Resumen
A cuarenta años del Golpe de Estado, quisimos por primera organizar vez un número temático para discutir cómo el terrorismo de Estado pensó y usó la ciudad, cuáles fueron sus estrategias de dominación, cuáles las ciudadanas de resistencia y luego, ya en democracia, cómo el propio Estado y la propia ciudadanía buscaron formas de recordar lo ocurrido trazando nuevas marcas en el espacio. En ese contexto, para nuestra "Colección Reserva" hemos escogido un artículo clásico que aborda, con alcance, profundidad y novedad, el problema del homenaje y del monumento desde una perspectiva espacial. En "El arte en los límites de la representación", Graciela Silvestri se preocupa por el problema de cómo, desde el arte, se puede "articular memoria íntima y memoria social, recordar la vida y no olvidar el terror", para lo cual disecciona el caso particular del Parque de la Memoria en Buenos Aires, una intervención urbana compleja que permite reflexionar sobre la función del arte, los límites de la representación y las formas de la memoria. Este artículo fue publicado originalmente en revista Punto de Vista y hoy es puesto en línea por primera vez en formato digital gracias a la generosidad de la autora.
- Ricardo Greene, Director Bifurcaciones
1.
A casi veinte años de la asunción del gobierno democrático, es posible reconocer que, gracias a la actividad incesante de muchas organizaciones civiles por los derechos humanos, como también a decisiones de gobierno que resultaron inéditas en el mundo, como el Juicio de las Juntas, se ha construido una memoria común acerca de los crímenes de la dictadura militar. Construcción es, en efecto, la palabra que mejor describe estos años que, ante los sucesivos obstáculos, planteó modalidades siempre renovadas para evitar el olvido y hacer efectiva la consigna Nunca más. Gran parte de este trabajo de la memoria, como nota Paola di Cori en un artículo reciente (di Cori, 2000), posee un carácter que excede los objetivos políticos: la necesidad simbólica de salvar la particularidad de hechos, de personas, de vidas. Todorov nombra este tipo de memoria como memoria literal, única e intransferible, diferenciándola de la memoria ejemplar, cuyo paradigma es la justicia y que conlleva, por lo tanto, un alto nivel de abstracción. La cercanía de los hechos, el carácter siniestro de los crímenes que impedía el duelo, y también el tipo de resistencia simbolizada por las Madres y Abuelas, que llevó al espacio público al desgarro personal, privado, femenino en su sensibilidad, hacen aún hoy difícil pensar en las maneras en que un monumento -en su tradición enfática y genérica- puede simbolizar lo que aquí sucedió.
La decisión de realizar un Parque de la Memoria se vincula con la necesidad de resolver este conflicto entre memoria literal y memoria ejemplar, entre historia colectiva y recuerdos intransferibles, conflicto no sólo local, ya que en gran medida está presente, también, en los recordatorios posteriores a la Shoa. Sabemos que si el trabajo de la memoria, que por definición es selectiva, no ha de agotarse en la recuperación del pasado, y ha de dejar una lección a las generaciones futuras, la abstracción es inevitable; pero al mismo tiempo estos crímenes que han negado a las personas aun el derecho a morir, y a sus familiares y amigos el derecho a llorarlos, implican una deuda necesaria con la aparición pública de la instancia individual. Que la trayectoria argentina haya colocado a las mujeres en un lugar preeminente no es secundario en la definición de este carácter. Los impulsores del Parque, varios grupos de organismos de derechos humanos apoyados por el gobierno de la ciudad, hallaron en la figura del Parque de la Memoria una instancia que podría articular memorial y monumento, y por lo tanto tipos de memoria.
Habitualmente, el memorial se interpreta como un espacio limitado que se autoexcluye de la vida cotidiana, en función de la reflexión, y así, abrazando con su sentido las diversas construcciones, promete evitar el acartonamiento oficial que supone la idea del monumento. La responsabilidad de cumplir este difícil cometido en el Parque de la Memoria se depositó en el arte. Se piensa, cuando aún resultaba transparente el pacto retórico entre público y obra, que estos objetos que ubicamos genéricamente en el ámbito de las bellas artes (los dos concursos implicados en el proyecto involucraron específicamente la arquitectura y la escultura) son potentes en sus metáforas para decir aquello que no podemos ni siquiera nombrar, y que sus múltiples significados permanecerán abiertos para ser interpretados en el futuro.
Sin embargo, los resultados provisorios de este proyecto son contradictorios. El proyecto arquitectónico, producto de uno de los concursos, sugiere un lugar severo y parco, mientras que las alrededor de treinta instalaciones, esculturas y fragmentos arquitectónicos seleccionados para completar su construcción alternan claves diversas, y no es posible imaginar su relato con el sitio. Las 665 obras presentadas en el concurso de escultura, en conjunto, decepcionan; emerge la sospeche de que, tal vez, la confianza depositada en el arte ya no encuentre ningún eco.
