Resumen
En los últimos veinte años ha surgido lo que se ha dado en llamar la "ciudad postmoderna", lo que nosotros denominaremos "ciudad del espectáculo". El capitalismo tardío ha modificado, una vez más, el significado y puesto de la ciudad, pasando del predominio de lo productivo, en tanto que centros industriales y financieros, a la prioridad del ocio y el sector terciario. La ciudad del espectáculo se yergue como mercancía en competición con el resto de ciudades y productos. Ya no es el espacio de interacción entre los ciudadanos, dispuesta para su uso, ni tan siquiera el antiguo refugio; ahora aparece como piedra preciosa surgida por sí misma de las entrañas de la naturaleza para ser admirada. Ya no es la ciudad de los ciudadanos sino de los consumidores, de los turistas. La transformación que ha sufrido Bilbao en los últimos diez años viene a ser un ejemplo palpable de este fenómeno.
Palabras Claves
Espectáculo, poder, urbano, Bilbao.
Abstract
During the last 20 years what has been called "posmodern city" has arisen. We will name it "spectacle city". Late capitalism has modified, once again, the meaning and place of the city, moving from the predominance of productivity (based on industrial and financial centers) to the prevalence of leisure and the tertiary sector. "Spectacle city" stands as merchandise in competition with the rest of the cities and products. It is not the citizens' interaction space anymore -set for their utilization-, nor the ancient shelter; it appears now as a precious stone standing to be admired. It is not the city of the citizens but the consumers', the tourists'. The transformation of Bilbao during the last ten years has become a concrete example of this phenomenon.
Keywords
Spectacle, power, urban, Bilbao.
1. La ciudad del espectáculo
«La ciudad nueva postmoderna está paulatina pero inexorablemente sustituyendo a la ciudad industrial desarrollada en el ochocientos, que ha llegado con diversas mutaciones hasta nuestros días. La ciudad de la ligereza y la ilusión está substituyendo a la Coketown dura e instrumental. El placer parece convertirse cada día en más importante que el funcionar».
Giandomenico Amendola, La ciudad postmoderna.
El interés de Foucault por los ejercicios de poder a través del control del espacio es constante en su obra, pero tiene en Vigilar y Castigar su lugar más reconocido e influyente. No sólo filósofos, sino especialmente sociólogos urbanos, geógrafos (Foucault, 1991a) e incluso teóricos del arte escénico (Foucault, 1999) proyectan sus investigaciones desde una inspiración claramente foucaultiana. Foucault parece desentenderse, sin embargo, de cualquier posible acercamiento a la cuestión política del espacio en clave dramatúrgica [1]; nuestra sociedad no es la del espectáculo, dice, sino la de la vigilancia. Parece evidente que este comentario venía a censurar el análisis sociológico de La sociedad del espectáculo, el libro que Guy Debord había publicado unos años antes como biblia de la Internacional Situacionista.
El enfrentamiento entre el modo en que piensa el espacio Foucault y el de Debord no es, de cualquier manera, tan definitivo como pudiera parecer. Si no estamos ni sobre las gradas ni sobre la escena teatral, ni sobre la escena circense ni sobre su modelo esencial, la piqueta, sí estamos instalados en la butaca de cine, e igualmente, proyectados sobre la pantalla. Nuestro espectáculo, el espectáculo postmoderno, en tanto que forma amplificada del espectáculo tejido en la modernidad, es un espectáculo que poco tiene que ver con el tradicional; su única relación con aquel es ser su simulacro.
En las gradas hay una muchedumbre, pero una muchedumbre solitaria; en la escena sucede una acción, pero no ocurre ni aquí ni ahora, condición necesaria del espectáculo teatral, circense o penal. El espectáculo paradigmático del modo de dominación en la sociedad postmoderna no es un juego de máscaras sino un reality show, un juego de confesiones, de desvelamientos de la auténtica identidad. En verdad, el espectáculo que domina todo el espectro social postmoderno en poco se diferencia de la máquina panóptica de la que hablaba Foucault [2].
«El panóptico es una máquina de disociar la pareja ver-ser visto» (Foucault, 1991b: 205). El panóptico de Bentham substituyó en su tiempo la oscuridad del calabozo tradicional por la luminosidad. Terminó el tiempo de ocultar a los elementos marginales de la sociedad; ahora se trata, al contrario, de hacer visible cada mínimo movimiento. Además, el panóptico se extiende dentro de la sociedad disciplinaria por cada rincón, estableciendo el patrón hegemónico de visibilidad. «El panóptico […] debe ser comprendido como un modelo generalizado de funcionamiento; una manera de definir las relaciones del poder con la vida cotidiana de los hombres» (Foucault, 1991b: 208). Este dispositivo actúa como una tecnología del espacio en el orden de disciplinar los cuerpos. Su contexto es, como hemos señalado, el de la sociedad disciplinaria, cuya esencia queda determinada por Foucault en el siguiente pasaje, ya clásico: «La disciplina es el procedimiento unitario por el cual la fuerza del cuerpo está con el menor gasto reducida como fuerza política, y maximizada como fuerza útil» (Foucault, 1991b: 224).
Frente a la ciudad programada, una ciudad estadounidense -Nueva York- representó para las vanguardias artísticas y arquitectónicas de la primera mitad del siglo XX el paradigma de lo urbano. Si los arquitectos modernos quedaron deslumbrados por sus atrevidos rascacielos que despuntaban ya a comienzos de siglo, el dinamismo de sus calles y su rica vida urbana fascinó a una legión de cineastas y escritores. Tras la Segunda Guerra Mundial, los arquitectos europeos más renombrados -muchos de ellos provenientes de la Bauhaus y educados en una ideología cuanto menos socialdemócrata- no dudaron en aceptar encargos para las grandes ciudades americanas. Hasta el propio Walter Gropius llegó a participar en la construcción de rascacielos como los que no mucho antes había criticado, en tanto que signo desmesurado de los poderes económicos. Frente a su planta urbana, que como el resto de las ciudades estadounidenses se caracteriza por la sobriedad de la cuadrícula, el famoso skyline de Nueva York lo dibujó el juego voraz de las fuerzas económico-naturales. La rejilla urbanística no representa más que el tablero mínimo de protección estatal de la libre competencia [3].
