010
06/11/2012

Décadas oscuras/

La renovación del paisaje

Lewis Mumford

Colección Reserva | Revista

Resumen

Cuando el estadounidense Lewis Mumford publicó su libro La ciudad en la historia, en 1961, marcó un hito respecto a trabajos históricos sobre la ciudad. Su libro impactó especialmente por ser un inédito, serio y monumental esfuerzo por resumir y problematizar miles de años en la historia del desarrollo urbano, desde la antigua Grecia hasta la época contemporánea. Pero no sólo eso: según el urbanista Arturo Almandoz, se trataba de una postura "evolucionista y organicista", que ya desde décadas anteriores entendía a la ciudad, en palabras de Mumford, "como un hecho de la naturaleza, lo mismo que una cueva o un hormiguero". En este sentido, adscribía a una postura cercana a la del biólogo Patrick Geddes, en tanto comprendía a la urbe como un órgano.

Las raíces de La ciudad en la historia se encontraban, desde luego, en las décadas anteriores de la producción mumfordiana. Por ejemplo, en La cultura de las ciudades (1938), o en el artículo "¿Qué es una ciudad?", de 1937. Es cierto que el trabajo de Mumford apuntó a discutir las soluciones urbanísticas y arquitectónicas planteadas, entre otros, por el Movimiento Moderno. Le Corbusier -a quien Mumford destaca por su proyecto urbano de Nemours, en África del Norte- al igual que Mies van der Rohe y Frank Lloyd Wright, se encontraban en plena actividad profesional, lo que sumado a nuevas tecnologías, hacía de ese ambiente de debate uno de los más ricos del siglo XX. Por ello, la tarea de este sociólogo e historiador estuvo enfocada a la discusión de problemas derivados de la metropolización que por entonces se desarrollaba en las principales ciudades occidentales. Y de esos procesos, para Mumford los centrales eran aquellos relacionados con los efectos más desintegradores e inquietantes de la ciudad de la época industrial. El autor de Décadas oscuras temía por el efecto de la desintegración y fragmentación social, y en orden a ello se explica su intento de revalorizar la integración mediante urbes planificadas. Por cierto, la integración de planificación y mercado no fue sencilla ni siquiera en Estados Unidos. Me parece que su reflexión en torno a cómo ya entonces se entendía esa planificación en tanto "limitación" a la iniciativa privada, puede aplicarse perfectamente al caso chileno y santiaguino: "La falta de voluntad para establecer tales limitaciones, en el pasado, se han debido principalmente a dos hechos: la presunción de que todos los cambios de magnitud ascendente eran signos de progreso, automáticamente 'favorables a los negocios', y la creencia de que tales limitaciones eran esencialmente arbitrarias, en cuanto proponían 'disminuir la oportunidad económica' -esto eso, la oportunidad de obtener beneficios a través de la congestión- e interrumpir el inevitable curso del cambio. Ambas objeciones son supersticiones" (el destacado es mío).

Sin embargo, el análisis de este sociólogo e historiador tuvo también otra dimensión: indicar el amplio camino que tenía una historiografía de la ciudad y de lo urbano, hasta entonces limitada mayoritariamente a una línea de trabajo vinculada a la crónica. Dicho de otro modo: el aporte de Mumford a la historiografía y a las ciencias sociales, fue contribuir a situar a la ciudad como problema-pregunta, y no exclusivamente como compendio del repertorio de acontecimientos y anécdotas de un barrio o una ciudad. Evidentemente, el paso no fue automático e involucraba un cambio de enfoque y de paradigma, cuestión muy lenta la mayoría de las veces entre las ciencias sociales y la historiografía. Y es que la propuesta de Mumford equivalía a pensar la ciudad como un artefacto de numerosas dimensiones (estética y económica, por ejemplo), donde quizás la más esquiva era, precisamente, la cultura urbana. Esa cultura era compleja porque se situaba precisamente en una coyuntura donde el automóvil y el avión estaban cambiando las nociones de distancia, lejanía e integración social. En palabras del propio autor estadounidense: "La ciudad, en su sentido completo, es entonces un plexus geográfico, una organización económica, un proceso institucional, un teatro de la acción social, y un símbolo estético de unidad colectiva". De esta manera, Mumford contribuyó, desde Nueva York, a trazar las preguntas y metodologías que también se hacía el sociólogo Robert Park en Chicago y antes, su colega Georg Simmel. Podría indicarse incluso que esa cultura urbana era bastante similar a las propuestas de estudio de las "mentalidades" o "psicología colectiva" efectuada por la francesa Escuela de los Annales, aunque para sus estudios sobre historia medieval europea.

"La renovación del paisaje" es el segundo capítulo de Décadas oscuras, publicada originalmente en 1931.

Simón Castillo F., Universidad de Chile. E-mail: slcastil@uc.cl

I

A veces se considera que la influencia de la tierra sólo tiene importancia en condiciones primitivas de vida. Se supone que con la llegada de la «civilización», esto es, con el comercio, la fabricación de productos y la ciudades organizadas, la tierra disminuye en importan. A decir verdad, la tierra aumenta de importancia con la civilización: La «naturaleza», como sistema de intereses y actividades, es una de las principales creaciones del hombre civilizado.

En un estado de salvajismo completo, apenas es visible la presencia del hombre sobre la tierra: pese a vivir de la tierra, deja pocas huellas en ella. Un claro abierto en la selva o un montículo de huesos y alfarería rota es todo lo que señala su presencia. A medida que el hombre aprende a controlar su medio físico se torna más compleja su relación con la tierra: el arado y el hacha, el martillo y la azada dejan sus huellas en todos los rasgos del paisaje, desde la cima de las montañas hasta el extremo más bajo del valle; las márgenes del río se enderezan, se ahonda la bahía, se forman terrazas en la colina, se tiende un puente sobre el torrente, la vegetación natural se mejora o modifica con nuevas importaciones; así, se cambia el  aspecto entero de la tierra. La vida urbana no disminuye estas relaciones: más bien agrega otras.

El puente, el jardín, el campo arado y la ciudad son los signos visibles de la relación del hombre con la tierra; todos ellos son medios para ordenar la tierra y adaptarla a todas las variedades y modos de habitación humana. Cuando la explotación humana de la tierra es desaforada, el paulatino agotamiento de la civilización pone en evidencia la interdependencia de suelos y civilizaciones; cuando las explotaciones son inteligentes y ahorrativas, según ocurre en el caso de la agricultura de China y la ingeniería hidráulica de Holanda, la civilización tiene algunas probabilidades de perdurar. Comprender la tierra, aprecias el  paisaje, volverse hacia la tierra para descansar, para cultivarla a fin de obtener alimento y energía, para reducirla a una forma armónica a fin de utilizarla: he aquí funciones más propias de un estado social superior que de un estado primitivo. El cultivo continuo de la tierra y el cultivo del espíritu a través de la tierra son las pruebas de que existe una civilización superior; este método implica la distribución ordenada del campo arado y la franja boscosa, el prado y el campo de pastoreo, el camino y el recinto. Cuando se cumplen estas funciones a conciencia y con inteligencia, como ocurrió con los caballeros campesinos de Inglaterra en el siglo XVIII, por ejemplo, llegan al diseño del paisaje. El segundo método es el del desarrollo urbano y la arquitectura; y el tercero es el de las obras de ingeniería: puentes, viaductos, canales, carreteras, muelles bahías y represas. Estos tres métodos se complementan y no es posible descuidar uno de ellos sin echar a perder el efecto de los demás. ¿Qué es de una hermosa ciudad con malos desagües o de una espléndida carretera hormigonada en un paisaje yermo?