En mi opinión, esta ambigüedad en los resultados del Parque de la Memoria radica en dos aspectos: el proceso de debate político sobre la oportunidad y las condiciones concretas de la obra, el corazón de su carácter público; y las lógicas internas del estado contemporáneo del arte que las distintas propuestas comparten. Sin estas consideraciones, pareciera que el artista trabaja en la absoluta libertad que el mito moderno otorga a su práctica, en la intimidad directa con el asunto a tratar, sin mediaciones, presiones y preceptos. Pero confluyen en el resultado del memorial estas series distintas, con sus propios tiempos y sus problemas, que se cruzan tangencialmente con la política y la reflexión social.
2.
Los primeros pasos hacia la construcción del Parque datan de diciembre de 1997, cuando representantes de diez organismos de Derechos Humanos presentan ante la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires la iniciativa de construir un monumento a las víctimas del terrorismo de estado. La propuesta fue aprobada casi en pleno por la Legislatura, que elaboró y aprobó una ley en julio de 1998, destinando «en la franja costera de Río de la Plata un espacio que será afectado como paseo público donde se emplazará un monumento y un grupo poliescultural en homenaje a los detenidos-desaparecidos y asesinados por el terrorismo de Estado», conformando además una comisión específica, la Comisión Pro Monumento a las víctimas del terrorismo de estado.
No era la primera vez que se proponía un parque en relación con la memoria de los desaparecidos. A mediados de 1997, se llamó a concurso para un parque de recreo en la costa de Buenos Aires, en terrenos vecinos a la Ciudad Universitaria. Las autoras del proyecto ganador, advirtiendo que se trataba de un espacio ocupado parcialmente por la Escuela Mecánica de la Armada y el club policial, propusieron nombrarlo como Parque de la memoria y otorgarle un tratamiento afín. Fue la primera vez que el tema de los desaparecidos se consideró integralmente como un proyecto físico en la ciudad. Pero el destino del premio fue también el de desaparecer; las presiones de la ESMA sobre el gobierno autónomo, y la misma desaprensión de los funcionarios, llevaron a que ninguna marca que indicara el sentido original quedara en pie. Sin embargo, sus ideas serán retomadas explícitamente por la comisión Pro Monumento, en particular en el carácter que el proyecto ganador había planteado, la voluntad de que el deseo ciudadano “se concrete sin solemnidades, que no buscaron ni aprobarían quienes lucharon por la alegría” [1].
Esta experiencia fallida se vincula también con la decisión, formulada de manera relativamente independiente al trabajo de la Comisión, de retomar el tema de un memorial en el Concurso de Ideas para el Desarrollo del Área Ciudad Universitaria. Un sector de los terrenos, una isla de relleno sobre el río, formada en parte de escombros de la AMIA, se destinó al Parque de la Paz. Las bases dividían la isla en tres sectores, uno dedicado a las víctimas de la AMIA, otro a los detenidos-desaparecidos, y el tercero al Monumento a la Concordia Monseñor Ernesto Segura, promovido por la Casa Argentina en Israel Tierra Santa. Las indicaciones en las bases con respecto al carácter de esta zona eran mínimas: la mayoría de los participantes ignoraba, por ejemplo, quién era monseñor Segura [2], y por lo tanto cuál era su representatividad y su función entre estos recordatorios. En efecto, el memorial era sólo un apéndice del ambicioso proyecto que prometía integrar el área de la Ciudad Universitaria con la ciudad. Pero los arquitectos del proyecto ganador se encontraron con que no existían fondos para tal vasta reforma [3]. El conjunto de la iniciativa parece ser, así, sólo un efecto de propaganda, buscado por los promotores, el programa Buenos Aires y el río de la Ciudad y la Facultad de Arquitectura, al que se agregó el tema del memorial para evitar, tal vez, el recuerdo del vergonzoso episodio que convirtió un parque de la memoria en Parque de los Niños. Si la idea del memorial se mantuvo y continuó desarrollándose es porque se articuló con las iniciativas de la Comisión Pro Monumento, que trabaja de manera independiente.
La Comisión Pro Monumento, aunque conocía y apreciaba la imagen del proyecto ganador, no consideró la disposición arquitectónica del sitio en la organización del concurso de esculturas. El proceso de debate político ya era de por sí arduo; muchas organizaciones de derechos humanos no apoyaban la iniciativa, ya fuera por motivos políticos (por ejemplo, la vigencia de las leyes de obediencia debida y punto final) o por cuestiones de oportunidad. La mecánica de este concurso también fue objetada, ya que se instaló un doble estándar (artistas invitados especialmente y artistas cuyo trabajo se sometería a la selección posterior). Algunos artistas, largamente vinculados con el arte político y las luchas por los derechos humanos, se negaron a participar.
