Cuando se habla sobre Londres rara vez se menciona a Clapham. No aparece en las imágenes ni en las palabras espontáneas que la ciudad provoca, y para llegar ahí hay que ir a un suroeste que va más allá de aquel con que los mapas turísticos recortan la urbe. Se dice que a principios del siglo XX sus habitantes eran sinónimo de “gente ordinaria”: personas comunes, razonables, que hacían lo que el poder y la ley dictaban. Se hablaba del “hombre del ómnibus de Clapham”, ciudadano ordenado que sube al transporte público, va a producir a los lugares que importan y vuelve a su barrio a dormir. Apegada a esa imagen, una conocida guía actual de Londres describe a Clapham como “suburbio por antonomasia”, intentando vaciarlo de toda posibilidad de encarnar algo interesante.
Ese retrato inofensivo contrasta con el barrio actual, sus rasgos, texturas y materiales. Parte de ellos son aportados por los inmigrantes que cromática, sonora y activamente han hecho de su existencia un contrapunto con el Clapham gris del pasado. Se trata de portugueses, africanos y caribeños, entre otros. Los recién llegados zigzaguean en un ritmo oscilante que no logra desprenderse de las marcas de la incertidumbre. Otros, los “hijos/as de”, habitan el sector con seguridades forjadas en los dolores y placeres con que las generaciones anteriores vivieron el lugar. Entre ambos sostienen parte importante de la vida del barrio, reconocible en peluquerías, cafés, centros de conexión a internet, almacenes, tiendas de pollo frito, kebab y hamburguesas y centros de manicure. En estos últimos, por ejemplo, entre olores a esmalte, pieles, acentos y esfuerzos de inglés a medias, se vuelve posible un intercambio donde voces y trayectorias se cruzan buscando impregnar de brillo y color cuerpos que recorren una ciudad orgullosa de su diferencia, una donde, dicen, todos pueden ser y nadie se mete con nadie.
Pero hay más habitantes en Clapham. Son esos profesionales jóvenes y de buena situación económica que se instalan en casas acomodadas que hermanan al barrio con vistas más habituales de Londres. Los pasos de esos cuerpos pueden reconocerse en la figura del oficinista con traje que camina apurado, o de la ejecutiva que retorna a casa trotando con una mochila que lleva esa ropa formal con la que ingresa a maquillarse al metro en las mañanas. Los lugares de estas personas son otros: pubs, discos, restaurantes, gimnasios y parte importante del parque, Clapham Common, que ocupa el corazón del barrio.
Los encuentros y desencuentros son múltiples. Aunque vivan y recreen realidades distantes, en la práctica todos se cruzan en las calles curvas de Clapham. El barrio resulta heterogéneo y sus particiones son a veces sutiles ante miradas acostumbradas a otras ciudades donde la materialidad se reparte brutalmente entre ricos y pobres. Se trata de diferencias que aparecen contra el fondo de un café donde sólo se escuchan ciertos acentos, o una peluquería donde sólo se ven ciertos colores. O en el parque, ese lugar de heterogeneidad donde adultos y niños, solteros y casados, heterosexuales, homosexuales y lesbianas caminan, pasean perros, trotan, o hacen picnic. Aún en lugares así hay vistas que van a contrapelo de lo que Londres y Clapham parecen querer mostrar de sí; es el parque que se comparte pero sin estar juntos, donde se ven otros cuerpos cuya forma, color, modo de caminar, gesticular y hacer ruido no son iguales. Cuerpos que gritan, jadean o ríen en tonos disímiles. Cuerpos morenos que se desplazan (o son desplazados mediante sutilezas, imágenes de lo posible y lo imposible, lo propio y lo ajeno) para encontrarse en otros lugares. Todo ello hace recordar que la heterogeneidad es relativa, y que hay ritos, instancias, y fórmulas que abren y cierran el pasaje entre mundos distintos y coexistentes. Como esas calles oscuras, los locales de comida de olores intensos, los rincones de las fachadas de casas ajenas, que sólo son tocados por los ingleses-locales en noches de juerga, cuando el alcohol los desviste de modos y hábitos, y sus cuerpos normalmente silentes gritan, sus pieles pálidas explotan rojas, sus estómagos cuidados se llenan de grasas, y la compostura diurna da paso a la necesidad urgente de evacuar los líquidos de un cuerpo que se guarda en las sombras mientras se ve la noche pasar.
* Bárbara Ayala Hannig. Psicóloga, magíster en psicología, actualmente terminando estudios de magíster en antropología de la salud y el cuerpo en Goldsmiths, University of London. Parte de sus trabajos anteriores en fotografía pueden encontrarse en http://foto5.blogspot.co.uk/search/label/bah
** Patricio Rojas Navarro. Psicólogo, estudiante de doctorado en el departamento de sociología de Goldsmiths, University of London