04/09/2013

Desvalorización de la escultura pública/

Dos localizaciones de la obra de Carlos Ortúzar

Dominga Ortúzar

Blog | columnas

No cabe duda en que la producción artística contemporánea puede manifestarse con diversos y legítimos propósitos. Incluso, intentar hacer la distinción entre lo que es arte, aquello que no lo es y lo que necesita para llegar a serlo resulta, la mayoría de las veces, un trabajo infructuoso debido a las multiplicidades y posibilidades del quehacer artístico. Por ejemplo, hay producciones para decorar paredes, producciones pensadas para  los museos, manifestaciones artísticas para reflexionar sobre el arte en sí mismo, producciones colosales, pintura de servicio y un largo etcétera de formas creativas que no por apuntar a distintas lógicas de asimilación perderán su lugar en la gran esfera del arte. Lo que si es cierto, es que cada una de esas producciones se encuentra, generalmente, en el lugar que le corresponde y no en otro. La pintura de tipo más decorativo se encontrará en la pared de un departamento piloto para hacerlo ver mas bello. La pintura reflexiva probablemente lo hará en la colección de un museo o en bienales del mundo, mientras que las producciones monumentales se emplazarán, generalmente, en lugares públicos que le permitan su realización. Es desde este principio de pertenencia desde el cual me interesa discutir la escultura contemporánea en Chile -particularmente la escultura de grandes dimensiones-, que, bajo esa lógica manifiesta, según mi modo de ver, algunas incoherencias que se presentarán a continuación.

Si damos por hecho que la producción escultórica contemporánea y monumental de nuestro país ha sido fructífera (pensemos en Assler, Castillo, Peña por nombrar algunos), es posible también intuir que el lugar de recepción de aquellas producciones, es decir su lugar de pertenencia, también debiera haberlo sido. Sin embargo, tiendo a pensar que aquellos espacios de emplazamiento no suscitan el verdadero diálogo que la escultura monumental, como objeto reflexivo de sí mismo y de su entorno, debiese mantener. Más bien, la gran escultura contemporánea ha visto truncada su posibilidad abierta al diálogo con el espectador porque a este último se lo ha concebido únicamente como eso: un espectador. No como un ciudadano, ni como habitante o transeúnte en constante tensión con el entorno que lo determina. Por su parte, el estatuto de la escultura en nuestra ciudad también se ha visto reducido al lugar de la decoración de un punto determinado, generalmente aséptico y cuidado especialmente para la disposición de la obra.

Para ejemplificar lo anteriormente dicho, tomaré como ejemplo el espacio urbano a mi juicio más representativo de estos “receptáculos escultóricos” en nuestra ciudad: el Parque de las Esculturas de Providencia. El proyecto surge como consecuencia directa de una inundación causada por el crecimiento de las aguas del río Mapocho el año 1982, lo que afectó a gran parte de los alrededores del caudal. Particularmente el torrente acabó con los jardines de la ribera norte del río, profundamente dañados en el tramo limitado por los puentes Pedro de Valdivia y Padre Letelier, lugar donde hoy se emplaza esta suerte de “museo al aire libre”.

Los testimonios de los años ochenta evidencian un consenso de artistas y de la comunidad de Providencia en torno a la necesidad de crear un espacio público de recreación cultural destinado a dar cabida a los escultores chilenos de la época, aprovechando la normativa vigente en cuanto a las donaciones de empresas privadas que combinaban el ámbito del arte con el adelanto comunal. Se ha sostenido, con el paso del tiempo, que la escultura de aquellos años enfrentaba una crisis debido a la poca producción, cuestión ratificada por el escultor Francisco Gazitúa: “el cambio de estatuaria a escultura en el espacio público produjo la crisis más dramática sucedida a nuestro arte en toda su historia”. Es decir, el cambio de la concepción tradicional de la escultura como reproducción naturalista del mundo, hacia una experimentación en las posibilidades del arte volumétrico, no encontraba cabida en el Santiago del siglo XX. En referencia al Parque de las Esculturas como un nuevo espacio creado para la recepción de las  obras, el artista lo pensó como un “¡Bendito cambio al cual  todos los escultores contribuimos! Fue posible cambiar la presencia del escultor en la ciudad o en el paisaje desde la antigua estatua a la contemporánea escultura pública.” Para obtener la venia del mundo artístico, el equipo a cargo del proyecto envió una carta a diversas personalidades de la escena, mayoritariamente escultores, en donde se expresaban las ideas fuerza que  sostenían la idea:

“A raíz de una antigua inquietud de los escultores chilenos, quienes sentían que sus obras no sólo debían ser conocidas por el público en las exposiciones, sino constituirse en parte integrante de la ciudad, y coincidentemente con la preocupación de la Ilustre Municipalidad de Providencia de remodelar el Parque de Pedro de Valdivia Norte, escultores y Municipalidad se pusieron en contacto para abocarse a la tarea de crear el primer ‘Museo de Esculturas al Aire Libre’ que existía en Chile, el que estaría ubicado en los jardines ribereños entre los puentes Pedro de Valdivia y Padre Letelier”.

