Haagensen (Bené), Jonathan Haagensen (Cabeleira), Douglas Silva (Dadinho).
Guión: Bráulio Mantovani; basado en la novela de Paolo Lins.
Producción: Andrea Barata Ribeiro y Maurício Andrade Ramos.
Música: Antonio Pinto y Ed Côrtes.
Fotografía: César Charlone.
Montaje: Daniel Rezende.
Dirección artística: Tulé Peake.
Vestuario: Bia Salgado e Inés Salgado.

Cidade Maravillosa, cheia de encantos mil
Coelho Neto

 

Es innegable que «Ciudad de Dios» gira temáticamente en torno a la pobreza y a la  violencia. Con ello, y pese a presentar un escenario muy local -la periferia carioca-, logra suficiente capacidad vinculante para que todos los latinoamericanos nos sintamos de alguna manera interpelados por ella. Puede decirse que la historia que se relata ya ha sido entonada antes por otros coros, y que lo que cambia de una versión a otra son sólo las voces y el escenario. Ahora es una favela, pero podría perfectamente ser una villa miseria bonaerense («Dársena Sur», Reyero, 1997), una población callampa chilena («El Niki: caluga o menta», Justiniano, 1989), un suburbio ecuatoriano («Ratas, ratones, rateros», Cordero, 1999) o una villa venezolana («Huelepega», Schneider, 1999).

El film relata una historia donde el protagonista no es una persona sino un lugar: la Ciudad de Dios, una «solución habitacional» levantada bajo los preceptos de aquellos planificadores racionales y arquitectos modernistas de los años sesenta que buscaron modificar el mundo mediante los trazos de sus lápices, como si las ciudades fuesen títeres que se mueven obedientemente bajo los hilos que desde las elevadas oficinas ministeriales despliegan. El tiempo, sin embargo, ha demostrado que la Verdad, la Bondad y la Belleza pierden fácilmente la orientación en este mundo imperfecto e impredecible, y que los hilos de la razón no tardan en cortarse ante las esquinas afiladas que cercan el espíritu humano.

El guión del film, de Braulio Mantovani, traslada a lenguaje cinematográfico las más de 600 páginas, los 350 personajes y la mirada longitudinal de más de tres décadas que dan forma a la intensa obra de Lins. Para exacerbar su mirada procesual, la cinta se divide tanto narrativa como estéticamente en tres episodios, cada uno de los cuales comprende diez años, que van desde los 60s a los 80s.

Fig. 1: Paisajes de miseria que se repiten por Latinoamérica. En la foto: Rio de Janeiro.

Fig. 1: Paisajes de miseria que se repiten por Latinoamérica. En la foto: Rio de Janeiro.

1. Los sesenta y las promesas inconclusas

 

E a cidade que tem braços abertos num cartão postal
Com os punhos fechados na vida real lhes nega oportunidades,
mostra a face dura do mal.
«Alagados», Paralamas

 

La historia arranca en la periferia de Río de Janeiro, cosa que advertimos sólo por los diálogos ya que la ciudad no comparece visualmente. El escenario, un arrabal demarcado por caserones campestres, moteado de guayabos y bañado por un río lechoso, se ve súbitamente transformado por el Gobierno. La novela reza:

«Otro viento, sin patria ni compasión, se llevó la risa que este suelo me dio, este suelo al que llegaron unos hombres con botas y herramientas a medirlo todo, a marcar la tierra… Después vinieron las máquinas, que arrasaron las huertas, espantaron a los espantajos, guillotinaron a los árboles, terraplenaron el pantano, secaron la fuente, y esto se convirtió en un desierto […] Surgió la favela, la neofavela de cemento, formada de vías-bocas y siniestros-silencios, con gritos desesperados en el correr de las callejuelas y en la indecisión de las encrucijadas» (Lins, 2003).