Nueva York ha sido, tal vez, la primera ciudad postmoderna de la historia, y en gran medida, modelo de las demás. Auténtica vanguardia en poner todo el acento en la identidad construida a través de los canales contemporáneos de la vida pública: los canales virtuales, el audiovisual, el panóptico en su forma más sofisticada. Nueva York no dejó de someterse a los dictados de la vigilancia a través del método tradicional del buldózer, tal y como demostró Robert Moses, pero además, entre la imagen virtual y el espacio real de la ciudad, se introduce una dialéctica novedosa -impensable e indeseable para el imperio de la ergonomía y la racionalidad socialdemócrata: el puro derroche de la moda.
Aplicar la ley de la moda a la misma arquitectura de la ciudad significa atentar contra la búsqueda de lo perenne que dominaba la arquitectura moderna; la ciudad bajo el signo de la moda es una ciudad con fecha de caducidad, que se debe renovar, y por tanto, destruir constantemente para poder estar «a la última». El Poder descubre la efectividad disciplinaria de la sistemática y violenta renovación del mobiliario urbano. Si la moda es un fenómeno puramente moderno, tal y como viera Baudelaire, para los arquitectos y pensadores de las vanguardias históricas se trataba de un fenómeno descuidado, puesto entre paréntesis. Adolf Loos inauguró el ideario moderno con su alegato «Ornamento y delito», en el que la arquitectura era concebida como ciencia, disciplina en torno a la función y a la «verdad» de las formas, sin nada que ver con el «gusto», con lo efímero. El mismo ideal platonizante movía al diseño industrial, iniciado por la Bauhaus, que se planteaba la fabricación de prototipos universales para su distribución serializada. La moda, novedad evanescente que se consume tan pronto se ha fabricado, suponía una forma deteriorada de la auténtica creatividad; lo verdaderamente nuevo debería coincidir con lo eterno.
En la ciudad de Nueva York nos encontramos con unos planteamientos constructivos y estilísticos muy distintos a los de las vanguardias. Si gracias a los materiales y a los modos de construcción modernos los edificios se erigen antes de que un pintor pueda acabar un lienzo [4], en las ciudades americanas las arquitecturas se vuelven tan efímeras como los artículos de consumo. Es conocido, en el caso de Nueva York, que la mayor parte de sus edificios son alzados con fecha de caducidad, algo alentado por el mercado inmobiliario. Sólo unos pocos ejemplares insignes serán conservados en esta ciudad «sin monumentos» [5]. En el imperio del valor de cambio todo, incluso el propio suelo, tiene que estar disponible para la transacción. El sentido título del libro de Marshall Berman Todo lo sólido se desvanece en el aire pretendía reinterpretar la sentencia de Marx en este contexto norteamericano, donde las piedras son demolidas para perderse en el olvido (con los sentimientos), o se evaporan en la inasible forma de la imagen.
Como ya hemos adelantado, la ciudad postmoderna no está tan interesada en la racionalidad como en la identidad y en el placer, lo cual, de cualquier modo, no riñe necesariamente con la eficacia. Sin embargo, la erótica que vehicula este tipo de «identidades con fecha de caducidad» es una pseudo-erótica, una erótica de la identificación de la imagen previa. El placer de la ciudad postmoderna no nace del descubrimiento sino del recuerdo de la imagen previa preexistente. La intimidad urbana (Pardo, 1996), aquella identidad compleja a la que sólo se accede lenta y trabajosamente y en la relación cotidiana y distraída, se disuelve en el rol reificado; la carne urbana, lo que propiamente deberíamos llamar lo urbano, se cosifica en una «imagen de lo urbano».
A pesar de la aparente contradicción inicial entre los motivos de las vanguardias -que parecían perseguir la perennidad- y la moda -nacida para ser consumida de modo inmediato-, su trasfondo platónico es similar; en la identidad imaginaria vehiculada por la moda, la vocación por lo absoluto y necesario se vuelve, paradójicamente, mucho más radical. De nuevo, como intuyó Baudelaire, lo moderno (y lo postmoderno como su perfeccionamiento) nace de la dialéctica entre la moda y lo eterno. La moda estalla en un instante para comunicarnos lo eterno y confesarnos, con su propia aniquilación material a fin de temporada, que lo eterno no se identifica con el producto sino que está «más allá». El producto del diseño industrial de la Bauhaus pretendía ser la materialización de una idea; el producto de consumo que nos trae la moda expresa lo eterno: se muere, como James Dean, antes de que el tiempo le marque la cara con el signo de lo contingente.
El Nueva York televisado y retratado por el cine se impone al Nueva York real. La imagen separada de lo urbano oculta lo urbano en sí, su presupuesto necesario. En Nueva York lo postmoderno no es tanto la ciudad en sí como la dialéctica ciudad-imagen que se establece, relación en la que siempre vence el peso de lo imaginario. La mirada mistificadora de la Europa de primera mitad de siglo XX ya empezó a realizar parte de este trabajo, trabajo que continuaría más tarde la industria cinematográfica hollywoodense. La Metrópolis monumental de Fritz Lang -paradigma de lo antiurbano- estaba, según relató el propio director, inspirada visualmente en la ciudad de la estatua de la libertad, una ciudad que Lang no pudo ver en aquella época más que a distancia, desde su barco, ya que -por las tensiones políticas entre ambos países derivadas aún de la Primera Guerra Mundial- en el viaje que realizó a los Estados Unidos no se permitió al navío con bandera alemana atracar en la ciudad. Esta escena dice mucho de la inaccesibilidad de cierta vanguardia europea, tal vez la que más influyó en el posterior desarrollo artístico, sobre lo urbano de la gran ciudad norteamericana.
