Resumen
El siguiente artículo se inscribe dentro de los estudios de movilidad y da a la experiencia un papel significativo, al considerar el potencial del medio para constituirse en sí en un espacio simbólico. Se debate la incorporación de las prácticas en los estudios del transporte, observando la interacción social y la aparición del sistema de transporte como otro actor. Este último toma especial protagonismo en el caso analizado: en base a entrevistas y registros fotográficos realizados por los mismos entrevistados, se busca registrar los imaginarios urbanos que se detonan con Transantiago -el polémico sistema de transporte público inaugurado el 2007 en la capital chilena-. Se plantea una trama de relaciones simbólicas que se teje desde la experiencia del viaje, como la complejidad de la red de actores que en ella confluye, la afección que tiene ésta en las opciones modales, las relaciones corporales y la percepción de la ciudad.
Palabras Claves
movilidad, imaginarios urbanos, Santiago, transporte público, experiencia de viaje.
Abstract
This article is inscribed into mobility studies and gives to the experience a significative role, considering the medium potential to become a symbolic space. The importance of considering social practices in transport studies is debated, concerning about social interaction and the transport system as an actor itself. The latter takes special protagonism in the studied case: Transantiago, the controversial mass transit system started in 2007 in the Chilean capital city. By interviews and photographs taken by the interviewees, urban imaginaries sparked off by Transantiago are captured. Is suggested that a weave of symbolic relations is knitted around the commute experience. The complexity of the actor network that converge in the experience, the affectation of the latter in the transfer choices, in the bodily relations and in the city perception, are among the threads discussed.
Keywords
mobility, urban imaginaries, Santiago, public transport, commute experience.
1. Introducción
La instalación del sistema Transantiago en la realidad urbana de la capital ha significado, desde su inicio en el año 2005, fuertes implicancias para la vida cotidiana de sus habitantes. A ojos de la opinión pública, alimentada fundamentalmente por los medios de comunicación, este servicio de transporte colectivo ha constituido una instancia de desilusiones y frustración. Es en el plano de las significaciones que los desafíos del sistema todavía no han sido abordados lo suficiente, y ese es uno de los objetivos de la propuesta que aquí se presenta.
Enfrentar la problemática urbana que se desprende de Transantiago conlleva la oportunidad de fortalecer en los estudios urbanos una mirada que otorgue importancia a lo significativo de los viajes, a la densidad permanente que habita en lo fugaz. En el ámbito de la investigación en movilidad existen todavía grandes tareas inconclusas, particularmente en atención al ámbito de las experiencias y las significaciones. Es desde estos trayectos todavía poco explorados que busca realizarse un aporte en la comprensión del propio territorio y las formas en que el espacio se concibe como plataforma de las identidades urbanas.
En lo que sigue se presentan fragmentos seleccionados de la tesis «Imaginarios en movimiento: Análisis de tramas de sentido en el transporte público de Santiago de Chile». El trabajo de investigación se basó en un enfoque cualitativo, desarrollado a través de viajes acompañados y entrevistas fotográficas a doce usuarios de transporte público. A partir de esto, se describe una estructura experiencial que conforma y explica la permanencia de un imaginario urbano comúnmente asociado a Santiago: el de una ciudad hostil, agresiva y frenética.
2. Movilidad: Valoraciones y tácticas en movimiento
2.1 Estudios estructurales de movilidad: cuando el mundo se acelera
El punto de partida fundamental que autores como Bourdin (2002) utilizan para justificar el desarrollo de los estudios de movilidad, es entender al mundo urbano contemporáneo como crecientemente acelerado, de desplazamientos generalizados y muchas veces «prescritos» (Le Breton 2004a citado en Lazo, 2012: 20). Paola Jirón describe a la movilidad como «un emblema del tiempo actual, y aunque históricamente nuestras sociedades han sido caracterizadas por un aumento de la movilidad de cada esfera, sus múltiples formas, velocidad y variedad no tienen precedente» (Jirón, 2008: 18).
Considerado como un desafío para los estudios urbanos, el problema de la movilidad fue pronto entendido por los cientistas sociales como una óptica específica de comprensión de la desigualdad y segregación expresadas en la ciudad. Así, el pensamiento estructuralista guiaría el análisis de los estudios más destacados, revisando cómo las posibilidades que los individuos y grupos tienen para viajar se ven segmentadas y diferenciadas de acuerdo a las desigualdades expresadas en el territorio. Jean-Pierre Orfeuil (1999) observa cómo el acceso a la movilidad puede plantear, para grupos de bajos ingresos, un obstáculo más difícil de superar que el de acceder a vivienda o a servicios. Muchas veces la elección del lugar donde se vive queda supeditada a la posibilidad de mantenerse vinculados a una red de movilidad que conecte con oportunidades de trabajo.
Tomando las preocupaciones por el acceso a las redes, Kaufmann y Flamm (2006) desarrollan el concepto de motility [1], buscando referirse no a qué cantidad y calidad de viajes realizan los sujetos, sino al potencial que poseen para desplegarlos: «[motility] puede definirse por cómo un individuo o grupo toma posesión del reino de posibilidades de movilidad y lo desarrolla para proyectos personales» (Kaufmann y Flamm, 2006: 168). El aporte central de esta forma de enfocar la problemática es haber introducido la movilidad al ámbito conceptual de los capitales, retomando el pensamiento estructuralista de Bourdieu.
También influidos por un enfoque de inclinación estructuralista, Jouffe y Lazo (2010) se concentran sobre las tácticas cotidianas de respuesta a sistemas tecnológicos que imponen una forma de viajar. Amparados por las ideas de Foucault, los autores plantean que la movilidad cotidiana constituye una arena donde se despliegan relaciones de poder, y que, en definitiva, la movilidad es un acto de poder en sí mismo.