Antes de la Guerra Civil, las obras de ingeniería ejecutadas en Estados Unidos figuraban, pese a su modesta escala, entre las más geniales que se habían producido. El High Bridge, viaducto que llevaba el agua del Croton, con su alameda contra el flanco de las colinas y ocasiónales claros desde Croton hasta más allá de Yonkers, era de un diseño tan hermoso que nada tenía que envidiar a las mejores obras producidas en la ciudad misma. En otras partes del interior, los canales con sus tranquilos caminos de remolque sus pequeña garitas de peajes, puentes y compuertas resultaban gratos perfeccionamientos del paisaje; de modo tal que rellenar insensatamente algunos de estos canales en nuestro días, convirtiéndolos en carreteras, pasando por alto tontamente todas sus posibilidades recreativas en verano o en invierno, constituye una funesta transformación para la zonas donde se ha cometido este abuso. Siempre fue eficaz estéticamente en sus resultados, la ingeniería de la fase de madera el agua de la economía industrial, esa fase señalada por la rueda hidráulica y el molina local, el camino de tierra, el transporte fluvial y por canales y gran número de aldeas agrícolas, en el peor de los casos, siempre dejaba en paz el paisaje; y en el mejor de los casos, embellecía la tierra.

Con el advenimiento del carbón, el hierro y el ferrocarril en la década del cincuenta, el cuadro entero se modificó. Se hicieron cortes ferroviarios sin prestar atención a sus efectos sobre el paisaje; el uso del carbón blando como combustible echó un sudario sobre el paisaje entero y cubrió de tizne las ciudades en que penetraban las vías férreas; los hábitos disolutos de las entradas de las minas, las minas, las fundiciones y los altos hornos se abrieron camino hasta remotas regiones; para ser exactos a todas partes donde llegaban los  ferrocarriles, llevaban  el característico desorden paleotécnico [1]. Compárese los paisajes físicos que rodeaban al canal y las vías férreas: el uno es un elíseo y el otro es un infierno. El barquero era notoriamente un tipo de agallas, incluso el pobre Tom O’Leary que perdió a su queridita en el Canal Erie; pero sus vicios no iban mucho más allá de donde alcanzaban sus juramentos. Compárese la población carbonífera de la postguerra civil, Altoona o Scranton, con el pueblo agrícola de la era del canal y el río, como  Lanscater o Newburgh: las diferencias no son menos notables que en una sola comunidad, como Bethlehem.

Ríos llenos de desperdicios, adversos a los peces y la vegetación pasaban por ciudades cubiertas de hollín, que aumentaban la contaminación industrial de las corrientes al dilapidar, en vez de utilizar como fertilizantes sus excrementos humanos. Laneras de montañas, despojadas primeramente de sus árboles, perdieron sus tierra fértil arrastrada por los torrentes locales de primavera que se apoderaban de las nieves invernales derretidas, que ya nos conservaban y se filtraban lentamente por el suelo. Las plagas y la devastación llegaron con las tan cacareadas prosperidades del primer período industrial,  y en el comienzo las ventajas y los prejuicios estaban tan estrechamente asociados que la gente hasta se jactaba del humo de las poblaciones bullentes; es decir, se jactaba de la poca eficacia en la calefacción, del derroche de carbón y de la incapacidad para utilizar diversos gases y subproductos valiosos. Pero esta violencia hecha al paisaje no se limitaba a las ciudades  industriales: un proceso paralelo de decadencia se producía en el campo.

Owen - New Harmony

Figura 1. «Vista aérea de New Harmony». Grabado de F. Bate (1838), ilustrando la propuesta utópica-urbana de Owen.

II

Millones de acres de tierra arable se abrieron en los dos polos de Europa, América y Siberia. Por esas tierras se desparramó una horda de seres hambrientos. Como hombres que durante demasiado tiempo han carecido de alimentos, su impulso era el de arrancar ávidamente los  primeros comestibles que se les ofrecían a la vista, sin preocuparse de cómo se los cocinaba ni de si caerían bien a los estómagos. El resultado de esto fue una agricultura sin orientación firme y un vida rural inestable, dos condiciones que van en contra de las mejoras lentas y permanentes que deben llevarse a cabo en un paisaje cultivado. Los monocultivos caracterizaron la explotación de las nuevas tierras que se abrían en el Oeste y el Sur; un método poco inteligente en lo económico y monótono en sus consecuencias estéticas. Nathaniel Shaler refiere en su autobiografía como aún a mediados del siglo XIX no se conocía en Kentucky la rotación sistemática ni el uso de abonos, en tanto que como resultado de la explotación de la madera dejó de ser remunerado el cultivo con arado de la mitad del suelo arable de la parte septentrional de Kentucky. La misma historia estaba escrita por doquier. La destrucción de los bosques el agotamiento de los suelos. La extirpación de la vida silvestre, trastornando el equilibrio natural de los organismos. Era en vano que el norteamericano proclamara a los cielos que amaba sus rocas y arroyos, sus bosques y colinas frondosas: sus acciones constituían un comentario burlón de esas palabras piadosas.

El hambre de tierras es una cosa y el amor al suelo es otra. Apenas si es exagerado decir que sólo con las Décadas Oscura empezó la segunda actitud a reemplazar la primera. No se trataba aquí de un proceso de idealización romántica: un romanticismo de lo más conmovedor no era, aparentemente, incompatible con la mala  agricultura y los ultrajes a la naturaleza virgen: ¿quién podría hoy ser más romántico que la contribuyente que votó a favor de la construcción de una carretera de cemento que lleve a una cumbre solitaria, haciendo accesible lo que sólo tiene valor debido a su inaccesibilidad? Por el contrario, el nuevo sentido de la tierra era científico y realista; era, ante todo, la labor de un puñado de naturalista geógrafos y diseñadores de paisaje. En El tío Vanya, Chekhov presenta a un médico disoluto cuya única pasión genuina consiste en restituir el paisaje a la plenitud de sus usos; había, no cabe duda, espíritus de este tipo, que de repente despertaron ante el holocausto y el desastre que había acompañado la vasta colonización de tierras del siglo XIX a todo lo largo de la civilización accidental.

También Estados Unidos tuvo su grupo de hombres animados por este espíritu: Henry Thoreau, John Burronughs, George Perkins Marsh, Frederick Law Olmsted, John Muir, Charles Eliot (hijo), Nathaniel Southgate. Los jefes de este movimiento aquí, el poeta Thoreau y el observador científico Marsh, pertenecían por las fechas de nacimiento al Día Dorado; pero su influencia sólo comenzó a hacerse sentir después de la Guerra Civil. El interés en el suelo norteamericano, independientemente de sus instituciones republicanas, es una de las señales inconfundibles de las décadas Oscuras. En el estudio compendiado del país que cerró el período, el libro que publicó Shaler sobre Estados Unidos, por primera vez se le daba a la tierra el lugar que le correspondía.