Del Nueva York urbano de aquella época -tan cercano al que relató con una mirada lúcida Lorca en Poeta en Nueva York– al Nueva York imaginado en tanto que paradigma de ciudad moderna hay un trecho; el mismo que separa la concepción de una ciudad como el conjunto de mujeres y hombres que luchan por sobrevivir de la ciudad en tanto que paisaje monumental de rascacielos.
La moda es introyectada en el mismo cuerpo arquitectónico de la ciudad postmoderna a través del continuo derribo y construcción de nuevos «prototipos». Las compañías multinacionales que se alzan en el mercado bursátil erigen sus nuevos edificios de oficinas en el corazón de Manhattan más como signo del poder financiero que como elemento práctico; la arquitectura representa, de este modo, otra forma de propaganda y otro instrumento para atraer inversores. Para ello el edificio se convierte en un símbolo de prestigio: firmado por el arquitecto del momento y construido con técnicas y materiales punteros, de tal modo que la propia edificación se convierte en happening urbano, en parte del espectáculo monumental, que es el edificio en sí; últimamente podríamos sospechar hasta qué punto la misma destrucción de los rascacielos se ha vuelto parte de este gran espectáculo. El «dinamismo» del mercado tendrá más tarde su prolongación en las mutaciones en la superficie de la ciudad. La empresa en crisis vende su parcela a la que se hace con la hegemonía del sector que, para mostrar su poderío, no se contenta con ocupar el inmueble sino que lo derriba y alza uno nuevo.
Tanto ajetreo en la superficie de nuestro paisaje cotidiano resultaba descorazonador ya para los antiguos habitantes del París gótico que derribó Haussmann [6]. La cultura postmoderna desarrolla las técnicas para acolchonar este dolor, evitando cualquier apego a la «piedra» de la ciudad. Este es el papel de la moda: que la mirada busque más allá de la mercancía en sí, del edificio en sí, de las calles en sí, hacia la «imagen» previa evocada: la anamnesis platónica en su mínima expresión. La memoria televisiva olvida automáticamente todo lo que sobrepasa la máscara imaginal y se aferra fanáticamente a ella, pues sabe que debajo no queda sitio más que para el cambio puro. El sistemático lavado de cerebro -lavado de costumbres, de raíces- desposee al sujeto de una apertura a la intimidad, a(l) ser, por lo que gusta tanto de poseer el parecer, fetiche aparente en tanto que signo de otro tipo de Ser -en este caso, con mayúsculas-, un Ser de otro mundo.
La ciudad postmoderna se completa hoy con una aportación genuinamente europea -italiana, para ser más exactos. Junto a Nueva York debemos de colocar a la Venecia del turismo contemporáneo, la ciudad-museo. Los propios teóricos, arquitectos y filósofos de la postmodernidad han comenzado su crítica de la modernidad condenando su olvido de la tradición [7]; la tradición es rescatada como las raíces desde las que se abre cualquier horizonte de comprensión. El redescubrimiento de ese fondo que permite que nuestra figura no se disuelva en el vacío; la reapropiación y revalorización de conceptos como ornamento y monumento se han venido a materializar en unas políticas urbanístico-arquitectónicas ciertamente sospechosas. El auténtico modelo no es la Venecia histórica sino la Venecia de folletín, recreada una y mil veces en las escenografías de los melodramas hollywoodenses de «la época dorada» (Ramírez Domínguez, 1993).
La ciudad del espectáculo postmoderno quiere crear una identidad, una máscara que satisfaga virtualmente todas las necesidades reales a las que no daba cabida la adusta ciudad de la vigilancia. La necesidad de una biografía urbana es satisfecha visualmente mediante el pastiche historicista o la «re-centralización» de los cascos históricos, sazonados con anteojos turísticos, a través de la apertura de nuevas vías y medios de transporte auráticos (como es el caso del rescate del tranvía para fines básicamente turísticos en varias ciudades españolas en los últimos años).
A las aspiraciones de una auténtica vida pública, los poderes fácticos responden multiplicando los canales virtuales de participación. Los hombres y mujeres mantienen una relación con su ciudad de meros espectadores. La vida cotidiana, por otro lado, se sigue rigiendo por el aislamiento, el silencio y el trabajo disciplinario de la ciudad de la vigilancia, en un contexto de aglomeración, ruido y ocio hedonista. El espectáculo a que nos invita la ciudad postmoderna se parece muy poco a la fiesta de las máscaras y las confusiones del carnaval. El espectáculo postmoderno es la máquina panóptica que proyecta sus imágenes sobre una pantalla; el espectáculo postmoderno es el espectáculo tradicional invertido. La teoría del poder de Foucault vuelve a hacerse necesaria para comprender esta nueva situación. «La antigüedad había sido una civilización del espectáculo. Hacer accesible a una multitud de hombres la inspección de un pequeño número de objetos: a este problema respondía la arquitectura de los templos, los teatros y los circos. Con el espectáculo predominaban la vida pública, la intensidad de las fiestas, la proximidad sensual. En estos rituales en los que corría la sangre la sociedad recobraba vigor y formaba por un instante como un gran cuerpo único. La edad moderna plantea el problema inverso: procurar a un pequeño número, o incluso a uno solo la visión instantánea de una gran multitud. En una sociedad en donde los elementos principales no son ya la comunidad y la vida pública, sino los individuos privados de una parte, y el Estado de la otra, las relaciones no pueden regularse sino de una forma inversa del espectáculo» (Foucault, 1991b: 219) [8]… de forma inversa al espectáculo tradicional, pero no -sin duda- al extraño espectáculo postmoderno.
2. Bilbao: imagen, cultura y mercado
En los últimos años, la vida pública de las sociedades europeas se viene haciendo eco de un fenómeno que podríamos llamar el retorno de la ciudad. Si a partir de los años sesenta la tendencia generalizada era el abandono creciente de los centros urbanos hacia la periferia suburbial, hacia la ciudad dormitorio, a partir de los ochenta, y sobre todo en los noventa y en la primera década del siglo XXI, el proceso se invierte acusándose una revalorización económica y social de la ciudad.
