Resumen
Identidad, habitus y representaciones sociales son tres conceptos de procedencia disciplinar distinta: los dos primeros han sido abordados por la sociología, mientras que el tercero es de corte psico-social. El presente artículo explora las posibilidades de diálogo conceptual que existen entre los tres términos, y concretamente, sus posibles aportaciones al abordaje de la ciudad y lo urbano. El texto se estructura en tres grandes partes: en la primera se presenta una revisión de cada uno de los tres conceptos eje de la reflexión; en la segunda se establecen los vínculos conceptuales posibles entre ellos; y en la tercera, más que presentar conclusiones cerradas, se sugieren algunas líneas de reflexión teórica para penar la relación entre identidad, representaciones sociales y habitus en el contexto específico de las ciudades. Se señalan asimismo algunas líneas de investigación posibles, y finalmente, se exploran algunas reflexiones ya realizadas desde la sociología, la psicología social y la ciencia de la comunicación.
Palabras Claves
Habitus, identidad, representaciones sociales, estudios urbanos.
Abstract
Identity, habitus and social representations are concepts that a have different disciplinary origin: the first and the second one have been covered by sociology, while the third one has a psycho-social feature. This article explores the possibilities of conceptual dialogue among these three terms, and in particular, their possible contributions to approaching both the city and the urban. The text is organized in three main parts. In the first one, a review of each one of these concepts is presented. In the second one, possible conceptual links among them are established. In the third one, and more than presenting closed conclusions, some theoretical reflection lines are suggested, aimed to think the relation among identity, social representations and habitus, in the specific context of the cities. At the same time, some possible research lines are indicated, and reflections already carried out by sociology, social psychology and communication science are explored.
Keywords
Identity, urban studies, social representations
1. Exploración teórica del habitus, la identidad y las representaciones sociales
Habitus es uno de los conceptos básicos de la teoría social de Bourdieu, quien superó, a partir de este concepto, la clásica dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo, esto es, entre la posición objetiva que los sujetos ocupan dentro de la estructura social y la interiorización o incorporación de ese mundo objetivo por parte de los sujetos. Para Bourdieu, tanto el objetivismo como el subjetivismo conducen a callejones sin salida: el primero, porque no logra explicar que sujetos en posiciones idénticas produzcan prácticas diferentes; el segundo, porque no refleja las regularidades de la sociedad, lo que permanece inamovible al margen de la voluntad y la conciencia individual. Bourdieu sustituye esta dicotomía por la relación entre dos formas de existencia de lo social: las estructuras sociales objetivas construidas en dinámicas históricas -los campos- y las estructuras sociales interiorizadas, incorporadas por los individuos en forma de esquemas de percepción, valoración, pensamiento y acción -los habitus.
El habitus es un sistema de disposiciones duraderas, que funcionan como esquemas de clasificación para orientar las valoraciones, percepciones y acciones de los sujetos. Constituye también un conjunto de estructuras tanto estructuradas como estructurantes: lo primero, porque implica el proceso mediante el cual los sujetos interiorizan lo social; lo segundo, porque funciona como principio generador y estructurador de prácticas culturales y representaciones [1].
Concebido por Bourdieu como el principio generador de las prácticas sociales, el habitus permite superar el problema del sujeto individual al constituirse como lugar de incorporación de lo social en el sujeto. Las relaciones entre los sujetos históricos situados en el espacio social, por un lado, y las estructuras que los han formado como tales, por el otro, se objetivan en las prácticas culturales, la cultura en movimiento, que implica la puesta en escena de los habitus, la cultura in-corporada. En este último sentido, el habitus es un conocimiento in-corporado, hecho cuerpo, adherido a los esquemas mentales más profundos, a los dispositivos de la pre-reflexión, del «inconsciente social», con los que las personas guían la mayor parte de sus prácticas sin necesidad de racionalizarlas, pero adecuadas a un fin racional. Siguiendo al mismo Bourdieu, los habitus permiten «escapar a la alternativa entre desmitificación y mitificación: la desmitificación de los criterios objetivos y la ratificación mitificada y mitificadora de las representaciones y voluntades» (Bourdieu, 1999: 95).
Desde sus primeras definiciones, el habitus se explica a partir de los conceptos de «disposición» y «esquema»: «El término disposición parece particularmente apropiado para expresar todo lo que recubre el concepto de habitus (definido como sistema de disposiciones): en efecto, expresa ante todo el resultado de una acción organizadora que reviste, por lo mismo, un sentido muy próximo al de términos como estructura; además designa una manera de ser, una propensión o una inclinación» (Bourdieu, 1999: 95). Por su parte, el esquema tiene una connotación más cognitivista y deriva del concepto de «sistema simbólico» de Lévi-Strauss (1977). Como esquema, el habitus es sistemático y puede explicar la relativa concordancia entre las diferentes prácticas de las que participa un sujeto; a la vez es transferible, es decir, puede transponerse de un ámbito de la práctica a otro, de un campo a otro. Esta última característica hace que el habitus de los sujetos sea, en cierta manera, predecible.
Así concebido, el habitus tiene un carácter multidimensional: es a la vez eidos (sistema de esquemas lógicos o estructuras cognitivas), ethos (disposiciones morales), hexis (registro de posturas y gestos) y aisthesis (gusto, disposición estética). Por ello, el concepto engloba conjuntamente los planos cognitivos, axiológicos y prácticos y cuestiona las distinciones dicotómicas tradicionales entre las categorías lógicas y éticas, por una parte, y el cuerpo y el intelecto, por otra.
