013
INV 2013

El mall y el consumo como dislocaciones conceptuales/

Ensayo

Laura Ortiz

Artículo | Revista

Resumen

Este ensayo presenta una reflexión sobre el consumo y el mall en tanto realidades contemporáneas que dislocan algunos de los entendidos modernos bajo los cuales se suele dar cuenta de lo social. El análisis propuesto descansa sobre la hipótesis de una precariedad teórica, y algunos de los problemas conceptuales al momento de pensar el mall y el consumo como artificios de la vida social son los ejes temáticos que permiten establecer dicha precariedad teórica, así como plantear la densidad teórico-social que nos imponen las formas del consumo contemporáneo. Los binarismos conceptuales y las nociones de hegemonía, clase y estructura, constituyen las bases analíticas y argumentativas en torno a las cuales se organiza a la reflexión planteada.

Palabras Claves

Cultura del consumo, mall, consumidores, flujo social.

Abstract

The objective of this essay is to reflect about consumption and mall as contemporary realities that question some of the modern notions commonly used to study the social. The proposed analysis is based on the hyphothesis of a theoretical precariousness , and some of the conceptual problems arisen when thinking mall and consumption as artifacts of social life are key to establish said precariousness, as well as to formulate the theoretical-social density imposed by the ways of contemporary consumption. Binary concepts and the notions of hegemony, class and structure become the analytic and argumentative foundation upon which the proposed reflection is organized.

Keywords

Consumption culture, mall, consumers, social flux.

1. Introducción

Al abordar los fenómenos relacionados de mall y consumo nos encontramos con un terreno disputado en torno a su papel y vínculo con las prácticas sociales, y sus efectos en lo que se entiende son los deberes de los ciudadanos o la vida en sociedad. Al menos eso parecen ser las premisas del discurso crítico en torno al mall y el consumo a nivel contemporáneo, que con frecuencia utiliza los términos «sociedad de consumo», «consumismo», «consumerismo» y «cultura del consumo» de manera intercambiable y vaga, en una aproximación irreflexiva y moralizante.

A manera de hipótesis, sospecho que asistimos a una precariedad teórica de lo social, y que el fenómeno del mall y el consumo nos susurran lo denso y lo oscuro de la noche. Y en ese susurro, no sabemos si hay oídos o un escuchar. A partir de mi investigación sobre las prácticas de consumo en el Puerto Rico contemporáneo, apunto a algunos problemas conceptuales al momento de pensar el mall y el consumo como artificios de la vida social: en otras palabras, como techné [1].

2. Primer problema conceptual: los binarismos

A nivel discursivo, se ha activado el binarismo «bueno» y «malo» como dispositivo del discurso en torno a la demonización del mall, con la consecuente moralización del consumo. En la medida que los binarismos son corolarios epistemológicos, ideológicos y discursivos de la cultura moderna, el bien y el mal pasan a ser las pistas hermeneúticas de lo social. En este sentido, se ha escuchado en diversos medios de comunicación que el mall destruye los valores de la sociedad puertorriqueña. También, que el mall ha destruido los cascos urbanos, y que constituye la base del «desparrame urbano» que afecta al país, entre otros males. En resumen, el mall es un «mal», y el consumo corre el mismo destino discursivo. Ante tales apreciaciones, bien podría suponerse que el mall ha sido confinado a un espacio aislado, sin ninguna acogida social, y se encuentra condenado a su fracaso. Pero nada está más lejos de la realidad. Antes bien, ellos proliferan, siempre llenos. ¿Por qué este desfase, entonces? ¿No estaremos presenciando una manifestación cultural necrofílica, en que el pasado se busca con desesperación en el baúl de los recuerdos, y se le sacude el polvo y se lo exhibe a través de los discursos de manera reiterativa, casi como una culpa o necesidad?