Como base de todo este movimiento, no puede exagerarse el papel desempeñado por Thoreau, pues a diferencia de los artífices y decoradores le gustaba la naturaleza al desnudo y mostraba los premiso que se ganaban mediante un estudio atento y espontánea de nuestras cualidades y capacidades locales. Como influencia nacional, corresponde con más propiedad al período que siguió a la Guerra Civil que a los días en que vivió: hasta  la fecha de su muerte, sólo dos de sus libros, Walden y A week on the Concord and Merrimack rivers habían visto la luz. Thoreau no era un naturista como Audubon ni un hombre de ciencia como Agassiz y Gray; su misión no era la de describir los hábitos de las criaturas silvestres sino aclimatar el espíritu de hombres muy sensibles y civilizados a las posibilidades naturales del medio ambiente; hacerles ver, oler, respirar, sentir y tocar los objetivos que los rodeaban y descubrir cuánto era lo que podía dar la naturaleza y que la cultura y la civilización habían dejado al margen.

Se trataba de algo diferente de la exploración práctica de las tierras vírgenes que estaban efectuando los pioneros; a decir verdad, se trataba de algo diametralmente opuesto. Todo aquel que ha buscado hongos sabe que el placer y la excitación de la busca llevan a una total exclusión de todos los demás rasgos del paisaje con excepción de la propiedad de contener hongos; la vista no se levanta en ningún momento del suelo y sólo se ven paraguas blancos. La colonización de Estados Unidos fue una búsqueda de hogos en gran escala: a la zaga de un solo objetivo, emplazamientos urbanos, minas de carbón, oro o  petróleo, todos los demás atributos del paisaje fueron pasados por alto. Thoreau concentró su atención en la totalidad del medio ambiente natural; lo cual, podría decirse casi sin paradojas, era la parte que sus contemporáneos habían olvidado. Observó los campos alrededor de Concord y llegó a saber cuándo florecían en ellos las flores silvestres; hizo frente a la pesca en el río y ascendió lentamente en bote las tranquilas aguas; hizo excursiones por los bosques de Maine; exploró la playa y se abrió camino por las arenas de Cape Cod; en pocas palabras, gustó la tierra.

Esta exploración no llevaba a nada. No se trataba de una medida preliminar sino que constituía en si misma un goce. Por supuesto, Thoreau no era el único que gustara estos placeres, pero quizá fue el primer ser humano en todo el país que se dedicara a ellos sistemáticamente y que se acercara a cada pedazo del ambiente natural con fervor y entusiasmo iguales.

No se limitaba a conocer el país: poseía un sentido político de lo que había de hacerse de él y señaló la necesidad urgente de seguir el noble ejemplo de los reyes de Inglaterra, preservando públicamente los sitios silvestres del continente para nuestro propio goce a fin de que los  hombres en su implacable búsqueda de posesiones, no perdieran una porción mayor de lo que valía la pena  poseer. Con Thoreau, el paisaje ingresaba por fin en la conciencia norteamericana ya no como potenciales colonias, ya no como un «territorio» consagrado a la forma republicana de gobierno, sino como un tesoro interior: una cosa para el montañés, otra para el ribereño y una tercera para el habitante de las playas. Los grabados de Currier e Ives, en las décadas del cuarenta y el cincuenta, manifiestan, con ingenuidad, un interés análogo: una  escuela bien definida de paisajista, la escuela de Catskill, poseía por lo menos sentido de la localidad aunque sólo tuviera una menguada capacidad de absorción y transmutación personal; y en los cuadros de George Inness se expresaba con más hondura este sentimiento.

La influencia de Thoreau se ejerció sobre los chicos del campo en torno suyo. Uno de  ellos, Myron Benton, en Dutchess County (Estado de Nueva York), hizo el recorrido Webutuck abajo imitando a Thoreau y escribió versos naturales. Otro, John Burroughs, consagró buena parte de su vida a escribir sobre la naturaleza y la vida rural, demostrando ser discípulo de Thoreau (pese a la atracción mayor que ejercía Whitman sobre él), incluso cuando criticaba a su maestro por inexactitudes en las observaciones.

Thoreau murió durante la Guerra Civil, pero los círculos de su influencia, ampliándose a partir de su personalidad afirmativa y autónoma, siguen hoy extendiéndose. En nuestros días, uno de los defensores más eficaces del planeamiento regional es Benton MacKaye, procura demostrar las consecuencias, en términos de técnicas y objetivos modernos, de la especie de vida y organización política cuyo marco ideal construyera Thoreau bosquejó la política de la no-colaboración, esa poderosa arma que Mahatma Gandhi ha utilizado a fin de lograr la paralización de la mera fuerza física. La fuerza moral de Thoreau, su perspicacia política, no pueden aislarse de sus estudios sobre la naturaleza: el hombre Thoreau era una totalidad y su pensamiento no puede fragmentarse sin hacerle violencia. Imaginar que Thoreau ha perdido sentido en la Era Maquinista equivale no sólo a perder de vista el sentido de sus críticas sino también su posición histórica concreta.

Las Influencias naturalistas y biológicas que Thoreau expresara -cabe recordar- entraron en acción después que el mundo mecanicista en que hoy nos movemos: Descartes precedió a Goethe, quien fue el primer filósofo moderno con una intuición bien sólida de la trama de la vida, y lo precedió por casi doscientos años. En vez de considerar a Goethe y Thoreau como sobrevivientes del pasado, que serán finalmente aplastados pro la expansión incesante de una civilización venal y mecánica, quizá es más exacto verlos como los precursores de una nueva línea de esfuerzo y acción. A decir verdad, fue el despilfarro insensato de vida, el desequilibrio de la condiciones naturales y la destrucción de los recursos naturales que sucedió a la introducción de las máquinas y las migraciones de los pueblos, lo que hizo imperiosa la necesidad de una nueva filosofía de la naturaleza: mientras la naturaleza no fue violada, no necesitábamos una filosofía.

Más que ningún otro pensador norteamericano, Thoreau reconoció esta necesidad y le dio expresión en una filosofía positiva. Su Walden, su Life on the Concord, su Cape Cod, para no habar de sus diarios, fueron, tanto directa como indirectamente, el punto de partida de todo un  movimiento. En una época en que imperaba el plebeyo y el pionero, los cuales tenían un impulso igualmente poderoso contra toda utilización hermosa del ambiente natural, Thoreau contribuyó a que la marea empezara a moverse en dirección contraria. No trabajó a solas; pero es necesario poner sus palabras lado a lado con las obras prácticas y los programas políticos concretos que las sucedieron durante los programas políticos concretos que las sucedieron durante las décadas oscuras; es dudoso que estos últimos se hubieran consolidado tan pronto de no haber sido por la ayuda y la comprensión popular que aportaron sus escritos.

«¿Quién no se levantaría a satisfacer las esperanzas de la tierra?». He ahí un nuevo desafío lanzado en Estados Unidos, donde, al iniciarse la Guerra Civil, las esperanzas de democracia política, las esperanzas de libertad burguesas, las esperanzas de igualdad de oportunidades y éxito bajo un sistema de monopolio privado, ya se habían agriado y perdido sentido.

Figura 2. En 1939, la Asociación Regional de Planificación (RPAA) convoca a Mumford para realizar un documental sobre las ciudades a ser exhibido en el pabellón «City of Tomorrow» del New York World’s Fair. El autor tomó la oportunidad para hacer un llamado a recobrar el sentido de comunidad y cambiar las prácticas de la ciudad industrial, expandiendo lo urbano hacia lo rural y levantando nuevos asentamientos. Años después, y con apoyo de la NFB, Mumford retomaría su acercamiento al audiovisual creando una serie de cinco mediometrajes documentales sobre la ciudad. Video tomado de Archivo Prelinger.