Pero la movilidad como fenómeno no expresa solamente diferenciales de poder y segregación socioeconómica. Lazo (2012) hace un llamado a no centrarse solamente en variables estructurales, como clase social o localización en la ciudad, sino que también a valorizar el ámbito de la experiencia y las tácticas de desplazamiento. «La movilidad es diferente desde un punto de vista cualitativo» dirá la autora (Lazo, 2012: 24), enfatizando en la necesidad de explorar en detalle la experiencia de los sujetos que viajan, describiendo sus tácticas móviles y buscando en ellas nuevas formas de comprender la necesidad de desplazarse por el entorno urbano.
2.2 Del transporte a la movilidad: virajes y paradigmas
John Urry, y otros autores influenciados por los estudios de la ciencia, han postulado que los últimos años han visto surgir un cambio en la forma de problematizar la movilidad como fenómeno. Este «giro hacia la movilidad» (mobility turn) es recogido por varios cientistas sociales y establece que «antes del movimiento no hay nada; el movimiento expresa cómo son las cosas» (Urry, 2011: 33).
El cambio de dirección es más radical que sólo un énfasis en una temática poco estudiada. La movilidad como concepto genérico, que refiere no sólo a los viajes de los seres humanos (en todas sus formas; migracionales, cotidianas, comunicacionales), sino que también al de los objetos, plantea principios epistemológicos desde los que las ciencias sociales deben levantarse para volver a mirar el mundo. La realidad es aprehendida desde una mirada fijada en las controversias; en los fugaces momentos e instancias que se articulan en forma de red, involucrando tanto humanos como no humanos (Latour, 2008).
En este contexto, la movilidad se refiere a todas las formas en que la gente se relaciona socialmente para cambiar de lugar, lo cual considera la suma de viajes realizados y las distancias atravesadas, pero también las expectativas, experiencias, consecuencias e impacto que estos viajes tienen sobre la vida de la gente y cómo afectan las prácticas de movilidad y el diario vivir (Jirón, 2008: 18)
Desde este giro hacia la movilidad se consolida finalmente lo que Sheller y Urry (2006) llaman «el nuevo paradigma de la movilidad». Este enfoque, según los autores, trasciende la dicotomía entre estudios de transporte y estudios sociales, que ellos identifican como estática y poco fértil.
La crítica levantada por este paradigma es triple. En primer lugar, se cuestionan los estudios de movilidad como atrapados en «fortalezas disciplinares», con débiles puentes de comunicación con otras áreas del conocimiento. El nuevo paradigma de la movilidad, aseguran los autores, es radicalmente post-disciplinario.
La segunda crítica se levanta contra los estudios de transporte, que «principalmente se concentran sobre la naturaleza cambiante de los sistemas de transporte y ha desarrollado un cierto determinismo tecnológico. Examina escasamente los complejos procesos sociales que subyacen y orquestan los usos de ese transporte» (Urry, 2011: 20). La experiencia y cultura de los usuarios del sistema han gozado de poca atención desde esta mirada, con un sesgo más bien tecnológico.
La tercera crítica apunta en dirección de las ciencias sociales. Se cuestiona un «sedentarismo» en el pensamiento de la sociología, antropología y estudios culturales: «El viaje ha sido visto por las ciencias sociales como una caja negra, una colección neutral de tecnologías y procesos» (Sheller y Urry, 2006: 208). Se identifica con claridad una tendencia a entender los fenómenos de interés para las ciencias sociales como eventos que «ocurren en un lugar», pero no se considera que el desplazamiento mismo puede ser el foco de interés, o la fuente de variables explicativas. En palabras de Jirón (2007: 195): «La vida no para mientras las personas se mueven».
En tanto el viaje no debe ya ser comprendido como una caja negra o un espacio cotidiano desprovisto de experiencias significativas, es necesario plantearse la posibilidad de que estos dispositivos de viaje (el auto, el bus, el metro, la bicicleta) puedan convertirse en sí mismos en espacios simbólicamente relevantes. Pero «son todavía muy pocos los estudios en Latinoamérica que observan la movilidad urbana diaria desde una perspectiva experiencial» (Jirón, 2008: 23-24), y mucho menos aquellos que se centran sobre la relación bidireccional entre vida cotidiana y movilidad.
Urry plantea que las distintas formas de movimiento, entrelazadas con prácticas sociales que dependen de elementos temporales y espaciales, «son importantes modos en los que el mundo más allá de uno mismo es percibido y experimentado (…), cómo el mundo llega a ser visto, sentido, experimentado y conocido, cómo es convertido en un objeto de afecto» (Urry, 2011: 59-60).
2.3 Disputas y (des)encuentros: El transporte público como objeto de estudio
Lo que vuelve único al transporte público como espacio experiencial y escenario de investigación se manifiesta en base a dos ejes. El primero es comprenderlo como un mecanismo de viaje que nos garantiza compañía no seleccionada. El ciudadano se integra a una experiencia que muy probablemente será compartida con personas cuya presencia, en principio, no puede ser vetada. Esta situación es, de entre todas las opciones que existen para la movilidad urbana, la que más fielmente refleja el principio de la vida en la ciudad, que se asocia con la vivencia de la fugacidad y la diversidad social:
Las prácticas de movilidad cotidiana urbana desarrolladas por los habitantes de las grandes ciudades también generan relaciones sociales significativas entre éstos y el espacio urbano, y si bien no cuentan con el nivel de consenso y estabilidad tradicionalmente requeridas por las ciencias sociales en la medida que promueven formas de identidad, relaciones sociales e integración social más individualizadas y coyunturales, son fundamentales para promover la visibilidad y el reconocimiento de «otros». De esta manera, en ciudades tan segregadas como las chilenas, los espacios de transporte público, lugares de tránsito o estancia corta también pueden constituirse en instancias de sociabilidad, encuentro e interacción social (Jirón et al, 2010: 38).