Tal y como lo comprende Bourdieu -y a pesar de su determinismo relativo-, el habitus goza de un carácter flexible: «El habitus no es el destino, como se lo interpreta a veces. Siendo producto de la historia, es un sistema abierto de disposiciones que se confronta permanentemente con experiencias nuevas, y por lo mismo, es afectado también permanentemente por ellas. Es duradera, pero no inmutable» (Bourdieu, 1992: 109). La dialéctica entre la flexibilidad y el determinismo del habitus nos sitúa en la trayectoria de pensamiento del propio Bourdieu. En una de sus primeras obras, La Reproducción (1972), el autor hace hincapié en el carácter determinista y reproductivo del habitus, concretamente en lo que se refiere al sistema educativo como transmisor y reproductor de habitus diferenciados. En esta obra, Bourdieu habla de la inculcación, que supone una acción pedagógica efectuada dentro de un espacio institucional, sea familiar o escolar, por agentes especializados dotados de autoridad, que imponen normas arbitrarias valiéndose de técnicas disciplinarias. Más adelante, sin embargo, Bourdieu abandona el término «inculcación» y habla de la «incorporación», comprendida como la interiorización por parte de los sujetos de las regularidades inscritas en sus condiciones de existencia. Una interiorización que, pese a tener cierto grado de determinismo, permite la reflexividad del agente social, y con ello, cierto cambio y adaptación de los habitus.
Por su parte, el concepto de representación social debe su formulación teórica al psicólogo social Moscovici (1961). El antecedente inmediato de la representación social está en el término representación colectiva, acuñado por Durkheim (1898). Para este último, las representaciones colectivas son formas de conocimiento o ideación construidas socialmente, y que no pueden explicarse como epifenómenos de la vida individual o recurriendo a una psicología individual [2]. Moscovici distingue este concepto del de representación social, considerando que el segundo tiene un carácter más dinámico. Las representaciones sociales no son sólo productos mentales, sino que son construcciones simbólicas que se crean y recrean en el curso de las interacciones sociales. Aquí radica el carácter dinámico de las representaciones. Se definen como maneras específicas de entender y comunicar la realidad y determinan las relaciones entre sujetos, a la vez que son determinadas por éstos a través de sus interacciones. En términos de Moscovici, las representaciones son un «conjunto de conceptos, declaraciones y explicaciones originadas en la vida cotidiana, en el curso de las comunicaciones interindividuales. Equivalen, en nuestra sociedad, a los mitos y sistemas de creencias de las sociedades tradicionales; puede incluso afirmarse que son la versión contemporánea del sentido común» (Moscovici, 1981: 181).
Las representaciones sociales están constituidas por elementos simbólicos, y en este sentido, no sólo son formas de adquirir y reproducir el conocimiento, sino que además dotan de sentido a la realidad social. En este sentido, su función básica es la de transformar lo desconocido en algo natural, dado por descontado, común [3]. En la formulación del concepto, Moscovici explica que son dos los procesos a través de los cuales se generan las representaciones sociales: la objetivización y el anclaje: el proceso de objetivación consiste en la transformación de entidades abstractas en algo concreto y material -tangible-, mientras que el anclaje se refiere a un proceso de categorización a través del cual los sujetos sociales clasifican y nombran a las cosas y las personas -lo que permite que lo desconocido se convierta en un sistema de categorías familiares. Dada la importancia de los dos procesos, vale la pena profundizar en torno a cada uno de ellos.
Desde la aparición y fundamentación teórica del concepto, las investigaciones sobre representaciones sociales han crecido en número y han ido diversificando sus campos de aplicación empírica. Algunos de los temas tradicionalmente abordados son la ciudad y lo urbano, la enfermedad mental, el cuerpo, la juventud y la educación, entre otros. En todos los casos, la representación social se erige como herramienta teórico-metodológica para en análisis de la realidad social. Pese a la importancia que ha adquirido el concepto desde su formulación original, la teoría de las representaciones sociales de Moscovici ha suscitado críticas en torno a la ambigüedad en la definición del concepto de representación social, y hacia la falta de elaboración sistemática de las diferencias entre este concepto y el de representación colectiva.
La noción de representación social nos sitúa, en este sentido, en el punto de intersección entre lo psicológico y lo social. Siguiendo a Jodelet (1986), la representación social concierne a la manera como los sujetos sociales aprehenden los acontecimientos de la vida diaria, las características del entorno, las informaciones que circulan en él y las personas cercanas o lejanas. El carácter práctico de las representaciones sociales se explica por el hecho que éstas se orientan a la comunicación, la comprensión y el dominio del entorno, sea éste social, material o imaginario. En este sentido, las representaciones orientan la acción, la práctica, en términos de organización de los contenidos de la realidad social que comportarán ciertas actuaciones por parte de los sujetos [4].
De acuerdo a sus contenidos, las representaciones sociales se caracterizan por dos dimensiones básicas: la información y la actitud. La primera hace referencia al volumen de conocimientos que el sujeto posee de un determinado objeto social. La actitud, por su parte, expresa la orientación general, positiva o negativa, frente al objeto de representación. Por este motivo, establecer una representación social implica determinar qué se sabe (información), cómo se interpreta (representación misma) y qué se hace o cómo se actúa (actitud) a partir de tal representación.
