Al principio me daba miedo salir a la calle porque no conocía México. Una vez Pedro me llevó a la Villa. Él si conocía bien, porque vendiendo paletas andaba por todos lados. Nos fuimos temprano a la Villa y regresamos tarde. Cuando volvimos, ya cerca de la casa me dejaron a mí sola para que fuera por la masa. Ellos se fueron y dicen: – De aquí ya está cerquita la casa; ya no te pierdes-. Pero yo me quedé parada. No sabía para donde ir, hasta que Pedro regresó por mí.
Mis hijos andaban contentos en México. Ya no se asustaban. Conchita, como ya estaba yendo a la escuela, yo le iba a dejar y a traer. Nos daba mucho miedo de que los coches la fueran a atropellar. Eran hartos niños los que iban a la escuela. Estaban revueltos niños y niñas. Yo no decía nada porque Conchita estaba chiquita.
Nomás una vez fuimos al cine. Fuimos a ver una película de una muchacha con su novio, y luego había una muerte. En la película hablaban español. Pedro nos llevó porque era de noche. Nomás nosotros los grandes fuimos: Pedro y yo, su sobrino y su mujer. A los chiquitos no los llevamos.
También una vez fuimos a una carpa. Llevamos a los chiquitos todos. Yo ni me acuerdo qué cosa vimos, pero a los niños les gustó mucho. “Vamos a otra vuelta”, nos decían, pero ya no volvimos.
Allí, por donde vivimos en México, había gente de Azteca. A veces íbamos juntas al mercado, porque en México no conocimos a ninguna. No tuvimos amistades.
Una vez me fueron a alquilar para ir a lavar a Tacubaya. Iba yo a echar en jabón y al día siguiente iba yo a sacar. Pero con la gente a donde les lavaba no nos hicimos amigos. Cuando nos veíamos en la plaza o en la calle no nos hablábamos. Luego me iba yo a echar tortillas. Me iba a escondidas porque Pedro no quería que fuera por la niña chiquita. Conchita me llevaba a la niña a la tortillería para que le diera de mamar.
Por lavar, a veces me daban un peso, setenta y cinco centavos o uno cincuenta, según la ropa que lavaba; pero yo no sabía cómo cobrar. Mi tía Chucha me decía: – No seas tonta; las sábanas se cobran aparte. Además te tienen que dar para el jabón, eso tu no lo debes poner.
En la tortillería me pagaban a diez o a quince la bola. A veces echaba yo cuatro o cinco bolas al día. Me pagaban eso y tenía yo mi comida. A las doce nos daban de comer. Las gentes a las que les trabajaba me decían: ¿Cuántos años llevas en México? – y yo de tonta les decía que acababa de llegar. Pues más me explotaban.
Vendiendo paletas, Pedro se ganaba unos diez pesos los sábados y los domingos, y entre semana llegaba a los cuatro o cuatro cincuenta. Amaneciendo se iba y llegaba hasta la noche.
Pedro se enfermó del estómago. Le agarró disentería. Ya se sentía mal y así fue a trabajar: pues regresó peor. Fuimos a ver al doctor y le dio unas cucharadas y una purga, pero no se curó. Entonces fuimos a ver a doña Prisciliana, que era de Azteca también. Ella lo sobó y ya se alivió.
Pedro y su sobrino llegaban a las once y a las doce de la noche cuando andaban vendiendo paletas. A veces llegaban borrachos. Una vez me contó él que estaban en una pulquería y que llegó una mujer y lo fue a besar y abrazar. – Y luego –dice Pedro-, me preguntó si tenía mujer. Yo le dije que no y entonces se me pegó más y me andaba jalando. Ya no sabía cómo quitármela. Yo le dije dónde quedaba mi casa, como estaba borracho… Desde entonces me busca y cuando me ve, siempre me anda jalando. Yo creo nomás eran chanzas de Pedro, porque no dejan entrar a las mujeres a las pulquerías.
Como salí otra vez enferma me vine para Azteca. Yo me vine primero porque en México las parteras cobran mucho. Mi comadre Diódora nos escribía seguido. Ella nos quería mucho y siempre nos estaba diciendo que regresáramos. Pedro le dijo que sí, que nomás conseguía dinero. Mi comadre volvió a escribir y nos prestó lo que necesitábamos. Con ese dinero, Pedro me mandó para acá. Me mandó con mi primo Margarito, y allí tuve que vivir en su casa. Yo le había dicho a Pedro: -¿Y ora, Pedro, quién te va a antender? – pero él dijo que no venía porque el cuarto ya estaba pagado quince días más y que por eso se quedaba.
Mi primo regañaba a los niños. Si cantaban o si gritaban, él y su mujer se ponían de malas; entonces le dije a mi comadres Diódora que mejor me iba a mi casita porque Margarito se enojaba con los niños. Mi comadre me dijo que estaba bien, que me fuera. Y como no tenía ningún mueble, me dice: -Llévate este petate, llévate esta olla, este metlapil. – Y otras cosas más me dio-. Yo te voy a ver a dirario para ver qué se te ofrece.
Y así me pasé para acá en donde estaba yo solita. A los quince días vino Pedro, y como siempre me anda chanceando, me dice: – Tengo una muchacha en México. Le dije que era soltero. Ella me arregla mi ropa. Ya me presentó con sus padres y la pedí. Ora ya es mi novia y me voy a casar con ella.
Regresando de México otra vuelta volvimos a la vida del campo. Pedro buscó trabajo y se alquiló para trabajar de ajeno. Llegamos en agosto y ya no era tiempo de sembrar.
* El texto es un fragmento del clásico «Pedro Martínez» de Óscar Lewis, publicado en Nueva Tork en 1964. La versión que aquí se presenta es la primera publicada en México por Editorial Joaquín Mortiz, en 1966.
** Las imágenes que acompañan al texto son fotogramas de la serie de microdocumentales «Megacities», dirigida por Michael Glawogger y estrenada en 1998. Todas fueron tomadas del fragmento «Traveling Peddlers» (Vendedores Ambulantes)