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INV 2005

Euforia modernizadora y calidad de vida/

Tensiones para pensar Santiago

Martín Hopenhayn y Remix Urbano

Artículo | Revista

Resumen

Preguntas que rondan el aire o la falta de aire.

¿En qué momento se desdibujó Santiago de Chile en el vértigo de la modernización descontrolada? ¿Cuándo se desbocó la máquina inmobiliaria, el parque automotriz, la agresión y el estrés de la vida-en-la-urbe? ¿Desde cuándo arrastramos la sensación de que algo poco sano nos ronda, y desde cuándo empezamos a hablar de calidad de vida para referirnos no a lo bien que se puede vivir en la capital, sino a los sacrificios que inevitablemente hay que hacer si queremos seguir viviendo aquí?

¿En qué momento tuvimos que admitir que cualquier salida a esta entropía ambiental de nuestra ciudad es muy compleja, difícil de imaginar y conflictiva para impulsar? ¿Cuánto tiempo le queda de agonía ambiental, y dónde habrá que instalarse, en poco tiempo, para seguir mirando hacia afuera de la ciudad?

Palabras Claves

Discurso antiurbano, Santiago de Chile, habitar, modernización.

Abstract

When did Santiago blur in the vertigo of uncontrolled modernization? When did the real estate machinery, the automobile park and the stress of life-in-the-city go all out of control? Since when have we had the sensation that something unhealthy surrounds us, and how long is it since we started to talk about the quality of life, not referring to the good of living in the capital city, but referring to the sacrifices we have to make if we want to keep on living here?

When did we have to admit that any exit from this environmental entropy of our city is really complex, hard to figure out and conflictive to drive? How long will environmental agony take, and where will we have to settle soon, in order to keep on looking outside the city?

Keywords

Anti-urban discourse, Santiago de Chile, living, modernization.

1. Una cierta urticaria

Santiago me pica en la piel. No sé bien qué es. Un desasosiego, un mar de ronchas. Me desespera no saber qué ciudad es ésta. Mezcla de Lima y de Miami, de empanada y video-juego. ¿Pero es mala la mezcla, la hibridez, la ensalada de tiempos en un solo tiempo? Me digo, en medio de la urticaria: no me pica la combinación de estilos sino la falta de estilo. Santiago se me desdibuja en la cabeza, pierde identidad, ni siquiera su mezcla tiene el placer del vértigo. Me pregunto, rascándome: ¿en qué momento la ciudad quedó absorbida por este desdibujamiento, arrojada a una expansión acéfala? ¿Cuándo se desbocó por la máquina inmobiliaria, y cuánto más tarde comenzó a pagar un precio alto en términos de vida-en-la-urbe? ¿Desde cuándo arrastramos la vivencia de que algo poco natural nos ronda, y desde cuándo empezamos a hablar de calidad de vida para referirnos no a lo bien que se puede vivir en la capital, sino a los sacrificios cualitativos que inevitablemente hay que hacer si queremos seguir viviendo en Santiago? ¿En qué momento tuvimos que admitir que cualquier salida a las «entropías» ambientales de nuestra ciudad es compleja, difícil de imaginar y conflictiva para impulsar? ¿Cuánto demorarán sus laderas tranquilas en ser devoradas por esta incesante expansión, aleatoria y carnívora, en que los cerros se reparten entre barrios emergentes de asentamientos precarios, de gente de «buena onda», y de «nuevos prósperos»?

Figura 1.

Figura 1.

2. La paradoja: más integración y más desintegración en la ciudad

¿Compensaciones significativas para estos costos de la modernización, para estos efectos no deseados del desarrollo?

Antes que nada, más conexión con el mundo. TV-cable, mucho más para elegir en la tele, Internet en los colegios y ya en un alto porcentaje de hogares, más teléfonos móviles que redes fijas, expansión de las inversiones más allá de las fronteras, mayores facilidades para desplazarse, información instantánea de todo lo que ocurre. Y para los culturosos o los cosmopolitas, más cine, más música, más conferencias, más restoranes, más diversidad culinaria.

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Figura 2. Imagen de Gonzalo Osorio.