En definitiva, a través de las representaciones sociales se describen, simbolizan y categorizan los objetos del mundo social, a partir de atribuciones de sentido en las cuales se inscribirán las acciones de los sujetos. De esta forma, las representaciones operan, si no determinando, sí condicionando las conductas. Y por ello, permiten establecer un orden que facilita a los sujetos orientarse en el mundo social, por un lado, y hacen posible la comunicación entre los miembros de un mismo grupo, otorgándoles un código común, compartido, que permite el diálogo. Esta última idea nos acerca nuevamente al debate en torno al carácter determinista o sólo condicionante de las representaciones sociales. Al respecto, Jodelet (1986) afirma que «las representaciones no ejercen de manera absoluta la determinación entre la sociedad y el individuo, en el sentido de que no constituyen simplemente reproducciones, sino más bien reconstrucciones o recreaciones mediadas por las experiencias vitales de los sujetos» (p. 472).
El tercer concepto eje de este artículo es el de identidad, noción que se ha impuesto con éxito en el campo de las ciencias sociales. Giménez (2002) afirma que «así como hoy queremos ver cultura en todas partes […] también queremos atribuir una identidad a todo el mundo» (p. 35). El término identidad viene del latín identitas, es decir, «lo que es lo mismo» o «ser uno mismo». Ricoeur (1990) recupera estos dos sentidos de la palabra al referirse a la mismidad y la ipseidad, respectivamente. Las aportaciones realizadas desde la sociología y la psicología social demuestran que la reflexión en torno a la identidad no es nueva en las ciencias sociales, sino que se inscribe en una respetable tradición. Desde la sociología, en su vertiente fenomenológica, son fundamentales los trabajos de Berger y Luckmann (1968), que centran su reflexión en los procesos de transformación de las identidades en el devenir de las sociedades modernas. Los autores hablan del «universo simbólico», al que definen como «la matriz de todos los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales [mientras] toda la sociedad histórica y la biografía de un individuo se ven como hechos que ocurren dentro de ese universo. Lo que tiene particular importancia es que las situaciones marginales de la vida del individuo también entran dentro del universo simbólico» (p. 125). En el ámbito de la psicología social pueden destacarse, entre otros, los trabajos de G. H. Mead (1934), Goffman (1969) y Turner (1980), los tres insertos dentro de la corriente denominada interaccionismo simbólico, cuyos orígenes se remontan a los trabajos realizados durante el primer tercio del siglo XX en la Escuela de Chicago [5].
En los fundamentos psico-sociales de la teoría sobre la identidad social se encuentra el concepto decategorización social planteado por Tajfel (1982). El autor define esta noción como la división del mundo en categorías distintas. La teoría de Tajfel sostiene que los sujetos, además de poseer una identidad personal exclusiva, poseen también una identidad social, donde se refleja su pertenencia a determinado grupo o grupos con los que los individuos se identifican. En este sentido, la identidad social sería «aquella parte del auto-concepto de un individuo derivado de su conocimiento de su pertenencia a un grupo o grupos sociales unidos al valor y significado emocional de dicha pertenencia» (p. 63). A los conceptos de categorización social y de identidad social, el autor añade la comparación social, un proceso que se sustenta en la idea de que las valoraciones de los grupos no se realizan en el vacío social, sino que están inmersas en un contexto de comparaciones con otros grupos.
Las apreciaciones anteriores nos acercan a otro concepto, el de identificación social, que se entiende como el «proceso mediante el cual un individuo utiliza un sistema de categorizaciones sociales para definirse a sí mismo y a otras personas» (Chichu, 2002: 5). Según esta perspectiva, la identidad social sería la suma de identificaciones sociales, o lo que es lo mismo, el proceso dialéctico mediante el cual se incluye sistemáticamente a una persona en algunas categorías y al mismo tiempo se la excluye de otras. Esta acepción nos parece incompleta por dos razones: en primer lugar, porque tiende a una cosificación de la persona, en tanto que considera que el individuo puede ser clasificado, etiquetado; en segundo lugar, porque otorga poco dinamismo a la identidad, en el sentido de que en ningún momento se hace referencia a las interacciones, los diálogos y las negociaciones que se dan en toda construcción identitaria. Por ello, nos parecen más oportunas aquellas aproximaciones que ponen el énfasis en el carácter relacional y construido -por tanto, no esencial- de las identidades. Aguirre (1997), por ejemplo, afirma que las identidades implican «a la vez el conocimiento de pertenencia a uno o varios grupos sociales, la valoración de esa pertenencia y el significado emocional de la misma. Desde esta construcción de la identidad social, el individuo se afiliará a los grupos que afirmen los aspectos positivos de su identidad (individual y social) y abandonará la pertenencia a los grupos que pongan en conflicto su identidad» (p. 47). En una línea similar se sitúa la reflexión de Castells (1998), quien también remarca el carácter construido, no estático, de las identidades: «Todas las identidades son construidas. Lo esencial es cómo, desde qué, por quién y para qué. La construcción de las identidades utiliza materiales de la historia, la geografía, la biología, las instituciones productivas y reproductivas, la memoria colectiva y las fantasías personales, los aparatos de poder y las revelaciones religiosas» (p. 29).
Como se puede apreciar, la identidad no es sólo un sistema de identificaciones impuesto desde fuera, a modo de etiquetas categorizadoras. Más bien se trata de algo objetivo y subjetivo a la vez. Esto es, a pesar de tener una dimensión objetivada, la identidad depende de la percepción subjetiva que tienen las personas de sí mismas y de los otros. Así entonces, la identidad es la «representación -intersubjetivamente reconocida y ‘sancionada’- que tienen las personas de sus círculos de pertenencia, de sus atributos personales y de su biografía irrepetible e incanjeable» (Giménez, 2000: 59). Dicho de otra forma, la identidad se define siempre frente al otro. Como afirma Störig (1997), «del ser otro resulta una inter-pelación dirigida a mí, una interpelación para ser tenida en cuenta y recibir una respuesta» (p. 683).