La sociología urbana de los sesenta y setenta criticó insistentemente la tendencia anti-urbana inherente a la cultura del individualismo posesivo. Se reclamaba entonces la ciudad como espacio del necesario conflicto social del que emane una sociedad «más» justa. La calle era la condición de posibilidad de un espacio auténticamente tolerante, radicalmente moderno, en el que lo público fuese algo más que la coincidencia de intereses egoístas de individuos aislados, en el que la democracia fuese algo más que una palabra que esconde unos intereses económico-militares que siempre ganan, que siempre salen electos.
El nacimiento de la llamada ciudad postmoderna hace necesaria la revisión de la vieja reivindicación de la cultura de las aceras de la que hablase Jane Jacobs. La calle vuelve a estar «de moda», pero ahora de mano de los propios poderes fácticos. Los valores del espacio urbano como lugar encuentro parecen despuntar; las jóvenes generaciones retornan a los cascos antiguos y al centro, abandonando las tranquilas viviendas de los suburbios que sus padres conquistaron con esfuerzo; dan nueva vida a las plazas a la vez que nacen nuevos museos, parques, palacios de la música… el ocio toma la ciudad.
El caso concreto de una ciudad como Bilbao puede ser ampliamente clarificador. Estos dos movimientos que aquí describimos -de la política anti-urbana a la política pro-urbana-, al contrario de lo que ocurre en otras ciudades europeas o americanas, se produjo de forma más tardía y menos diferenciada. Si el movimiento hacia la periferia no se desarrollaba hasta mediados de los ochenta, la vuelta de la ciudad lo hace plenamente entrados los años noventa. Su ejemplo nos resulta especialmente útil, pues el solapamiento y continuidad entre ambos procesos (el proceso hacia la periferia no se ha detenido con este retorno de lo urbano) es aquí más evidente que en ningún otro lugar: la suburbanización y la apología mediática de lo urbano coinciden.
El tardío movimiento suburbano de Bilbao se produce, mayormente, por la «anomalía» franquista. Con la joven democracia y la unión a la OTAN y a la CEE, las clases obreras se hacen crecientemente propietarias -propietarias de al menos un coche y una hipoteca-, y corriendo tras el paradigma de la calidad de vida desplazaban su tradicional residencia en la industrial margen izquierda del río Nervión hacia la margen derecha burguesa [9]. Si no se da una nivelación efectiva de las clases sociales sí se produce una homogenización de la identidad de clase: todo el mundo se considera clase media (incluso los que no tienen más que para las rebajas).
Poblaciones como Leioa o Getxo, en la margen derecha del Nervión, reciben miles de «exiliados» provenientes de las barriadas obreras de la grisácea margen izquierda. Otros puntos fuera del País Vasco, como Castro Urdiales, en Cantabria (otro tradicional punto de veraneo), acogen cantidades ingentes de población desde de la Margen Izquierda [10], gracias a las mejoras en las autopistas que permiten a los nuevos residentes ir y venir de sus residencias a su trabajo en el Gran Bilbao en un tiempo récord. El fondo infraestructural que se esconde detrás de este nuevo escenario es la reconversión en sector servicios del anteriormente dominante sector secundario. Esta llamada «reconversión industrial» es de sobra conocida, pero quizás no tanto el cambio cultural e ideológico que ha provocado. Todo ello se ha materializado en una transformación morfológica del área metropolitana. El vaciamiento de enormes solares industriales se solapa con su mutación en diversos espacios públicos de ocio; ocio entendido como otro modo de industria; así, ocio que fomenta el consumo y la inversión. En el caso de Bilbao no asistimos, por de pronto, a la desaparición de la ciudad tanto como a su transformación.
Durante los años setenta y ochenta la vida urbana del área metropolitana de Bilbao se caracterizó por una intensa actividad pública y política entretejida alrededor de una red de asociaciones. El trabajo de estas asociaciones locales era destapar a todos los niveles -desde el marco barrial hasta el global- el conflicto social oculto por los intereses de la clase dominante. La amplia proletarización de la zona creaba un caldo de cultivo idóneo para la conciencia de clase y la conciencia política subsiguiente, generando un flujo y reflujo entre la fábrica y la ciudad que sacaba las contradicciones económicas y sociales fuera del ámbito laboral e individual para plantear una lucha global al sistema capitalista.
Con la crisis y paulatino desmantelamiento de la mayor parte del tejido industrial de la zona, este panorama social languidece de forma paralela. Sin embargo, cuando las antiguas asociaciones y la vida callejera empezaban a evaporarse, los poderes fácticos redescubren el espacio público urbano reclamándolo para sus propios intereses. Un ejemplo muy interesante de este cambio de estrategia es el de la apropiación por parte del ayuntamiento y de distintos grupos económicos y mediáticos de la famosa «Aste Nagusia» o «Semana Grande» bilbaína, la fiesta popular de la ciudad. El ocio se transforma en el elemento propio de la ciudad postmoderna.