También hay más eficiencia. Los teléfonos funcionan, los radio-taxi llegan puntuales, se puede hacer todo tipo de operaciones financieras en el cajero automático de la esquina de la casa, incluso los domingos, pagar cuentas de luz en los supermercados, renovar la cédula de identidad sin hacer cola, y sacar un permiso para exportar cualquier cosa con poco trámite. En las cajas de almacenes y farmacias, las computadoras imponen un ritmo aséptico al intercambio monetario, superconfiable y con una agradable sensación de modernidad en plena difusión. No es para despreciar estos logros: más interconexión con el mundo, más circuitos que pueblan la actividad productiva y especulativa en la ciudad. De cierta manera, más integración socio-cultural por vía de los sistemas de comunicación, de la modernización ocupacional y de los logros del rendimiento económico nacional. El santiaguino puede regocijarse -o tiende a regocijarse- pensando que ha dejado de ser un pueblerino, que ha roto el estigma de la periferia, que se ha pegado el salto en garrocha para caer, triunfante, en medio de la cultura y del mundo «de verdad». Entre los integrados a la nueva ola, la diversificación de actividades e inversiones multiplica las redes de relaciones entre pares. Estas relaciones pueden ser provisorias y «tácticas» en un mundo que el propio protagonista define como un campo de cambios continuos. El sentido de la oportunidad se agudiza más que nunca. Una voluntad de lucha, recubierta con el eufemismo de los «juegos», se despliega. Los movimientos de capitales se aceleran y el ojo debe ir a la velocidad de la mano. En el campo del consumo, los sectores altos interiorizan el mismo patrón de diversificación y aceleración. Para capitalizar la oferta de una gama creciente de bienes y servicios, hay que mantener la misma hiperkinesia en el consumo que en las inversiones. La vida entera se racionaliza para poblar lo cotidiano de múltiples efectos especiales: partidos de tenis, cursos de relajación, gimnasios con sofisticada tecnología, producción de videos caseros, juegos en la computadora, comunicación con redes internacionales a través de un terminal en el hogar, viajes en paquetes, y la inmortal televisión. La privatización individualiza los vínculos, pero los sumerge en un vaivén disolvente. La densidad del mercado aligera los lazos. La vida privada se divide en muchas vidas con distintos grupos de referencia, unidas por el delgado hilo de las complicidades. La palabra «superficial» se disimula con la máxima de «estar a la altura de los tiempos». Esta es la tónica que seduce hoy día al habitante entusiasta de esta ciudad: contingencialismo exacerbado donde la obsolescencia acelerada ataca tanto a los productos como a los acontecimientos, lógica del software para no atascarse en un Dios único, provisoriedad en las apuestas y en los afectos.

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Figura 3. Imagen de Pato Albornoz.

Hay más. En el barrio alto, muchos negocios bautizados en inglés, mucha boutique pretenciosa que se inaugura con pastiches publicitarios recién salidos de Europa o Nueva York. En los barrios más lejanos al Santiago «histórico», como La Dehesa o San Carlos de Apoquindo, no extrañaría encontrar nuevos centros comerciales que anuncian sus productos en bilingüe (por si algunos que anden por allí sólo entendieran el castellano). Como en los tiempos del Chile siútico de siglo pasado, vuelven las citas en francés a las conversaciones. En este contexto hay más integración, y también más desintegración. Se puede presumir un desplazamiento en las expectativas de integración social, que ya no se limita al acceso a bienes materiales o a servicios básicos, sino que incluye también el acceso de múltiples fuentes a información, conocimientos, decisiones, comunicación, representatividad política y visibilidad pública. Este acceso a bienes simbólicos se ve estimulado tanto por los actuales procesos de democratización, que abren canales de participación pública, como por el impacto cada vez más profundo de las comunicaciones, que integra a la sociedad por el lado del consumo simbólico.

