El acoso de Hanna corre paralelo a dos líneas narrativas: la oferta de un contacto (Tom Noonan) para que McCauley asalte un banco y obtenga un formidable botín, y el conflicto con Van Zandt (William Fitchner), un hombre de negocios conectado con la mafia, cuyos bonos fueron el botín del robo al camión blindado.
El argumento de Fuego contra fuego es, en el fondo, simplísimo, y la enorme extensión del filme que lo contiene (172 minutos) le hizo decir a algunos críticos que no era más que un telefilme-de-la-semana expandido por el ego de un mal director. En un sentido, era cierto: Fuego Contra Fuego es la versión definitiva de una historia que Mann ya contara en el telefilme L.A. Takedown (1989), justo antes de embarcarse en la producción de El Ultimo de los Mohicanos.
Contagiado de la estética rosa-azul metálico que él mismo había colaborado a fundar en la serie Miami Vice, L.A. Takedown no es una mala historia dramática, pero carece por completo del aliento épico y el dolor existencial del producto para cine. Están el ladrón ultraprofesional y el policía persistente, están las mujeres, el traidor a la banda y el final a tiros, pero todo luce mediocre.
La esencia de Fuego contra fuego está en los procedimientos. Al igual que en la secuencia inicial de Thief (su primer largo de cine), Mann se esfuerza en exponer de las maneras más claras y didácticas el cómo, el cuándo y el por qué del trabajo que sus héroes realizan. A diferencia de la gran mayoría de los filmes del género, los diálogos técnicos y las indicaciones en terreno no son la simple excusa para las escenas de acción, sino que funcionan como partes integrales del drama: sabemos que McCauley es un criminal y un asesino, pero también entendemos los enormes riesgos y dificultades de su oficio. Vemos los costos que tiene para Hanna aplicarse con tanta dedicación a la captura de una banda como ésta, pero además conocemos en detalle los desastres de su vida personal y cómo su propia personalidad lo ha convertido en un solitario incapaz de comunicarse con su pareja (2).
De ahí entonces que, cuando todas las estrategias colapsen en la infernal balacera del asalto al banco, lo que vemos no es el típico tiroteo diseñado sólo para excitar el ojo, sino la conclusión trágica de una tensión acumulada a lo largo de escenas donde nadie dispara ni amenaza ni se mueve.
Para ser un thriller policial, Fuego contra fuego es una película curiosamente estática: la mayoría de sus planos son casi estatuarios, enormes extensiones de color primario o fondos luminosos organizadas en torno a personajes que parecen estar levemente fuera de sí mismos (“Tú no vives conmigo. Vives entre los restos de los muertos”, le dice su esposa a Hanna en una de sus discusiones). Y están siempre solos o capturados en diálogos donde nadie mira al otro: en uno de sus momentos más vulnerables, McCauley le ruega a Eady -que ya sabe que es un ladrón y un asesino- que huya con él, y buena parte de la tensión de la escena radica en que ninguno de los dos es capaz de mirar al otro a la cara.
La mayor parte de las conversaciones son profesionales, puramente técnicas: McCauley planeando golpes y estrategias con su banda, Hanna con sus detectives intentando deducir esas estrategias. Cuando estos personajes por fin aceptan el diálogo abierto y cara a cara, los resultados suelen ser la negación y la disputa. Por eso es tan interesante la opción narrativa de mantener a Hanna y McCauley separados durante casi toda la película, salvo en la famosa secuencia donde ambos se sientan a compartir un café, se cuentan detalles de su vida, y básicamente, concuerdan en que uno de ellos terminará matando al otro.
Es un tipo específico de diálogo que Mann ha desarrollado en muchos de sus filmes: era una escena similar aquella en Thief donde Frank le contaba a Jessie su vida en la cárcel y le pedía un compromiso equivalente a una propuesta matrimonial. Y el reverso torcido del finteo verbal Hanna-McCauley aparece en Cazador de hombres, cuando Graham visita a Lektor en el manicomio y comprueba lo que ya sabe, que su miedo al psicópata no radica tanto en el riesgo de morir a sus manos como en la posibilidad de que ambos sean iguales.