III

Para el pionero, la tierra existía para ser adquirida, para ser devorada, para rendir apresuradamente una ganancia. La concepción de que cada hombre poseía derecho legal a actuar como suyo como quisiera, superaba con mucho a toda noción de bien común. George Perkins Marsh fue el primero que advirtió la destrucción que se estaba llevando a cabo, que sopesó sus pérdidas escalofriantes y que indico un plan de acción inteligente.

Marsh formaba parte de ese grupo de espíritus idóneos y perspicaces que fueron el milagro de la intelectualidad norteamericana antes de la Guerra Civil. Había nacido en Vermont en 1801; Hiram Powers, el escultor, era un contemporáneo suyo en Woodstock, y uno de los primeros recuerdos de Marsh era el de las excursiones con su padre por las colinas, en un cochecillo de dos ruedas; excursiones en la que su padre se detenía de tiempo en tiempo y le señalaba las característica topográficas. Marsh ingresó como miembro del foro en 1825; aunque tuvo éxito como profesional, también le dio por meterse en diversas aventuras financieras que terminaron desgraciadamente en la década del cuarenta; y fue al Congreso durante un periodo, bajo el gobierno de Polk, protestando allí contra la prosecución de la guerra con México. En 1850 se le nombró ministro -residente en Constantinopla; y  aunque el gobierno siguiente no le confirmo en dicho cargo, volvió al servicio diplomático al ser nombrado por Lincoln ministro ante el nuevo reino de Italia, donde  permaneció hasta su muerte en 1882.

Ni sus obras sobre la historia y el desarrollo del idioma inglés, que publicó antes de la Guerra Civil, ninguna de estas actividades y habilidades podrían explica su obra principal sobre  geografía; pero tuvieron la suficiente importancia para darle renombre entre sus contemporáneos, y el bosquejo biográfico de su figura que aparece en la National Cyclopedia apenas si menciona sus contribuciones a la geografía. Marsh poseía un espíritu voraz o una gran capacidad para experimentar las cosas. Pese a su aislamiento en Vermont, hacia 1849 no sólo había adquirido una excelente biblioteca sino también una admirable colección de grabados, la cual, por desgracia, fue destruida luego por un incendio en la Smithsonian Institution. Los años que pasó viajando por Asia Menor, Egipto e Italia fueron de considerable importancia para su ulterior desarrollo intelectual; y más todavía porque una gira de conferencias que realizó por el Medio Oeste durante la década del cincuenta subrayó los contrastes y las semejanzas entre las viejas tierras y la nueva. Marsh se entregó a un tema que hasta el momento apenas si había sido desbrozado en el campo científico: la tierra como habitación del  hombre. En 1864 publicó su contribución al tema: El hombre y la naturaleza.

«El objeto del presente volumen -decía Marsh en su prefacio- es indicar el carácter y aproximadamente el alcance de los cambios producidos por la acción humana en las condiciones físicas del globo que habitamos; señalar los peligros de la imprudencia y la necesidad de ser cautelosos en todas las acciones que, en gran escala, infieren los ordenamientos espontáneos del mundo orgánico o inorgánico; sugerir la posibilidad y la importancia del restablecimiento de armonías perturbadas y el mejoramiento material de regiones devastadas y agotadas». El tema de Marsh era el propio planeta y se había familiarizado, en grado poco común de amplitud, con la bibliografía del tema, pero su punto de referencia implícito era Estados Unidos: el país podía sacar la moraleja.

«Todas las instituciones humanas, todos los ordenamientos conjuntos y modos de vida -señalaba Marsh- tienen sus imperfecciones características. Nuestro defecto natural, quizá necesario es su inestabilidad, su falta de fijación, no sólo en forma sin incluso en el espíritu. La faz de la naturaleza física en Estados Unidos comparte esta fluctuación incesante, y el paisaje es tan variable como los hábitos de la población. Es hora de atenuar un poco el incesante amor al cambio que nos caracteriza y nos hace una población nómada más que sedentaria. Hemos hecho caer por doquier bastantes bosques, en muchos distritos, en demasiados. Procedamos a restablecer las proporciones normales de este elemento de la vida material y concibamos medios para mantener la permanencia de sus relaciones con los campos, los prados y las tierras de pastoreo, con la lluvia y los rocíos del cielo, con las fuentes y arroyos con que provee de agua a la tierra. El establecimiento de una proporción aproximadamente fija entre las dos distinciones más  ampliamente caracterizadas de la superficie rural -tierras boscosas y tierras de pan llevar- implicaría cierta persistencia de carácter en toda las ramas de la industria, todas las ocupaciones y los hábitos de la visa, que dependen de una u otra o están directamente ligadas a ellas».

Estas deducciones y recomendaciones específicas no constituyen la parte más importante de la obra de Marsh. El  hecho es que, pese a la obra Montesquieu en el siglo VIII y, con más precisión y criterio científico, las de Alejandro de Humboldt, Guyot y Ritter en el silgo XIX, la concepción de la geografía humana expuesta por Marsh era aún radical y extraña. Consideraba al hombre como un agente geológico activo. Como otros agentes, podía construir o destruir. De uno u otro modo el hombre era, no obstante, un agente perturbador que desequilibraba las armonías de la naturaleza y destruía la estabilidad de los ordenamientos y disposiciones existentes, extirpando especies vegetales y animales autóctonas, introducciones variedades extrajeras, restringiendo el crecimiento espontáneo y cubriendo la tierra de «nuevas formas vegetales  poco adaptables y de tribus extrañas de vida animal». Para Marsh, la geografía abarcaba la vida orgánica. El hombre, en el transcurso del siglo XIX, había desempeñado el papel de un ser irresponsable y destructivo; como  ya había ocurrido, para su desgracia, en la época clásica. Era tiempo de que se convirtiera en agente moral, esto es, que construyera donde había destruido, que repusiera lo que había robado; en suma, que dejara de hollar y asolar la tierra.

El único defecto grave en el libro de Marsh era el de no considerar el agotamiento de los recursos naturales. Como excusa, cabe recordar que la utilización del carbón entró lentamente en Norteamérica y que la apertura de pozos de gas natural y petróleo se produjo después de la Guerra Civil; de modo que la destrucción de los bosques superaba con mucho a cualquier otro mal de acción. Diez años después de la primera edición de El hombre y la naturaleza, Marsh publicó una versión revisada, coincidente con su traducción al italiano; dos años después llegó a su tercera edición. La obra ejerció influencia tanto en el país como en el extranjero. Desde los días de Marsh, la asociación entre el hombre y el medio ambiente ha pasado a ser un lugar común de la geografía, y la labor llevada a cabo en el campo de la ecología humana ha transformado el tema, que constituía una estéril ciencia descriptiva, en una interpretación dinámica de relaciones económicas y sociales básica. Todos estos resultados científicos aumentan el merito de Marsh; pero el autor estaba sobre todo interesado en la aplicación práctica de sus teorías, y su libro, una de cuyas secciones se titula «Importancia de la conservación y la restauración físicas», fue el punto de partida del movimiento de conservación.