3. Santiago como posible lugar para pensar el deseo de ser modernos

Cierto, Santiago crece en todo sentido y uno puede reconocer, y hasta agradecer, los saltos en la oferta cultural, de consumo, de comunicación y de servicios. Pero por otro lado la modernización resulta tan intensiva que deja la impresión que Santiago sólo puede existir en su fuga hacia adelante, sólo respira cuando humea. Entonces vienen los costos en estrés, incertidumbres respecto del futuro, crisis de pertenencia, debilitamiento de la comunidad, mayor tiempo dedicado a moverse a lo largo de día, enfermedades nerviosas, alteraciones del sueño, mayor conflicto dentro y fuera de las familias. Tampoco me parece mal que la modernización capitalista tenga sus costos, porque a través de ellos reavivamos nuestro espíritu crítico frente al capitalismo, cosa que no está muy de moda estos días. A través de todos estos efectos no deseados del boom del crecimiento económico la conciencia se despereza y el desasosiego se convierte en acicate para tomar distancia y recuperar perspectiva histórica. Esta conciencia sólo parece alimentarse en este permanente equilibrio que el santiaguino tiene que hacer, en su cálculo vital, entre fuerzas positivas y fuerzas negativas que cruzan esta ciudad en perpetuo movimiento des-identitario. Cada día más, lo negativo de este habitar-en-Santiago cobra nuevos matices, como el fondo de contraste sobre el cual se dibujan las conquistas del progreso. Esta negatividad, claro está, no le hace gracia a nadie. Pero insisto: a través de ella la conciencia recupera su fuerza crítica, instaura dentro de sí su momento de cuestionamiento, vuelve a colocar en el imaginario de la ciudad ese elemento reflexivo de la modernidad que la euforia modernizadora quería dejar de lado.

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Figura 4. Imagen de Sergio Recabarren.

Esta conciencia de la negatividad, que siempre ha querido ser, en la historia moderna, una antesala para volver a preguntarse por lo posible, para tematizar la libertad y la felicidad en tanto territorialmente posibles, reaparece en Santiago, precisamente, con un carácter fuertemente territorial: en el aire que se respira, la demora para llegar a cualquier parte, el desencanto de la ciudad puesto en escena en lo anodino de su crecimiento: pero es sobre todo en la progresiva frecuencia de lo catastrófico donde la conciencia negativa puede re-circular por las cabezas de los santaguinos. Es cuando hay que duplicar los números de restricción vehicular porque los índices desmog llegan a niveles de amenaza directa a la salud; o cuando se inundan los barrios situados en las faldas sur-oriente de los cerros; o cuando un trayecto que normalmente toma 15 minutos en su recorrido, obliga a perder más de una hora en un taco propio de un cuento de Cortázar: allí se despereza esta conciencia crítica. Y recurre entonces la pregunta: ¿es este estilo de modernización, tan lleno de efectos corrosivos sobre el territorio y la calidad de vida, la única forma posible para que la modernidad despliegue su pulsión de crecimiento? ¿Dónde quedó la supuesta ecuación virtuosa que unía entre sí la modernización y la calidad de vida? Más bien tiende a invertirse, al menos para muchos, esa supuesta relación correlativa entre ambos términos. Pensemos que hace treinta años, el mejoramiento de la calidad de vida era una variable dependiente-positiva del proceso de modernización: más empleo moderno, mejores ingresos, más acceso a bienes y servicios, tasas crecientes de escolaridad, mejor atención de la salud para toda la población de la ciudad, mayor cobertura de la seguridad social, perspectivas de mejoramiento de viviendas y asentamientos humanos, asimilación de códigos de modernidad, etc. etc. Precisamente el concepto «calidad de vida» nacía para reflejar el grado posible de satisfacción de necesidades básicas tales como el trabajo, la salud, la educación y la vivienda. La modernización aparecía, en el imaginario social, como una suerte de dinámica expansiva, no desprovista de algunos costos ni de promesas incumplidas, pero mal que mal, como la dinámica inequívoca para aumentar el acceso colectivo a la satisfacción de necesidades básicas. De allí que la calidad de vida, medida por estas necesidades, se veía siempre «favorecida» en la ecuación modernizadora.

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Figura 5. Imagen de Yoicy Steffens.