En definitiva, la identidad es el valor en torno al que los seres humanos organizamos nuestra relación con el entorno y con los demás sujetos, con quienes interactuamos. Y como tal, «no es una esencia con la que uno nace y con la que inevitablemente va a morir. En lugar de una esencia, es un proceso de identificación que puede continuar o perderse» (Sánchez, 2000: 216).
2. Rutas para construir un diálogo conceptual
En esta segunda parte del texto se exploran las posibilidades de diálogo conceptual que ofrecen los tres términos definidos en el apartado anterior. Es importante reconocer el carácter incluyente de los tres conceptos, vistos por separado pero con una pretensión de complementación teórica. En este punto, y con respecto a las posibles relaciones entre la identidad y la representación social, se considera básico entender a esta última como componente de las identidades, como materia prima en torno a la cual los sujetos construyen su identidad, tanto personal como colectiva o grupal. Las representaciones sociales, así entonces, definen subjetivamente la identidad de los grupos de pertenencia de los sujetos sociales. Se erigen como «cosmovisión» de grupo, como ideario, como conjunto de valores, imágenes, pensamientos y formas de comportamiento del grupo en cuestión. Pese a esta consideración, hay que destacar que no todos los actores de un mismo grupo comparten de forma unívoca y en el mismo grado las representaciones sociales que definen subjetivamente su identidad colectiva. Por tanto, se señala el carácter de «materia prima» de las representaciones sociales en la conformación de las identidades grupales, mas no su aceptación total, consensuada, por parte de los integrantes de dichos grupos. Por ello, no consideramos a las representaciones sociales como marco estricto de acción y autopercepción de los grupos, sino más bien como sugerencia, como guía u orientación susceptible de ser modificada o -al menos- redefinida.
Las representaciones sociales son siempre construidas de forma colectiva, nunca se encuentran «depositadas» en la mente de un solo individuo. De igual manera, las identidades requieren de contextos de interacción intersubjetivos para construirse. Dichos contextos aparecen bajo la forma de mundos familiares de la vida cotidiana, conocidos y reconocidos como normales y naturales por parte de los actores sociales. De alguna manera, esta concepción de los «mundos familiares» se acerca al concepto de mundo de la vida en el sentido de la fenomenología, explorado por autores como Husserl (1913) y Schütz (1974), entre otros. El mundo de la vida es «el conjunto de las experiencias cotidianas y de las orientaciones y acciones por medio de las cuales los individuos persiguen sus intereses y asuntos, manipulando objetos, tratando con personas, concibiendo planes y llevándolos a cabo» (Schütz, 1970: 14-15). Así pues, el mundo de la vida es el mundo del sentido común, junto con su trasfondo de representaciones sociales compartidas, es decir, de tradiciones culturales, expectativas recíprocas, saberes compartidos y esquemas comunes (de percepción, de interpretación y de evaluación). La perspectiva fenomenológica se preocupa sobre todo de la realidad cognitiva incorporada en los procesos subjetivos de la experiencia humana, buscando hallar las fundaciones de los significados que se pueden encontrar en las conciencias colectivas.
La comprensión de la identidad como la representación que tienen los sujetos (individuos o grupos) acerca de su posición distintiva y singular en el espacio social y de su relación con otros sujetos, nos permite ver nuevamente a las representaciones como detonadoras de la definición de los agentes, individuales o colectivos. Y en cierto sentido, nos acerca a la relación entre el concepto de representación social y el de imaginario social, definido desde la sociología [6]. La conceptualización más completa de los imaginarios sociales se encuentra en la obra de Castoriadis La institución imaginaria de la sociedad (1975), en la que el autor explica que es por la creación de significados sociales imaginarios que la sociedad se instituye a sí misma, aun cuando esta institución se dé de forma inconsciente. Por este motivo, el imaginario social no es la representación de ningún objeto o sujeto particular, sino más bien la incesante y esencialmente indeterminada creación socio-histórica y psíquica de firmas, formas e imágenes que proveen de contenidos significativos a la sociedad.
La identidad se construye a partir de mecanismos de autopercepción y heteropercepción. Por ello, propicia que los grupos humanos se autoidentifiquen, una identificación que queda reflejada en el lenguaje, esto es, en las formas de narrar el entorno y de narrarse a sí mismos. De carácter múltiple e inestable -dinámico-, la identidad no es un producto estático del sistema cultural y social, sino que es variable y se va generando a partir de procesos de negociación en el curso de las interacciones cotidianas de las que participan los sujetos. Es en estas interacciones donde los individuos ponen en juego sus representaciones sociales, sus sistemas de percepción y valoración, sus habitus. La comunicación, los discursos donde se crean las representaciones sociales, tienen lugar en el seno de los grupos sociales, mismos que construyen una identidad social a partir de la negociación colectiva y la reflexividad del grupo, la cual conduce a la posesión de un discurso o espacio discursivo común.
Es interesante ver cómo el concepto de habitus puede ser eficaz para comprender los principios constructivos de la identidad. La ventaja del espacio conceptual que nos ofrece Bourdieu recae en que todo concepto puede ser objetivado, hecho observable en la práctica. El habitus se relaciona con la identidad en tanto que se refiere a los sistemas incorporados, que pueden ser entendidos como propensiones clasificatorias y valorativas, socialmente adquiridas, acerca de lo que es uno mismo y de lo que son los otros. Esta definición acerca el concepto de habitus al de representación social. Tal y como afirma Giménez (1996), «la identidad puede ser analizada en términos de lo que la escuela europea de psicología social denomina representaciones sociales: en efecto, la identidad tiene que ver con la organización, por parte del sujeto, de las representaciones que tiene de sí mismo y de los grupos a los cuales pertenece, así como también de los ‘otros’ y de sus respectivos grupos» (p. 14).