La naturaleza fue expulsada de lo que será la parte obscura de una ciudad dividida, y rápidamente reemplazada por familias que acudían en masa para recibir su casa propia. El precio que tuvieron que pagar por ellas, sin embargo, fue demasiado alto; ya que, como el film se preocupará lentamente por demostrar, quien entra a la Ciudad de Dios no sale de ella: la colonización de la periferia obliga a que se quemen las naves, transformando Río de Janeiro en una patria vieja, lejana e inalcanzable.

Los tempranos anhelos se fueron rápidamente agriando. Los largos kilómetros que separaron a los pobladores de su Río natal, la precariedad de los servicios existentes y la fuerte estigmatización que recayó sobre ellos convirtieron a la Ciudad de Dios en una caja de Pandora moderna, de la cual salen todos los males pero, a diferencia de la entregada por Zeus, ni siquiera la esperanza queda para resistir los embates de la marginalidad. Dice un personaje: «Allí no había luz ni asfalto ni autobuses. Pero al gobierno de los ricos no le importaban nuestros problemas: la Ciudad de Dios quedaba muy lejos de la postal de Río de Janeiro».

En el centro de la Ciudad de Dios se instaló la desesperanza. Nutrida por la falta de oportunidades laborales, dio paso casi mecanicistamente a la delincuencia, la que en los sesenta estuvo monopolizada por el «Trío Ternura», un grupo de jóvenes que realizaban robos armados de pequeña escala, tanto dentro de la Ciudad de Dios como en el Río de Janeiro turístico. Se trata, eso sí, de una delincuencia ingenua y mitificada: es el robar para subsistir, que se justifica como una forma radical de lucha por la igualdad social, del quitarle a los ricos para darle a los pobres. Dice la novela: «Después atracaron en Allá Enfrente. Pillaron un montón de pasta y hubo bombonas de gas para todo el mundo».

A diferencia de lo que sucederá en las décadas siguientes, en los sesentas ni siquiera quienes perpetran los crímenes los justifican y es todavía la conciencia la que dicta las normas. En la novela, por ejemplo, se nos habla de Tutuca -uno de los miembros del Trío Ternura- de la siguiente manera: «Una de las balas de su revólver fue a parar a la cabeza de un niño. Vio al chiquillo balancearse en los brazos de su madre y cómo los dos cayeron al suelo debido al impacto. En un intento por aliviar su sentimiento de culpa, se repetía que aquel crimen había sido sin querer, pero, cada vez que se acordaba de eso, lo invadía la desesperación de haber matado a un crío […] No tenía remedio, se iría derecho al quinto infierno» (Lins, 2003). El crimen tenía un sentido, un propósito, y también un momento: «La mayoría de los maleantes raramente circulaban de día, preferían la noche para jugar a las cartas, fumarse un porro, jugar al billar, cantar samba sincopada acompañándose con el sonido de una caja de cerillas, e incluso para charlar con los amigos» (Lins, 2003). En las décadas siguientes, por el contrario, la violencia se generalizará y se le desproveerá de sentido alguno, si es que pudiera tenerlo.

Estéticamente esta década está filmada con un tinte de nostalgia, donde se mitifica la pobreza y se genera empatía con los personajes, incluso con quienes perpetran los crímenes. El tono amarillento de la película y las calles polvorientas sin pavimentar le confieren una extraña mezcla de calidez y salvajismo que establece vasos comunicantes con el western norteamericano, otro territorio donde manda la voz del más fuerte y donde la ley formal no es más que un felpudo que se pisotea y sacude diariamente.

Ciudad de Dios

Fig. 2: A la izquierda, la urbanización del suburbio; a la derecha, el «Trío Ternura» en acción.

La primera parte termina con la muerte del Trío Ternura a manos de Zé Pequenho, un niño de no más de 10 años que aprieta el gatillo mientras sonríe, como si la felicidad fuera un arma caliente. La infancia aquí retratada evoca películas como «La pandilla salvaje» (Peckimpah, 1969), en la cual los niños sonríen mientras queman escorpiones y no se inmutan al ver tiroteos donde los muertos son más numerosos que los vivos. La Ciudad de Dios es así: un territorio corrompido y abandonado a su suerte, donde las muertes no son ni heroicas ni románticas y donde es posible y necesario jugar fútbol con una pistola en el bolsillo.