Primero, buena parte de los binarismos contenidos en el discurso sobre la cultura capitalista, tales como la distinción entre lo real y lo falso, el valor de cambio y el valor de uso de la forma mercancía, así como el entendido de la ideología como falsa conciencia, se hacen insolventes ante el carácter complejo de la cultura del consumo y del espacio arquetipo de ésta, el mall. Por otra parte, nociones como artificialidad, enajenación y fetichismo han conformado parte de la crítica a la cultura capitalista, y ha sido significantes de lo no real. ¿Qué es lo real, entonces, lo original, lo esencial de la mercancía, de la conciencia, o del sujeto? [2] En la medida que los procesos de significación conforman lo real, y ese real a su vez se transforma mediando un acceso y un artificio con los objetos (mercancías), nuevas subjetividades e imaginarios emergen fuera de esta lógica binaria. Así, lo profano y lo sagrado, lo público y lo privado, la comunidad y la individualidad se re-producen como textos culturales a partir de nuevas experiencias, donde toma forma tanto una ambigüedad conceptual como un ir más allá de los mismos conceptos [3]. En este marco, el mall como experiencia o significado se da como un transitar a un espacio que permite dejar atrás, suspender, olvidar o descansar de una subjetividad sobrecargada y utilitaria (por ello, el mall se ha conceptualizado, entre otras cosas, como un centro ceremonial secular [4]).

Por otro lado, las experiencias y los significados de la vida en sociedad juegan con el poder de lo «falso» y de la copia como espacio estético y liberador para el sujeto y sus tensiones. Este juego no supone que el mundo exterior sea real y el mall es irreal, sino más bien se trata de reconocer los trasplantes de los espacios urbanos y de la vida social en tanto capacidad política y textual de nuestro estilo epocal. El mall transita entre su investidura de espacio euclidiano convertido en el ícono por excelencia del «desarrollo viral», [5] propio de esta época, y un lugar de estructura de significados, de artificio, de reinvención, de ilusión, es decir, de la alteridad de lo real; un desplazamiento del orden utilitario para pasar a un momento de catarsis y liberación. Lugares, signos y experiencias en las que ideas de lo profano y lo sagrado, lo público y lo privado, la comunidad e individualidad, son transfusiones experienciales en este parque temático [6]. El mall tiene así la capacidad de lo que Agamben invoca como un lugar, aquel que pretende «que lo que no es, en cierto sentido sea, y lo que es, a su vez, en cierto sentido no sea» (Agamben, 1996: 15).

Figura 1. Fotografía de Andy Morley-Hall (in-public.com).

Figura 1. Fotografía de Andy Morley-Hall (in-public.com).

Siguiendo esta lógica de los binarismos, Benjamin y Baudrillard (además del mismo Agamben, entre otros [7]), ya apuntaban a ir a un más allá del valor de uso y de cambio de la forma mercancía, y de la enajenación que la cultura capitalista nos imponía de manera inexorable. A través de su trabajo sobre las arcadas de París, Benjamin (2005) permite abrir una nueva lectura acerca de la cultura moderna apuntando a la experiencia de los ensueños en la ciudad, aquel espacio en que se vive con el mundo comercial y sus mercancías. Benjamin vincula estas reflexiones con el estatuto de la mercancía, y llega a proponer la idea de que la embriaguez con la que el flâneur se entrega a la multitud equivale a la de la mercancía. Los objetos, una vez rebajados a rango de mercancías, nos delatan que tienen un «alma», conductas que continuamente nos interpelan. Para Agamben es la oportunidad de presenciar «una nueva relación entre los hombres y las cosas» (Agamben, 2001: 93). Por ello, plantea que «los objetos pierden su inocencia y se rebelan contra el hombre con una especie de deliberada perfidia. Tratan de sustraerse a su uso, se animan de sentimientos e intenciones humanas, se vuelven perezosos y descontentos y el ojo no se asombra de sorprenderlos en actitudes silenciosas» (Agamben, 2001: 93-94). En este contexto, Agamben elabora la función del dandy, individuo elegante y superfluo, quien delata un más allá ante los objetos [8]. De allí que el dandismo pueda ser advertido como una «elevación suprema al rango de cosa», una autoinmolación cercana al sacrificio. La conducta superficial del dandy nos muestra a quien es capaz de vincularse con los objetos no por su utilidad, sino por una suerte de mana que los distinguede los otros. Para el autor, entonces, «la redención de las cosas no es posible sino al precio de hacerse cosa. Así el artista-dandi debe convertirse en un cadáver viviente, constantemente tendido hacia un otro, una criatura esencialmente no humana y antihumana» (2001: 97-98, itálicas en el original). El dandy y la enajenación apuntan al proceso de extremar las contradicciones de la mercancía «hasta el punto en que quedaría abolida en cuanto mercancía para restituir el objeto a su verdad» (Agamben, 2001: 97). Es decir, el objeto y así el dandy nunca serán definidos por el trabajo social invertido, sino por un sacrificio semejante al potlach donde se da porque se quiere perder, o por querer perderse.