Como principio generador de las prácticas de los sujetos sociales, el habitus, igual que la identidad, se adquiere fundamentalmente en la llamada socialización primaria, mediante la familiarización con unas prácticas y unos espacios que son producidos siguiendo los mismos esquemas generativos, esto es, representaciones sociales similares, y en los que se hallan inscritas las divisiones y categorizaciones del mundo social. Es innegable que las características propias de las sociedades modernas exigen sucesivas correcciones y readaptaciones del concepto de habitus, todas ellas orientadas a atenuar sus funciones reproductivas y a subrayar su apertura, su creatividad y su capacidad de improvisación. Así entonces, pese a la incorporación y durabilidad del habitus, éste no se puede entender sin hacer referencia a su flexibilidad, su carácter modificable y adaptable, características que se han señalado como propias de la identidad, entendida también como relacional, construida y cambiante, y de las representaciones sociales, como recreaciones mediadas por las experiencias de los sujetos. En este sentido, el habitus, así como las identidades y las representaciones sociales, pese a estar constituido por elementos que determinan la acción, es también flexible, y por lo tanto modificable y susceptible de ser redefinido.
Siendo la actuación del pasado en el presente, o lo que es lo mismo, la «presencia actuante de todo el pasado del que es producto» (Bourdieu, 1980: 94), el habitus -como la identidad- nos hace, de forma consciente o inconsciente, vernos como seres particulares, distintos y diferenciados de otros. Ambos conceptos comparten también la idea de la interiorización o incorporación, y «lo que se aprende por el cuerpo no es algo que se posee como un saber que se domina. Es lo que se es» (Bourdieu, 1980: 123). Y la definición de uno mismo, como ya se ha ido apuntando, es variante, adaptable a las circunstancias.
En definitiva, habitus e identidad constituyen la dimensión subjetiva de la cultura, lo que permite a los sujetos definir qué son y qué no son. En ambos casos, y pese a la flexibilidad apuntada en los párrafos anteriores, se trata de elementos perdurables en el tiempo y en el espacio. La identidad implica la percepción de ser idéntico a sí mismo a través del tiempo, del espacio y de la diversidad de las situaciones. Es en la interacción social donde los sujetos construyen su identidad, esto es, manifiestan sus habitus o cultura incorporada a través de prácticas -formas de comportamiento y actuación- concretas. Y es en la interacción social, también, donde los actores construyen y comparten las representaciones sociales acerca de sí mismos, de los otros y del entorno que los rodea.
Giménez (1999) sintetiza esta propuesta de diálogo conceptual al situar la problemática de la identidad en la intersección de una teoría de la cultura y de una teoría de los actores sociales. Dicho de otra forma, el autor concibe la identidad como elemento de la cultura internalizada, el habitus, y a la vez la comprende como el conjunto -o resultado- de representaciones sociales que los sujetos construyen individual o colectivamente acerca del mundo. De esta manera, tanto el habitus como la identidad, a partir de la construcción de representaciones, pueden ser considerados como el lado subjetivo de la cultura, en términos de generación de distinciones.
3. Pensar la ciudad y lo urbano
Comprender el entorno urbano, la ciudad, requiere en la actualidad una mirada abierta. No debemos abordar el espacio urbano sólo como la dimensión física de la ciudad, sino que es fundamental incorporar la experiencia de quienes habitan en ella. Y esta idea se complementa con que las experiencias de vivir en una ciudad son muy diversas y dependen de las expectativas, los logros, las frustraciones, etc., de los sujetos. Ledrut (1974) ya apuntó que la ciudad «no es una suma de cosas, ni una de éstas en particular. Tampoco es el conjunto de edificios y calles, ni siquiera de funciones. Es una reunión de hombres que mantienen relaciones diversas» (p. 23-24).
Los estudiosos de las ciudades se encuentran hoy con un espacio urbano que da lugar a indeterminaciones y ambigüedades, y que por ello mismo se convierte en un objeto de estudio difícil de abordar de forma completa, cerrada. Los afanes de comprensiones e interpretaciones totalizadoras se convierten en intentos realizados en vano, ya que se distancian en gran medida de la lógica incierta del mundo urbano. Esta lógica ha llevado a definir a la ciudad como un «sistema anárquico y arcaico de signos y símbolos» (Harvey, 1998: 83), o como «símbolo de las tensiones entre la integración cultural y lingüística, de un lado, y la diversidad, la confusión y el caos, de otro» (Jelin, 1996: 1). La indeterminación del espacio urbano es retomada también por Amendola (2000): «La ciudad no se constituye sólo por el espacio de la función, de la previsión y de la causalidad, sino también por aquel de la casualidad, del azar y de la indeterminación. En el paseo se revela la posibilidad de explorar la ciudad en numerosas direcciones, encontrando cada vez nuevos significados, épocas, símbolos, proyectos colectivos y personales» (101).