Esta fiesta estival, al contrario de lo que sucede en la mayoría de las que se celebran en las capitales españolas -si no en todas-, no conmemora el patrón de la villa, no tiene carácter religioso alguno ni en su forma actual ni en su origen. La virgen de Begoña es la patrona -más bien matrona- de la ciudad, pero su festividad no coincide con las fechas en que se celebra la Aste Nagusia. La Semana Grande tiene su inicio en los primeros años ochenta y es fruto directo de la voluntad de las asociaciones populares bilbaínas; de hecho, tradicionalmente son ellas y ningún otro grupo quien organiza los festejos con cuya recaudación financian sus actividades del resto del año. Grupos antimilitaristas, ecologistas, feministas, asociaciones de vecinos, grupos de teatro, asociaciones deportivas, etc., eran hasta hace bien poco los protagonistas de estas fiestas. Con la transformación de la sociedad, y sobre todo, de la ideología vasca en los últimos diez años -lo que podríamos llamar su envejecimiento y aburguesamiento delirante-, los poderes fácticos han ido adueñándose de la Aste Nagusia a golpe de talonario, de grandes espectáculos que invitan a las masas a desplazarse fuera del espacio dominado por las asociaciones, el casco viejo y sus alrededores. El ayuntamiento, que originalmente potenciaba la actividad de estas asociaciones ciudadanas, se complica con los poderes económicos y patrocina una fiesta paralela localizada crecientemente en los márgenes de la ciudad. La fiesta se suburbaniza y se convierte en una celebración del consumo y la inversión, una fiesta programada por técnicos y profesionales del espectáculo, una fiesta que además busca especialmente abrazar el espacio urbano del «nuevo Bilbao». El toque autóctono en la estrategia del poder para el desmantelamiento de las asociaciones populares autogestionadas está en su criminalización creciente, relacionando estos grupos directamente con la banda terrorista ETA. Toda política no teledirigida, toda organización espontánea de ciudadanos que sea obrera y no tenga como interés particular el mundo taurino es sospechosa de ir tramando los crímenes más inmundos.
De cualquier modo, no nos vamos a detener más en la interesantísima cuestión de la apropiación por parte de las grandes instituciones políticas y financieras del ocio [11]. Pasamos a centrarnos en la más conocida remodelación urbanística de la capital vizcaína a raíz del fenómeno Gugenheim.
La construcción en el centro de Bilbao de una sucursal de la fundación Solomon Gugenheim de arte contemporáneo pone el grito en el cielo internacional de una ciudad hasta entonces ajena a todo interés cultural y muy caracterizada por el interés político, debido a la de sobra conocida, que no comprendida, vida conflictiva de todo el País Vasco. El museo es sólo el primer eslabón en una larga cadena que pretende renovar, a la vez, la morfología y la infraestructura económica de la capital vizcaína y de todo su entorno metropolitanos.
El edificio que emplaza al museo -si es que en este caso hay algún modo de distinguir la función del mismo edificio- resulta ser una revolucionaria obra del prestigioso arquitecto norteamericano Frank Gehry, saludada como una de las mayores muestras del vigor que atraviesa la arquitectura actual. El edificio se emplaza en un solar industrial en pleno corazón de Bilbao, en la orilla izquierda de la ría, en el mismo lugar que poco antes ocupaba la empresa naval «Euskalduna», un enorme espacio vacío que se ha convertido en el centro del nuevo Bilbao [12]. Gehry quiso dotar por ello al edificio de todos los signos formales que habían caracterizado el pasado industrial de Bilbao, modelando un organismo arquitectónico de brillante titanio en el que se adivinan perfiles cubistas de inspiración naval -alguien lo comparó con un barco encallado contra el puente de la Salve. No contento con esto, Gehry decidió dar un paso más allá en la integración del museo en el paisaje previo e hizo que el edificio abrazase al adyacente puente de «la Salve», la enorme mole de hormigón y metal pintada de un verde absurdo que es, por sí solo, expresión encarnada de aquel Bilbao industrioso que dejamos ahora atrás. Una mirada lúcida sobre el resultado nos hace descubrir, sin embargo, que el Gugenheim no quiere ser tanto un edificio integrado en la sintaxis industrial de Bilbao, sino al contrario, una interpretación autónoma de aquel Bilbao al que viene a sustituir. El Gugenheim se expresa en una sintaxis propia que choca radicalmente con el entorno para llamar una narcisista atención sobre él; se trata de un ícono monumental que clausura un ciclo para abrir otro. La voluntad autorreferencial, tan propia del bilbaíno, se quiere encarnar ahora en la misma forma arquitectónica de la ciudad. Las descripciones de Amendola al respecto de la ciudad postmoderna coinciden con los perfiles del Nuevo Bilbao: «La ciudad se descubre cada vez más iconizada. La ciudad nueva en tanto objeto de deseo y de consumo debe de hacer visible, exaltándolas, las propias cualidades y las referencias simbólicas y prácticas. Estas deben ser inmediatamente reconocibles por todos […] la ciudad ha comenzado a representarse a sí misma» (Amendola, 2000: 48).
Bilbao, perfecto paradigma de una tendencia arquitectónico-urbanística de carácter general, sincroniza una migración de la vida privada de sus ciudadanos al suburbio con una inversión en infraestructuras de interés público en el centro metropolitano. Y qué decir tiene que el concepto de lo público se reduce en este contexto al de «ocio» entendido como espacio de consumo. Esta transformación se realiza, además, a la vista de todos y con una enorme propaganda política, dirigida a un prototipo muy claro de bilbaíno: hombre de unos sesenta años, obrero prejubilado tras la desindustrialización, al que la clase dirigente quiere tranquilizar sobre el futuro económico de la zona. El nuevo Bilbao «se vende» al ciudadano como una ingeniosa obra industrial, una industria del ocio que movilizará capitales extranjeros y revitalizará la economía local. Si leemos entre líneas los mensajes publicitarios del Nuevo Bilbao descubrimos que su verdadero destinatario no es el ciudadano en sí sino su «mala conciencia»; la mala conciencia de quien se rindió en la lucha colectiva por su futuro y el de sus hijos; la mala conciencia de ese individuo que atendió la llamada del patrón y traicionó a su clase; la mala conciencia de aquel sindicalista que desmovilizó a su clase, que vendió el país a cambio de favores propios e indemnizaciones y prejubilaciones individuales para sus representados.