En segundo lugar, lo social ya no es una totalidad prístina que pueda explicarse por binarismos. No obstante, una vez que el consumo se produce como problema moral, ya no pueden reconocerse más las transformaciones del capital que complejizan la esfera del consumo. En este contexto, cuando desde la publicidad se refiere el consumo se está en presencia de una referencia a la liberación, a la auto-realización y también al dilema moral que inaugura el sistema: «Nos enfrentamos ahora al problema de permitir al norteamericano medio sentirse moral incluso cuando coquetea, incluso cuando gasta, incluso cuando compra un segundo o un tercer automóvil. Uno de los problemas fundamentales de esta prosperidad es el de dar a las personas la sanción y la justificación del disfrutar, de demostrarles que hacer de su vida un placer es moral, es decir que no tiene nada de inmoral. Este permiso concedido al consumidor de disfrutar libremente de la vida, la demostración de su derecho a rodearse de productos que enriquecen su existencia y le causan placer, debe ser uno de los temas primordiales de toda publicidad y de todo proyecto destinado a fomentar las ventas» (citado en Baudrillard, 1969: 210).

El consumo se produce como un sistema que inaugura nuevas fuerzas productivas y nuevas articulaciones de fuerzas y flujos. El hecho de que las fronteras entre lo privado y lo público se diluyan para dar paso a este nuevo modo de vida supone la hiper-presencia de un campo de exterioridad, el objeto-capital, al cual se tiene acceso en un doble sentido. Por una parte es necesario ahora democratizar aquello de lo cual disfrutaban las clases ostentosas de Veblen, toda vez que el salario social propio del estado keynesiano y benefactor permite por fin el acceso al mundo de los objetos. Por otra parte, la representación, proliferación, acceso y relación con el objeto, por ser signo, se materializa como espacio de significación. Y el capital pasa a ser signo en el sentido más abstracto y concreto. En el contexto de la alta tecnología y la globalización como contracción de tiempo-espacio, éste se presenta y se realiza iconográficamente, táctilmente, mágicamente. Es decir, el capital ya no tiene la identidad concreta de déspota explotador que se reproduce a través de la negación, sino todo lo contrario: es por un efecto de maximización, simulación e hiper-realidad de signos que él mismo se reproduce a nivel abstracto.

Asimismo, una vez que el deseo se fabrica como el propio mercado, se diluye la posibilidad de enajenación o antagonismo. El sujeto creador del objeto y separado de éste, queda fulminado una vez se democratiza el mercado de las mercancías, y éstas devienen parte orgánica del deseo. En la medida que varias formas de apropiación del mundo exterior representan una experiencia democrática vía el high-tech cibernético y la diseminación sígnica, se tiene acceso y se experimenta ese mundo exterior como nuestro, fuera de todo idealismo. Aquello que la modernidad pretendía eliminar vuelve como retorno a través de los objetos: la capacidad de la experiencia y la imaginación.

Figura 2. Fotografía de Andy Morley-Hall (in-public.com).

Figura 2. Fotografía de Andy Morley-Hall (in-public.com)

Finalmente, en tercer lugar, el entrenamiento de la modernidad supuso una centralidad del trabajo como razón de ser del «hombre», por lo que el consumo sería su negación. Esta hipoteca ideológica y discursiva no ha permitido reflexionar sobre las propias transformaciones del trabajo y el consumo como tendencias que apuntan a lo que los estudiosos del mundo post-trabajo han planteado: dado los avances tecnológicos existen las condiciones para trabajar menos, pero se trabaja más en varios sentidos; y ello, unido a la esfera del consumo, implica un nuevo problema. La penuria ideológica del valor trabajo, los requerimientos de acumulación y los asuntos de gobernabilidad versus las condiciones para una sociedad post-trabajo se encuentran no sólo en tensión, sino que además la primera oculta y subordina la condición post-trabajo, y así la dignidad teórica del consumo.

Estas tres condiciones que se sostienen como parte de la lógica de los binarismos me parecen han sido cruciales en la retardación intelectual en torno al consumo como fenómeno epocal.

