VER 2005

Fuego contra fuego: ciudad luz/

de Michael Mann

Daniel Villalobos

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Resumen

Título: "Heat" ("Fuego contra fuego", en español).
Dirección: Michael Mann.
País: Estados Unidos.
Año: 1995.
Duración: 164 min.
Interpretación: Al Pacino, Robert de Niro, Val Kilmer, Tom Sizemore, Jon Voight, Natalie Portman, Ashley Judd.
Guión: Michael Mann.
Producción: Michael Mann y Art Linson.
Música: Elliot Goldenthal.
Fotografía: Dante Spinotti .
Montaje: Dov Hoenig, Pasquale Buba, William Goloenberg y Tom Rolf.
Dirección Artística: Marjorie Stone.
Vestuario: Deborah L. Scott.

Heat

Figura 1.

 

«-What is this mean? -This mean heat. Police.» Tuesday Weld y James Caan en Thief, primer largometraje de Michael Mann.

 

No deja de ser digno de mención que The Jericho mile (1979), el telefilme con el cual Michael Mann debutara como director, fuera la historia de un atleta encarcelado. Esta contradicción, la de un personaje obsesionado con correr y constreñido a hacerlo entre los muros de un penal, se extendía a Thief (1981), el debut del director en pantalla grande, donde James Caan era un ladrón (y ex-reo) que vivía en el mundo exterior como si aún estuviera preso. En Cazador de hombres (1986), la misión del agente Graham, comisionado para atrapar a un asesino en serie, borraba los contornos del país que recorría, hasta convertir todas las ciudades en un enorme y amenazante suburbio. Y en El último de los mohicanos (1992), el país -esa entelequia- era un organismo nebuloso que los distintos grupos en disputa (ingleses, indígenas, franceses) intentaban hacer calzar con los bosques sin fronteras donde peleaban sus guerras de territorio.

En Fuego contra fuego (1995), el orden social al que aspiraban los colonos ingleses de El último de los mohicanos (el filme previo de Mann) ya está completamente instaurado. El pasado de selva virgen y vida pionera sólo subsiste en los murales callejeros (como el que decora la puerta por la que sale Waingro en su primera aparición en la historia) o en cuadros que lucen curiosamente abstractos al estar enmarcados en el contexto de metal y vidrio de estos lugares. La ciudad impone su geometría y su arquitectura a los personajes, sobre los cuales pesan los ángulos rectos de los edificios de la misma forma que estos aplastaban a los protagonistas de Playtime (1967), la obra maestra de Jacques Tati con la cual el filme de Mann tiene más de una deuda.

En este orden, todos tienen su rol, incluyendo a la banda de Neil McCauley (Robert de Niro), un ladrón experto que organiza sus golpes con precisión matemática y con el mismo orgullo profesional que exhiben otros personajes del cine de Mann, como el Graham de Cazador de hombres y el Jeffrey Wigand de El informante.

Pero frente al profesionalismo de McCauley está el de Vincent Hanna (Al Pacino), el policía encargado de atraparlo. Sin embargo, aquí ya no estamos en el universo descomprometido e individualista de otros filmes previos del director: ambos personajes deben lidiar -en primer plano- con sus vidas cotidianas, sus amistades, y particularmente, con sus relaciones de pareja.

El psicópata Waingro (Kevin Gage) sale a la calle hambriento de acción. Los murales en las paredes son vestigios de un pasado que Mann suele conectar con lo salvaje y lo comunitario.

Figura 2. El psicópata Waingro (Kevin Gage) sale a la calle hambriento de acción. Los murales en las paredes son vestigios de un pasado que Mann suele conectar con lo salvaje y lo comunitario.

En El Informante (1999) los murales vuelven, ahora remarcando la soledad y la paranoia de un personaje que vive en un cuarto de hotel cuyas paredes recuerdan un paraíso que él ha perdido para siempre.

Figura 3. En El Informante (1999) los murales vuelven, ahora remarcando la soledad y la paranoia de un personaje que vive en un cuarto de hotel cuyas paredes recuerdan un paraíso que él ha perdido para siempre.

Aquí, la desesperada búsqueda de ambos de una identidad en su oficio (el perfecto ladrón, el perfecto policía) choca con el deseo de sus mujeres de aprehender una parte de sus hombres que éstos no quieren revelar. ¿Por qué? Porque implicaría asumir que no saben quiénes son fuera de sus roles profesionales, que no tienen ni existencia ni personalidad más allá de sus trabajos («¿Cuándo piensas comprar muebles?», le pregunta un compañero a McCauley. «Cuando tenga tiempo», es la absurda respuesta, que tiene un inesperado eco cuando vemos que todo lo que se lleva Hanna de la casa, al romper con su mujer, es un televisor).