Desde la antropología de lo urbano se ha considerado a la ciudad como escenario colectivo de encuentro, de contestación y acomodo, de dominio o subalternidad, de contacto o conflicto de culturas diferentes (Pratt, 1991). Negociación o convivencia vs. conflicto; éstas parecen ser las posibilidades. Sin embargo, no se debe caer en la simplificación de una dicotomía cerrada. Como espacios urbanos, las ciudades facilitan la emergencia de nuevas formas de interacción, diálogo o conflicto; se erigen, por tanto, no sólo como escenarios de prácticas sociales, sino como espacios de organización de las experiencias diversas de quienes las habitan. Por tanto, una ciudad se reconoce como tal en tanto se diferencian en ella grupos que interactúan entre sí a partir de la necesidad práctica de convivir. De hecho, no puede pensarse la existencia de un ámbito social urbano sin reconocer la interacción de los grupos sociales. La experiencia urbana se desarrolla en la convivencia de los grupos, en una comunicación ideal basada en la negociación, el diálogo y el entendimiento. Es en esta relación de convivencia donde los grupos buscan su identidad, interpretan a la sociedad e intentan imponerse -en el sentido de dotarse de visibilidad como grupo- para satisfacer sus expectativas.
Ramoneda (1998) presenta las nueve categorías fundamentales alrededor de las cuales se articula la idea de ciudad: cambio, pluralidad, necesidad, libertad, complejidad, representación, sentido, transformación y singularidad. De todas estas ideas destacamos la ciudad como sistema complejo, frente a la idea de la ciudad como algo homogéneo y simple; la ciudad como representación simbólica, y por último, la ciudad como creadora de sentido. La primera se refiere a la ciudad como red de relaciones sociales, como sistema que se auto-organiza. La segunda entiende la ciudad como imaginario social, en el sentido que su existencia depende de las representaciones que construyen los habitantes acerca de ella. Y la tercera idea apunta a la ciudad como entorno constructivo que dota de sentido a la vida de las personas que lo habitan. El segundo de estos aspectos nos acerca al tema de las representaciones sociales sobre la ciudad y lo urbano, un ámbito de investigación que cada vez adquiere más importancia en las ciencias sociales, y no en menor medida, en las ciencias de la comunicación. Estas últimas se han interesado, sobre todo, en las representaciones mediáticas de lo urbano. En todo caso, se pone el énfasis en la dimensión simbólica -y no física o material- de la ciudad. La tercera y última aproximación nos acerca a la ciudad como constructora de sentidos, o lo que es lo mismo, la ciudad como generadora -productora y reproductora- de identidades, y por tanto, de habitus específicos.
Vincular las teorías de la identidad y el habitus con la ciudad requiere de una primera consideración. La definición de un yo o de un nosotros (frente a un él o un ellos) requiere de un referente geográfico, territorial. Éste, entendido no sólo como dimensión física del espacio, sino también como construcción simbólica. La aproximación al territorio debe partir de un enfoque cognitivo-simbólico que lo conciba como «un espacio socializado y culturizado, de tal manera que su significado sociocultural incide en el campo semántico de la espacialidad y tiene, en relación con cualquiera de las unidades constitutivas del grupo social propio o ajeno, un sentido de exclusividad, positiva o negativa» (García, 1976: 29). Las representaciones sociales de la ciudad, por un lado, y la identidad urbana, por otro, son dos de los temas que permiten articular claramente lo teórico y lo empírico atendiendo al propósito de este texto. En el primer caso, las representaciones pueden aparecer objetivadas en los discursos de los habitantes de la ciudad, en los discursos oficiales y en las narraciones que de la ciudad hacen los medios de difusión masiva. Con respecto a la identidad urbana, ésta se configura a partir de varias dimensiones. Valera y Pol (1994) señalan la histórica, la socio-espacial, la psico-social, la cultural, la ideológica, y por último, la perteneciente al ámbito de los imaginarios sociales. La identidad social urbana está marcada por la identificación con el grupo, asociado a un determinado espacio construido simbólicamente, y sobre el cual recaen significados valorativos y emocionales asociados a este mismo espacio y al mismo grupo.
Los conceptos de lugar, espacio y territorio son importantes para pensar lo urbano. El lugar actúa como elemento aglutinante de la colectividad y como símbolo de su permanencia en el tiempo. El espacio se constituye en un referente de significado y se convierte en lugar a través de los mecanismos de apropiación por parte de los sujetos, quienes transforman y significan el espacio que habitan, actuando en él e identificándose con él, tanto de manera individual como colectiva (Pol, 1996). Así vistos, se puede decir que los lugares con una fuerte identidad ayudan a conglomerar a la colectividad y a mantener su identidad social. Por ello, es necesario ver cómo los grupos sociales participan en la construcción social del espacio urbano que habitan. Esto último nos acerca al concepto de «identidad de lugar» (Proshansky et al., 1995), que puede ser vista como parte de la identidad personal. Esta identidad de lugar existe en las personas, y no tanto como una realidad geográfica, física, delimitada por fronteras conocidas y bien marcadas. El espacio, por tanto, se organiza de forma simbólica, independientemente de su dimensión material o tangible. La organización simbólica del espacio, convertida en lugar por la interacción transformadora de las personas, es lo que se denomina «apropiación del espacio» (Pol, 1996).
En la construcción simbólica del espacio urbano hay que tomar en cuenta las especificidades actuales de la vida en la ciudad. Algunos autores consideran que la actual configuración de las ciudades -sobre todo de las megalópolis- no propicia la creación de redes sociales, la interacción cotidiana entre los sujetos urbanos. A modo de ejemplo, Hannerz (1986) afirma que lo que hoy define a las sociedades complejas es precisamente no compartir, las relaciones fugaces y las conexiones entre personas que conocen poco las circunstancias de los otros. Para Hannerz, la movilidad hace a las personas depender menos de las relaciones cara a cara y atenúa la relación entre cultura y territorio. Pese a compartir el sentido general de esta reflexión, consideramos que las interacciones cotidianas no desaparecen en los entornos urbanos; quizás estén sufriendo modificaciones en los tiempos actuales, pero no desaparecen porque son la materia prima de la vida urbana.