3. Segundo problema conceptual: la hegemonía

La palabra hegemonía deriva del griego eghesthai, que significa «conducir», «comandar», «gobernar». Por eghemonia el antiguo griego entendía la dirección suprema del ejército y el egemone era el comandante del ejército. Para Gramsci (Paggi, 1977), la hegemonía constituía un proceso de dirección, influencia y dominación sociopolítica, el cual se apoyaba en la coerción y la violencia a la vez que neutralizaba su posible contraataque. El poder, para Gramsci, se establecía en un Estado-gobierno que permeaba la sociedad. Este proceso presuponía una relación entre teoría y práctica, y teoría y acción política. El intelectual orgánico, en este sentido, jugaba un papel importante en la constitución de nuevas formas de hegemonía. Este intelectual orgánico tenía que buscar las condiciones para establecer relaciones organizativas y educativas de los aparatos de la sociedad civil.

No obstante, el determinismo propio del concepto hegemonía queda en suspenso cuando lo que es socialmente constitutivo de los consumidores no es la economía en su sentido tradicional, o el gobierno como padre legislador, sino todo un tejido relacional de procesos económicos abstractos y de significaciones que figuran nuevas subjetividades y realidades. ¿Hasta qué punto se puede afirmar que los consumidores son unos «locos» que compran motivados por la cultura estadounidense, en el marco de la globalización? ¿Acaso no participan los subalternos de los deseos e intereses de la cultura estadounidense, y de la globalización?

En el contexto presente, el concepto de hegemonía no podría dar cuenta de la relación de los consumidores con el mall: la producción simbólica, significante y subjetiva se combina con lo económico y político, de suerte de declararlo insolvente ante esta nueva realidad social. La implicación de los procesos de subjetivación y las producciones significantes, junto con la lógica del deseo por el capital, no permiten establecer de manera prístina el lugar de los consumidores como opositores al mall y al consumo. Sólo cabe preguntarse, ¿dónde quedan los antagonismos y las transgresiones?

4. Tercer problema conceptual: el problema de la clase

Es importante rescatar aquí el concepto de clase desde el discurso sociológico. Desde el marxismo, la clase se definía en términos de su relación ante los medios de producción (clase obrera, burguesía, proletariado, excedentes poblacionales). Para otros paradigmas, la noción de clase quedó separada, relegada en cierto modo a otros conceptos desde los cuales se acogían diferentes agrupaciones e identificaciones sociales. Me refiero, por ejemplo, al concepto de «colectivos sociales» elaborado por Tönnies (Cahnman, 1995), y al esquema weberiano de estratificación social, que a su vez incluía la noción de grupo, status, poder, clase y situación de clase. Las argumentaciones de Daniel Bell en los años ’70 apuntaban a la crisis del concepto de clase; más tarde, desde los estudios de mercado, la economía y la propia sociología, el concepto pasó a ser operacionalizado tomando en cuenta principalmente los ingresos y el tipo de ocupación.

Los investigadores de mercado en Inglaterra fueron los primeros en registrar esta mutación social. En los años ’80 diseñaron seis categorías de clase social, tomando en cuenta la naturaleza de la ocupación y los ingresos para relacionarlos con patrones de consumo. Sin embargo, durante los ’90 se percataron de que «el tipo de ocupación estaba perdiendo la significación que había tenido en el pasado en cuanto a su influencia sobre los patrones de consumo» (Bocock, 1995: 47). Esta tendencia era más patente entre los jóvenes y los grupos de edad avanzada. Por su parte, Fredrick Jameson abordó la lógica cultural del capitalismo avanzado que trastocaba lo social, mientras que Bourdieu elaboró las diferenciaciones dentro del espacio social, el cual es construido por dos fuerzas: el capital económico y el capital cultural. Y es en este espacio social que comprendemos las diferenciaciones, no las clases: «Las clases sociales no existen […] Lo que existe es un espacio social, un espacio de diferencias en el cual las clases existen de algún modo en estado virtual, no como algo dado, sino como algo a hacerse» (Bourdieu, 1997: 38, itálicas en el original). Finalmente, Featherstone, inició otra elaboración en torno a los estilos de vida, en la que los patrones de consumo ya no podían sostenerse en conjunción con la identidad por clase o estatus; antes bien, se registra aquello que «connota individualismo, personalidad y conciencia del propio estilo […] Nos movemos hacia una sociedad sin clases sociales fijas en la adopción de estilos de vida» (Featherstone, 1991: 52-83).

Figura 3. Fotografía de Richard Bram (in-public.com).

Figura 3. Fotografía de Richard Bram (in-public.com).