En el nuevo Bilbao, los capitales privado y público [13] se han dado la mano en un proyecto global y coherente de reajuste urbano en consonancia con una reconversión económica anterior a la que, de este modo, los propios espacios públicos quieren contribuir. El museo Gugenheim fue el primer caso de una inversión en cultura que no se convertía en un gasto público sino en una inversión empresarial rentable. A un nivel similar le siguió el palacio de congresos (o de la música) Euskalduna, y sin duda, el mismo éxito es pronosticable a la nueva feria de muestras en Barakaldo. Exactamente como expresó entusiasta Ibon Areso, concejal de urbanismo del ayuntamiento de Bilbao en una mesa redonda en la Universidad de Deusto hacia el año 2000: «Se rompe el concepto de la cultura como gasto para entender la cultura como inversión». La lógica de la nueva política y la del mercado coinciden: ya no se trata de cubrir necesidades y demandas sino de adelantarse a éstas, de crearlas. En la ciudad postmoderna esta lógica va mucho más lejos, se extiende a la ciudad en su totalidad, con lo que se ha llegado a hablar -y esto desde los propios economistas y teóricos de la nueva ciudad- de un «marketing urbano». La ciudad se transforma en un enorme aparato de autopropaganda: la ciudad está en venta.
Además de esta inversión en cultura, o más bien, en la industria del ocio más elitista, el plan de construcción de la nueva ciudad se centra en otros dos ejes: la rehabilitación del casco antiguo y la fuerte inversión en transportes públicos. El primer punto se ejecuta con los tradicionales instrumentos de revalorización del suelo invitando a los inquilinos marginales, con técnicas y leyes ciertamente persuasivas, a abandonar sus residencias y tradicionales espacios de «esparcimiento» con el fin de dejar una vista menos áspera al posible cliente. A esto se añaden otras estrategias, como la instalación de equipamientos culturales que renueven la vida de estas zonas degradadas; lo que en otro tiempo era un plan sincero de inclusión de la marginalidad ahora presenta un rostro más ambiguo. La vanguardia artística bilbaína toma posiciones desde su irreverencia institucionalizada y mercantilizada, e invita a que otros, menos intrépidos pero también provenientes de las clases acomodadas, vayan poco a poco ocupando sitio.
El segundo punto, que completa este tríptico de auto-colonización bilbaína, lo compone el exagerado gusto estetizante del nuevo Bilbao por los transportes públicos más exóticos. Todo comienza con el otro símbolo internacional del nuevo Bilbao: su metro. Con un llamativo diseño de estaciones del prestigioso Norman Foster, el metro de Bilbao se convierte en el primer «metro de lujo» del mundo, en sentido estricto. Construido para una población que no llega al millón de habitantes parece, tal vez, el metro más innecesario de la historia [14], además de uno de los más vigilados, comparable, si no en su gasto sí en su voluntad estetizante -desde parámetros muy distintos, por otro lado- al metro de Moscú. A este metro-monumento debemos sumar el recién estrenado aeropuerto de Calatrava. Aquí, sin duda, sobran comentarios. El gusto por lo bello sobre lo funcional llega a su cima. La imaginación del arquitecto no conoce límites físicos ni climatológicos [15]. Además queda el tranvía, medio desaparecido del mapa urbano bilbaíno hace más de cincuenta años, que se transforma hoy en transporte entre nostálgico y futurista -con un diseño que recuerda a La fuga de Logan– para unir el perímetro turístico recomendado. Por último, el AVE, tren de alta velocidad y de altos precios, conectará Bilbao con San Sebastián y Vitoria -la famosa «Y» vasca, hoy por hoy detenida- en un tiempo récord, abriendo desde aquí la vía a Francia: todo un plan para el turismo de gran poder adquisitivo y un lujo para la clase empresarial vasca.
Este gusto por el transporte ferroviario, tan tradicionalmente urbano, lo es, de nuevo, más por su imagen que por su uso; compruébese si no en la raquítica red de trenes interprovinciales comunes de que dispone España, al margen, por supuesto, del AVE (en tanto que tren de lujo). Pero en Bilbao, este acento en la imagen del transporte ferroviario se adelantaba ya en una obra mucho más discreta pero enormemente significativa. La centralización de las líneas de tren de cercanías y provinciales en la estación de Abando [16] se vio acompañada de una sencilla pero eficaz reforma arquitectónica en la estación. Aquí se cambió el austero acceso lateral a las vías para abrir el espacio en una perspectiva majestuosa; la acumulación de multitudes se hace visible para el usuario (y el turista), así como se aprovecha toda la altura del edificio, mostrando sus distintos niveles unidos por las escaleras mecánicas. Este tipo de escenario es común a todas las estaciones renovadas en Bilbao, tanto las de metro como las de tren de cercanías de RENFE, espacios que se abren frontalmente al espectador como enormes auditorios o teatros.
Con estos tres espacios públicos, los espacios de ocio, transporte y el propio casco antiguo como mercado, se completa un ecosistema urbano que se articula desde un proyecto económico general. El verdadero cliente para el que se habilitan estos espacios es el llamado turista de lujo. No es sólo el más o menos cultivado visitante del museo, sino también el congresista o el empresario que expone o visita la feria de muestras, además del propio organizador de todos los acontecimientos para los que se da cabida en el nuevo Bilbao, el organizador de exposiciones de arte, de congresos o de ferias. A este gran cliente, lo que Bilbao viene a vender es toda una ciudad puesta a su servicio.
En la pujanza mundial entre ciudades, Bilbao no puede competir contra íconos de lo urbano como Nueva York, Buenos Aires, París o Londres. Sin embargo, en una segunda división, se vuelve competitiva y rentable mediante otras estrategias. Al contrario que las grandes ciudades de la modernidad, Bilbao no puede realizar la operación postmoderna de auto-iconización que detectábamos en Nueva York -y que en los últimos decenios se generaliza a nivel de todas las grandes ciudades. En la postmodernidad no sólo las ciudades históricas convertidas en turísticas se preocupan por lucir su «identidad» en cada rincón; grandes capitales se significan a sí mismas siguiendo el patrón que marcó la fotogénica Nueva York. La idiosincrasia bilbaína no existe en el imaginario global, como sí existen Londres, París, Roma o San Francisco. Para competir en la carrera del marketing urbano, Bilbao abandona el cultivo de su propia intimidad para significar, con sus nuevas arquitecturas, con sus nuevos medios de transporte, con su nuevo casco viejo, la «idea» de ciudad moderna: la imagen mítica lo urbano.