Entre ambas iniciativas, la de la UBA y la de la Comisión, existieron sólo relaciones burocráticas, y en la práctica se mantuvieron dos comitentes distintos: los representantes de la FADU y la Municipalidad, por un lado, la Comisión Pro Monumento, por otro. Ignoro el estado de avance del proyecto de memorial de la AMIA, cuyos representantes apenas tenían noticias de esta gestión; en el caso del monumento al Obispo Segura, se optó por un encargo directo [4]. El 24 de marzo de 1999, representantes de las distintas organizaciones de derechos humanos y del gobierno de la ciudad descubrían en el sitio un cubo de mármol que oficiaba de piedra fundamental; a pocos pasos, una contramanifestación encabezada por otras organizaciones de derechos humanos se oponía al acto oficial. El proceso posterior continuó plagado de ambigüedades. Cercano al memorial, el programa del concurso de la Ciudad Universitaria pedía un museo de la memoria; pero existen otras iniciativas encontradas con ésta, como la de convertir un museo a la propia Escuela Mecánica de la Armada. A mediados del 2000, la Facultad de Arquitectura, una de las instituciones impulsoras del parque, elevó un recurso de amparo para evitar el uso de terrenos en el sentido original, alegando problemas de propiedad. No sabemos, hoy, si todo el esfuerzo y las ilusiones de tantas personas implicadas en este proyecto no van a quedar, como frecuentemente sucede en nuestro país, diluidos en otro recuerdo.
3.
Todo este complicado y en muchos casos desaprensivo proceso de gestión ha dejado marcas que arquitectos y artistas no pueden resolver. El primer problema que surge atañe al programa planteado para el sitio en las bases del concurso de ideas arquitectónicas. La elección de una franja costera no es aleatoria, ya que responde a la oscura memoria de los «vuelos de la muerte», y tampoco parece casual que el lugar elegido esté relativamente marginado del movimiento urbano, permitiendo la tranquilidad necesaria para el pensamiento y la reflexión. En estos aspectos las elecciones son convencionales: un sitio que convoca y un carácter típico respetado. Digo convencional, y, agregaría: necesariamente convencional. A través de convenciones nos comunicamos, y en ocasiones como ésta, el uso de la convención asegura que los sentidos perseguidos serán transmisibles para una amplia mayoría. Pero la escasa factibilidad de la propuesta arquitectónica integral para la Ciudad Universitaria implicará, por un lado, que la conexión con la costanera norte, indispensable para acceder al lugar, permanezca inconclusa, que el entorno continúe en su estado de abandono, con abundancia de escombros y espacios desiertos, y que, entonces, lo que originalmente se pensó como un espacio retirado quede oculto y divorciado de la ciudad, con lo cual el objetivo buscado de dejar un testimonio físico y público en la sociedad urbana aparece seriamente dañado, al menos en el futuro inmediato.
El tema de dónde edificar memoriales y monumentos ha convocado siempre larguísimas discusiones, ya que su poder de evocación está directamente relacionado con la densidad que sugiere, así sea ilusoriamente, la unidad en el locus del acontecimiento pasado y el signo presente. Es posible, sin duda, erigir un memorial o un monumento en un sitio que no guarde ninguna huella concreta de la tragedia, o que sólo la simbolice indirectamente. En algunos casos recientes se ha optado por situar monumentos en lugares sin cualidad, inmersos en el tráfico urbano, como se optó en el contramonumento contra el fascismo de Jochen Gerz y Esther Shalev, instalado en un barrio de nuevos inmigrantes, con la expresa función de conectar los valores de la memoria de la vida cotidiana de quienes sufren la marginación. Sólo comento este caso para señalar que las opciones eran múltiples (aunque esta multiplicidad no fue considerada) y para subrayar, sobre todo, que la decisión del sitio debiera conllevar una simultánea decisión con respecto al carácter de las obras seleccionadas. El contramonumento de Gerz y Shalev, por ejemplo, apela para su completamiento a la participación activa de los habitantes, cerrando así el ciclo que se inició con la decisión del lugar.