La producción del discurso teórico en torno a something new is happening es extensa e intensa; aquí sólo se apuntan a las que a nuestro juicio han marcado este nuevo umbral como efectos de teoría. Tanto desde premisas estructuralistas como post-estructuralistas se han organizado debates en torno a la producción de significados ante este nuevo social. Desde una visión estructuralista, los signos y símbolos son los canales comunicativos de las sociedades, a través de las cuales éstas se representan y se mantienen; desde el post-estructuralismo, no hay una verdad, esencia, ni historia en ellos, excepto su texto polisémico o fatal. Los signos ya no son símbolos, y las simulaciones y el high-tech -así como la seducción y la publicidad- emergen bajo un sistema organizado del consumo. La disfunción entre la mística social y el campo de los signos radica en que la primera sólo puede dar cuenta de lo real en su traducción técnica, operativa, mientras que el segundo da cuenta de realidades connotativas, difusas, de un mundo contemporáneo de simulación, de hiper-presencias, de fluidez, aceleración y exacerbación.

5. Cuarto (y final) problema conceptual: el problema y el sentido de la estructura

La cultura del mall y el consumo ha sido pensada en reiteradas ocasiones en cuanto etapa predominante del capital a nivel contemporáneo; sin embargo, es a partir del concepto de cultura que las ciencias sociales han entregado sus mayores aportes al respecto. La antropología y la sociología han entendido la cultura como modos de vida, sistema de valores y creencias representados a través de patrimonios y prácticas sociales; sin embargo, a partir de una serie de procesos económicos y tecnológicos, en conjunción con debates posmodernos y post-estructuralistas, el término «cultura» ha evolucionado hacia la idea de un sujeto que sostiene una producción creativa y contingente de ésta, en tanto sistema de significados expresados en formas particulares, fuera de entendidos trascendentales y universales. A su vez, ese sujeto se reposiciona y se subjetiviza ante un social mucho más difuso.

Dentro de las transformaciones sociales de las últimas décadas, se singulariza la declinación o la poca injerencia de las estructuras tradicionales de autoridad y socialización como la familia, la iglesia y la escuela, y los modelos estructuralistas se problematizaron frente a estas transformaciones; en este contexto, Martín Barbero ha afirmado: «La reconfiguración de la identidad se produce, sobre todo, en la gente joven. En América Latina, los jóvenes empiezan a vivir una situación de crisis de la familia, del trabajo y de la política, los tres mundos de los que antes extraíamos el sentido de la vida individual. Hoy estas tres dimensiones empiezan a caer, y esto hace que los jóvenes estén más expuestos a los discursos mediáticos. No es que los medios tengan más fuerza, sino que los jóvenes los viven con mucha más intensidad. El mundo de la música es el ejemplo más claro» (Martín Barbero, 2002).

Figura 4. Fotografía de Richard Bram (in-public.com).

Figura 4. Fotografía de Richard Bram (in-public.com).

El consumo, en este contexto, queda definido como una mediación social cuya figuración simbólica y significante siempre es contingente, a través de cuyos procesos se reconocen hechos, discursos y efectos de sentidos, y cuyas relaciones o articulaciones son insospechables. Tenemos así ante nosotros un reto conceptual, el consumo como referente denso de progreso, exclusión, integración, antagonismos, pero que se reconstituye como ritual social y significante de vida. Como expresa Bauman: «Precisamente cuando la mayoría de los miembros de la comunidad sociológica estaban puliendo los últimos detalles de la administración científica oculta bajo la denominación de ‘ciencia conductista’, justo cuando habían descubierto el ‘Estado corporativista’, la ‘sociedad administrada’ y la ‘fábrica fordista’ en tanto figuras de la realidad por venir, y ahora que se habían decidido a seguir a Michel Foucault en la adopción del panóptico de Jeremy Bentham como el prototipo y encarnación final del poder en la modernidad, las realidades sociales comenzaron a enloquecer escurriéndose con una aceleración cada vez mayor de la trama de la red conceptual cuidadosamente tejida en la que se encontraban controladas» (Bauman, 2004: 47, itálicas en el original).

