Otro punto a tener en cuenta es que la intervención conservó la estética de los afiches originales, manteniendo incluso el error gramatical de anteponer un guión de diálogo a la firma del hablante: «- Dios». Como si fuera posible que todos los textos hubieran sido pensados y dichos por la misma boca, como si esos dos Dios-es tan antagónicos fueran uno solo. La respuesta a esta paradoja la dan ellos mismos, bajo la mesa, en esa entrevista donde presentan sus textos fantasmas, los que nunca fueron colgados: «Yo no soy el otro», dice uno de ellos, sugiriendo la nueva paradoja de que ninguno de los que habla -o ambos- sean Dios. Es relevante reflexionar sobre el hecho que el emisor interno del discurso sea justamente la figura del máximo detentador de poder en la cultura judeocristiana. No es cualquier entidad, sino el Padre por excelencia: el Origen, el Juez y el Verdugo de la norma. En la teoría psicoanalítica, desde Freud hasta Lacan, el lugar del padre corresponde a la entrada al universo simbólico, al lenguaje, a la cultura. El primer Dios, el de la campaña publicitaria, concuerda con el Padre normativo, que habla «en serio», que prohíbe. El otro, en cambio, transgrede su propia norma, autocuestionando su existencia. La opción irónica, humorística, hace tambalear los cimientos de ese sistema instaurado por ese primer Padre.
Tal como en 1984, de Orwell (1948), hay en esta figura un Hermano Mayor que todo lo sabe, todo lo ordena, todo lo empadrona en un constructo social de aparente armonía. La sociedad de la vigilancia de Foucault se atiborra de encuestas, censos, amables consultorios psicológicos para dominar, someter y reducir. La existencia de Dios, el Padre por antonomasia, debiera ser, en la lectura que Deleuze y Guattari hacen de Nietzsche, un problema ilusorio para la máquina inconsciente: «Este acontecimiento (la muerte de Dios) no posee estrictamente ninguna importancia, verdaderamente no interesa más que al último Papa: Dios, muerto o no, el padre, muerto o no, todo viene a ser lo mismo, puesto que la misma represión general y la misma represión prosiguen, aquí en nombre de Dios o de un padre vivo, allí en nombre del hombre o de un padre muerto interiorizado» (1998: 112). Sea Padre, Dios, Estado o Mercado, la apuesta de esta acción poética es la de revolver; es decir, darle la vuelta a esa figura de poder, para vulnerarla a través de la risa. Llama la atención, en este sentido, que el diseño original de las piezas publicitarias se inscribiera en una especie de «estética de la muerte», con paneles que podían asemejar epitafios o incluso lápidas, con su sobrio fondo de luto. Matar al padre es en esta intervención un acto particularmente interesante, porque no es una muerte trágica sino un simulacro humorístico de una muerte no perpetrada. En lugar de destruirlo, mostramos su reverso, su trasero, su cara-pálida [6]. Como dice Kristeva: «En este orden diferente, pre-edípico o trans-edípico, se producen aquellas articulaciones de la representación que defino como ‘semióticas’, que Piera Aulagnier designa con el término de pictogramas, y que retornan más allá y por encima de la barrera edípica, la cual constituye el signo, el significante, así como toda la organización mental que aspira a la comunicación unívoca. Estos elementos anteriores retornan a la organización simbólica, la perturban, la modifican y constituyen manifestaciones significantes muy curiosas […] Tales son, por ejemplo, las prácticas estéticas, las prácticas artísticas que redistribuyen el orden significante fálico haciendo intervenir el registro pre-edípico con su séquito de sensorialidad, de ecolalias, de ‘ambigüización’ del sentido» (1999: 155).
En el valor del gesto poético, en la materialidad situacional de la acción de arte aquí reseñada, no es necesario matar al padre para ocupar su lugar. Las voces se hacen intercambiables y la tragedia edípica deviene en comedia de múltiples sentidos, representada en el teatro al aire libre de la plaza pública. Recordemos, en esa línea, que la intervención se realizó en el contexto urbano, un escenario donde el hecho artístico se funde con el paisaje. Me gustaría hacer aquí un cruce con la lectura que Beatriz Sarlo hace de los postulados de Walter Benjamin: «En Poesía y Capitalismo -escribe-, los objetos que eligió Benjamin ponen de manifiesto una originalidad radical. Basta leer el índice del libro: pasajes, panoramas, exposiciones universales, interiores, calles, barricadas. Nadie hasta entonces había pensado a la cultura tan profundamente sumergida en su medio material y urbano» (2001: 46). Es decir, una de las características de su estilo de pensamiento consideraba lo político como una dimensión directamente material; no se trata de una debilidad fetichista, sino justamente una de las piezas claves en su concepción «materialista» de la cultura. Sin embargo, en este misma defensa surge la pregunta acera de en qué momento este objeto es un fetiche que deja de hablarnos de la acción y se transforma en un bien en sí mismo, un objeto que otorga «status» o reconocimiento a quien lo posee. Preguntas que no podemos dejar de hacernos, inmersos en un sistema astuto que sabe convertir en bien de consumo todo lo que toca.
III. Vanguardias, arte y mercado
Siguiendo a Sánchez Vázquez, la actividad creativa y creadora de la producción de obras de arte no es un elemento accesorio de la superestructura social, sino una pieza fundamental en cuanto trabajo. «El trabajo, por tanto, no es sólo creación de objetos útiles que satisfacen determinada necesidad humana, sino también el acto de objetivación o plasmación de fines, ideas o sentimientos humanos en un objeto material, concreto-sensible […] Entre el arte y el trabajo no existe, por tanto, la oposición radical que veía la estética idealista alemana, para la cual el trabajo se halla sujeto a la más rigurosa necesidad vital mientras que el arte es la expresión de las fuerzas libres y creadoras del hombre» (1981: 64). La acción poética analizada implicó también un trabajo minucioso de coordinación y organización en que grupos previamente inscritos y aleccionados sabían dónde, a qué hora y qué cantidad de carteles pegar. La acción poética funcionó como una empresa cohesionada, cuyos miembros compartían un alto grado de identificación con la misión de la organización, que ya se quisieran varias transnacionales. Eduardo Subirats plantea en El final de las vanguardias que una de las razones del agotamiento de las vanguardias históricas de principios del siglo XX fue la pérdida de su inicial energía revolucionaria a causa de la estandarización de la forma: «A partir de 1945, las vanguardias se convirtieron en establishment. Su papel elemental, crítico, pasó a ser normativo. Sus valores estéticos se confundieron progresivamente con los valores del mercado. Su intención lingüística y social derivó progresivamente hacia las estrategias administrativas y políticas del nuevo ‘Estado cultural'» (1989: 171). Vaciadas de su energía motivadora, las vanguardias vieron instalarse en el puesto vacante a las manos aterciopeladas del mercado. Y la utopía del arte total de la Bauhaus, que convertiría al mundo en un lugar armonioso y bello, transmutó en una cultura de la moda y el lujo pequeño burgués (pequeño lujo). En este paraíso consumista, donde la imagen asociada a un producto vende más que el producto mismo, la publicidad encontró el mejor entorno para desarrollar sus habilidades de seducción. Y en su empeño, tomó prestadas narrativas, recursos e ideas de las maltratadas vanguardias artísticas.