Si sobre el sitio pueden existir muchas opciones legítimas, el programa planteado en las bases del concurso de arquitectura, en cambio, resulta altamente objetable. El gobierno de la ciudad parecía más preocupado por la propaganda de su programa de revitalización costera y la Facultad de Arquitectura por el evento del concurso, que por la definición de un tema tan delicado como el recuerdo de los desaparecidos. Así, que en el mismo sitio se convoquen hechos tan diferentes resulta problemático. Ninguna experiencia anterior indica que en un único lugar se puedan superponer memorias diversas de esta manera aleatoria, como si se quisiera arrumbar en un apéndice de la ciudad las diferentes tragedias que hablan tan dolorosamente de nuestra propia sociedad; y, sin duda, este intento no fue producto de crear nuevas formas de memoria. Preservar las diferencias forma parte implícita del programa planteado por las organizaciones de derechos humanos, porque, como dijimos al principio, un desafío importante en los monumentos y memoriales actuales consiste en resolver la relación entre la inmediatez de la memoria literal y la abstracción necesaria de la memoria ejemplar.
El proyecto de arquitectura premiado sorteó, dentro de los límites presupuestos, las dificultades de esta encomienda. Optó por el mismo tono austero pero no monumental que imaginaban los integrantes de la Comisión Pro Monumento; este carácter permite la presencia simultánea de los distintos recordatorios. Los reúne implicando en la continuidad del parque marcas precisas, elocuentes y breves. En el caso del monumento a los desaparecidos, se optó por materializarlo a través de un quiebre profundo y duro, como si la tierra hubiera sufrido un terremoto: los autores sabían que esa herida geológica que configuraban, con los nombres de cada desaparecido -o la placa en blanco- escuetamente dispuestos, hablaba claramente a una vasta franja de la sociedad, y así, tanto el logo de la Comisión como la piedra fundamental atravesada por una profunda falla aluden a esta decisión formal. El quiebre, utilizado antes en otros monumentos y obras de arte, constituye un símbolo ya probado no de reunión, sino de desgarro nunca saldado; habla a un público que excede a los especialistas respondiendo implícitamente a un pedido de la comisión: no pretender cerrar heridas que no pueden cerrarse, ni suplantar en la conclusión la verdad y la justicia. El memorial destinado a la AMIA se imagina concéntrico, y el monumento al Obispo Segura, probablemente por su singularidad en el conjunto, se ubica en un espolón, lo que fue respetado en el proyecto posterior. Lo que denota el proyecto, aun en el plano ambiguo de las ideas arquitectónicas, es el intento de armonizar tan diversos requerimientos en un espacio unitario, sin que esta armonía subsuma las distintas historias. En esa vocación de armonía alberga lo distinto, el proyecto arquitectónico, que otorga la lógica general para las intervenciones, sigue presupuestos clásicos, pero el concurso del paseo de estatuas desmiente esta inicial y compartida voluntad. Los arquitectos habían previsto esculturas compuestas en grupos aislados, en puntos significativos. Pero su composición general no imaginaba las múltiples instalaciones que se presentarían al concurso de esculturas.
Los trabajos seleccionados en el concurso de esculturas oscilan entre arquitecturas autosuficientes o fragmentarias, evocaciones de memorias arcaicas, arte concreto, alusiones a las Pietá miguelangelescas, señalizaciones que remedan carteles de tránsito, palabras inscriptas en flechas, nuevas marcas geológicas que compiten con la traza original. Los artistas carecieron de información sobre el proyecto de arquitectura, y los arquitectos no tuvieron participación en el jurado del concurso, del que también ignoraban sus reglas en el momento de proyectar.
Podría aducirse que la tradición de parque-memorial permite albergar, en teoría, las notables diferencias de enfoque entre las obras. El parque memorial, en la tradición decimonónica, suponía ciertamente estatuas, folies, fabriques diversas en sus temas: el templete chino se cruzaba con el iglú o la «cabaña peruana». Pero existía un acuerdo fundamental entre ellas, relacionado con el carácter de aquello que se construía. Con carácter me refiero a la elección de cierto repertorio normativo indicado según el destino de la obra, que se adecuaba al sitio y resultaba, así, transmisible públicamente. Sabemos que este carácter retórico ya estaba en decadencia en el siglo XIX, y que en el siglo XX fue rechazado por las vanguardias, mientras que los requerimientos de comunicación fueron progresivamente subsumidos por la publicidad, en términos de propaganda y estadísticas. Nada ha reemplazado desde entonces el puente entre arte y sociedad que solemos añorar: y este no es el menor problema del parque. Pero, aun enfrentándonos con estas cuestiones generales, lo cierto es que la multiplicidad de centros de decisión, autónomos y superpuestos, y la ausencia de reflexión específica sobre sitio y forma agrega conflictos en lugar de resolverlos. Si imaginamos el conjunto del parque con los tres recordatorios, sumándoles las treinta instalaciones elegidas que, de realizarse, probablemente desarmen la contundencia del recorrido original, la forma evoca más un parque temático de la memoria que un memorial, lo que parece bastante lejano de la intención de las organizaciones de derechos humanos que impulsan esta intervención.
4.