En este nuevo imaginario social, el consumo pasa a ser un sistema de significación cuyos signos no guardarían relación con un referente en el sentido estructuralista de la palabra. La pasión, el placer y la seducción son las propias fuerzas productivas que, bajo la operación de la publicidad, valorizan el deseo en tanto relación con los objetos y las imágenes. La seducción nos aleja del sentido y de la verdad, sostiene Baudrillard (1988). En el pasado, esta seducción era la «estrategia del diablo», en este sentido oculta, pero viva. Es una energía con sus propias estrategias simbólicas, algo que se experimenta como un desvío, que se aparta en secreto, en complicidad dual, como un desafío lleno de intensidad y de pasión; algo que el ojo captura como signo que se mueve y se esquiva, como una fuerza que irrumpe fuera de códigos y pronósticos. La seducción siempre desea destruir un orden sin dejar rastro. La seducción no puede ser encerrada como fuerza, tiene que fluir libremente como juego o como desafío en una relación dual. No hay medida ni verdad para la seducción, por cuanto pertenece a un orden simbólico. No tiene que probarse, sólo significar como una apariencia, sin entrar en diferenciaciones u oposiciones. Este juego de la seducción es fabricado por los media como una simulación incesante, convertida en obligación del placer. El objeto está alejado cada vez más de lo «real» en tanto sentido. Desde la cultura del consumo, en su relación sistemática con la cultura mediática y la tecnología, el objeto pasa a ser signo, y en este sentido es irrepresentable ante el sujeto. Es la estrategia de hacer perder al sujeto como sujeto, pero también el escape del objeto a la representación, a los valores o a tener una historia (Baudrillard, 1999).

Estamos ante lo que Baudrillard llama el «fetichismo radical» o la eliminación de la contradicción, un doble juego del objeto. El reto consiste en que la pasión por el objeto está situada más allá de su valor de cambio, y regresa sólo cuando este objeto ya no tiene relación alguna con la realidad. De ahí que desaparezcan la función y la necesidad del objeto. En este contexto, son los objetos los que irrumpen el entendimiento humanista de las ciencias sociales para dar cuenta de un algo mundano o fatal: en la medida que a través de los objetos juego con el deseo, la producción significante no es coercitiva a este yo que es parte de una estructura, pero que no puede dar cuenta de su propia estructuralidad como identidad socialmente estática y racional. Se trata entonces de entrar en espacios culturales móviles, como el mall: transferibles, autorreferenciales, que trastocan y borran las funciones sociales. Esta organización se convierte, finalmente, en nuestra sustancia social a través de un sistema de signos, en un contexto global y cultural.

Figura 5. Fotografía de David Gibson (in-public.com).

Figura 5. Fotografía de David Gibson (in-public.com).

6. A modo de conclusión

La cultura del consumo y el mall operan a su vez con nuevas distribuciones. El ojo tiene una sobrecarga visual, la vida cotidiana está burocratizada, los media construyen lo real y el deseo no descansa. Estas nuevas distribuciones operan bajo una economía donde el sujeto está más exhausto (consumado), pero no en términos del despojo y expropiación de la fuerza de trabajo y su producción, sino debido a un exceso y optimización de todo lo impensable. La repoblación del ojo, del cuerpo y de la psiquis por el capital se da por todos los flancos, a la vez que las prótesis son ahora las que acompañan al sujeto en su agencia y producción social: se vive con el celular y con la agenda electrónica, se trabaja en el disco externo de la computadora y se toma algún medicamento para «funcionar». Entonces, si la memoria es externa, y el cuerpo ya no es el cuerpo, el consumo se produce como un flujo, entre otros, que recorre todas las jerarquías y huecos de la vida en sociedad y de las subjetividades. ¿Es posible pensar así en cierto antropocentrismo o anti-humanismo en el que el sujeto sea una partícula del flujo social? ¿Dónde queda, finalmente, el concepto de estructura frente a la idea de flujo? Hasta aquí estas reflexiones preliminares sobre el consumo y el mall como expresiones de lo social contemporáneo.

Referencias Bibliográficas

Agamben, G. (1995). Estancias. Madrid: Pre-Textos.

___________ (2001). Medios sin fin. Notas sobre la política. Madrid: Pre-Textos.

Bauman, Z. (2004). La sociedad sitiada. Buenos Aires: FCE.

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Jacobs, J. (1984). The mall: an attempted escape from everyday life. Prospect Heights, IL: Waveland Press.

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Martín Barbero, J. (2002). Jóvenes, comunicación e identidad. Pensar Iberoamérica revista de Cultura, 0. Recuperado de http://www.oei.es/pensariberoamerica/ric00a03.htm

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Satterthwaite, A. (2001). Going shopping: consumer choices and community consequences. New Haven/Londres: Yale University Press.