Si bien quedan claras las posibilidades de aplicación de los conceptos de identidad y representación social al ámbito de la ciudad y lo urbano, son menos precisas las relaciones entre el habitus bourdieano y la reflexión sobre la ciudad. Si podemos hablar de una identidad urbana, ¿será posible también que hablemos de habitus específicamente urbanos? Para enfrentar esta cuestión, es inevitable asociar la ciudad con el concepto de espacio social de Bourdieu, desarrollado a partir de su idea de «campo» o estructura social objetiva. Para Bourdieu (1992) el espacio social es un sistema de posiciones sociales que se definen las unas en relación con las otras, y que por tanto, ponen en evidencia la desigualdad o las relaciones de poder. El «valor» de una posición se mide por la distancia social que la separa de otras posiciones inferiores o superiores, lo que equivale a decir que el espacio social es, en definitiva, un sistema de diferencias sociales jerarquizadas en función de un sistema de legitimidades socialmente establecidas y reconocidas en un momento determinado.
En las ciudades modernas, caracterizadas por un alto grado de diferenciación y complejidad, el espacio social es multidimensional y presenta un conjunto de campos relativamente autónomos, aunque articulados entre sí: el económico, el político, el religioso, el intelectual, el cultural, el mediático, etc. Un campo, en este sentido, es una esfera de la vida social que se ha ido haciendo autónoma progresivamente a través de la historia en torno a cierto tipo de relaciones sociales, de intereses y de recursos propios, diferentes a los de otros campos. Bourdieu recurre a la metáfora del juego para dar una primera imagen intuitiva de lo que entiende por campo. Éste sería «un espacio de juego relativamente autónomo, con objetivos propios a ser logrados, con jugadores compitiendo entre sí y empeñados en diferentes estrategias según su dotación de cartas y su capacidad de apuesta (capital), pero al mismo tiempo interesados en jugar porque ‘creen’ en el juego y reconocen que vale la pena jugar» (Bourdieu, 1992: 73).
A partir de lo anterior, podemos intentar ver a la ciudad como conjunto de campos, o bien como campo en sí misma. En un intento de relacionar los conceptos bourdieanos de campo y habitus, Delgado (1999) afirma que las relaciones urbanas son, en efecto, estructuras estructurantes, puesto que proveen de un principio de vertebración, pero no aparecen estructuradas -esto es, concluidas o rematadas- sino estructurándose, en el sentido de estar elaborando y reelaborando constantemente sus definiciones y sus propiedades, a partir de los avatares de la negociación ininterrumpida a que se entregan unos componentes humanos y contextuales que rara vez se repiten.
Es en la ciudad donde la persona actúa los roles que ha incorporado, definidos por las instituciones -campos- en las que participa como sujeto social. Por lo tanto, la ciudad es el escenario de la cultura in-corporada, los habitus puestos en movimiento, practicados. Las redes sociales en el espacio urbano cumplen una función psico-social al servir como contexto para el desarrollo de una identidad personal. En este sentido, no son pocos los estudios acera de los barrios como dotadores de sentido de pertenencia a sus habitantes. Participar en la red social del barrio permite a sus habitantes construir una identidad en cierta manera común; el sentido de comunidad viene dado por el compartir una concepción similar de sí mismos y de los otros. El barrio se puede definir como «una unidad urbanística identificable, un sistema organizado de relaciones a determinada escala de la ciudad y el asiento de una determinada comunidad urbana» (Buraglia, 1999: 26). Siguiendo a Buraglia, el barrio se caracteriza por la comunicabilidad, la sociabilidad, la sostenibilidad, la variedad, la recursividad, el arraigo, la seguridad, el control, la tolerancia, la solidaridad y la prospección. Según el mismo autor, y desde un punto de vista socio-espacial, el barrio es contenedor de componentes como el territorio, la centralidad, los equipamientos sociales y los referentes comunes. Más atención requieren las funciones atribuidas a los barrios. Desde la sociología urbana se ha entendido el barrio como articulador entre las diversas escalas de la vida social urbana, integrador de la vida familiar, referente espacial, generador de identidad, articulador entre diversos grados de privacidad e integrador de las redes sociales de solidaridad y apoyo.
Junto con los estudios acerca de los barrios, e íntimamente relacionados con ellos, encontramos también ejemplos de investigaciones sobre las identidades vecinales en las grandes ciudades. De nuevo, y ante la multidimensionalidad y heterogeneidad propia de la gran ciudad actual, se pone el énfasis en los espacios pequeños, en la construcción de identidades en los lugares de pertenencia primarios, vividos y experimentados en la cotidianeidad. Safa (2000), por ejemplo, afirma que las identidades vecinales se erigen como eje articulador de varias demandas de la población, tales como preservar, cambiar o mejorar el entorno local; luchar para resolver problemas citadinos como la contaminación y la inseguridad, entre otras. En este sentido, la vecindad, el espacio cercano o primario, se convierte en uno de los primeros referentes a la hora de construir simbólicamente la ciudad y lo urbano, y por este motivo, el barrio es también materia prima de las identidades urbanas en las grandes ciudades. Las identidades vecinales se conciben como construcciones imaginarias (Anderson, 1993, en Safa, 2000), una invención en que no interesa mucho la correspondencia con los elementos objetivos o la veracidad de la historia para su legitimación o eficacia (Sollors, 1989, en Safa, 2000). Esta afirmación tiene que ver con lo que se ha dicho anteriormente en torno a la ciudad como construcción simbólica, más que como espacio físico o material.