He descripto minuciosamente el proceso del parque y sus consecuencias en la forma, pero sabemos que él no nos exime de preguntas sobre la entidad de las obras presentadas al concurso de esculturas, sobre su capacidad para responder a un programa que perdía actualidad simbólica sin «solemnidades ni estridencias». Pensé mucho en la oportunidad de ahondar en el problema en una ocasión como ésta, ya que el arte parece secundario cuando se trata de crímenes casi imposibles de imaginar. Pero, en la medida en que la Comisión Pro Monumento, de amplia representatividad pública, eligió el arte, demostrando que para nosotros posee aún un sentido ecuménico, creo que no debemos eludir el juicio sobre las obras diluyéndolas en sus buenas intenciones o en sus condiciones de producción, ya que si este juicio es eliminado, se pone en crisis la misma razón por la cual aún continúan encargándose a artistas de tal peso social y político.
Esta solicitud de representación al arte no es extraña a la tradición de recordatorios, como tampoco lo es la voluntad de evitar gritos enfáticos ante hechos de tal gravedad que sólo permiten, a veces, el silencio. Así, podríamos reconducir la voluntad de realización del memorial sin «solemnidades ni estridencias» al tópico expresado magistralmente por Winckelmann, enfrentado a aquellas obras de arte que, superando el tiempo, aún nos conmueven: noble sencillez y callada grandeza. Pero aquel mundo artístico del que hablaba Winckelmann poseía otra clave que inevitablemente se perdió: la posibilidad de la representación naturalista [5]. Pintura y escultura respondían a la definición recurrente en los tratados, el hacer «presente al hombre ausente», representando «ante los vivos a los que llevan siglos de haber muerto» (Alberti, 1996: 99) [6]. Aun en obras contemporáneas, reconocidas por su intensidad en trazar relaciones entre hechos y formas, existe esta tensión que impone la representación, si recordamos a Guernica. No cesa entre nosotros la valoración del arte como la expresión más alta de la dignidad y libertad humanas, sustituto de la religión, alejado de las lógicas del puro poder, moviéndose en un ámbito que ni la técnica ni la ciencia pueden penetrar, gritando o susurrando, pero siempre representando lo que no se puede decir. ¿Es esto, aún, así?
La segunda posguerra llevó a una crisis profunda de estos presupuestos, y el arte público se vio seriamente cuestionado en sus formas típicas. En parte porque la monstruosidad de los hechos inclinaba a callar, pero en parte también porque ya en la década del cincuenta, mientras las formas habituales de los estilos clásicos en arquitectura y escultura recordaban las palabras enfáticas de fascismos y dictaduras, las artes proclamaban el abandono definitivo de cualquier representación, aun la abstracta, para hablar solo de sí mismas, de sus técnicas, y convertirse así por derecho propio en objetos entre los objetos del mundo real.
El monumento, el memorial y el museo fueron, en este proceso, minados en sus propias bases desde las posiciones culturales progresistas. Se les objetó su sustracción de la «vida»: su carácter sustitutivo con respecto a una memoria activa; su afán de permanencia. El monumento fue especialmente atacado, en la medida en que operaba una selección drástica y una expresión peligrosamente selectiva del pasado; además, su envergadura implica necesariamente el apoyo irrestricto del poder político del momento. Tema académico por excelencia, fue expulsado de los asuntos considerados por muchas líneas de vanguardia, y cuando se los enfrentó, se intentó escapar del género. Los ideales de lo efímero, lo móvil, lo útil, lo cambiante, que el arquitecto moderno promovía en sus versiones más radicales, se oponía a lo pétreo, lo clásico, lo retórico, lo permanente. Por último, el arte debía trabajar en contra del tranquilo acuerdo con el público, con lo que la idea del arte público pasó a ser una contradicción en sus términos.
Pero también parecía inevitable construir monumentos para recordar. Así, el tema se desplazó hacia las formas precisas en que los diversos hechos debían ser convocados. En la Europa de la posguerra, se optó muchas veces por monumentos clasicizantes a pesar de los vientos modernistas, como fue el caso del homenaje a los luchadores del ghetto de Varsovia. Su autor, Nathan Rapoport, declaró: «No fuimos torturados, ni nuestras familias fueron asesinadas en abstracto» (citado en Young, 1993). En otros casos, siguiendo el típico movimiento de algunas vanguardias hacia un pasado arcaico, proliferaron símbolos anclados en cada tradición vinculante: símbolos religiosos; metáforas de ruinas geológicas, o formalización de algún elemento de por sí elocuente. Pero el tema de la abstracción planteado por Rapoport iba mucho más lejos, ya que afectaba a la acusación de generalidad y ejemplaridad que cualquier monumento poseía, y que el arte no parecía sino subrayar. Así, atendiendo a la particularidad de experiencias límite como la Shoah, se decidió en algunos casos que palabra y forma sólo podían estar en manos de los sobrevivientes, o se rechazó cualquier instancia de formalización estética para proponer sólo organizaciones mínimas de materiales literales (la ropa de los prisioneros en Majdanek, las valijas que las víctimas dejaban antes de entrar al campo, las vías que conducían al campo de Teblinka en Polonia).