El segundo eje de especificidad radica en el hecho de que, al pagar para subir a un bus o descender al tren subterráneo, estamos incorporándonos al funcionamiento de un sistema particular y hasta cierto punto planificado. El adjetivo «público» no expresa solamente la compañía de desconocidos, sino que también la presencia de un aparato central que, en mayor o menor medida, interviene. El caso particular de Transantiago ha sido abordado por Ureta (2012), que lo entiende como un proyecto con pretensiones modernizadoras que acarrea exigencias y expectativas que se depositan sobre el usuario. Metro de Santiago, según plantea el autor, desplegó a partir del 2005 una serie de estrategias y dispositivos normalizadores, buscando la «educación» de sus nuevos usuarios y la optimización de su funcionamiento a través de la designación de tipologías de comportamiento y el disciplinamiento de los cuerpos de los viajeros.
Así, no es sólo la relación de los sujetos con los otros pasajeros, sino que también con el propio sistema, lo que debe ocuparnos a la hora de centrar nuestra atención sobre experiencias de movilidad en el transporte público. Bruno Latour (2008) entiende a un «actor» como a cualquier cosa reconocible como entidad que haga a otros actores «hacer algo». Desde un punto de vista pragmático, el filósofo francés propone una perspectiva simétrica que no se preocupe de distinguir entre humanos y no humanos, pues de ambos mundos pueden provenir fuerzas que generen cambios relevantes. El sistema Transantiago será entendido entonces también como un actor, con el que los informantes pueden mantener una relación. En la misma línea, este sistema se entiende como inserto en un mecanismo todavía más grande y complejo; articulando dispositivos tecnológicos y actores humanos coordinados (Latour, 2001; Büscher, 2006). Finalmente, la ciudad también es observada desde la plataforma móvil del transporte público, comprendida y valorizada de maneras específicas que vale la pena conocer.
3. Experiencia de viaje
A continuación, valiéndose del trabajo de campo realizado, se abordan elementos generales, pero poco profundizados por la literatura especializada, en lo que refiere a la experiencia de la movilidad urbana. Se trata de aspectos específicos del transporte público que plantean exigencias o perfilan competencias por parte del usuario, así como advierten las relevantes transformaciones simbólicas que conlleva la instalación de un sistema de transporte como Transantiago.
3.1 Cuerpos exigidos, cuerpos restringidos
Emprender un recorrido por la ciudad en transporte público implica hacerse consciente de una gran cantidad de elementos que inciden sobre la experiencia de viaje. Una de las dimensiones más importantes, que se manifiesta bajo múltiples formas, es el cuerpo.
Aunque poco estudiado como variable relevante en las investigaciones sobre movilidad, el cuerpo es un elemento que se ve exigido como pocos a la hora de viajar. Acceder al transporte público equivale a acoplarse a él, muchas veces con costos corporales que nos obligan a enfrentarnos a nuestros propios límites. Los entrevistados destacaron la experiencia sensorial de la multitud, que abruma con olores, sonidos y tactos ajenos e indeseados.
Lo «público» del transporte pasa, en primer lugar, por el encuentro con el cuerpo de los otros, pero la experiencia no acaba ahí. En el cuerpo se da también la manifestación del género, que leído en esta clave plantea el ser mujer como la condición de enfrentarse a la fragilidad del propio cuerpo. No sólo a través de la vulnerabilidad a la trasgresión, que se ampara en el anonimato de la multitud apretujada, sino que también al volverse inevitable el enfrentamiento de las corporalidades.
El hombre no, llega y te atropella, te pasa a llevar…hay un tema de machismo más que todo. El hombre como que «aquí vengo yo, tengo que bajar primero». El machismo no corre conmigo (Verónica, 34).
Ser mujer puede significar saberse un cuerpo frágil, que se ve limitado en situaciones físicamente demandantes, riesgosas o invasivas. La mantención de la femineidad en un contexto de contacto inevitable con extraños plantea desafíos proxémicos que despojan a las mujeres de ciertas posibilidades, y las obliga a responder con tácticas específicas. Así, Ángela (47), que viaja desde Puente Alto hasta La Reina para trabajar como nana, evita algunas micros que le sirven porque viajarían obreros en grupos numerosos, lo que le resulta intimidante.
Otro de los atributos del cuerpo que se constituye en un límite es la edad. El cuerpo se encuentra con sus fronteras por ejemplo en el metro, al enfrentarse a largas caminatas, escaleras interminables o velocidades que superan las propias capacidades. Ureta (2012), hablando en clave foucaultiana, ha destacado cómo las transformaciones del sistema subterráneo luego del Transantiago han conllevado la enfatización de mecanismos de control y disciplinamiento de los cuerpos, generando además instancias de exclusión que podrían tildarse casi de darwinianas.
Me canso, la verdad. Bueno, con la edad uno tiene que cansarse. Es muy agotadora esa caminata. Sobre todo en el invierno, más encima oscuro (Ángela, 47).
Como se ve, no es necesario ser un anciano para constatar el agotamiento. Más bien la conciencia de la propia edad parece irse perfilando sobre estos pequeños indicios cotidianos. El viaje es físicamente demandante, y es un lujo muy costoso agotar todas las energías en realizarlo. Siempre hay algo que hacer al finalizar el trayecto.
La escalera va así, y todos…todos llegan a hacer cola por subir en las escaleras mecánicas. Yo también subo por las escaleras mecánicas, aunque soy un deportista y todo el tema. Pero si subo las escaleras, voy a llegar no cansado, pero sí voy a agotar parte de mis energías en subir todas esas escaleras con un bolso que pesa como cinco kilos. Entonces sí hago la fila para subir la escalera mecánica (Cristián, 30).
El trayecto deja huellas más sobre nuestros cuerpos que sobre el pavimento. El transporte público en particular se entiende como una experiencia incómoda, agobiante e inclusive indigna, a través, muchas veces, de transgresiones corporales.