Susan Sontag definía el Camp como un estilo propiamente moderno y urbano en el que lo natural, lo virgen y salvaje de otras culturas y otros tiempos, se significa desde una mirada sensibilizada sólo para lo artificial, para lo construido. Lo caracterizaba como una suerte de bucolismo urbano que tenía en las figuras exóticas del Art Nouveau su realización primeriza. Se trata de dar a luz una imagen de, por ejemplo Egipto, más egipcia que el Egipto real (o una España más española que la España real, como querían hacer Lubits y tantos otros recreadores, inventores, hollywoodenses de «lo hispano»). Se trata del gusto burgués por lo exótico (Gamarra, 2004). El exotismo es tal vez uno de las nociones más relevante para la cultura contemporánea, y en general, para toda la cultura moderna. El nuevo Bilbao ha reducido el concepto de metrópoli moderna a un tipo, ha miniaturizado lo moderno en un logos, en una idea platónica: la idea de lo urbano de la que toda expresión de lo urbano participa. Lo urbano, condición de posibilidad del proyecto emancipador moderno, se reduce a su propia caricatura.
A nivel general, la relación del ciudadano con su urbe parece pasar, en dos movimientos, de un vínculo premoderno, como supersticiosos moradores de un suelo hechizado, a una postmoderna, en tanto que turistas en su propia casa, desahuciados perpetuos. En el aire queda el proyecto ilustrado de ciudadanía, pervertido por su propia ingenuidad, invalidado por explícitamente quitar el suelo sobre el que puedan nacer verdaderos ciudadanos: lo urbano. Si por un lado, nuestras políticas urbanas se siguen conduciendo por este camino, por otro, sociólogos y filósofos supuestamente críticos ven en nuestra Telépolis las condiciones para una auténtica esfera de interacción, pasando por alto, de nuevo, la condición corporal del hombre, demostrando todavía lo lejos que estamos de aprender la lección que el siglo que hemos dejado atrás debió de habernos enseñado.
El gran olvido del pensamiento moderno ha sido el del espacio (los cuerpos, los espacios). Es por ello necesario retomar el tema con el que comenzábamos el artículo, el del espacio, para determinar claramente cómo se establecen los flujos de poder que impiden la experiencia de una auténtica libertad.
Referencias Bibliográficas
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Artículo original recibido el 18 de febrero del 2005, y publicado el 27 de marzo del 2005.
Garikoitz Gamarra, Doctor en Filosofía, Universidad de Deusto; Master en Historia y Estética del Cine, Universidad de Valladolid. E-mail: garikoitz2001@yahoo.com
Todas las fotografías de Bilbao fueron proporcionadas por Andeka Larrea Larrondo.
[1] Aunque esto no quedaría tan claro en toda su obra. Véase su aproximación a la dramaturgia y las formas jurídicas griegas en Foucault (1980).
[2] A este respecto, Foucault trabajó al final de su vida directamente sobre estos temas en Historia de la sexualidad y en su Arqueología del yo.
[3] Se podría comparar este mínimo del Estado a los espacios electorales otorgados a las distintas fuerzas políticas (cuadrículas homogéneas temporalmente). Cada grupo político se encargará de elevar tan alto como sus finanzas se lo posibiliten el espacio público cedido.
[4] Trías (1999) distinguió entre las artes del habitar o del límite -arquitectura y música- y las artes apofánticas o del aparecer -pintura, escultura, literatura. La modernidad se caracteriza por una hibridación y subversión de los principios que rigen a las artes del habitar y a las del aparecer tradicionalmente diferenciados: la arquitectura contemporánea quiere ser como la pintura o la literatura, texto, y a la vez, la pintura contemporánea anhela ser como la arquitectura, hábitat.
[5] De este modo se refería Benjamin a Nueva York. Curiosamente, esta falta de tradiciones antiguas ha llevado a EEUU a producir monumentos e íconos identitarios de forma compulsiva, casi desesperada. Sin duda, la problemática postmoderna al respecto de la identidad está determinada por este «trauma» ante la falta de antecesores y tradición, este trauma por la falta de raíces en el suelo del país que sigue siendo hoy vanguardia tanto en lo militar y en lo económico como en lo ideológico.
[6] El poema «El cisne» de Baudelaire (1997), rescatado por Benjamin y a partir de él por tantos otros, lo expresaba de manera emocionada: «Se fue el viejo París (de una ciudad el perfil con más presteza cambia que el corazón humano)» (p. 115).
[7] Rosi (1982) situaba en su clásico lo monumental, el casco histórico, en el centro mismo que teje la identidad de la ciudad.
[8] Resultaría interesante, aunque no nos queremos extender en este punto, relacionar estos pasajes con lo que escribía Walter Benjamin (1973) al respecto del cine fascista en «La obra de arte en la época de su reproductividad técnica». En resumen, Benjamin indicaba que el interés del cine fascista es hacer visibles a los ojos del individuo aislado grandes aglomeraciones, masas humanas indiferenciadas y uniformadas.