Pero si las catástrofes territoriales y ambientales, o la pérdida de tiempo libre, o las distintas formas de inseguridad y desenraizamiento siguen incrementándose en Santiago, esta correlación positiva entre modernización y calidad de vida pierde arraigo en la subjetividad de los habitantes de la gran ciudad. Cada vez más, la noción de calidad de vida se hace menos reducible a tasas de escolaridad, expectativa de vida al nacer o reducción de tasas de mortalidad infantil, y se liga con dimensiones de fuerte acento territorial. La catástrofe desplaza la calidad de vida hacia otros objetos: nuestro aire, nuestro ritmo de vida, nuestra proximidad o distancia con la naturaleza, nuestras raíces en la historia. En este sentido, la pregunta por la calidad de vida en Santiago tampoco es patrimonio exclusivo de los ecólogos o ecologistas, de alternativistas descalzos, de expertos en políticas sociales o de políticos ilustrados: son ellos, pero también son hoy día muchos otros los que ponen la modernización sobre el tapete cuando les toca enfrentar muchos de los problemas vinculados al territorio en que se desplazan, al sitio en que se refugian para su intimidad (en suma, sus asentamientos), y a la calidad de vida que se les impone.

4. Modernización, territorio y calidad de vida en Santiago, visto con los ojos de una conciencia crítica

Santiago tiende a la des-identidad, a la des-habitación, a des-singularizar a sus habitantes. Paseo imaginariamente por la ciudad mientras me sigo rascando. Espacios y símbolos de la estética postmoderna anulan la ciudad, la reconstruyen clónicamente, en maqueta y en versión aséptica. El nuevo centro comercial es una epifanía secularizada pero que a la vez niega toda posible revelación de sentido: su irrupción modifica y anula todo. Es parte del mosaico, pero también es la gran metáfora de una cultura que ha erradicado la convicción de los sentidos en aras de la obesidad de los significantes. También el local público de video-games o de «tarreo» es parte y metáfora. Allí la narración ha quedado vaciada para hacer posible el titilar puro del simulacro y la textura. Las modas y los objetos privilegiados de consumo son otra metáfora. Fundan una mezcla de obsolescencia acelerada y combinatoria irrestricta. El mercado asegura facilidad de identificación simbólica con sus productos; pero este apego es tan fugaz que se requiere mucho dinero para saltar de una satisfacción simbólica a otra.

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Figura 6. Imagen de Paola Terzago.

Como en el zapping televisivo, la ciudad tiene esta combinación de velocidad y disolución. El video-game, el zapping, el shopping y el consumo febril han sepultado el silencio y la pausa, elementos sutiles que tanta intensidad dispensaron al arte moderno (pensemos en Miles Davis, Antonioni, Bergman, John Cage, etc.). La vida en la ciudad pretende mostrar un mundo lleno de matices, pero confunde el matiz con el brillo. La música disco primero, tecno después: sacrificio de la cadencia por el hiperritmo programado. La creatividad musical se confunde con la repetición de estructuras; se habla de creativos y se denota a los publicistas. Finalmente, la inmortal televisión que mezcla la democracia informativa con el fetiche de los ídolos, donde coexiste el pluralismo de actores con el totalitarismo publicitario y la mediocridad como norma. Absoluta familiaridad de lo público, pero también absoluta reclusión del intercambio en los espacios cerrados. Como el mercado, la televisión pareciera poner todo al alcance y vista de todos; pero el mercado es absolutista, por cuanto se reserva una mecánica discrecional de consagración de los productos, y un peaje de ingreso que sólo las minorías transnacionalizadas pueden pagar. Algo me pica. Santiago se me escapa. Pero me resisto a deshabitarla tan fácilmente, a pesar de la profundidad de los cambios, las rupturas y las renuncias que nos ha tocado vivir. Habrá que reconocer que los domingos nada está más concurrido en la ciudad que los nuevos centros comerciales, yanquilizados y atestados de padres con cara de aburridos e hijos con saltos de histéricos -y habrá que reconocer que van allí porque lo eligen, y lo vuelven a elegir una y otra vez. Es cierto que muchos en esta ciudad gustan de la onda del no- cuestionamiento, el achanchamiento -con-buena-facha, la rutina que mal-que mal-funciona y se convierte en identidad. ¿Pero identidad de quién, si no hay nadie singular en ese amoldamiento, ninguna voz propia, ninguna decisión capaz de afirmarse fuera del campo magnético de la inercia imitativa? Y habrá que reconocer que muchos de los que no acceden a este campo de consumo real y simbólico, sólo buscan las formas materiales que les hagan viables estos estilos-de-vida-tan-sin-estilo. Pero de este otro lado, o probablemente con una pierna en cada lado, estoy yo, y a lo mejor tú, y algunos que tú conoces y otros que yo conozco, y otros que aquéllos que tú conoces a su vez conocen y así, vamos haciendo más larga la lista. ¿Cuántos somos los atascados a mitad de camino entre la tradición y la ruptura, y a mitad de camino entre la nostalgia histórica y la integración sistémica? ¿Cuántos no nos decidimos entre seguir buscando una posible identidad colectiva, o adaptarnos del todo a una ciudad que ya podría estar en cualquiera otra parte del mundo sin alterar su esencia? ¿Alcanzaremos alguna vez a constituir una masa crítica, a trascender el límite de la tribu urbana? ¿Podrá la catástrofe del territorio extender a lo ancho de toda la ciudad esta preocupación extendida por la calidad de vida? En esta transición de un Santiago histórico, hecho de sus propias y singulares síntesis, a un Santiago transnacionalizado, imitativo, des-identitario, cuyo lugar específico en el mapa ya resulta indiferente: ¿Qué pasa con nuestro territorio y cómo, a través de esta des-memoria nos replanteamos nuestro deseo de modernidad?