Investigar la ciudad -e investigar en la ciudad- se convierte en algo sumamente complejo en los contextos urbanos actuales. Las megalópolis impiden estudios a gran escala, y es por ello que proliferan, sobre todo, investigaciones sobre micro-espacios urbanos. Ejemplo de ello son algunos estudios sobre los procesos de producción de sentido -las formas o mecanismos de representación y organización del mundo, de las acciones, valoraciones y pensamientos- por parte de habitantes de una determinada zona de la ciudad. Estas reflexiones se nutren, en ocasiones, de las aportaciones de la mirada comunicológica. De hecho, los estudios comunicológicos sobre las representaciones sociales urbanas -ya sea en términos de comunicación interpersonal, ya sea en lo que a discursos mediáticos se refiere- pueden ayudar a desvelar los mecanismos de construcción identitaria. ¿Qué papel juegan las relaciones interpersonales en el contexto urbano para la definición y redefinición de las identidades de los sujetos? ¿Qué espacios propician una mayor comunicación entre los habitantes de un determinado entorno urbano? ¿De qué temas, actitudes, pensamientos y valoraciones están constituidos los discursos cotidianos entre los habitantes de una misma ciudad? ¿Cómo estos discursos contribuyen a crear sentido de pertenencia entre los habitantes que interactúan? Éstas son algunas cuestiones que abren el debate en torno a la relación entre comunicación, representaciones e identidad urbana.
Por otra parte, los fenómenos de crisis identitaria, desarraigo urbano y desintegración social son también frecuentes en el ámbito de los estudios urbanos. Generalmente estos estudios hacen referencia a la pérdida del sentido de lugar y de identidad, aunque si consideramos que la identidad no es algo construido sino en constante construcción, debiéramos hablar de redefinición de identidad -modificación y adaptación de habitus– en lugar de hablar de pérdida absoluta.
Siguiendo con los ejemplos, los estudios urbanos, especialmente los generados dentro de la corriente de los estudios culturales, ponen el acento en la cuestión de cómo se construyen las representaciones sociales acerca de lo popular, y de cómo estas representaciones generan determinadas prácticas culturales urbanas por parte de grupos populares que comparten, hasta cierto punto, una identidad similar, un habitus parecido. Los lazos de identidad respecto al espacio urbano, así entonces, se construyen colectiva e históricamente.
En el terreno de lo imaginario, las ciudades imaginadas, soñadas, percibidas como posibles, se convierten en un objeto de estudio que, en las actuales condiciones de los contextos de las megalópolis, pueden ser muy pertinentes. En el caso concreto de Ciudad de México, por ejemplo, podemos preguntarnos por la ciudad deseada por los habitantes, no tanto por la vivida y experimentada, sino por la que permanece, en potencia, en el terreno de lo posible, de lo no real aún. Y con ello, comprendemos nuevamente que siempre habrá ciudades metafóricas, ciudades superpuestas a las reales pero no por ello menos importantes.
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Recibido el 18 de febrero de 2005 y aprobado el 20 de diciembre 2005.
Marta Rizo, Academia de Comunicación y Cultura y del Centro de Estudios Sobre la Ciudad, Universidad Autónoma de la Ciudad de México. E-mail:: mrizog@yahoo.com.
Este artículo se acompaña con imágenes del fotógrafo John Brownlow, a quien agradecemos su disposición a colaborar con bifurcaciones.
[1] Las dimensiones objetivas y subjetivas de lo social aparecen como interdependientes en el concepto de habitus. La propuesta de Bourdieu para superar las tesis extremas del estructuralismo y del subjetivismo fue bautizada por el propio autor como «estructuralismo genético» o «constructivismo estructuralista». Dicha propuesta se objetiva en la posibilidad de tender puentes entre los momentos objetivos de la cultura -explicitados en la teoría de los campos- y sus momentos subjetivos -expuestos en la teoría de las prácticas-. El habitus es, precisamente, el concepto que le sirve a Bourdieu para tender estos puentes, tanto a nivel teórico como a nivel empírico.
[2] En Las formas elementales de la vida religiosa (1912), Durkheim desarrolla la dualidad de la conciencia: identifica, por un lado, los estados personales que se explican completamente por la naturaleza psíquica del individuo, y por el otro, categorías de representaciones que son esencialmente colectivas y traducen estados de la colectividad que dependen de cómo ésta está constituida y organizada.
[3] El conocimiento de primer orden o común ha sido denominado, por Bourdieu y otros autores, como doxa.
[4] Esta afirmación nos permite relacionar los conceptos de habitus y representación social. Ambos comparten su carácter de sugerencia o relativa determinación de la acción de los sujetos. En la tercera parte de este texto se profundizará más acerca de estos vínculos conceptuales.
[5] Mead (1934), por ejemplo, se interesó por los símbolos lingüísticos como mediadores de las interacciones sociales, modos de comportamiento y acciones de los grupos humanos. Y es en las interacciones, afirma Mead, en donde tiene lugar la construcción de la identidad de los sujetos.
[6] Los imaginarios sociales aluden a un conjunto de significaciones a través de las cuales los grupos se instituyen como tales. Igual que las representaciones, los imaginarios se basan en las experiencias, expectativas, temores y deseos, así como en los códigos mediante los cuales se ordenan estas experiencias (Gutiérrez, 1994).