3.2 Metamorfosis del viajero
Como práctica cotidiana, el viaje por la ciudad conlleva la necesidad de que el urbanita se transforme; que se convierta temporalmente en un viajero en acción. La movilidad plantea al individuo frente a un escenario desafiante, que requiere de adaptaciones constantes apropiadas a cada situación. Así, y especialmente en el contexto de un sistema de transporte fundado sobre la intermodalidad, el usuario pasa también por diversos «modos» de moverse, aprovisionarse y comportarse.
Porque en la micro en general voy leyendo, o escuchando música…No pesco tanto lo que pasa afuera. Es un viaje más introspectivo. Pero cuando uno se baja, se pone más alerta. Apago la música, me concentro (Armando, 26).
No sólo al pasar de la micro al metro o a la calle, sino que también dependiendo de en qué barrio se esté, a qué hora y con quién; las combinaciones contextuales parecen infinitas, pero el conocimiento del viajero para adaptarse demuestra una experticia compleja, que despliega una gran cantidad de recursos y tácticas. En esta línea destaca el relevante rol de los objetos, que pueden constituir un «equipo de viaje» que lo facilita (como audífonos, libros, celulares). Este equipo ayuda a conformar una esfera de intimidad que protege al sujeto, por ejemplo a través de un reproductor de música que aísla de los estímulos externos. Otras veces, puede ayudarnos a llevar algo de nuestra propia esfera privada a un espacio de pasividad aprovechable:
En la mañana generalmente me vengo maquillando en el camino, porque no me alcanzo a maquillar en la casa. En la micro me maquillo. Cuando vengo en el metro, me vengo mirando las ventanas, a ver si ando como leona, a ver si me arreglo la blusa (Paulina, 45).
En ocasiones los objetos no colaboran en la construcción de un viaje cómodo, sino que exigen de parte nuestra una adaptación; una transformación eficiente. Mientras algunos intentan minimizar la carga en su viaje, para otros llevar bultos resulta ineludible. Cristián, atleta, debe ir todos los días después de su trabajo en Plaza Italia al estadio donde entrena en Maipú. Su bolso se convierte en un compañero de viaje indispensable, y requiere de cierta experticia manejarlo en el transporte público:
Este bolso yo lo ordeno en la mañana temprano. Le echo ropa de recambio, zapatillas con clavos, comida para el desayuno al llegar acá [al trabajo], comida a media mañana, la comida del almuerzo, a media tarde, y después a entrenar. Entonces el bolso va lleno. A lo que voy es que si el bolso está lleno, ocupa mucho más espacio en un metro lleno. Y es incómodo. Para mí es incómodo. En este tiempo [verano] no es tan incómodo porque no tengo que andar luchando con el bolso, que le puedo pegar a alguien, que hay que tratar de meterlo entremedio de toda la gente… (Cristián, 30)
Los objetos pueden ser tanto útiles como resultar blancos vulnerables. Lo mismo un libro nos ayuda a amenizar un viaje monótono que una cartera nos exige a mantenernos alertas. Todas estas situaciones posibilitan o demandan transformaciones de parte del viajero metamórfico.También los ritmos de viaje generan cambios potentes en el apresto de los sujetos. Los trayectos suelen describir etapas que proponen diferentes ritmos, cuyas transformaciones son a veces inadvertidas, y en otras ocasiones son aprovechadas. Francisca, ingeniera comercial, viaja todos los días desde El Golf a La Moneda, en metro. Las caminatas desde su casa a la estación de origen, y luego desde la estación de destino hasta su oficina, le sirven como espacio de transición; desde un ritmo doméstico pausado, al acelerado discurrir del trabajo en el centro de la ciudad.
El trayecto de esa caminata al metro me encanta. Me gusta ir con la música, o leyendo…me gusta ese espacio del día; vai pensando…hay como pocos espacios de hacer nada. Y ese es un espacio de hacer nada. A mí eso me gusta, me gusta de mi trayecto al trabajo. No sé si me gustaría vivir arriba del metro; llegar y tirarme (…) Claro, como que para mí la oficina parte cuando yo salgo del metro. Como que ya estoy ahí, como en el centro, gente, corriendo, y tengo que caminar más rápido, voy atrasada (Francisca, 25).
3.3 La expansión de una red de actores
«Me enojo con el sistema» me comenta Paulina (45), mientras tratamos de bajarnos del apretado vagón de metro a las 9 de la mañana en Plaza de Armas. No es que no se enoje con los otros pasajeros que no la dejan pasar, o con los conductores de micro que no paran o frenan bruscamente. Todos esos, como siempre, son para ella actores que generan frustración y rabia. Pero el sistema, como entidad compleja, aparece también en su discurso, tan real y concreto como el hombre que no la deja bajar antes de subir al tren.
El viaje en transporte público está tan cargado de actores como cualquier otro, aunque esté atravesado por lo imprevisto y muchas veces lo indeseado. No siempre podemos elegir a nuestros compañeros de viaje, pero cuando podemos, los valoramos. Ángela (47) aprecia a su amiga Ceci, con la que comparte la micro cada mañana en un viaje desde Puente Alto hasta La Reina. Son vecinas, y ambas trabajan como nanas en hogares de altos ingresos. María José (23) trabajó un tiempo en Ñuñoa (ahora lo hace en Santiago Centro), y asegura que siempre eran las mismas personas que esperaban en el paradero cerca de su casa. La repetición se hizo hábito, y las caras conocidas acabaron por generar en su viaje un ambiente de serena familiaridad, aunque nunca cruzaron palabra entre sí.
Los actores relevantes para la movilidad no se agotan en el momento mismo del trayecto. La familia juega un rol fundamental en el capital de movilidad y en las decisiones que estrategizan los viajes. Guido (29) escoge sus rutas de regreso a casa, aunque le resulten incómodas, para maximizar las horas que podrá compartir con su hijo antes de dormir. Paulina muchas veces modifica su caminata luego de salir del trabajo para poder pasar a comprar materiales escolares para sus hijas.