[9] El área metropolitana del Gran Bilbao, que comprende no sólo la ciudad de Bilbao sino otros municipios colindantes, se extiende a ambos lados del río Nervión hasta su misma desembocadura (ésta corresponde en su margen derecha a Getxo y en la izquierda al municipio de Portugalete y al de Santurtzi). La margen izquierda del río se convirtió desde la revolución industrial, y principalmente, a lo largo del siglo pasado, en un asentamiento obrero. Las viviendas se extendieron alrededor de las industrias siderúrgicas y navales y hacia el interior, en la llamada zona minera. El centro del municipio de Bilbao, y principalmente su ensanche, se destinó a la burguesía industrial y financiera que paulatinamente, ante el deterioro de las condiciones de vida por el aumento demográfico y contaminación, y aunque manteniendo sus centros de trabajo en el centro de Bilbao, desplazan sus viviendas a la margen derecha del Nervión, principalmente a Getxo, tradicional residencia de veraneo. Las operaciones urbanísticas y legales que salvaguardaron esta zonificación, la nítida distribución entre ambas márgenes de la clase propietaria y los trabajadores está recogida de forma pormenorizada en varios estudios. Para completar el panorama es necesario explicar que la única conexión entre Getxo y la margen izquierda, que se miran cara a cara con la ría como muro de contención, es el famoso Puente Colgante de Portugalete. Este ingenio de principios de siglo, signo del progreso y estilísticamente emparentado con la Torre Eiffel, fue levantado para permitir el fluido tráfico naval de la industria de la zona. La enorme y elevada estructura metálica deja colgar una plataforma que se desplaza de lado a lado de la ría trasportando personas y vehículos. El paso queda, de este modo, severamente controlado, además de que se debe pagar un peaje por el trasbordo. Ver García Merino (1989 y 1992); García de Cortázar y Montero (1980); Montero (1994); y Lorenzo Espinosa (1989).
[10] Triplicando la población original y provocando una hipertrofia urbanístico-demográfica inasimilable para el hábitat ecológico y humano de este municipio. La agresión a Castro Urdiales ha llegado al punto de que el antiguo alcalde de Portugalete -conocido por sus abiertos casos de corrupción y especulación urbanística- es hoy día el alcalde de esta población gracias a la migración de sus electores.
[11] Y el caso no se reduce a la Semana Grande. En los últimos años, tal y como me indicó Andeka Larrea, hemos podido detectar el mismo fenómeno en el carnaval.
[12] Los solares de Euskalduna son, como decimos, el epicentro del nuevo Bilbao. Tras el Guggenheim se han levantado otras construcciones vanguardistas firmadas por arquitectos de renombre componiendo un atractivo complejo urbanístico a orillas de la ría, elemento natural que se integra como uno de los elementos principales. Destacan, como veremos, el palacio de la música (que lleva el nombre de «Euskalduna», como la antigua fábrica naval), un grupo de viviendas de lujo, centros comerciales, un enorme parking, además del discutido rascacielos de oficinas de César Pelli. Todo ello perfilado por una serie de puentes y pasarelas de diseño que conectan ambas márgenes, además de un paseo a la orilla de la cada día más saneada ría de Bilbao, paseo marcado con estatuas de varios escultores vascos (éste último quizás el único elemento de un valor indiscutible). Para todo ello puede consultarse la página Web propia de este gran proyecto: www.nuevoBilbao.com. Sobre este tema véase también Larrea (2004).
[13] Tal fue el caso del Gugenheim, y tal es el caso de las principales iniciativas que sostienen el desarrollo del «Nuevo Bilbao» (Bilbao ría 2000, Metro Bilbao). Para todo este tema véase Esteban (2000).
[14] Y es curioso que un ingenio de transporte que en sus orígenes históricos nació como medida indeseada y extrema frente a un irrefrenable esparcimiento de la demografía urbana -algo que facilitaba el modelo horizontal de urbanización de ciudades como Londres- se convierta ahora en un medio atractivo, casi en un capricho, y sobre todo un signo de lo que es una gran ciudad. No olvidemos que el metro de Bilbao es una conversión de la línea de tren de la margen derecha (perteneciente a Eusko Trenbideak) que, si bien ha generado nuevas y útiles estaciones en el centro de Bilbao, conectando lugares que estaban aislados por lo accidentado de la geografía de la ciudad -las cuestas que separan toda la parte alta de Bilbao obligaron ya en la segunda mitad del siglo XX a instalar ascensores urbanos que aún siguen funcionando, para facilitar en la medida de lo posible su conexión con el centro-, a la vez se han creado, con cierto patetismo, estaciones bajo tierra para otros lugares en los que el tren sigue circulando por la superficie. Se trata de simulacros caros, instrumentos técnicos convertidos en íconos de modernidad y cosmopolitismo para lugares residenciales como Las Arenas o Algorta. De cualquier modo, la historia originaria de este mismo tren resulta igualmente paradójica. Fue un tren que nació con la revolución industrial, pero no como medio de transporte del proletariado hasta los centros de trabajo, sino como medio de desplazamiento de la burguesía industrial desde sus residencias en Getxo hasta sus oficinas en Bilbao.
[15] No contento con construir una pasarela sobre la ría que en los días de lluvia (algo frecuente en Bilbao) se convierte en una trampa mortal para los transeúntes, Calatrava edifica un aeropuerto -Aeropuerto la Paloma- en una zona de vientos huracanados con un diseño tal, que el día de su inauguración, pierde un inmenso alerón ornamental. La lista de elementos estéticos y arquitectónicos que entorpecen e incomodan a los viajeros en este aeropuerto cada día sería interminable, desde salas de espera a la intemperie hasta muros de cristal invisibles que, en las prisas de este tipo de transporte, han ocasionado más de un accidente.
[16] Gracias a esta reforma se eliminó la estación de tren donde desembocaba la línea de la margen izquierda y zona minera, la estación de la Naja, auténtico símbolo del Bilbao de los ochenta con la siempre inquietante presencia del yonki, que hizo de los rincones de esta estación su Meca irrenunciable. Más allá del motivo entrañable, lo que se produce con esta centralización de las líneas es una indiferenciación espacial entre el usuario del tren de la margen izquierda -de tradición obrera-, el del metro de la margen derecha -metro que posee una conexión directa a la estación de Abando- y el usuario de líneas de largo recorrido nacional e internacional -ocasional y de carácter heterogéneo-; la inclusión del AVE entre estos transportes hará que la confusión sea aún más clara. De nuevo, se trata de borrar desde el mismo hábitat cotidiano la emergencia de toda conciencia de clase, a la vez que permanece intacto el sistema económico clasista. No es que las clases hayan desaparecido, sólo desaparece su autoconciencia.