Tanto Gazitúa como el equipo realizador del monumental proyecto sostuvieron que era necesario un espacio público para que la escultura pudiese dialogar con el resto del espacio disponible. Sin embargo, si bien originalmente fue concebido como un parque público, el lugar está actualmente protegido por una reja cubierta por arbustos para aislarlo acústicamente del ruido provocado por el intenso tránsito de vehículos por la Avenida Santa María. Por otra parte, cuenta con tres accesos restringidos mediante garitas y guardias, de modo que se hace imposible visibilizar el emplazamiento de las esculturas desde la calle. El diseño de los jardines interiores está articulado en función de enfatizar recorridos dirigidos, en donde el transeúnte sigue una huella predeterminada. De este modo el  recorrido no es libre, pues tiene un principio, un desarrollo y un final idéntico para todos quienes lo completan.

Surge entonces una dicotomía ineludible: si la escena artística de nuestro país buscaba con ansias el diálogo entre arte y ciudadanía mediante esculturas de carácter monumental y profundamente estéticas, ¿Por qué emplazarlas en un espacio articulado para una función decorativa del espacio? ¿Dónde queda la tensión dialéctica entre el transeúnte común y la obra de arte si para acceder a ella hay que hacerlo de forma deliberada? ¿Qué tan representativo es el Parque de las Esculturas en cuanto al propósito urbanístico que se le atribuye hoy a la escultura de grandes dimensiones?

 

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Carlos Ortúzar. Aire y Luz. Fierro y Acero, 1989.

Este lugar cuenta con veintidos esculturas, de las cuales catorce pertenecen al diseño inicial -por consiguiente tienen un carácter fundacional-, mientras que el resto corresponde a donaciones por parte de empresas privadas, en alianza con los artistas que las llevaron a cabo. Una de las primeras esculturas se titula “Aire y Luz”, del artista Carlos Ortúzar, que fue instalada en el parque el año 1989 como homenaje póstumo al escultor. La obra, de carácter cinético, está constituida por cuatro prismas de sección triangular de 5 m. de longitud y 25 cm por cada lado. Los dos prismas superiores son móviles accionados por el aire, lo cual permite un constante movimiento oscilatorio. Las caras interiores de los prismas son de acero inoxidable, por lo que gracias a su calidad brillante se genera un juego luminoso de reflexión causado por la luz solar y la oscilación. Esta obra, desde su emplazamiento hasta nuestros días, ha pasado por un penoso proceso de abandono y parcial recuperación, debido a que, luego de su instalación, rara vez fue restaurada, o sus rodamientos reparados, que son los que finalmente  permiten el juego de la obra con la acción eólica.

“Aire y Luz” refleja bastante bien el problema que posee el Parque de las Esculturas como reservorio de las artes escultóricas en Santiago. Se trata de una obra pensada para dialogar con el entorno, con la luz y con el viento; no para ser dispuesta al lado de otras esculturas completamente inconexas entre sí. “Aire y Luz” pierde todo su potencial estético cuando se la integra como una pieza más de un catálogo desmedido de objetos instalados dentro del espacio disponible, y no por la reflexión que aquellos objetos pudiesen impulsar en el emplazamiento urbano de Santiago.

Dicho de otro modo, “Aire y Luz” sufrió las consecuencias de una lógica curatorial regulada como economía cultural, es decir, el pensar que mientras más esculturas haya en un lugar, más artístico es ese espacio, independiente de cómo éstas estén distribuidas. Este pensamiento utilitario e irreflexivo deja en el olvido la verdadera función de la escultura en la ciudad, al menos como la pensó el artista, pues  Carlos Ortúzar, a lo largo de su trayectoria, “fue una pieza clave para entender la integración de la escultura contemporánea al espacio urbano y el uso  de nuevos materiales para la obra de arte como vías posibles para ampliar los márgenes en torno al concepto de modernidad” (Navarrete, 14). El escultor recibió una gran influencia por parte de Tony Smith, cuyos desarrollos espaciales presagiaron en Ortúzar el advenimiento de un arte minimal y la posibilidad de una escultura plenamente integrada a la ciudad, a partir de las formas severas y monumentales que en los nuevos materiales buscaba un diálogo con la arquitectura de su tiempo (Navarrete, 45).  El chileno toma como referente el concepto de “escultura” de Tony Smith, para quien ella es, en el amplio sentido de la palabra, una presencia. La idea de presencia se articula en el espacio como un punto de inflexión entre los componentes de la ciudad, que mediante la escultura se completa a sí misma. Esto último es lo que he querido llamar “convergencia por divergencia”, es decir, de cómo una presencia autónoma en su forma, distinta en su estética y sin utilidad aparente, convive con un espacio previamente establecido y  de carácter utilitario para darle una significación ulterior a este último.