Veblen, T. (1934). The theory of the leisure class: an economic study of institutions. Nueva York: The Modern Library.

Zepp, I. (1986). The shopping mall as ceremonial center. Boulder: University Press of Colorado.

Recibido el 13 de noviembre de 2007, aprobado el 10 de octubre de 2012. Las imágenes que acompañan este artículo no forman parte del original, y su utilización es responsabilidad exclusiva de bifurcaciones.

Laura Ortiz, Universidad de Puerto Rico. E-mail: llortiz@prw.net

[1] El término «artificio» apunta a varias definiciones: al arte, la habilidad o ingenio con que se hace algo; al predominio de la elaboración artística sobre la naturalidad; a un artefacto, invento, máquina; y se relaciona al disimulo, al doblez. El concepto de techné es ciertamente. Véase Heidegger (1977: 13): «Techné belongs to bringing forth, to poiesis; it is something poietic».

[2] Algunas de las críticas al concepto de ideología como falsa conciencia y al concepto de enajenación se recogen en los trabajos de Miller (1991) y Kellner (1983).

[3] ¿Dónde queda la idea de comunidad ante el desarrollo viral de los centros comerciales como espacio privados-públicos? De entrada, tendría que decirse que la idea de comunidad en tanto ideal se convierte en deseo siempre incompleto, y ante los procesos de modernización y urbanización, la idea del pequeño vecindario de relaciones directas y personales ya es parte de un pasado al que no podemos volver. El gesto comunitario que se da en la significación del mall como lugar social presupone una ambigüedad de términos: es una fetichización de la comunidad-individualidad, y ésta se presenta como una factura a la cultura moderna, en tanto debemos de prescindir de ambos conceptos para generar un nuevo valor, como comunidad fetichista situada espacial y temporalmente, y que permite una apropiación de lo «irreal».

[4] Los trabajos de Jacobs (1984) y Zepp (1986) apuntan en esta dirección. Si el mall es lo que queda de lo social es porque resignifica la dificultad de vivir o la vida, no a través de una máscara, sino en una relación con los objetos. Cuando me refiero a las experiencias y significados de ir de shopping y del mall, aludo a la capacidad del sujeto no sólo de experimentar y significar la vida en tanto deseo, sino también de entender la propia economía política del consumo en su sentido más político. En este mismo registro, si el mall se constituye en un espacio de recreación o terapia, a pesar de ser parte del desarrollo viral en el país, no es porque ello se defina como una contradicción; se trata más bien de la capacidad de los sectores subordinados de reapropiarse de una imposición del poder político y económico. En esa capacidad de transformación, entonces, el mall se devuelve como una esfera de agencia y deseo, en duelo con esta economía política. Es decir, se da un proceso de desterritorialización y resignificación de ese espacio, en su sentido más vital.

[5] La fase viral que vivimos es aquella «en que no hay referencia, el valor irradia en todas las direcciones, en todos los intersticios, sin referencia a nada, por pura contigüidad» (Baudrillard, 2001: 11).

[6] Las arcadas de París representan la proliferación de mercancías en los espacios interiores, interconectados y laberínticos de los castillos feudales, cuya decadencia hizo imperativo subrentarlos. En ellos, vendedores, publicistas, diseñadores, fotógrafos, artistas y otros interactuaban y consumían (Buck-Morss, 1989). El mall, por otra parte, acompañó los procesos urbanos y de industrialización en muchos países, antes y después de la Segunda Guerra Mundial (Satterthwaite, 2001). Víctor Grüen, de origen vienés, es el padre del diseño arquitectónico del mall en Estados Unidos, el cual se pensó como centro para la comunidad y actividades culturales. Después de los años ‘60, el mall se convierte en el ícono urbano de la llamada «sociedad de consumo», y ello -en muchos casos- en contraposición al desarrollo de la ciudad como espacio urbano. De hecho, el mall se convierte en el eje nodal desde el cual se decide por dónde pasan las autopistas y otros desarrollos claves en el espacio urbano.

[7] Mauss, Lévi-Strauss y Godelier son algunos de los estudiosos del intercambio de objetos, más allá de la teoría económica clásica.

[8] De manera análoga a las investigaciones etnográficas de Marcel Mauss al abordar los conceptos del don, el potlach, el mana.