El año en que apareció el libro de Marsh señala un nuevo giro de la política pública: el gobierno nacional cedió el parque de Yosemite a California, junto con la Mariposa Grave de Big Trees, a condición de  que se lo mantuviera como parque público. El libro de Marsh contribuyó -no cabe duda- a cristalizar la oposición a la desastrosa política agraria del gobierno. En 1872, nuestro primer parque nacional, Yellowstone, quedo estableció; y en 1880, la Hot Springs Reservation, que había sido retenida nominalmente por el gobierno federal, fue delimitada e inaugurada; antes de que tocaran a su fin las Décadas Oscuras se había establecido el Sequoia Park, y la consagración de tierras feraces a la silvicultura y la recreación prosiguió con celeridad creciente. Ningún hombre por separado fue responsable de esta labor; y no es posible señalar como determinante a un preconizado la conservación de las tierras vírgenes como «habitad», tanto para  el espíritu humano como para las propias criaturas de la naturaleza. Los  escritos de Marsh le dieron a esta propuesta una justificación económica y geográfica adicional, y el hecho de que Horace Cleveland citara a Marsh en su ensayo sobre la plantación de bosques en las Great Plains evidencia que la lección de su libro no se perdió entre sus contemporáneos. Pero el movimiento que iba adquiriendo incremento en la década del sesenta recibió un arquitecto paisajista: Frederick Law Olmsted. Que un esfuerzo por ofrecer reparaciones a la naturaleza y establecer una base amistosa de intercambio adquiriera cierta importancia, venciendo para estos los desaforados instintos de lucro  que caracterizaron el periodo de postguerra, se debió a que Olmsted proporcionó a los principios de Thoreau y Marsh las ventajas de una demostración activa. El movimiento de conservación y el movimiento a favor de los parques figuran entre los mayores legados de las Décadas Oscuras… y nunca tuvieron tanta importancia como en nuestros propios días.

Figura 3. Propuesta para comunidad «Redburn», por Wright y Stein (1929).

IV

Si el  campo se echó a perder como consecuencia del abuso de la tierra, la ciudad sufrió no menos violencia. No se debía esto a la falta de buenos precedentes. Inicialmente, las aldeas de Nueva Inglaterra había sido planeadas como unidades comunales precisas: la pauta de la plaza, la escuela,  la iglesia, el ayuntamiento, la posada y las casas había sido elaboradas en relación con la necesidad de ejercer las funciones políticas y económicas directas de la comunidad, y el resultado fue tan bueno, en su escala limitada, como podía serlo lo mejor que ostentara el Viejo Mundo. Pero se hizo caso omiso de este precedente. La ambición de poseer tierras y de sacar ganancias fue más poderosa que el deseo de construir viviendas permanentes y útiles.

En tanto que todas las ciudades desde el comienzo del siglo XIX esperaban un crecimiento continuo con ritmo acelerado, se descuidó el lugar de la ciudad en la economía social y se olvidó su aspecto estético. El método norteamericano de construcción de ciudades durante el siglo XIX fue bien representado por Horace Cleveland, quien, con Olmsted, fue uno de los primeros arquitectos paisajistas, no sería posible mejorar hoy su crítica.

«Antes de la aparición de los ferrocarriles -destacaba Cleveland- la colonización del Oeste se llevaba a cabo mediante un proceso aditivo, con una vanguardia de recios pioneros que siempre iban más adelante, soportando penurias y privaciones que sólo podían ser toleradas por hombres desconocedores de las comodidades corrientes de la civilización. Las clases mejores que iban después estaban regidas necesariamente en mayor o menor grado, para cuantas nuevas mejoras intentaran, por la labor de sus predecesores, y no si intentaba nada que se pareciera a diseños u ordenamientos científicos o artísticos de superficie extensas, catastro oficial de las tierras publicas constituía la única base de división, la única guía para el trabajo de los caminos rurales o de las calles de la poblaciones proyectadas; y si las poblaciones se transformaba en ciudades, esto se debía sencillamente a la prolongación indefinida de calles rectas, en dirección al norte, él con el sur, el este o el oeste, sin prestar atención a las características topográficas o a las instalaciones de desagüe, y todavía menos a toda consideración de gusto o comodidad, que habría sugerido un medio diferente. Todo el que viaja por el oeste está familiarizado con el carácter monótono de las poblaciones que es consecuencia de la infinita repetición de la monótona uniformidad de rectángulos que presentan; pero la costumbre es tan general y ofrece ventajas tales al simplificar y facilitar las  descripciones y los traspasos de bien raíces que cualquier tentativa de establecer un sistema diferente tropieza inmediatamente con muy arraigados prejuicios populares».

El hombre que desafío este prejuició con más fortuna y que casi por sí sólo echó las bases de un mejor orden en la construcción de ciudades fue Frederick Law Olmsted. Cuando Charles Eliot Norton dijo de él, hacia el final de su carrera, que entre todos los artistas norteamericanos se destacaba «en primer término por la producción de grandes obras que satisfacen las necesidades vitales de nuestra enorme y miscelánea democracia, al par que las expresan», no exageraba la influencia de Olmsted. Desde el Central Park en Nueva York hasta el Golden Gate Park en San Francisco, Olmsted sembró el país de parques: en los últimos veinte años de su carrera hizo el trazado de cuatro emplazamientos de poblaciones y de doce distritos suburbanos. Si, como Olmsted señalaba, el movimiento hacia los parques urbanos era casi instintivo de la civilización occidental, después de promediar el siglo XIX, como reacción ante lo deprimente y miserable de la ciudad industrial, Olmsted fue quien racionalizó el movimiento. Esta notable personalidad era hijo de un comerciante de Hartford y nació en dicha ciudad en 1822. En su juventud, vivió como pensionista en casa de diversos ministros, con el objeto de conseguir una educación académica; pero una debilidad visual lo mantuvo alejado de los libros y adquirió la costumbre de recorrer a  solas el campo. En 1842 asistió a conferencias en Yale; pero la parte más importante de su primera educación estuvo constituida por los tres peregrinajes, cada uno de mil millas o más que hizo con su padre a caballo, en diligencia o en barcazas por  los canales. El propio paisaje fue la primera gran influencia en su espíritu; en segundo término, los autores populares de su tiempo, como ser Emerson, Lowell y Ruskin; ese Ruskin cuyos himnos a la Naturaleza, el culto voluptuosos de un  joven sediento, hacen que la mejor parte de Modern painters sea más útil como guía de paisajes que como guía de la pintura. De muchachito sacó de la biblioteca pública dos libros del siglo XVIII que ejercieron profunda influenciada en él: la obra de Sir Uvedale Price sobre Lo pintoresco y la de Gilpin sobre Paisajes del  bosque. Los atesoraría siempre.

Antes de establecerse viajó como tripulante a Cantón (1843): la miseria física y la brutalidad sólo saciaron temporariamente su ansia de viajar, pese a lo cual pasó los diez años entre 1847 y 1857 como agricultor experimental no sin antes haber estado de aprendiz con uno de los mejores agricultores científicos en el Estado de Nueva York. En 1850, Olmsted efectuó una gira por Europa, parte de la cual describió en un libro aparecido en 1852,The walks and talks of a American farmer in England («Los paseos y las charlas de un agricultor norteamericano en Inglaterra»). Tras esto, llevó a cabo tres recorridas por el Sur, dos a través de los Estados esclavistas y una por México y California. No existía en Olmsted ninguna de las predisposiciones típicas de los abolicionistas, y su relación de la situación del Sur antes de la guerra es uno de los más valiosos documentos de primera mano con que contamos, entre los procedentes del Norte. Su descripción muy parca del azotamiento de una joven negra, una descripción tranquila y fría efectuada por un testigo de espíritu objetivo, resultó mucho más condenatoria que la violencia melodramática de Harriet Beecher Stowe. No sin razón se ha comparado la descripción que hace Olmsted del sur prebélico con la descripción de Francia antes de la revolución, trazada por Young.