 

Imagen 43

Tony Smith. Nueva Pieza. Acero y Acrílico negro. 1966

 

Otra de las obras del autor que cumple con esta idea es el monumento al general Schneider (imagen 3), que se emplaza en la circunvalación Américo Vespucio el año 1974 y que ha sabido sobrevivir, muy someramente, al paso del tiempo y a las transformaciones de la ciudad. Esta escultura tiene su origen en un concurso de escultura pública convocada por la Municipalidad de Las Condes en 1971 para conmemorar la muerte del General René Schneider. Al respecto, la crítica de la época señala lo siguiente: “La severa pureza de las líneas de la escultura de Ortúzar, los materiales que emplea: acrílico, acero inoxidable, aluminio, luz, etcétera, se integran en una geometría simple, armoniosa, a veces atrevida por su misma sencillez, pero de un indudable contenido estético. Estas obras están concebidas para desarrollarse en conjuntos arquitectónicos, urbanísticos, o bien ecológicos. La severa belleza del monumento al general Schneider, contiene en su arranque hacia el cielo la quietud, la serenidad no interrumpida por retorcimiento alguno” (Marchán Fiz, 104). Otras apreciaciones un poco más teóricas han surgido como consecuencia de lo que inspira esta obra. Debido a los triángulos que se forman  por el corte vertical del obelisco, Gabriel Castillo sostiene que sería homologable al descalce que se proyecta en el habla santiaguina que opone oriente a poniente, sin respetar la simetría de los planos oriente/occidente y poniente/levante. En suma, el monumento sería un síntoma del extraño emplazamiento urbano de la ciudad de Santiago, propuesto a partir de una manifestación escultórica que intuiría ese descalce urbanístico con el fin de sintetizarlo estéticamente (Castillo, 70). Destaco, según las dos apreciaciones anteriores, que el monumento al General Schneider es una presencia en el paisaje urbano, como lo entendería Smith. Es decir, una manifestación estética que tiene como misión entablar una relación con la urbe y con el transeúnte en virtud de comprender el espacio reflexivamente. Incluso, una vez más, el autor buscó el reflejo del sol de distintas maneras, para lo cual, en la ejecución de la obra, incluso se construyó una maquina capaz de generar tal requerimiento en cada una de las caras de los prismas.

Independiente de las lecturas que esta obra pueda suscitar, y a partir de los dos ejemplos escultóricos del artista que he dado con anterioridad,  queda claro que Ortúzar imaginó siempre su obra como un constante diálogo con el entorno natural y humano. Sus palabras  reconocen tal afán cuando sostiene que “el hecho de incorporar la obra plástica al medio urbano representa el cumplimiento de una permanente aspiración. Es la salida a la calle y a los seres humanos, a este encuentro tan esperado de tú y yo, a establecer este diálogo que a veces se asimila al sentido de la vida misma” (Ortúzar, 1981). Realizar obras de arte a escala urbana le permite al artista presentarse como un ser partícipe de los movimientos, progresos y transformaciones que refleja visualmente la urbe. A partir de ellas, es posible meditar acerca del lugar que merece la escultura en el Santiago contemporáneo; que no signifique una invasión, pero tampoco dejando el espacio disponible de la ciudad a merced del utilitarismo. Al comprender la lógica tras la cual el artista funcionaba, y sus aspiraciones estéticas integrativas y dialécticas del espacio con la obra, cabría preguntarse a estas alturas del partido si Ortúzar hubiese permitido en vida la inclusión de su escultura “Aire y Luz” dentro del perímetro del Parque de las Esculturas de Providencia. En ningún caso aquel lugar cumple con los requisitos para satisfacer la propuesta del autor, y desvaloriza en gran medida una estructura que, en el rigor del artista, merece definitivamente otro espacio.

 

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Carlos Ortúzar. Monumento al Generar Schneider. Acero. 1971

Referencias Bibliográficas

Castilo, Gabriel. (2001) Santiago, lugar y trayecto: la dialéctica del centro. Aisthesis, 34. .

Marchán Fiz, Simón. (1997) Del arte objetual al arte del concepto. Editorial Akal. Madrid.

Navarrete, Carlos. (2010) Carlos Ortuzar, presencia y geometría. Editorial Metales Pesados. Santiago.

* Dominga Ortúzar es Licenciada en Estética por la Universidad Católica de Chile. Es nieta de Carlos Ortúzar, de quien ha estudiado su participación en el Taller de Diseño Integrado para la Arquitectura de los largos sesenta. Actualmente es productora de Cinema Chile.