La familia, los otros pasajeros, los conductores, los vecinos; todos pueden configurar una red de actores que inciden sobre la experiencia de movilidad. Como se ha visto, también los bolsos, los semáforos, los andenes y los paraderos deben ser reconocidos como actores no humanos igualmente válidos para el análisis de experiencias móviles. Pero poder referirse al «sistema» como si de un actor unitario se tratase plantea un escenario sin precedentes en la experiencia urbana santiaguina.
El sistema Transantiago se presenta también como un actor, con el que los urbanitas dialogan y desarrollan una relación tanto emocional como práctica. Esta conversación entre humano y sistema plantea a veces exigencias que se consideran denigrantes, o para otros abre posibilidades que frustran por su lejanía.
Subiendo a la micro, le pregunto a Guido cómo encuentra que es la gente que viaja con él. «Nooo…ahora la gente ya tiene cuero de chancho, se adaptó. Y es el sistema el que debería haberse adaptado a la gente». Guido me explica que los usuarios partieron haciendo resistencia, pero ya buscaron otras estrategias (como levantarse más temprano) o se han resignado a las nuevas condiciones de funcionamiento. La gente, a sus ojos, ha tenido que afilar sus habilidades de desplazamiento por la ciudad porque el sistema no es bueno. «Y la gente se pelea con el chofer, si él no tiene la culpa de esto. Es el sistema el que no funciona», me dice. (Notas de campo, 12 de diciembre 2012).
La animosidad de la gente puede focalizarse ahora sobre el sistema, aunque éste no tenga manifestación corpórea. Si bien el conductor del bus puede ser su representante vicario, la molestia se entiende como dirigida contra Transantiago.
El usuario no responde solamente adaptando su comportamiento o resignándose. Insertándose también en la retórica de la modernización, los habitantes de la ciudad asumen ellos mismos el rol de un fiscalizador del sistema, que se vuelve crecientemente ubicuo y validado. Todos los informantes de esta investigación declararon conocer el sistema de reclamos de Transantiago, y varios de ellos lo han utilizado en al menos una ocasión. Sacar fotografías a la patente de los buses, discutir con los administradores de las estaciones de metro y llamar al centro de atención del sistema puede constituir sólo una válvula de escape de la ira del momento, o llegar tan lejos como ampliar un recorrido local, como en el caso de Verónica (34).
Pese a constituir en sí mismo un actor tecnológico y político, Transantiago es también una red de actores ensamblados que permiten su funcionamiento. Así, hoy más claramente que nunca, el entablar diálogo con el sistema de transporte es hacerlo también con nuevas tecnologías (tarjetas, validadores, vías segregadas, etc.) y con antiguos personajes que comparecen de manera involuntaria en la escena. Los planificadores, políticos y tomadores de decisión en general son visibilizados en la cotidianeidad del usuario del transporte público. Incómodamente invocados por el sistema modernizador instalado, las quejas y las expectativas apelan a ellos. Al no haber respuesta aparente, para los viajeros de la ciudad parece reafirmarse el imaginario de una clase política lejana, inexperta y egoísta.
Son decisiones de ciudad que se toman todas a puertas cerradas, sin consultarle a nadie, y después sin darle explicaciones a nadie (Roberto, 31).
Sí, falta experiencia. Lo que siempre se dice; que las autoridades conocen poco del problema en sí porque están lejos de eso. Entonces la política pública siempre es diseñada lejos, por allá en una oficina, qué se yo (Patricio, 38).
¡A dónde usan ellos el transporte público! ¡No lo usan, si todos tienen auto! Ellos no pagan peaje, no pagan bencina, no pagan estacionamiento… (Verónica, 34)
4. Transantiago y los modos de viaje
Los dos principales soportes tecnológicos del viaje en transporte público de la capital (bus y metro) son las plataformas experienciales desde los cuales se dibuja la movilidad cotidiana. El fundamento de Transantiago es vincularlos intermodalmente, pero ambos son entendidos como mundos separados por parte de los pasajeros. La llegada de Transantiago a la vida de los viajeros capitalinos no sólo conllevó grandes transformaciones, sino que éstas fallaron en lograr el objetivo de configurar un sistema de transporte público moderno y eficiente.
En un ámbito más específico y concreto, los modos de viaje son el dispositivo en el que día a día se cincela la experiencia cotidiana de la movilidad. Cada uno se construye simbólicamente en comparación con el otro, y desde ellos es que se comprende la ciudad y su forma. Sus posibilidades y clausuras son el punto de partida desde el que nuestras ideas morfológicas de Santiago se generan.
4.1 «¡Transantiago es malo!»
Yo creo que lo que pasó con el Transantiago dejó como una imagen en la gente de que «Transantiago es malo«, ¿cachai? Y eso perjudica mucho a la calidad de vida de la gente. (Francisca, 25).
De manera transversal, el sistema Transantiago es entendido como un fracaso. Las razones que se arguyen varían enormemente, pero todos los entrevistados levantan una crítica elaborada, aludiendo a malas implementaciones, déficit financieros, baja cobertura, o evasión indiscriminada del pago del pasaje. Más importante todavía, todos los entrevistados son conscientes de que existe un cierto consenso global en cuanto al descontento que genera el sistema de transporte público.
Sí. Porque todo el mundo odia el Transantiago. Es el común. Que no lo odies es raro (…) El santiaguino versus Transantiago…hay una pelea que yo creo que no va a terminar nunca (María José, 23).
Luego de su implementación a fines del año 2005, el sistema provocó potentes transformaciones en la cotidianeidad de los santiaguinos. Las aglomeraciones de personas en el metro habrían de transformar su imagen para siempre, y la incierta frecuencia de los buses provocaría desesperación y protestas espontáneas frente a los paraderos.