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Figura 7.Imagen de Carola Walker.

Santiago es ciudad a medias, pueblo a medias. Tiene el estrés de la gran ciudad, pero no la personalidad ni la vibración de la metrópoli. Es monótona e inconmensurable al mismo tiempo. Goza de una modernización con bajo nivel de conflicto, pero sufre la falta de intensidad. Ni tan explosiva como Caracas, ni tan sincrética como Ciudad de México, ni tan violenta como Río de Janeiro. Todo aquí es relativamente ordenado, lineal, institucionalizado, consensual, eficiente. Pero la modernización también se desgarra en Santiago, y este desgarramiento se «hace concepto» a partir de una noción compleja de calidad de vida que está atravesada con la segmentación del espacio público, con la participación estratificada del baile comunicacional, donde convive la droga dura con la conversación blanda, y donde las necesidades básicas se mezclan con los estilos de vida, la valoración del aire puro y de la conexión con la naturaleza. Una pérdida sorda de la capacidad de goce en toda la población, incluida la vieja aristocracia hedonista, atraviesa la ciudad como una alarma silenciosa y cuestiona la dirección que asume el buque en que todos los santiaguinos navegamos. ¿No se avizora en las nucas de muchos santiaguinos esta urticaria, un preguntar si vale la pena esta apuesta por dejarse atravesar por el mundo? ¿No interpelamos, a través de pequeñas impaciencias cotidianas, esta apuesta liberal por abrirnos al juego de las fuerzas más espontáneas de la vorágine de la historia -o más dominantes, según la lectura que se haga? ¿Será esta forma de modernización inevitable? Pero esta misma conciencia crítica puede llegar a tener algo de masoquista, o al menos adquirir un rostro nada bello en el desfile de los estereotipos por la ciudad: «El latero, el obsesivo, el neurótico, el que se quedó pegado, el que le gusta conceptualizar todo, el intelectualoide, el lúcido-pa-qué, el dale-que-dale, etc.»… Tales son algunos epítetos que podrían caer previsiblemente sobre la conciencia crítica, casi como cáscaras de banana o tapitas de botellas de cerveza, lanzadas en medio de risotadas desde la tribuna de los integrados.

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Figura 8. Imagen de Paloma García.

Pero hay tal visibilidad del desecho o de la resaca del progreso, a través del color gris-negro que agarra el aire contaminado de Santiago, que es muy difícil abstraerse de la presencia de una suerte de romana mental en que pesamos los pros y los contras de esta ciudad. Con la presencia del smog, no podría ser más gráfica la ecuación que homologa la modernización al deterioro en la calidad de vida. Pero a su vez -y ésta es mi esperanza- esta fisura ambiental puede extenderse hacia otros campos, y entonces la calidad de vida trasciende el plano meramente ambiental. Esto es así, sobre todo, precisamente porque uno de los rasgos propios de las catástrofes ambientales es su naturaleza sistémica, vale decir, que sólo se explican -y muchas veces sólo se resuelven- a partir de un cúmulo de fenómenos interconectados. Remontar la madeja del smog nos conduce, si queremos llegar a sus últimas consecuencias, a la opción misma de modernización que ha prevalecido en Santiago. Nos devuelve, también, al concepto ampliado de calidad de vida.