La pérdida temprana de inocencia tiene que ver no sólo con la violencia que lo empapa todo, sino también con la breve esperanza de vida. Meirelles, el director de la cinta, señala: «En la Ciudad de Dios, un niño de 16 años está en la plenitud de su vida. Sabe que si tiene suerte vivirá tres o cuatro años más, sabe que morirá pronto y que va hacia su muerte como si estuviese buscando su destino final. El tema del film es cómo se desperdicia la vida». Es importante entender que este tema no nace de la imaginación alocada de un guionista, sino que está escrita con la vida misma. Como ejemplo, el director de la cinta cuenta que cuando fue a conocer Ciudad de Dios por primera vez se internó en las calles sinuosas de su trazado, y no se demoró más de 30 segundos en aparecer un niño que le puso un arma en la cabeza, amenazando con quitarle la vida. Por último, este punto se radicaliza aún más si se entiende que el llegar a la adultez no es tampoco un fin muy codiciado, ya que ningún adulto ofrece un modelo digno de seguir. Parafraseando a Piggy, de El señor de las moscas, los niños del film podrían haber dicho: «Hicimos todo lo que los adultos hubieran hecho, ¿qué fue lo que hicimos mal?».

Recordemos también al protagonista de «Pixote» (Babenco, 1981), quien era oriundo de las favelas y muere un par de años después del estreno de la película en un tiroteo con la policía. Con «Ciudad de Dios» algo de eso ya ha ocurrido, ya que varios actores han sido arrestados por crímenes menores. Se trata, no olvidemos, de una ciudad donde diariamente mueran asesinadas 18 personas, lo que nos habla de la potencia de un fenómeno que se expande con rapidez, y que adquiere cada vez mayor importancia en las agendas políticas y noticiosas de buena parte de los países occidentales.

Fig. Algunos famosos niños temibles del cine: "Pixote" (arriba izquierda), "Zabrisky Point" (arriba derecha) y "The Wild Bunch" (abajo).

Fig. Algunos famosos niños temibles del cine: «Pixote» (arriba izquierda), «Zabrisky Point» (arriba derecha) y «The Wild Bunch» (abajo).

2. Los setenta y el incipiente mercado de la droga

El decide lo que va, dice lo que no será / Decide quien la paga, dice quien vivirá / No se puede caminar sin colaborar con su santidad, el Señor Matanza.
«Señor Matanza» -Mano Negra

 

En los setenta la favela ya no es la misma. El crecimiento de la ciudad ha disminuido la distancia relativa entre ella y Río de Janeiro, con lo que la Ciudad de Dios dejó de ser un mendigo en el desierto. Pero esta cercanía a otros grupos sociales no sólo le trajo beneficios, como las mejores posibilidades de empleo, sino que le abrió las puertas también a un mal quizás más peligroso que la marginalidad: el narcotráfico, el que se transforma en el floreciente nuevo negocio de la delincuencia. La criminalidad ingenua de la primera parte del film se diluye cuando, al igual que Michael Corleone al final de «El Padrino» (Copolla, 1978), Zé Pequenho logra el control territorial de todo negocio ilícito de la favela matando a sus enemigos y estableciendo su señorío sobre los puntos de distribución y venta de droga. Con esto la Ciudad de Dios, paradójicamente, se vuelve un territorio pacífico: la policía es «mojada» para no crear problemas y, como la prioridad del nuevo caudillo es la venta de drogas, prohíbe todo crimen dentro de sus dominios para que los compradores externos puedan entrar sin peligro: «Dile a los pequeños que en mi favela nadie roba ni viola».