Hanna y McCauley, sin embargo, parecen muy a gusto con esa conexión con el contrincante: hay un elemento romántico en su encuentro, un carácter de cita amorosa que luego tiene su lectura perversa cuando es uno de ellos quien termina baleando al otro y sosteniendo su mano mientras agoniza, en una imagen que estiliza y parodia a la Pietá del inicio del filme.
Pero antes de abocarse a despistar al policía y a ejecutar el robo al banco, McCauley tiene su desencuentro fatal con Van Zandt: lo que iba a ser un intercambio ilegal de los bonos por una fuerte suma de dinero termina siendo una emboscada. Y, cosa curiosa, sucede en un autocine, lugar que Mann exhibe desprovisto de cualquier eco romántico. No hay carteles ni ecrán, ni memorabilia; sólo las marcas circulares de los vehículos y una caseta central que semeja el punto ciego de un blanco de tiro. Hay escasa nostalgia cinéfila en las películas del director y sí una reflexión cruda y paranoica sobre el registro visual como elemento de poder: las imágenes en Cazador de hombres servían para coordinar una cacería policial (las pruebas forenses y archivos del FBI) y para estimular las demenciales fantasías de un psicópata (las cintas caseras de Dolarhyde, convertido en un moderno Peeping Tom y en el director, protagonista y único espectador de su obra fílmica). En El informante y en Alí , la cámara es un arma, ya sea para atacar al poder central (la entrevista de Wigand en el primer caso) o para armar una identidad paralela capaz de torpedear la imagen de los medios (el registro que lleva el fotógrafo personal del boxeador en el segundo caso).
En Fuego Contra Fuego, disparar la cámara es casi similar a hacer lo propio con la pistola: el primer contacto visual que Hanna y McCauley tienen es a través de una imagen de vigilancia infrarroja, cuando los policías acechan a la banda afuera de una tienda de metales preciosos. McCauley descubre el rostro de sus perseguidores al fotografiarlos con un teleobjetivo. Y es una cámara de vigilancia instalada en un pasillo de hotel la que delata a McCauley en el último tercio y le obliga a huir hacia el aeropuerto perseguido por Hanna. Más irónico aún: es una huella visual -su sombra sobre el suelo al ser iluminado por los focos de la pista, uno de los principios básicos del mecanismo primitivo del cine- la que lo hace blanco fácil de su cazador.
Las esposas de los criminales se enteran de la masacre del banco a través de la televisión. Buena parte del trabajo policiaco implica trabajar con soplones, los ojos indiscretos que registran en las calles lo que los detectives no ven. La última vez que Cheherlis y su esposa se encuentran, ella debe evitar cualquier gesto de reconocimiento y hacerle una subrepticia seña con la mano para que su hombre pueda huir de la policía, que la vigila en secreto mientras ambos se miran. El mundo de Fuego contra fuego -como todos los filmes de Mann- es un espacio de vigilancia paranoica, donde ladrones y policías se esfuerzan por pasar desapercibidos («Que ellos no los vean», es la orden que Hanna le da a sus hombres camino al banco), y donde un exterior de indiferencia emotiva no es tanto una tara psicológica como un mecanismo de sobrevivencia. Repitiendo una idea enunciada en Thief y atisbando ya el desamparo de los individuos en El informante, Fuego contra fuego transcurre en una sociedad o en un país donde el sistema es absolutamente ciego e indiferente al conflicto de los protagonistas. ¿Dónde están los jefes de Hanna, ese vaquero demente que salta de autos a helicópteros y que moviliza a media jefatura en pos de un solo hombre? Un elemento ausente llama la atención en este filme coral de enormes ambiciones dramáticas, y es la presencia de ese Poder corporativo y sin rostro que será insoslayable en los siguientes proyectos de Mann.