Se objetará que ya no estamos más en el cielo de las vanguardias. Pop art, land art, public art, recuperación de la historia y celebración de Internet: pareciera que todo el ciclo rotulado como posmoderno se ajusta mejor a los requerimientos públicos de construcción de un monumento. Sin embargo, la falacia es aún mayor que en las épocas del arte abstracto, ya que, impensadamente, el movimiento de subsunción en la vida, una de las banderas del arte moderno, llevó en los umbrales del 2000 a la subsunción en el mercado, que reclama también nuestra vida cotidiana. El mercado, que para el pop de los años sesenta resultaba una irónica bandera de escándalo, se ha convertido hoy en regla para la producción del arte. En lugar de las normas retóricas, poseemos hoy la de los galeristas internacionales. Así, paradójicamente, las expresiones del arte actual se encuentran más divorciadas del público que en la época de Guernica, ya que no causan siquiera escándalo: su razón de ser se encuentra en los requerimientos de un próspero mercado específico. El arte de hoy está así lejos de superar las distancias con los no entendidos, como también lejos de las esperanzas de reunión que el romanticismo colocaba en él.
Enfrentadas al tema del monumento, las manifestaciones artísticas actuales parecen extemporáneas, en especial cuando la gravedad de los hechos deja fuera el escándalo, la ironía y el consumo, proponiendo un juicio moral y político, es decir un juicio de valor, que el arte del siglo veinte se negó a hacer. Agreguemos a este concierto mercantil su contracara necesaria, el puritanismo convencional norteamericano que ha cubierto el mundo del arte radical. Por él, aprendemos que las obras no deben ser pensadas en su calidad sino en su significado literal, que está atentamente formalizado de acuerdo con lo que debe ser correcto. Se rechaza así, con las mejores intenciones, el papel crítico que el arte y la literatura han poseído durante el siglo XX, para dar lugar a que, mientras se repropone un juicio moral que atañe a los más banales gestos cotidianos y privados, se descarta como superfluo el juicio sobre la calidad del arte. No necesito decir que son las indecisiones y las duda, no las certezas sobre el mundo, las que han llevado a colocar el arte en un lugar que ni la ciencia, ni la técnica, ni las argumentaciones más sensatas, ni el sentimiento más puro, podrían cubrir. Es este punto, el de la ambigüedad, el de pensar sin saber a dónde se va, el que mantiene vivo la densidad del arte.
Desde estas coordenadas problemáticas en que vive hoy el arte es que debemos reflexionar las 665 obras para el Parque de la Memoria. Las descripciones escritas por los autores de cada obra explicitan el significado de cada gesto proyectado. Este no es un aspecto secundario, ya que no existe distancia, en la mayoría de los casos, entre la descripción literaria y el acto formal: la transposición es inmediata, convirtiendo en accesorio el trabajo de construcción de la forma. La descripción exime a la forma de ser elocuente, y hace superfluo el trabajo: se suceden dibujos infantiles, maquetas con hombrecitos, casitas, aviones, evocando batallas de soldaditos de plomo, porque su definición formal, su materia, su realidad concreta no interesa.
Pocos proyectos manifiestan cierto grado de dominio de las técnicas con que trabajan, como si la mediación de un oficio, de una habilidad, fuera una capacidad impúdica ante hechos tan graves; o como si el trabajo estuviera interdicto a favor de un gesto directo, una aparición instantánea de la emoción que no debiera estar mediada. Algunas obras publicadas en el libro Escultura y memoria son impresentables, y la lógica de su publicación no selectiva radica en la voluntad de que fuera el proceso de debate, no las obras, el centro protagónico del Parque; y en la versión de apertura moral se condice perfectamente con apertura artística (Comisión Pro Monumentos a las Víctimas del Terrorismo de Estado, 2000). No deja de ser conmovedor que tantas personas en tan diferentes lugares del mundo respondieran a este llamado, pero sus buenas intenciones no nos dicen nada sobre el arte, como tampoco sobre el terror, la muerte o la vida. La Comisión evitó el juicio porque el arte pasó a ser un pretexto para producir otro tipo de acontecimiento. Pero esta decisión tuvo un precio, también en la dimensión del acontecimiento.