La nueva década trajo también cambios morfológicos importantes: la ciudad se encuentra ahora verticalizada y altamente densificada, lo que se explica bajo la lógica de agrupar pobres con pobres dado el bajo valor del suelo que adquieren los terrenos cercanos a la marginalidad. Bajo los edificios, sobre las calles, pueden reconocerse aún las primeras construcciones realizadas en los sesenta, pero el trazado ortogonal y la amplitud de las calles, que facilitaban el control visual y las redadas policiales, se ha diluido con el tiempo. La Ciudad de Dios, puede decirse, ha seguido precisamente el camino contrario que Paris recorrió a mediados del siglo XIX, cuando el Barón Haussman eliminó las sinuosidades de la trama urbana para transformar un Paris azotado por las revueltas en una urbe moderna y controlada (Sennett, 1997). Para realzar estos cambios, el trato visual de los fotogramas es alterado: el grano de la película se dilata junto con el desembarazo moral de los jóvenes; el relato se vuelve también más suelto y la cámara pierde su delicadeza para moverse de manera más agitada. La música también se hace parte de las transformaciones, abandonando la samba para adquirir un funk trepidante acorde con lo internacional del negocio del narcotráfico.

Los protagonistas de esta década ya no se distinguen sólo por ser los excluidos del sistema, sino además porque comienzan a homologarse a todos aquellos excluidos de otras ciudades, las que si bien poseen distritos competitivos, también poseen piezas completas que son concienzudamente escondidas bajo alfombras de basura, alejadas de todo mapa turístico y excomulgadas de toda imagen-país. Así, si bien en morfología, etnia o confesión pueden presentar diferencias significativas, el Hiperghetto de Chicago, la Rocinha de Río de Janeiro, Matanza de Buenos Aires o La Pintana de Santiago se han homologado ya no sólo en la exclusión sino que también en las representaciones culturales que hacen de sí mismos: la potente fuerza con que ha irrumpido el arte del graffiti y del hip-hop, este último no sólo como expresión musical sino también como danza y moda, son algunas manifestaciones que evidencian este fenómeno.

Es en los setentas cuando comienza a hacerse más evidente el inexorable destino que se encuentra trazado a fuego en la Ciudad de Dios: la muerte por violencia. La circularidad de la narración es su expresión más evidente. Pero a diferencia del budismo, en donde el dios de la misericordia Ti-Tsang Wang decide vivir en el infierno para salvar las almas de unos pocos; de Billy Elliot, quien a través del sacrificio de su familia puede escapar de las redes mineras de la decadente Durham; o del soldado Ryan, quien puede continuar viviendo gracias al sacrificio de seis soldados en el destrozado villorrio de Neuville, en la Ciudad de Dios nadie se sacrifica por nadie. La única y estrecha vía para escapar del destino griego está pavimentada de dos resbaladizos materiales: el temor a la muerte y una cuota no menor de fortuna.

El único personaje de la cinta que puede pagar el boleto para cruzar de vuelta el Estige es Buscapé, precisamente el narrador de la obra. Es a través de su mirada que podemos darle sentido a esta ciudad laberíntica que de otra manera nos estaría completamente vedada. Temprano se da cuenta Buscapé que no quiere compartir el destino de todos y, transitando entre la honestidad y la ilegalidad, es capaz de convertirse en fotógrafo. Para ello debe, ante todo, sobrellevar el estigma territorial que pende sobre él por haber nacido en una ciudad sin dios. Entra a trabajar en un supermercado, pero es rápida e injustamente acusado de cómplice en un asalto: «Le damos una oportunidad a la gente de la Ciudad de Dios y no lo agradecen», dice el gerente del negocio, dando cuenta de que el estigma social ha dado paso a un estigma territorial, que la marca ha ido de la carne a la piedra.