En Fuego contra fuego, la ciudad de Los Angeles no tiene los contornos laberínticos de las urbes desoladas de Cazador de hombres ni el caos verdoso de El último de los mohicanos. Tanto McCauley como Hanna la conocen perfectamente, manejan sus códigos, sus claves y son jugadores expertos en el terreno. El laberinto se ha trasladado a sus parejas, dos situaciones para las cuales no hay mapa. En el caso de McCauley, se trata de Eady (Amy Brenneman), una vendedora de libros que lo aborda en un bar donde él tiene la ilusión de no llamar la atención, de no ser visto (como Dolarhyde en la secuencia del tigre de Cazador de hombres), y que detecta en él -a su pesar- una soledad y un hambre de contacto similar a la suya. En el de Hanna, se trata de su esposa, una mujer curtida que ve la obsesión de su pareja por el trabajo como un deseo de no crecer: «No sé por qué no puedo librarme de ti», dice en un momento.

Y la lucha de ambos hombres por conservar la identidad que han elegido termina destruyéndolos. No importa cuánto descansen en la precisión, la experiencia, el trabajo en equipo o las figuras paternales (como el contacto de McCauley que interpreta Jon Voight, en un rol que prefigura su Howard Cosell de Alí), sus destinos están condenados porque el único mapa que logran seguir es moral y es una carretera de un solo sentido: hacer aquello para lo cual toda nuestra personalidad y biografía nos empuja, en el mundo de Fuego contra fuego, es avanzar hacia la entropía. Hanna arruina su matrimonio (el tercero, nos informa en una escena) porque simplemente no puede desprenderse de su trabajo ni quitar los ojos de su blanco, un hombre en el que ha puesto toda la atención que reclama su mujer. Y McCauley, al final de la historia, viola todas sus reglas profesionales al ir tras un traidor, porque dejar esa cuenta pendiente sería violar la esencia del ladrón que ha llegado a ser.

El comienzo del filme es justamente famoso, y junto con el ya ultracitado asalto al banco, es una de las dos grandes secuencias de acción que mueven la historia. De hecho, todos los eventos gatillantes del drama posterior (el involucramiento de Hanna y su equipo en el caso, la traición del recién llegado a la banda, la muerte de varios de los personajes) ocurren en estos primeros diez minutos.

Primero nos presentan a McCauley bajándose del metro (1). Todavía no sabemos quién es, salvo que su actitud no se condice con la ropa de obrero que viste. Lo vemos entrar a un hospital, ignorando la imagen de la Pietá que custodia el edificio (y a la que volveremos al final de la historia), cuidándose de no dejar huellas de su paso, y básicamente, robando una ambulancia. Luego conocemos a Shiherlis (Val Kilmer), quien está comprando alguna clase de material que requiere exhibir su identificación. Después vemos a Trejo (Danny Trejo) vigilando un sector de la autopista armado de un radio. Cheritto (Tom Sizemore) recoge en un camión a Waingro (Kevin Gage) y de su diálogo deducimos que están por participar en un golpe criminal, y que los hombres que hemos visto forman parte de la banda.

El rompecabezas armado por reflejos en cristal y metal del Playtime de Tati se repite en Fuego Contra Fuego. En ambos casos, el personaje ansioso de obtener perspectiva (una mirada, un orden) debe elegir un punto elevado, lo que le hace al mismo tiempo notorio y vulnerable.

Figura 4. El rompecabezas armado por reflejos en cristal y metal del Playtime de Tati se repite en Fuego Contra Fuego. En ambos casos, el personaje ansioso de obtener perspectiva (una mirada, un orden) debe elegir un punto elevado, lo que le hace al mismo tiempo notorio y vulnerable.

El asalto en sí -una emboscada a un furgón blindado al que vuelcan con el camión y cuya puerta vuelan usando el explosivo que comprara Chiherlis- está perfectamente ejecutado y cronometrado, salvo por Waingro, el psicópata novato que rompe la disciplina al matar a un guardia, lo que obliga a la banda a ejecutar a todos los ocupantes del furgón.

Esa actitud, la de no dejar testigos a pesar de que ninguno de ellos ha visto su rostro, es lo primero que llama la atención del policía Vincent Hanna, que detecta en el procedimiento de los criminales un orden especial y una peligrosidad por encima de la media. Será una partida de ajedrez entre oponentes similares: la banda de McCauley tiene su exacta contraparte en la unidad de Hanna, un paralelo que Mann lleva tan lejos como para filmarlos en fiestas separadas y dar cuenta de lo mucho que las dinámicas internas de ambos grupos se parecen.

A su manera, Hanna es un profesional tan obsesivo y amoral como su nuevo objetivo: no tiene problemas en trabajar con informantes, en saltarse un par de reglas aquí o allá, en explotar a sus subalternos y en despreciar al soplón que vende a McCauley a los policías por el asalto al banco. Sobre todo, es completamente lúcido respecto al daño que su estilo de vida le hace a su mujer.