Los medios de comunicación se hicieron cargo de socializar las potentes imágenes, y la animosidad contra las deficiencias del sistema fue en aumento. Verónica (34) debe viajar todos los días desde Renca hasta Santiago Centro, y la frecuencia de las micros que le sirven es muy baja. Cuando se le preguntó si creía que en otras partes de Santiago la situación ha ido mejorando, respondió: «No creo, porque por lo que veo en las noticias, la gente se ha parado hasta en medio de la calle porque la micro no pasa». La imagen de la frustración predomina y se socializa de manera potente.
Frente a las deficiencias de Transantiago, la mirada se torna hacia el pasado, nostálgica. Se extrañan los antiguos recorridos que atravesaban toda la ciudad, uniendo en un solo viaje en bus puntos tan insospechados como Lo Ovalle con Cantagallo. María José, de 23 años, recuerda que su padre realizaba ese trayecto todos los días para ir a trabajar. Hoy, semejante recorrido le parece exagerado y divertido por su extensión. Ella recuerda también la estética particular de las «micros amarillas»; las evoca con sus ornamentos personalizados y una cierta atmósfera festiva e informal.
La contracara de este nostálgico recuerdo también se hace manifiesta, cuando los informantes profundizan su comparación. Transantiago, incluso comprendido como un proyecto trunco de modernización, denuncia comparativamente una época anterior más caótica y denigrante.
Pero encuentro que es mejor…es más digno también. El tener las paradas establecidas. Antes el chofer si quería te paraba, no te paraba…para los escolares era una humillación terrible. El maltrato. Ahora el chofer está mucho más metido en su rol de chofer. No tiene que interactuar tanto (Patricio, 38).
Los mismos elementos que se echan en falta desde una óptica nostálgica son los que garantizan el funcionamiento de un sistema de transporte con pretensiones modernizadoras. El conductor del bus ya no hablaría con los pasajeros, garantizando un desempeño más profesional de su rol. Al entregar al operario una remuneración fija, se le desvincula de incentivos perversos que ponen en riesgo la vida de los pasajeros:
Igual prefiero el sistema de ahora. Como te había comentado, se percibe más seguro, más limpio, más regular…no hay esa competencia que había antes en que los choferes tenían que estar peleando por tomar la gente…Entonces en ese sentido es más saludable, digamos. Los escolares no quedan botados, como antes, que es un punto grave, encuentro yo. Nadie tiene la culpa de estar estudiando (Benjamín, 44).
Lo «limpio y seguro» del sistema Transantiago pasan de ser virtudes a constituir exigencias por parte de los informantes. De la misma forma que la mirada al pasado puede ser nostálgica, también puede tomar la forma de una crítica profunda a lo que había antes. La competencia desregulada entre buses, los riesgos de la alta velocidad, la violencia tras la informalidad de los pagos y los enfrentamientos entre conductores describen una visión del pasado que habla de una urbe selvática y agresiva con los viajeros del transporte público.
Para Ángela (47), que vive cerca de la estación Hospital Sótero del Río, la llegada del metro a Puente Alto coincidió con el inicio del sistema Transantiago. La micro amarilla se convirtió para ella en el símbolo de lo desagradable e indigno: «Es que siempre ibas apretada, repleta. Te carteriaban. Tenías ene problemas, tenías que subirte por atrás, venías colgando. Muchas veces arriesgarte a que te caigai de la micro, o que te cartereen y te saquen la porquería que trabajaste en el mes».
En una lectura más profunda, se evidencia también la estrecha relación entre el sistema y el usuario, en tanto la época del «salvajismo pre-Transantiago» habla simultáneamente de un contexto donde habría primado la falta de civilidad también entre los urbanitas.
Me acuerdo que antes, con las micros amarillas, la gente obligaba al micrero que parara casi en la esquina donde tú ibai…como que la gente no cachara que hay un bien común que puede ser más importante que el bien personal (…) ¿Te acordai? Corrían carreras, estaban los sapos, era como toda una mafia… (Armando, 26).
Es importante destacar que la imagen negativa de este pasado informal y desordenado se posiciona sólo sobre el transporte de superficie. El metro antes del Transantiago se recuerda como un espacio ejemplar, eficiente y acogedor. Por contrapartida, después del 2005 el metro sería objeto de severas críticas y el ícono de una desilusión profunda. Las aglomeraciones sofocantes y los fallos técnicos son ahora lo que lo caracteriza estigmáticamente, como se verá en la sección siguiente.
4.2 ¿Vamos en micro o en metro?
Las modalidades de viaje que ofrece el sistema de transporte público de Santiago (micro y metro fundamentalmente) son plataformas simbólicamente complejas. Su vinculación intermodal, incentivada por Transantiago, ha logrado que sus características se construyan de manera comparativa. Los informantes se refirieron a «lo bueno del metro» en comparación a «lo malo de la micro» y viceversa. Aunque en ocasiones se entiendan como alternativas rivales, ninguna se concibe sin la referencia de la otra.
5. La construcción comparativa de las modalidades
Inclinarse por la micro o el metro implica manifestar una predilección experiencial. Para aquellos que tienen la oportunidad de elegir entre una u otra modalidad, la disyuntiva se resuelve realizando una declaración implícita de sus prioridades.
El viaje en metro, desde el punto de vista de los que más lo utilizan, es rápido y eficiente. Constituye una opción que suele tomarse por aquellos que valoran llegar velozmente al lugar de destino. Su estética higiénica refuerza la idea de lo expedito. La micro, por contrapartida, se presenta como una alternativa lenta, menos directa, más accidentada.