Esta combinación de grandes viajes, observación perspicaz, lectura inteligente y práctica de la agricultura formaron la educación de Olmsted: se trataba evidentemente de una disciplina mucho  más sustancial que los cursos que había seguido intermitentemente en Yale, nunca durante el lapso necesario para obtener un título. Se estaba aquí ante la educación norteamericana en su  mejor forma, que de ser dispersa y caprichosa, exenta de un propósito central, creaba el pionero  demasiado adaptable y sin orientación; pero, de estar integrada como ocurrió en la literatura con Whitman y Melville, en la economía con Henry George y en el diseño de paisaje con Olmsted, tiene que ser comparada con la mejor cultura del Renacimiento si se busca un equivalente. La prueba de su eficacia reside por igual en los hombres y sus obras. Mientras tanto, Olmsted se había dedicado al negocio editorial con G.W.Curtis y en 1855 y 1856 publicó el infortunado Putnam’s Magazine. ¿Qué haría después? En menos de dos años había hallado su centro. En 1857 aceptó el cargo de superintendente de Central Park; y al año siguiente, obteniendo el permiso de su superior, que era el autor del primer proyecto de Central Park presentó anónimamente, en compañía de Calvert Vaux, un nuevo proyecto para el parque, el cual obtuvo el premio. A partir de ese momento tenía firmemente, como suele decirse, las riendas de su vida.

La transformación del agricultor en arquitecto paisajista se produjó en la forma más saludable que fuera posible. En su granja de South Side, en Stanten Island, Olmsted había ingresado de lleno en la vida rural, trabajando en comités escolares, contribuyendo a mejorar las carreteras, logrando cosechas excepcionales de maíz, nabos y frutas, importando una máquina inglesa y estableciendo las primeras tuberías de cerámica para desagües. Había descubierto, viajando por las partes más remotas del país, que la imprevisión o el raciocinio al instalar los graneros, establos, edificios exteriores y patios para lavar, o al establecer lo necesario para traer las provisiones y sacar los desperdicios podía ayudar o molestar al granjero; hasta pequeños problemas como el de la  ubicación de una huerta o la determinación de las vistas exterior e interior tenían un efecto directo. Olmsted adquirió renombre entre sus vecino por su buen juicio en estas cuestiones. Solían llamarlo para pedirle consejos. Paulatinamente su fama se extendió. El socio de Downing en Newgurgh, el joven inglés Calvert Vaux, tuvo la perspicacia de advertir las posibilidades de Olmsted. En realidad no hace justicia a sus condiciones decir que Olmsted no carecía de preparación para proyectar y construir Central Park. A decir verdad, posiblemente nadie hubiera estado más preparado para ello.

Figura 4. “Greensward Plan”, proyecto ganador para el Central Park (Olmsted y Vaux, 1858).

V

El trazado y la erección de Central Park fue el comienzo de una vida pública tormentosa pero con alarma que los edificios empezaban a ser un obstáculo en sus paseos campestre, cuando Central Park fue concebido en 1851 constituía una monstruosidad, un desafío y una afrenta. Hasta entonces, con la sola excepción de los terrenos comunales en Nueva Inglaterra y unos cuantos paseos, como el Battery de New York y el Battery de Charleston (Carolina del Sur) no había en Estados Unidos nada que pudiera ser denominado parque. El parque era un símbolo aristocrático del viejo mundo: costaba dinero y quitaba lotes de construcción a los especuladores; algunos de sus oponentes llegaban a creer que el campo de recreo sólo sería utilizado por rufianes y pandilleros que robarían a los ciudadanos honrados o los ahuyentaría con procacidades: otros pensaban que la gente del pueblo nunca llegaría a visitar el parque. Incluso aquello que estaba a favor de la preservación de la tierra, desconfiaban de todos los esfuerzos por embellecerla. La arquitectura paisajista era algo afeminado: ¿adónde iba el país?

Una a una se acallaron estas objeciones, se aplacaron estos temores, se extirparon estos prejuicios; pero el proceso era fatigoso y lo agravaba el hecho de que el problema de los parques se prestaba para el juego de los partidos políticos. La mayor parte de la construcción y la planificación se llevo a cabo en cuatro años, entre 1857 y 1861: ochocientos acres de terreno [2], constituidos en su mayor parte por rocas, barriales y malas hiervas  llegaron a convertirse en lagos y prados, alturas boscosas y grutas, en hermosos paseos y una red de comunicaciones para vehículos y peatones que satisfizo ampliamente todas las necesidades hasta que la metrópoli alcanzó su grado actual de congestión. Pero Olmsted no se había limitado a diseñar un parque, pelear con políticos -renunció por lo menos cinco veces-, combatir a funcionaros municipales insolentes y canallescos y proteger sus plantaciones del vandalismo: introdujo además un concepto a saber, el del uso  creador del paisaje. Al urbanizar la naturaleza, naturalizó la ciudad.

El norteamericano, romántico por herencia había sido anonadado por los espectáculos majestosos de la naturaleza: Las Mammonth Caves de Kentucky,  el sinuoso y dilatado curso del  Mississippi, las altas cumbres de las rocosas. Olmested le enseñó que podían agradarle un prado o una cuantas ovejas o un afloramiento desnudo de esquisto con una glorieta al frente de un bosquecillo de pino.  El parque paisajista tenía derecho a existir por sí mismo, vale decir, sin museos, pistas, teatro, espectáculos suplementarios o cualquier otro ingrediente de la «Vida Civilizada»: toda su justificación consistía en promover los sencillos placeres elementales de respirar hondo, estirar las piernas y calentarse al sol. Semejante noción constituía una afrenta tan honda a la ideología comercial reinante como la defensa del villar por Herbert Spencer: y parecía tan disparatada como los nuevos paisajes de Monet, que surgían de los mismos impulsos naturales y saludables, Olmsted combatió por imponer esta noción; le dio un marco, le proporcionó una justificación racional. El paisaje podía ser gozado y el goce a veces podía ser multiplicado mediante esfuerzos deliberados del diseñador. Esta noción nos parece hoy ridículamente obvia; en los días que Olmsted inicio su carrera no se aceptaba la existencia de este arte ni de su objetivo. Pero la idea prendió. Forest Park St. Louis; Faimount Park, en Filadelfia; Prospect Park, en Brooklyn, y Franklin Park, en Boston, se sucedieron rápidamente.

Pero Olmsted no se limitó a introducir el paisaje cultivado como medio de recreación urbana; quienes han tratado de preservar este aspecto de su labor, particularmente en Central Park, olvidaban muy  a menudo que en 1870 dejó sentadas las líneas de un programa completo para parques, con fundamentos excelentes en lo social y lo higiénico. Mediante arboles de sombra para flanquear la calle, los paseos y alamedas más vastos y los recuadros abiertos, y con una red de pequeños parques de recreo destinados principalmente a la formas activas de deportes procuró que determinadas funciones, con las que no se contaban en el parque paisajista debido a su carácter o su  lejanía, desempeñaran un papel en la vida cotidiana de la ciudad. Por otra parte, vio que el parque no podía ser tratado como algo que se le ocurriera después a los proyectistas o como un mero hermosamiento de un plan utilitario ya completo.