5. De cómo también, en algún punto, la racionalización modernizadora y la calidad de vida vuelven a intersectar

Y en medio de estas fuerzas en tensión, la lógica de la performance también se cuela al interior de quienes empiezan a reivindicar la calidad de vida contra la modernización «salvaje». Aparece entonces todo un lenguaje, una proliferación de discursos y ofertas, de opciones para escalar posiciones en este ranking de la propia calidad de vida: gimnasios, tenis al alcance de la mano, psicoterapias de fin de semana, talleres para facilitar la comunicación y expresión, servicios en las empresas para sopesar las inquietudes de sus «miembros» y reducir las tensiones laborales. Empieza, al mismo tiempo, a construirse un mercado en función de la optimización de la calidad de vida, una cultura de optimización por el lado del «crecimiento sano», el «desarrollo personal», la superación de nuestros karmas. Nuestro atávico espíritu piadoso revive en los grupos de encuentro, mientras la sensibilidad new-age nos permite mantener un discurso utópico menos denso, más light y con más sex-appeal. Las ofertas emancipatorias se hacen tomando en cuenta que la gente está muy ocupada, y la calidad de vida se mejora en horario vespertino o de fin de semana. Una racionalización del tiempo acompaña también las opciones intersticiales mediante las cuales resistimos a la alienación y buscamos humanizarnos.

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Figura 9. Imagen de Jesús Gil.

El «ideal» de calidad de vida se empieza a hacer presente en muchas de las pequeñas elecciones cotidianas: está en la rigurosa partida de tenis semanal de un profesional bien ubicado, en el cultivo del eros y del sexo como una experiencia de apertura, en el taller literario compuesto por mayoría de mujeres mayores de cuarenta, en el club de Toby de los viejos amigotes que no dejan de celebrar rituales de encuentro, en la participación de los padres en tediosos encuentros de apoderados, en el arriendo de una casa en Isla Negra, a muy bajo precio, por todo el invierno. La calidad de vida se busca en múltiples rincones del tejido social de la ciudad. Habita en el voluntariado de bomberos, en el salvacionismo-aquí-y-ya de todas las religiones que hoy seducen a las minorías urbanas. Ya tenemos hijos, y éstos nos hacen pre-ocuparnos de la calidad de vida futura, eligiendo el colegio apropiado, las reglas adecuadas, la actualización constante, y obligándonos a internalizar en nuestro orden simbólico los problemas del medio ambiente. Santiago tiene, hoy más que antes, una fuerza inercial hacia la entropía. Invocar la calidad de vida en Santiago tiene algo de especial, por cuanto se trata de una invocación poblada de inquietud societal. Pero tampoco quisiera deducir de todo esto que la calidad de vida debe entenderse como una «normatividad anti-catástrofe», un «fundamentalismo preventivo» o un calvinismo ecológico. Y no es raro avizorar precisamente esta tendencia, mediante la cual este referente «emancipatorio» de la calidad de vida queda sometido a un modo de racionalización represiva, como si la calidad de vida fuera un termómetro «objetivo» o «consensual» para medir nuestro grado de «desarrollo sano». Si así lo fuere, habremos reintroducido, una vez más, esencia de Calvino en un caramelo con envoltorio libertario. ¿Queremos semejante marcación-al-hombre, exigencia de «performatividad» conforme al referente «medible» de la calidad de vida? ¿Se trataría, acaso, de oponerle a la modernización «salvaje» una ética de la abnegación, un imperativo categórico de la racionalización de la vida -como «optimización» de la salud, máximo puntaje en desarrollo integral? Sin embargo no es fácil, tampoco, que tienda a universalizarse esta forma represiva del valor «calidad de vida». Hemos adquirido, en nuestro paso tropezado por la modernidad, una irresignable cuota de hedonismo, y un culto a la autonomía, que nos vacunan contra esta posible reincidencia en las figuras arquetípicas del fakir-cristiano, del superyó-supercalvinista, del utopismo de máximo rendimiento. No nos gusta sufrir y, por lo mismo, no quisiéramos reencarnar al viejo personaje del esclavo bajo nuevas máscaras de «integridad».