Francisca (25) realiza su viaje cotidiano a bordo de la Línea 1 del metro. En una ocasión, por un aviso de bomba, su alternativa de siempre estuvo cerrada buena parte de la mañana. Se vio en la necesidad de ir en bus desde Las Condes hasta el centro de Santiago:
Fue…para mí fue incómodo. Aparte de largo. No íbamos tan apretados, pero la micro se movía caleta…tiene esa cuestión que como que es más invasivo, yo siento, que el metro. Porque al final, entre que vai parado, y que frenai, y la bocina, y la hueá, y te vai moviendo todo el rato…teni que estar mucho más pendiente que el metro, que es como que te parai ahí, y en quince minutos te teletransportaste a otro lugar, ¿cachai? En cambio esta cuestión es más invasiva, hay ruido, están los auto, el taco, bocinas…
Para sus usuarios habituales, el viaje en bus se asocia con el agrado de poder mirar hacia fuera. Los informantes que usan más la micro valoran el poder visualizar lejanías, ver pasar personas, poder presenciar al acontecer más allá del vehículo. La cordillera y los árboles suelen ser también objetos atractivos para el viajero que puede mirar por la ventana. El metro, en comparación, es descrito como una experiencia claustrofóbica y monótona:
¡Uy, deprimido! Encuentro que es súper depre. Viajar en metro sobre todo es una cuestión bien depresiva. Con la cantidad de gente, con la monotonía brutal de una estación a otra, con la monotonía, con el ruido…la verdad no me gusta nada (Patricio, 38).
Las emociones, así, conforman un factor importante a la hora de tomar decisiones. La comodidad en el viaje es un bien preciado, que se busca cuando se puede acceder a él. A nivel estratégico, la comparación entre micro y metro puede plantearse como trade-off. La oposición entre velocidad (metro) y comodidad (micro) se resuelve dependiendo de las circunstancias. Si se tiene un poco más de tiempo, puede escogerse el viaje en superficie, resguardando la comodidad en un espacio menos atestado o, al menos, conectado con un paisaje. Cuando el tiempo apremia, esta comodidad rápidamente es sacrificada en virtud de un viaje veloz.
El metro ofrece, además, una frecuencia garantizada. El viajero tiene aquí una certeza de la que no gozará en un paradero de micro. La incertidumbre de la micro es compensada, sin embargo, con una cierta flexibilidad. Armando (26) destaca poder enfrentar la crisis de quedarse «en pana» simplemente bajándose y tomando otro bus. Quedarse parado en un túnel subterráneo, por el contrario, no ofrece alternativas inmediatas y de hecho aumenta la sensación claustrofóbica.
Sea cual sea el modo de viaje escogido, la decisión se toma en consideración de la alternativa. Las características tan disímiles entre bus y metro acaban por convertirlos en modos rivales, y estas diferencias tienden a ser estrategizadas. Sin embargo, en el ámbito de la cotidianeidad los hábitos se asientan rápidamente y dejan huellas. Como se verá a continuación, las modalidades predilectas de cada viajero van formulando, en mayor o menor medida, una forma de concebir el espacio urbano.
6. Concepciones espaciales según modalidad de viaje
Como dispositivo tecnológico subterráneo, el metro tiene la capacidad de enlazar de manera automática el punto de inicio del viaje con el de destino. La estética semejante entre todas las estaciones lo convierte en un espacio neutro, que al estar bajo tierra minimiza la sensación de desplazamiento. No se trataría de un no-lugar como lo describió Augé en su momento (1994), pues es una plataforma perfectamente capaz de alojar experiencias significativas a nivel antropológico. Sin embargo, su carencia de rasgos distintivos y su aislamiento encapsulado del entorno urbano convierte el espacio entre origen y destino en una especie de vacío incógnito.
Francisca (25) usa el metro todos los días y lo describe como un «teletransportador». La experiencia, según cuenta, es la de sumergirse bajo tierra y emerger en un lugar completamente diferente. El espacio intermedio, para ella, desaparece.
Patricio (38), por el contrario, se desplaza exclusivamente en bus para ir a su trabajo. El paisaje no sólo no desaparece, sino que se convierte en un elemento activo y relevante. Su trayecto se absorbe en la observación de las fachadas patrimoniales de la calle Lira, y en los callejones que guarecen vagabundos (Patricio trabaja en el Ministerio de Desarrollo Social, particularmente con personas que viven en situación de calle).
Al igual que Patricio, Armando (26) tiene también una visión continua de la ciudad. Es consciente de cómo ésta va cambiando, a medida de que pasa de un barrio a otro: «La ciudad, en este recorrido, va cambiando. Es una especie de panorámica rápida que te muestra un corte por Santiago que va desde un lugar diría ABC1, bastante elegante, hasta un lugar que era bastante más popular; Estación Mapocho, Mercado Central, y la Chimba también».
Patricio es crítico de la experiencia espacial que ofrece el metro. No le agrada la idea de desconectarse visualmente de la ciudad. Al observar las fotografías del viaje de Roberto (31), que viaja solamente por la Línea 1, comentó:
O sea, si yo tuviera la oportunidad de hacerlo en micro, yo lo haría en micro. No me metería al metro. Es agradable ir mirando la ciudad y viviendo esta transformación de los espacios, de un barrio a otro…ir como siendo testigo de los cambios de la ciudad. El metro no te permite eso; te mete en un túnel y no sabes nada de lo que ocurre fuera del túnel hasta que te bajas en otra estación.
Es posible que la desconexión cotidiana entre sujeto y espacio urbano que provoca el metro provoque eventualmente un cierto desconocimiento de los espacios intermedios, y desarrolle una noción fragmentada, parcelada de la ciudad. Resulta difícil de medir y asegurar, pero sí cabe destacar la experiencia de Paulina, que viaja sólo en metro desde su casa, en Pudahuel al trabajo, en Plaza de Armas:
Y de vuelta…una vez intenté en Santo Domingo llegar hasta Matucana y tomar la J01. Y la J01 da unas vueltas por no sé…Quinta Normal, Lo Prado, pero esas comunas así como bien…Pudahuel Norte…pero yo me sentía perdida. Inclusive me bajé de esa J01, «me tengo que devolver a Matucana». Estaba oscuro, y pasaba mucho rato arriba de la micro y sentía que no avanzaba.