Buscapé intenta luego volverse un criminal, pero tanto su temor como su bondad se lo impiden. Ocurre entonces lo inesperado: se vale de su proveniencia para ser contratado como fotógrafo en un diario. Esto porque, como los habitantes de la Ciudad de Dios han sido expulsados del sistema, ellos también han expulsado al resto de la ciudad de sus violentos muros perimetrales -con excepción de los compradores de droga-, y el único que puede retratar la guerra que se desata en su interior es la única persona que ha podido establecer un puente legal entre estos mundos aparentemente irreconciliables: «Ningún fotógrafo de ningún periódico ha podido entrar allí nunca», le dicen en el diario luego de publicar, en primera plana, una de sus fotografías.

Título: Ciudad De Dios.

Fig. 4. Buscapé.

Otro personaje interesante de comentar que se consolida en esta década es Bené, el mejor amigo y socio de Zé Pequenho. A diferencia de este último, preocupado sólo por convertirse en el dueño de la favela, en un Pedro Páramo carioca y moreno, Bené se involucra en el negocio de la droga porque no hay nada más que hacer y porque el dinero le permite tener una buena vida. Pero una vez que ya ha amasado lo suficiente, Bené apunta más lejos. Ya no le bastan las cosas, ahora quiere estatus, prestigio. Sus rasgos aspiracionales se revelan cuando se acerca a los jóvenes de clase media y alta a los que les vende droga. Les encarga ropa parecidas a las suyas, se tiñe el pelo y sale a bailar con ellos, abandonando la samba para sacudirse al ritmo de James Brown: «Me he vuelto pijo», dice sonriendo. Este intento por ascender, sin embargo, por escapar de las redes invisibles de la Ciudad de Dios, se paga con sangre: Bené es asesinado por accidente, dando con su muerte término a la paz que había logrando imponer Zé Pequenho.

3. Los ochenta y la violencia generalizada

You don’t make up for your sins in church; you do it in the streets.
«Calles Peligrosas», Scorsese

 

La guerra que explota en los ochenta se desata porque Mané Galinha, un cobrador de bus, quiere vengar la violación de su novia por parte de Zé Pequenho. Para ello organiza un grupo de jóvenes delincuentes que se oponen al poder hasta ahora irrebatible del caudillo. Como señala Buscapé, la primera impresión fue que «de repente la Ciudad de Dios había encontrado un héroe». Pero la guerra de guerrillas comienza y «la vida en la favela, que era un purgatorio, se transformó en un infierno». Los niños, protagonistas de las décadas anteriores, dan paso ahora a los jóvenes, lo que dice referencia con un territorio que ha crecido, que ha terminado de perder su inocencia al llegar a la aciaga e incomprendida adolescencia.

Los bandos contrincantes se arman y dividen, de la noche a la mañana, la ciudad en dos. Visualmente el caos de las calles se transporta al caos en la pantalla: se reemplaza la cámara fija pero movediza de los setenta por la mirada desequilibrada y subjetiva de la cámara en mano. Los cortes pasan a ser bruscos y la tonalidad se acerca a un grisáceo azuloso, abandonando el mayor espectro cromático utilizado en las décadas anteriores. La guerra declarada termina con los dos bandos desintegrados: los criminales se encuentran o muertos o atrapados por una policía que, sin abandonar su corrupción, comienza a hacer su trabajo bajo la presión mediática de la cual el mismo Buscapé es parte como fotógrafo de un periódico.

La favela se arma

Fig. 5. La favela se arma.

La muerte de Ze Pequenho

Fig. 6. La muerte de Ze Pequenho.

La película termina con la muerte de Zé Pequenho a manos de un grupo de niños de no más de diez años, los que se alejan de la cámara entusiasmados por controlar ahora la Ciudad de Dios. Con esto, el film propone un cierre circular que da cuenta precisamente de lo que se ha afirmado durante toda la cinta: quien llega a la Ciudad de Dios no sale de ella, y todo lo que pasó, volverá inexorablemente a pasar de nuevo.