6. Para conservar esta manía de invención utópica

¿Se incuba hoy día, como pulsión colectiva de afirmación vital en nuestra ciudad, un germen capaz de fecundar en nuevas formas de utopía, una sensibilidad común frente a la amenaza a la calidad de vida, una reacción creativa frente a la catástrofe territorial, que podría empujarnos en un tiempo más a repoblar nuestros deseos y fantasías, y también nuestros sueños de la ciudad-sociedad, con otros colores y olores? ¿No habrá, quizás, una incipiente tendencia a volver a la imagen de ciudad más que al concepto de sociedad, como el territorio en el cual asentar imaginariamente un espacio compartido con mejor calidad de vida? ¿Hay aquí una fuerza prosperable que nos permita evitar esta consagración de pequeño-modernos, una resistencia común que pueda cruzar vertical y horizontalmente la polis?

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Figura 10. Imagen de Daniela Peña.

Tal vez por lo vulnerable que se hace nuestro territorio-ciudad, bajo el régimen de modernización «inercial», se puede tejer un hilo de conexión entre las percepciones que habitan en los más diversos rincones de esta ciudad. No se trata aquí de «solidaridad» entendida como entrega desinteresada, o como expresión tangible del amor al prójimo. Pareciera que la trama en que hoy día puede gestarse un nuevo cuidado común por la calidad de vida radica en una sincronía colectiva para empezar a preocuparnos activamente por esta calidad de vida, cuando ya se convierte en tema de conversación cotidiana el descontento y la aprehensión de saberse habitante de un paisaje no deseado.

Nos sabemos todos-expuestos a los efectos poco controlables de esta especie de capitalismo autorrealizado. Hay diferencias sociales, injusticias económicas, y relaciones de dominio que también nos separan: tarde o temprano volverán a ponerse sobre el tapete el conflicto respecto de la justicia distributiva y al acceso igualitario a una mejor calidad de vida. Tarde o temprano también nuestra conciencia crítica nos exige, si pretendemos mantener el aliento emancipatorio del proyecto de la modernidad, reivindicar el derecho de todos a ser ciudadanos con plenos derechos. Pero hay una vulnerabilidad común ante la catástrofe territorial y la anomia cultural, y para enfrentarla es posible que algún día se requiera sustituir relaciones de dominio por vínculos de compromiso horizontal entre la gente, y es posible que los propios industriales tomen la decisión de invertir parte de su capital para limpiar ese aire que ellos, también habitantes, tendrán que respirar.

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Figura 11. Imagen de Alejandro Orrego.

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Figura 12.

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Figura 13.

Recibido el 1 de enero del 2005. Este artículo es una versión ampliada, corregida y actualizada de Hopenhayn, Martín (1995). «Respirar Santiago: Crónicas». Nueva Sociedad, 136. Caracas: Nueva Sociedad.

Martín Hopenhayn, Director de la División de Desarrollo Social de CEPAL. E-mail: Martin.HOPENHAYN@cepal.org.

Remix Urbano es una muestra colectiva organizada por la Escuela de Diseño de la Universidad Diego Portales, Metro Chile, Fundación Metro Cultura y Revista Plagio. La muestra reúne el trabajo de alumnos de Diseño de la Universidad Diego Portales. En su primera realización contó con 26 piezas de gran formato que proponían una reflexión visual sobre la ciudad de Santiago, utilizando diversas técnicas gráficas. Hitos urbanos, arquitectónicos, patrimonio vernáculo, cultura pop y personajes de la ciudad fueron parte del imaginario de la muestra.

En palabras de Manuel Córdova, uno de los organizadores, Remix Urbano es «una experiencia de diseño que plantea una reflexión sobre la ciudad en que nos movemos diariamente. Un ejercicio que indaga de manera creativa y abierta en la visión y proyección de un nuevo Santiago, construido a partir de retazos, de fragmentos de lo cotidiano, de historias que nacen en lo particular y que trascienden a lo universal».

Los resultados del primer Remix Urbano fueron expuestos en la Multisala Cultural Baquedano, del Metro de Santiago. Agradecemos a la Escuela de Diseño por facilitarnos las imágenes que ilustran este artículo.