El desplazarse por espacios que ella había atravesado, pero en los que no había estado (pues el viaje siempre había sido bajo tierra) provocó desorientación y ansiedad a Paulina. La experiencia reiterada del viaje en metro le permite conocer muy bien sus puntos de interés (ella se mueve con experticia entre las calles que rodean la Plaza de Armas, varias cuadras a la redonda), pero clausura su experiencia con lo que yace a medio camino entre su casa y el trabajo. Al no sentir familiaridad con el trayecto, Paulina intentó inclusive revertirlo.
7. Ciudad hostil, metrópolis frenética
Ante el viajero que usa transporte público, y particularmente para el que lo hace durante las horas punta de la jornada, Santiago se aparece como una ciudad agresiva e indiferente, caricatura de la gran metrópolis poblada por sujetos distantes y egoístas.
Las grandes masas de gente que se desplazan por el metro subterráneo dibujan un escenario caótico, frenético. El movimiento es constante y el ritmo acelerado. La figura del «codazo», para ganarse un lugar allí donde parece no haberlo, es elocuente, y los informantes apelaron a ella con recurrencia en sus relatos. Se trata del gesto que simboliza la situación de saberse en un entorno hostil, y estar dispuesto a privilegiar la propia situación por sobre la de los demás.
En tanto el soporte del encuentro con la ciudad y con sus habitantes es el transporte público, su condición de espacio de responsabilidades resulta fundamental para su lectura. Aludiendo a la «movilidad prescrita» de Le Breton (2004a, citado en Lazo, 2012), es posible suponer que nadie está en el transporte público por gusto; todos tienen que llegar a un lugar a cumplir con alguna responsabilidad. Viajar en la hora punta refuerza la idea de la competencia por llegar a tiempo y bien. En el peor de los casos, el enfrentamiento con el otro es una posibilidad no descartada. En el mejor de los casos, esta situación toma la forma de una distante indiferencia.
La ciudad hostil obligaría a los viajeros a volverse egoístas, indolentes a la necesidad ajena y a las tribulaciones del prójimo. Los sentidos se clausuran para concentrarse en la propia situación, en una operación semejante a la actitud blasée de la que hablaba Simmel (2005). Así, los libros se alzan, los audífonos cubren los oídos, el chat de los smartphone se activa y levanta una barrera poderosa a la presencia de los demás, reducidos a la condición de ruido.
Desde el punto de vista de los informantes, si alguna vez existió en el transporte público un espíritu de ayuda o interés por la situación de los otros, ésta ya ha desaparecido. «Nadie se compromete, somos meros testigos, espectadores neutrales de la vida de los demás», comentó Patricio refiriéndose a sus compañeros de viaje. La llegada del proyecto modernizador bajo la forma de Transantiago habría clausurado para siempre toda posibilidad de socialización, de encuentro amable con extraños, desprovistos del miedo y la desconfianza que hoy caracterizan al habitante de la metrópolis.
A ojos de los santiaguinos, así, hoy más que nunca sería apropiado el título de «pasajero». Lo fugaz, lo olvidable, lo que no deja huella, es el ingrediente protagónico de la experiencia de indiferencia profunda que reviste el compartir un vagón de metro. El viajero debe metamorfosearse en un sujeto indiferente, competitivo, alerta y desconfiado. Sólo así estaría preparado para las masas aceleradas que intentan subirse a la micro que viene llena, o hacerse un espacio en el vagón atestado.
El viaje, desde el punto de vista de este imaginario, se entiende como una expedición que demanda corporal y emocionalmente al sujeto. Éste responde con tácticas (De Certeau, 2007) que lo resguardan y preparan para lo agresivo y lo transgresor. La mujer, como cuerpo vulnerable, experimenta de modo específico la hostilidad metropolitana, y la persona de edad en general se ve marginada por un ritmo que es incapaz de seguir.
Prepararse para el viaje, alistar el equipo necesario, refiere a un trayecto que se entiende como «salir a la ciudad». Exponerse a ella no es un acto que deba tomarse a la ligera, y resguardarse de manera precavida habla de una cierta experticia desarrollada por los urbanitas.
«Salir a la ciudad», adicionalmente, alude implícitamente a un espacio propio, guarecido. El viajero cuenta con una plataforma de despegue usualmente acogedora, que es el propio barrio. Si Francisca (25) disfrutaba la caminata desde su casa al metro, o Patricio (38) se dedicaba a pasar revista a su barrio desde la micro todas las mañanas, es porque el entorno de proximidad barrial constituye un espacio que se considera propio.
Lazo (2012) ya anticipaba cómo el territorio de proximidad puede convertirse en un soporte para la movilidad cotidiana. Podría especificarse que una de sus funciones es la de oficiar como buffer o espacio de transición desde la máxima intimidad del hogar hasta el imaginario selvático de la ciudad entregada a las masas viajeras. Este espacio conocido es el referente en cuya oposición se dibuja el entorno agresivo y frenético de la ciudad que nunca nos pertenecerá del todo.
Referencias Bibliográficas
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Nota: Los textos en inglés fueron presentados en idioma español. La traducción es propia del autor.
Recibido el 28 de noviembre 2013 y aprobado el 21 de diciembre 2013. Este artículo es parte de la tesis «Imaginarios en movimiento – Análisis de tramas de sentido en el transporte público de Santiago de Chile», presentada en octubre de 2013 al al Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales para obtener el Grado de Magíster en Desarrollo Urbano.
Daniel Muñoz, Pontificia Universidad Católica de Chile. E-Mail: daniel.igmz@gmail.com
[1] Derivado de la palabra en inglés para movilidad, mobility.