Pero el corazón del Festival estaba en la Abadía. Era ésta una construcción antigua, de alambicadas arquitecturas fantásticas, que nadie sabía a ciencia cierta, tan larga y accidentada había sido su historia, si había sido o no, originalmente, una abadía. El nombre podía haberle quedado de alguno de sus muchos usos, por ejemplo Club Nocturno o Casa de Masajes (ese tipo de establecimiento solía tener preferencia por los nombres de contraste de sentido o antífrasis). Las últimas décadas había estado desocupado y abandonado, deteriorándose. Su restauración y equipamiento como complejo de cines había corrido por cuenta de las autoridades locales, y se lo inauguraba con el Festival. De hecho, se había estado trabajando contra reloj para llegar a tiempo, y el día antes de la fecha indicada todavía se estaban dando los últimos brochazos de pintura, clavando al piso las últimas alfombras y enchufando y probando los proyectores.
El proyecto de rescate del edificio no se había llevado a cabo sin resistencias. Era de los que solían calificarse críticamente de “faraónicos”, en parte por la proporción del edificio a restaurar, que era realmente grande, pero mucho más por el ingente presupuesto que demandaría. En sus muchas alas, patios, torres, claustros caprichosos, saletas en bóveda, pabellones superpuestos, la Abadía había sido dotada, en su remota construcción, de estructuras endebles por la naturaleza barroca, y hasta onírica, de su concepción: abundaban las salientes sin sostén, los arquitraves invertidos, cornisas en voladizo, escaleras aéreas, sótanos colgantes. Restaurarla, y hacerlo para darle un uso público, implicaba crear, en cada centímetro de ese laberinto de pesadilla, los refuerzos necesarios para que se mantuviera en pie. Los adelantos técnicos lo permitían, pero a un costo enorme. ¿Y valía la pena, para preservar lo que a un ojo crítico podía calificarse de mamarracho kitsch, sólo porque su edad se perdía en las nieblas del tiempo? ¿La antigüedad era justificación suficiente? Sobre todo tomando en cuenta el déficit habitacional que sufría la ciudad, que podía paliarse en buena medida con lo que se gastaría en este proyecto puramente suntuario. Esta oposición, aunque fue acerba, buscó elementos de convicción en la Historia, sin encontrarlos: no había pruebas en realidad de que el lugar hubiera sido levantado como antro de comercio sexual, o veleidad de un loco feudalista. Y en cuanto a que los volvería el hazmerreír de los visitantes extranjeros, era fácil de rebatir: el pintoresquismo extremo del edificio convergía con las más avanzadas propuestas del postmodernismo.
Claro está que detrás de ambas posturas se ocultaban intereses económicos. Los que proponían seguir adelante con el proyecto, incentivados por lo estudios de arquitectura que habrían de participar en la jugosa licitación, usaron sus influencias públicas para que el Concejo incluyera a la Abadía en el patrimonio protegido de la ciudad, con lo que pareció zanjarse la discusión. Pero no hizo más que enardecerla, pues en su nueva categoría urbana de pieza intocable, los refuerzos necesarios para que no se viniera abajo deberían hacerse respetando el formato original, sin adiciones visibles. Y resultó que en ese caso el presupuesto de las refacciones se triplicaba.
Sea como fuera, y como sucede siempre que hay fuertes voluntades comprometidas, la obra se hizo, y albergó inicialmente, el día de su inauguración, que coincidió con la apertura del Festival, diez salas de cine bien equipadas. El resto de sus salones que rozaban el centenar y se destinarían a galerías de arte, librerías y restaurantes, estaban vacíos por el momento. Contra todos los pronósticos agoreros, fue el sitio ideal: allí, en sus pequeñas salitas, se realizaron las funciones para la prensa y los jurados, desde la mañana, allí se instalaron las oficinas del personal, sala de prensa y, más importante que todo eso, en sus cuantiosos sobrantes de espacio se formaban los corrillos que discutían cada película, cada director, cada plano secuencia…
Fue un triunfo de la ensoñación poética que ese palacio absurdo se recuperara, contra la mezquindad pequeñoburguesa del medio. Ese triunfo así logrado por el buen cine aliado con la arquitectura de fantasía, lejos de calmar las aguas, no hizo más que exacerbar los ánimos. Un periodismo que de pronto se había vuelto populista apuntó sus cañones contra el Festival. Argumentando que los millones gastados en la restauración no habían servido sino para que un puñado elitista de snobs se entretuviera con las necedades egotistas de supuestos genios. De populistas pasaron a improvisados críticos de cine. Se cebaron en las películas del Festival, que por su parte daban abundante material a su mala fe. Se necesitaba poco para hacer pasar a esas lentas producciones artísticas por monumentos de tedio y absurdo. El público se prendió a la polémica, y, resultado sorprendente, empezó a acudir en masa a las funciones que se realizaban en el complejo de cines comerciales. Pero acudían “en contra”. Lo hacían para reírse o burlarse de esas películas experimentalistas, y menudeaban los silbidos, las carcajadas, o los coros contando los minutos en los largos planos secuencia. En la Abadía, donde sólo podían entrar a las salas los que estuvieran munidos de pases oficiales (jurados, invitados y prensa) esas mismas películas eran contempladas con unción de iniciados. Más unción que nunca, pues era como si los filmes vinieran cargados con el sarcasmo de la oposición, listos para una revisión triunfal. Y efectivamente, el juicio unánime de los cinéfilos fue que nunca el Festival, en sus once versiones previas, había tenido un material de tan alto nivel.
* El texto que aquí se presenta es un fragmento de «Festival», del escritor argentino César Aira, publicado por Editorial Mansalva (Buenos Aires) en el 2011. La versión original de la novela fue editada y distribuida por el BAFICI (Festival de Cine de Buenos Aires) en 2010. Una buena reseña sobre aquel proceso de disección de la economía de la cultura del Festival de Cine puede ser leída en este texto de Hernán Vanoli, publicado en el número cinco de la revista Crisis (http://www.revistacrisis.com.ar/La-buena-estrella-de-Cesar-Aira.html)
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