«Un parque suficientemente bien administrado en las proximidades de una ciudad grande -señalaba- se  convertiría, sin duda, en un nuevo centro de dicha ciudad. Con la determinación de la ubicación, las dimensiones y los límites debería ir asociada, por tanto, la obligación de trazar nuevas rutas principales de comunicación entre él y las partes distantes de la ciudad existentes y previsibles. Dichas rutas pueden estar constituidas por alargamientos estrechos del parque que oscilen entre los sesenta y ciento cincuenta metros de ancho y que irradien irregularmente a partir de él, o bien si, por desgracia, la ciudad ya está trazada con el desacierto que caracteriza a Nueva York y Brooklyn, San  Francisco y Chicago… posiblemente tendremos que adoptar las carreteras bien demarcadas. Éstas deberían ser proyectadas y construidas de modo que nunca resultaran ruidosas y que sólo raras veces estuvieran congestionadas, y también de modo que el movimiento en línea recta de los coches de paseo no se viera obstaculizado nunca, excepto en cruces necesarios, por vehículos lentos utilizados con fines comerciales. Asimismo, de ser posible, deberían estar ramificados o reticulados con otras vías  de tipo análogo… Es un error frecuente considerar que un parque es algo que puede producirse como una entidad completa en sí misma, por ejemplo como una cuadro que ha de pintarse sobre un lienzo. Más bien debería proyectárselo como un fresco, presentando atención constantemente a los objetos exteriores».

Para decirlo en pocas palabras, hacia 1870, cuando todavía no habían pasado veinte años desde que se introdujera en este país la noción de parque público paisajista, ya Olmsted había captado y definido imaginativamente todos los elementos conexos en un programa completo para parques y un amplio proceso de urbanización de este programa; pero, a pesar de las grades reformas que se han efectuado en Washington, Chicago, Kansas City y Boston no hay en todo el país ninguna gran ciudad que le haya seguido puntualmente.

Quedan por señalar dos rasgos finales en la labor concreta de Olmsted como diseñador de parques. Uno de ellos es su respeto a la topografía natural. Esto, en el pensamiento norteamericano de sus días, resultaba tan inusitado que constituyó la base principal de una demanda por pago que le dirigió su antiguo jefe, el general Egbert Viele, quien también participó  en el certamen de Central Park. Olmsted llevó este respeto del parque propiamente dicho al diseño de fincas rurales y suburbios, y lo implantó en discípulos y colaboradores como Horace Cleveland y Charles Eliot (hijo), para no hablar de quienes le sucedieron en sus tareas. Esta utilización de los rasgos naturales del paisaje explica, a más de la generosidad en la plantación de árboles, el encanto subsistente en los desarrollos suburbanos a la antigua; un encanto como el que se logró, en particular, en Roland Park, en Baltimore, en la década del noventa.

Una  segunda característica del tazado de Central Park es, posiblemente, más importante todavía: la separación entre las sendas para peatones y las carreteras y caminos de herradura. Sólo en intervalos inevitables llegan a correr lado a lado estos dos tipos diferentes de arterias; siempre que existe la más leve posibilidad de hacerlo, Olmsted las separa mediante pasarelas y túneles. Sin duda pesaba en sus espíritus tres consideraciones: la seguridad del peatón, la comodidad del conductor de vehículos y la conveniencia de evitar el tráfago y el ruido en partes de la ciudad destinada al descanso. En nuestros días se ha hecho dar un paso más a este principio esencial: se lo ha introducido en los barrios residenciales. Los mejores urbanistas europeos y norteamericanos trazan entre trafico de peatones y trafico de rodados la misma diferencia que trazar Olmsted; a decir verdad, en Radburn (Nueva Jersey), Henry Wright ha trazado un pueblo entero con esta característica, en la cual una red interna de parques queda completamente fuera del alcance del tráfico. Lo moderno de este trazado contribuye a aumentar el respeto por la capacidad inventiva de Olmsted. Poseía, sin lugar a dudas, uno de los mejores cerebros que se dieran durante la Década Oscura.

Olmsted vivió hasta avanzada edad. Coronó su carrera la empresa de diseñar la Feria Mundial de Chicago; dos años después se retiró del ejercicio profesional y en 1903 murió. Continuó brillantemente su labor uno de sus discípulos, Charles Eliot (hijo) con sus amplios planes para el Sistema Metropolitano de Parques en Boston, lo cual constituye otra de las grandes obras del mismo periodo. Eliot hizo hincapié en el respeto de Olmsted hacia la flora autóctona y nuestro paisaje característico. «Nuestro país -hacía resaltar- posee sus Rusias, sus Silesias, sus Rivieras y, además, un gran número de escenarios que le pertenecen con carácter exclusivo. ¿Hemos de tratar de imponerles a todos la suavidad inglés? Procuremos, más bien perfeccionar cada tipo en su correspondiente sitio».

Nada es de lamentar en Olmsted o Eliot, excepto que sus ideas y realizaciones no ejercieron un influencia aún mayor que la que tuvieron: si la advertencia de Elliot sobre la costa de Maine hubieran sido oída veinte años atrás, esa hermosa franja de tierra que se extiende entre Newburyport y Portland no hubiera tenido que convertirse en un slum de la clase media. Se hubieran conservado para goce de todos las playas, promontorios y brezales, en vez de profanarlos con cottages y arrasarlos. De cualquier modo, no es posible exagerar la influencia de estas personalidades durante la Década Oscura. Entre ellos dos contribuyeron más a embellecer las ciudades y el campo que todos sus contemporáneos juntos. A decir verdad, cabe dudar de que  algo comparable a su obra se haya realizado, relativamente, con los planes posteriores de perfeccionamiento cívico, por muy complejos que sean técnicamente y por muy sistemáticos que sean en materia de propaganda.

Lo importante es que Olmsted prestaba atención en primer término a los aspectos primordiales.  No es exagerado decir que actualmente, el mejor urbanismo de América y Europa se centra en el parque. Este concepto respalda la ciudad jardín en Inglaterra; y la conservación de los espacios libres caracteriza los mejores Siedlungen en Alemania. Al diferenciar las funciones del parque, Olmsted se adelantaba considerablemente al gran urbanista austriaco Camillo Sitte. Al extender las funciones y los usos del parque, lo cual hoy está ejemplificado por muestra que van desde las grandes reservas naturales de Yosemite hasta las antigüedades aborígenes de Mesa Verde, desde  los campos de juego vecinales en los parques -como es el caso en Chicago- hasta la cadena de parques -como es el caso en  Chicago- hasta las cadenas de parques y caminos de parques que han dado fama a Westchester Country, los  urbanistas de las Décadas Oscuras señalaron la meta e impusieron  el ritmo. Renovaron el contacto de la ciudad con la tierra. Humanizaron y sometieron el paisaje feraz. Por sobre todo, hicieron conscientes a sus contemporáneos del aire, el sol, la vegetación, el crecimiento. Si seguimos echando a perder las posibilidades del país, eso no se debe a la falta de mejores ejemplos.

Figura 5. La construcción del Puente de Brooklyn (US National Archive).

VI

Desde el punto de vista del arte y la naturaleza, las burdas ineficacias del industrialismo en sus fases iniciales se manifestaron en una perdida general de la forma en el paisaje y en las diversas obras humanas que aparecían en él. ¿Era el industrialismo sinónimo de fealdad? ¿Podía el acero utilizarse con tanta eficacia como la piedra? Hasta mediados del siglo XIX no habría respuesta segura a estas cuestiones. El hierro fundido había sido usado en Londres para la construcción  de puentes, obteniéndose cierto éxito desde un punto de vista práctico pero no así resultados estéticos decisivos. El gran invernadero de vidrio y hierro que Paxton construyo para la exposición  de Londres en 1851 parecía prometer algo; pero un edificio análogo poco después en Nueva York, hizo el asunto dudoso.