La aparente libertad del mundo artístico actual, replicada en el juicio del jurado del concurso de «esculturas», la ausencia de otros límites que no fueran los más genéricos del sentido político-moral, no ha llevado ni a la diversidad sustancial de las respuestas, ni a la armonía entre ellas, ni a una imaginación nueva para enfrentar un problema tan difícil como es el de articular memoria íntima y memoria social, recordar la vida y no olvidar el terror. Hojear el libro en que las esculturas presentadas fueron compiladas produce la impresión de soluciones eternamente repetidas, a pesar de la variedad de lógicas que antes notábamos: este tipo de variedad es igual a la variedad de anuncios en televisión o la variedad que presentaban, a finales del XIX, los monumentos que recurrían a pedestales con bajorrelieves y heroicos próceres a caballo flanqueados por fieras mujeres representando la libertad. Pero, mientras la variedad produce, entonces como ahora, la sensación de uniformidad, las convenciones no transmiten ya nada. Las obras dejan de comunicar, a mi juicio, no sólo por atarse a una convención que sugiere el mercado de arte o los íconos ya probados, sino también por evitar la innovación formal. En los dos últimos siglos existen obras convencionales que poseen una sustancialidad comunicativa a la que es difícil sustraerse. Se trata de obras que no se disuelven en la intención programática, sino que poseen un peso propio, hecho de soluciones de oficio o de creación, siempre de trabajo material. Este peso es el que ha desaparecido.
El recorrido por las obras publicadas produce una sensación de escasa densidad, que habla de estos temas centrales en la cuestión del monumento y del memorial: el juicio de valor y la permanencia. Nada puede ser más difícil de articular hoy que esta duplicidad entre un juicio moral claro y sólido en sus contenidos, reconducible a consignas compartidas por toda la sociedad (porque fueron construidas como tales), y la ausencia deliberada de valoración artística; lo bello y lo bueno hace tiempo que dejaron de recorrer un camino unitario. En el arte quedaron depositadas durante el siglo XX las más potentes impugnaciones a la razón y a la moral, y de esta historia, que puso en crisis el tema del arte público, resulta difícil salir. Si algo enseñan experiencias como las del Parque de la Memoria, es que la relación entre arte y moral, arte y política, debe revertirse, ya que la sociedad no está dispuesta a abandonarla.
El tiempo no resulta una variable secundaria de este problema. Si en el arte se coloca aún la esperanza de permanencia, en aquellos monumentos o memoriales que hablarán a las generaciones futuras -con la esperanza de que lo hagan como aún lo hacen los templos griegos y no la estatua vaciada en serie de San Martín-, debemos pensar en la permanencia, que supone cualidad, y no en el absoluto presente. El arte del 2000 se establece en una doble actitud que rechaza tanto lo nuevo (en el sentido de inauguración, no de cambio de imagen) como la palabra sustantiva. En el primer caso, celebrado por Arthur Danto con el nombre hegeliano de muerte del arte, da lo mismo cualquier resultado porque lo que importa es el proceso de producción y consumo de un evento. Desde este enfoque, el aire del parque temático de la isla rendiría tributo al aire cultural de los tiempos. Sólo que ésta no es la intención de la Comisión que convocó el concurso, ni de la sociedad porteña que acompaña la decisión. En el otro extremo, se multiplican palabras sustantivas: Heidegger es el autor más citado en esta voluntad de superar la representación para hallar el sustento de las cosas. No necesito decir qué puede resultar de las enfáticas palabras sobre el Ser, más convenientes para Videla que para los muertos por la vida. Así tenemos por un lado los «carteles de la memoria» del grupo de arte callejero -la forma es sólo inversión de la conversión- y por el otro el espacio ritual de una huaca andina con su apelación a un origen puramente ideológico. ¿No existe acaso otro camino?
La permanencia puede ser pensada de manera diferente que en palabras definitivas o en trascendencia casi religiosa. La inmortalidad es un valor del mundo, no del cielo; el arte y la arquitectura han intentado crear un mundo de relativa estabilidad que conjurara el carácter efímero de la vida individual; este mundo humano es el que permite que nuestros hijos y nietos pueda simultáneamente reconocerse en la continuidad y leer de maneras impensadas aquello que una vez fue considerado con significados unívocos. Pero para esto, la densidad de la forma, que implica ambigüedad y no unilateralidad, es central. Si por algo es llamado el arte en la manifestación pública, es porque habla de lo concreto, lo individual, sin disolverse en el concepto; la densidad de la forma es metáfora de la densidad de la vida. La mayoría de las obras presentadas para el Parque son sustituibles por su explicación, en la modalidad del procedimiento utilizado por el «creativo» publicitario.