 

4. Conclusiones

Puede decirse que el cine latinoamericano ha girado siempre en torno a fenómenos como la marginalidad, la pobreza y la violencia. Estas temáticas, presentes desde siempre, a partir de los sesenta se vuelven el foco de numerosos movimientos artísticos de izquierda que, importando los postulados del neorrealismo italiano, utilizaron al cine como un mecanismo de ajusticiamiento, una herramienta de protesta, denuncia y acción política.

A primera impresión podría pensarse que el film «Ciudad de Dios» se inscribe en esta larga tradición cinematográfica, ya que a través de la exposición de la dura vida en las favelas se está indirectamente denunciando un estado de cosas. Sin embargo, y bajo una mirada atenta, puede reconocerse que la cinta no tiene la intención de producir este efecto. La libertad con que se abandona al espectador, la engañosa voz-en-off que articula el relato, la carencia de guías morales y la distancia con que se relatan las historias no sólo exacerban la violencia presentada sino que además la vuelven atractiva . Es un cine que, «en lugar de denunciar, fascina y corre el riesgo de perpetuar tanto el modelo como la situación social que es la fuente de su discurso y su forma» (Paquet, 2004). Puede decirse que «Ciudad de Dios» cosmetiza la brutalidad de las favelas, las que tradicionalmente eran representadas como infiernos urbanos pero que ahora son resignificadas y transmitidas desprovistas de crítica social . Esto nos sugiere que tanto el reclamo de los pobladores de que los habían llevado demasiado lejos de las postales de Río, como el título de esta reseña pueden no ser correctos, ya que en un mundo desorientado como el nuestro incluso un infierno puede ser convertido en una postal turística.

Un último punto relevante para discutir es la idea tácita de que Río de Janeiro es una ciudad dividida, compuesta de al menos dos realidades esterilizadamente independientes. Felipe Bragança señala que en la cinta la escisión entre el mundo marginal y el de la clase media trabajadora no es sólo formal, en el sentido de que «el público, escondido tras un espejo falso, se espanta y se divierte delante de sus anti-héroes, incapaces ambos de mirarse dentro del mismo cuadro» (Bragança, s.f.), sino también doctrinario, en la medida que la pobreza se retrata tan hundida que parece imposible traerla de nuevo a la superficie. Esta idea de Río de Janeiro como una ciudad dual, si bien se corresponde con algunos estudios recientes , pierde buena parte de su fuerza cuando se acepta que la compleja realidad difícilmente puede reducirse -ni siquiera analíticamente- a distinciones binarias, y que toda ciudad es siempre compartida por sus habitantes. En los procesos, cruces y tensiones, en los triunfos y derrotas, en los recorridos y prácticas, en las imágenes y relatos, en los símbolos e hitos se revela la esencia última de cada ciudad: aquella inevitable y asombrosa manera en que nos ata, a todos sus habitantes, con la misma poderosa fibra.

Fig. 9: Afiche del film.

Fig. 7. Afiche del film.

 

Referencias Bibliográficas

Bragança, F. (s.f.). Critica do Cidade de Deus. Recuperado de http://www.contracampo.com.br/criticas/cidadededeus.htm

Franck, K. (1984). «Exorcising the ghost of environmental determinism». En Environment & Behavior, 16, 4: 413-435.

Lino, S. (1998). «Cinema no Identidad Nacional no Brasil nos anos 30». En 4ta Jornada de investigadores de la cultura. Buenos Aires: UBA.

Lins, P. (2003). Ciudad de Dios. Barcelona: Tusquets.

Paquet, A. (2004). «Cine y urbanidad o el caballo de Troya de Hollywood». En Revista Ocampo, 8.

Sennett, R. (1997). Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid: Alianza.

Esta reseña fue publicada originalmente en el número 1 de nuestra revista, en el verano de 2004. URL: [http://www.bifurcaciones.cl/001/ciudaddedios.htm].

Ricardo Greene, urbanista y realizador, director del Proyecto Bifurcaciones. E-mail: ricardo[@]bifurcaciones.cl