Era necesario un acto decisivo para demostrar las posibilidades estéticas de los nuevos materiales y para infundir confianza a la gente en ese aspecto de la  ingeniería que menos había  preocupado al ingeniero, eso es, su efecto humano y estético. Dicho acto estuvo representado por la construcción del puente Brooklyn, el cual no solo es una de las mejores muestras de ingeniería que pueda exhibir en todo el mundo el siglo XIX, sino también la estructura más decididamente satisfactoria de cualquier tipo que hubiera aparecido en América. Al surgir en una «era de deformación» demostró que la pérdida de la forma era un accidente y no un resultado inevitable delo procedimientos industriales.

La concepción del puente de Brooklyn fue obra de dos hombres a quienes también  correspondió su realizaron: John A. Roebling y su hijo Washington, quienes contaron con el leal apoyo de un cuerpo de obreros cuyo peligra y dificultades compartieron ello muy de cerca. A fin de comprender este monumento es necesario saber algo sobre los caracteres y personalidades que los inspiraron.

John A. Roebling nació en Mühlhausen (Sajonia) en 1806. Recibió su título de ingeniero en la Real Escuela Politécnico de Berlín en 1826, después de estudiar arquitectura, construcción de puentes e hidráulicas; de acuerdo con otra real con biográfica, estudio filosofía con Hegel «quien reconocía que John Al Roebling era su alumno favorito».

Era aquello los tiempos en que las barcazas atravesaban los Alleghenies mediante largas filas de portaje que arrastraban la embaración por la empinada pendiente. Las cuerdas corrientes se usaban para halar se desgataban con excesivas rapidez y Roebling, cuya primera ocupación fue la de ingeniero asistente en al navegación tramos de Beaver River, inventó el cable de acero para reemplazar el cañamo e instalo una fabrica de cables. Roebling había visto por primera vez un puente en suspendido en cadena en Bamberg, cuando hacía una gira estudiantil y los puentes colgantes fueron el tema de su tesis para graduarse. Inventó ahora un acueducto de suspensión para efectuar el transporte de un canal sobre un río, utilizando cables en vez de cadena; y lo construyó en tiempo record. Dio otro paso y llegó al primer puente suspendido con cables, construido en Pittsburgh en 1846. En 1849 trasladó su fabrica de cables a Trenton (New Yersey). Sin estas sogas de alambre el transporte vertical hubiera aparecido tardiamente y habría resultado más  peligroso. Roebling fue el arquitecto de su propia fábrica; diseñó todas las maquinas que había en ella. Como muchos otros industriales de la primera  época -figuras como Robert Gair, el  fabricante de cartón, por  ejemplo- Roebling era un hombre de férrea regularidad e inflexible voluntad, capaz de suspender una entrevista con quien se demora cinco minutos. Disciplinó a su familia, según parece, con igual rigor. A decir verdad, se adelantó a las costumbres de Erewhon [3] al considerar que las enfermedades eran una falta de moral y castigables severamente. Pero asimismo era un estudioso ávido del nuevo escenario: entre invención e invención, leyó a Emerson y escribio un largo volumen, que se conserva en manuscrito, que se titula Teoria del universo de Roebling. Su hijo, después de recibirse en el Rensselaer Polytechnic en 1857,¸colaboró con su padre en el puente colgante del Allegheny. Durante la Guerra Civil, Washington construyó puentes colgantes para el ejército de la Unión y actúo como observador desde globos cautivos.

La isla de Manhattan necesitaba un puente que la conectara con Long Island a fin de reforzar el servicio que prestaban los botes de paso. El duro invierno de 1866-1867, en el cual se congeló el East River totalmente, bloqueando el tráfico fluvial, trajó a primer plano el proyecto de un puente colgante con torres de 82 metros de altura y que tuviera aproximadamente 480 metros en el tramo central, algo que no se había construido en ninguna parte del mundo. Stephenson, uno de los grandes ingenieros ingleses, se había manifestado en contra de esta forma. Para 1869, los planos existían ya. Desgraciadamente, como consecuencia de un accidente en bote de paso, John Roebling contrajo tétano y murío, dejando tras sí poco más que el bosquejo que Washington perfeccionaría hasta convertirse en la obra maestra de ambos, siempre que tuviera la capacidad necesaria para hacer frente al gran número de problemas de táctica y construcción todavía sin resolver.

La cabezota puntiaguda de Washington recuerda un poco la de Grant. Lo que faltaba en él de la inteligencia granítica de su parte estaba compensado por una voluntad igualmente maciza. Washington se consagró de cuerpo y alma a la tarea. En 1871 se sumergieron los cimientos de la torre de Brooklyn. La construcción de la torre de New York imponía una ecisión drástica: ¿perdería un año, y quizá mucha vidas, cavando hasta la capa de roca o bien dejaría que la arena distribuyera el peso de los cajones sumergibles en la roca desigual, a unos pocos pies? En esta  decisión arriesgaba su reputación y su fortuna; pero con audacia hizo frente a la posiblidad de ver que su torre se hundiera en el río. Dicha posibilidad no podía estar ausente de su espíritu hasta  que quedaron establecidos el cable y el tramo.

Toda la obra de construcción del puente estuvo llena de decisiones marciales, de sacrificios heroicos. La misma Guerra Civil le había resultado menos pesada al Coronel Roebling. Un incendio que se inció en el arcón en 1871; y Roebling, quien había pasado más tiempo que cualquier otro trabajador bajo presión, y que dirigió la lucha contra el fuego enfermó del más que suelen contraer los obreros que trabajan con aire comprimido. Se retiró a una casa en Columbia Heights; su mujer se sentaba a la ventana con un telescopio y le informaba sobre la evolución de la obra; y desde su cama, Washington Roebling lo dirigía todo por medio de cartas. En 1872, temeroso de no sobrevivir hasta la terminación del puente, y sabiendo cuán incompletos eran todos los planos e instrucciones, pasó el invierno escribiendo y dibujando todos los detalles; y un año despúes, tras una cura en Wiesbaden, todavía estaba demasiado débil para conversar más que unos minutos. Semejante heroísmo no fue en vano: se prosiguió la labor con voluntad y el hombrecito montado en un caballo blanco que comandaba en Austerliz nunca contó con un ejército más fiel. Cuando el carro para enrollar el cable estuvo listo para ser puesto a prueba, el primero en probarlo no fue un operario cualquiera sino Frank Farrington, el mecánico  principal. Hasta 600 hombres llegaron a estar empleados a la vez. Más de veinte sufrieron heridas mortales. Varios sucumbieron a la enfermedad propia del oficio. Pero las torres de granito se erguían: los diecinueve cabos de cable se hilaron y sujetaron; se remacharon las vigas; y el puente se sostuvo. Vehículos y procesiones pasaron sobre él. Seguía sosteniéndose.

[1] Véase sobre el tema Ciudades en evolución, por Patrick Geddes (Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1960).

[2] Dos acres y medio equivalen a una hectárea (n. del E.).

[3] Mumford alude aquí a la utopía del escritor inglés Samuel Butler, titulada  «Ereehon», la cual constituye una vasta crítica del espíritu victoriano (n. del T.).