La ausencia de reflexión sobre el problema planteado se revela cuando constatamos que no se restituyó en las «estatuas» la vida, sino sólo, y en los mejores casos, el carácter siniestro de los episodios que hemos vivido. Tal vez estemos demasiado cerca de los acontecimientos que sin duda eran siniestros, y demasiado lejos de poder responder a ellos con obras que remitan a cada vida convocada con alegría: más lejos aún de evocar ambos términos en relación. Pero también es cierto que este problema complejo resulta imposible de ser abordado desde las convenciones actuales del arte, que rechazan tanto la novedad del escándalo como la irreductibilidad del objeto.
Creo, en fin, que la falta de atención hacia los proyectos de escultura, y la ausencia de atención al proyecto de arquitectura que otorgaba el marco -es decir, lugar- ha evitado que el parque se convirtiera en un acontecimiento social y político que abriera una nueva etapa en las formas de pensar la memoria [7]. Si el arte ha abandonado las lágrimas y el sudor porque el trabajo ya no importa, en una falsa componenda entre genio y espontaneidad, y en íntima relación con una trama global que considera superfluo el esfuerzo humano, difícilmente responda a aquello que esperamos de él: hacer presente lo concreto de aquellas vidas truncadas por el terror. Pretendemos además que lo que dejamos «a las generaciones futuras», no sea interpretado sólo como una convención, ni como un acuerdo pleno con el poder político o con el poder del mercado global: en este sentido la lección de lo mejor del siglo veinte, el arte crítico, tampoco puede ser abandonada. El arte no debiera ser sólo un acuerdo con el verdadero mundo como Danto pretende festivamente celebrar; sino permitirse el ejercicio de despegar de la vida habitual para pensar otro mundo. Tal vez el fondo programático de la Comisión Pro Monumento hubiera querido esto: que aquellos que ya no están, estén sin embargo presentes en la ilusión de otro mundo, que nunca nos será otorgado pero para y por el cual aún vivimos, escribimos, pintamos y proyectamos.
Referencias Bibliográficas
Alberti, L. B. (1996). De la pintura. Libro II. México: Mathema.
Comisión Pro Monumentos a las Víctimas del Terrorismo de Estado (2000). Escultura y memoria, 665 proyectos presentados al concurso en homenaje a los detenidos desaparecidos y asesinados por el terrorismo de Estado en Argentina. Buenos Aires: Eudeba.
di Cori, P. (2000). La memoria pública del terrorismo. Parchi, musei e monumento a Buenos Aires (mimeo).
Silvestri, G. (1998). La construcción de la memoria. Punto de Vista, 64.
Young, J. E. (1993). The texture of memory: Holocaust memorials and meaning. New Haven: Yale University Press.
Publicado originalmente en Punto de Vista 68 (2000). Agradecemos a la autora su amabilidad al permitirnos reproducir este texto.
Graciela Silvestri, Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires (Argentina).
[1] El proyecto fue realizado por las arquitectas Aida Daitch y Victoria Migliori. En la memoria descriptiva, se parafrasea la famosa frase de Julius Fucik que será retomada por la Comisión Pro Monumento: «Hemos vivido por la alegría, por la alegría luchamos y por la alegría morimos: que la tristeza no sea nunca unida a nuestros nombres» (ver Silvestri, 1998).
[2] El Monumento o «Espacio Público Conmemorativo» dedicado a Monseñor Ernesto Segura se llamó luego Monumento a los Justos, aludiendo al hermoso pasaje bíblico del pedido de Abraham a Jehová para evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra si se hallaran en ellas al menos diez hombres justos (cf. Torá, Génesis, sección 4, cap. 18). Monseñor Segura fue elegido por esta asociación privada como una vida ejemplar en este sentido, pero la ignorancia de los participantes está justificada, ya que no se trata de un personaje públicamente conocido. Ignoro las razones de esta elección por parte esta poca conocida asociación privada, que luego quedaron diluidas en la versión ecuménica de «Los justos». La misma idea de Parque de la Paz como lugar de reconciliación dio lugar a sospechas justificadas durante el gobierno de Menem.
[3] El equipo ganador reunía dos estudios de arquitectos asociados: Baudizzone-Lestard-Varas y Ferrari-Becker.
[4] El proyectista de este monumento es el arquitecto Claudio Vekstein.
[5] Me refiero con naturalista a aquel arte cuyos elementos intentan coincidir con la experiencia óptica -y física- cotidiana, y no a ninguna escuela estilística.
[6] Esta definición se debe a León Battista Alberti, el humanista que funda, a través de tratados una y otra vez citados, las bellas artes en tanto artes liberales.
[7] Es probable que la serie de carteles del grupo de arte urbano tapen literalmente la vista al río que los arquitectos consideraban central, así como otras esculturas corroan la contundencia del recorrido austero por los nombres. Los arquitectos trataban el panorama del río en el sentido de lo sublime: la presencia de aquello que permite al pensamiento asomarse a regiones que él no puede subsumir, sólo imaginar. El río debía aparecer, así, abierto.