Descontando los conflictos de época en Alí y la maraña político-legal de El informante, ¿es el cine de Mann un universo construido de espaldas al conflicto social? Después de todo, sus luchas suelen ser odiseas individuales e individualistas, recortadas contra un entorno urbano plagado de señaléticas publicitarias pero desierto de sentido comunitario: los grupos humanos suelen ser para estos personajes un accidente (Thief), un escollo a sortear (Colateral) o una masa en la cual perderse (Fuego contra fuego).
Sin embargo, estas negaciones al grupo están enmarcadas en una amarga nostalgia por una sociedad donde semejantes empresas de aislamiento no fueran necesarias: el lamento por la comunidad perdida que hace Chingacchgook al final de El último de los mohicanos prefigura las quejas del pistolero a sueldo sobre la indiferencia de la gente hacia los otros en Colateral.
Y el perfeccionamiento técnico y feroz disciplina de estos personajes no hace más que esconder una pertinaz inmadurez: los hombres que pueden cometer el robo perfecto o rastrear a los peores criminales son incapaces de enfrentar los conflictos básicos de la intimidad («Pasa lo de siempre, hacemos el amor y luego tú pierdes el don del habla», se queja la esposa de Hanna). Mucha de la actitud solitaria y nihilista de los héroes de Mann está conectada con un temor casi infantil a la idea abstracta de una Amenaza: perder la independencia, caer en la rutina, volver a prisión, ser atrapado (¿por quién? Por la ley, pero también por la propia pareja) o dejar ir alguna absurda fantasía de paraíso futuro en la que apuestan con una inocencia que jamás se permitirían en sus oficios. La respuesta a ese miedo a la Amenaza es entrenarse, ya sea a través de la disciplina o del aislamiento, dos fórmulas que se muestran reiteradamente inútiles: la primera suele caerse a pedazos en el curso de la historia, la segunda se manifiesta irrisoria en un mundo en el cual todos están conectados más allá de las distancias, y donde los poderes de turno (ya sean las megaempresas de El informante o los carteles de droga en Colateral) han hecho de la vigilancia y la cacería un arte. McCauley, según le cuenta a Hanna en su charla en el café, sueña regularmente con ahogarse. Qué crees que significa, pregunta el policía. Es sobre no tener suficiente tiempo, contesta el ladrón, apenas consciente que esa urgencia por alcanzar sus deseos está en manifiesta contraposición con su terca negativa a abandonar el mundo de los asaltos: el único medio donde se siente seguro, aceptado y en control.
Es en el corazón de los tiroteos y las escaramuzas donde estos personajes pueden funcionar normalmente. Cuando todo eso se acaba, cuando el acoso se termina y sólo queda la verdad última de la muerte violenta, los personajes comprenden que lo han perdido todo: apostaron a un aislamiento que fingían odiar, con miras a una felicidad y comunión futuras que siempre estuvieron cerca, apenas del otro lado del cristal.
Y esa es la ironía que carga la tan cacareada lealtad entre profesionales que rige en Fuego contra fuego, y que en el cine de Mann es siempre una trampa. La misma lealtad que empuja a Graham a aceptar un trabajo que sabe que lo destruirá emocionalmente en Cazador de hombres y que obliga al periodista de El informante a negar a sus empleadores para alinearse con su fuente.
Pero la lealtad de McCauley no está exactamente con sus compañeros de trabajo, profesionales del oficio que saben todos los riesgos y calculan todas sus chances. Más bien está -en un sentido obtuso que queda claro en la charla del café- con Hanna, su perseguidor («Tengo un hermano en alguna parte», le cuenta casualmente a Eady cuando van a su departamento). Volviendo sobre sus pasos para liquidar a Waingro, que traicionó al grupo vendiéndole la información a Van Zandt, el ladrón demuestra la integridad suicida que lo pondrá a disposición del policía y ambos se batirán a tiros en un aeropuerto, espacio impersonal donde la identidad de quienes -temporalmente- lo habitan se evapora, un lugar cargado de promesas de libertad vaga y de fugas hacia la nada.
Es un final amargo porque el triunfo de uno de los contrincantes no está determinado por una superioridad moral (aspecto que Mann deja claro desde las primeras escenas), sino por un asunto de astucia y suerte. Factores también asociados con la mayoría de los juegos infantiles, esas actividades que sus participantes toman con la misma seriedad que aún no son capaces de aplicar en el mundo real (3). En el universo impiadoso y ateo en el que transcurre Fuego Contra Fuego, caer baleado por ser fiel a nuestra manera de ver las cosas bien puede ser la más extraña manera de confirmar que sabemos quiénes somos, de dónde venimos y adónde queremos llegar. Que comprendemos nuestro error y -súbitamente despejados por la cercanía de la muerte- entendemos que nunca fuimos realmente los profesionales que pretendíamos ser, que todo lo hicimos mal, que nunca veremos el mar.
Esta reseña fue publicada originalmente en el número 5 de nuestra revista, en el verano de 2006. URL: [http://www.bifurcaciones.cl/005/fuegocontrafuego.htm].
Daniel Villalobos, periodista y escritor. Durante dos años fue colaborador activo del sitio de crítica civilcinema.cl. También ha publicado cuentos en diversas antologías. Actualmente se desempeña como editor del sitio Bazuca.com y colabora en la revista VIVA! de VTR. E-mail: daniel[@]bazuca.com.
[1] Dato interesante: en el comentario de audio de la edición especial lanzada el 2005, Mann explica que esa estación también aparece al final de Colateral (2004), una historia que termina en el metro -otra maraña laberíntica bajo la geometría de las calles- pero que se inicia en el aeropuerto de Los Angeles, el mismo donde Hanna y McCauley se acecharán en la última escena del filme.
[2] Los protagonistas de Mann suelen tener enormes problemas para hablar de sus trabajos con las mujeres. Sucede con Will Graham en Cazador de hombres, que apenas esboza los contornos de su misión con Molly, así como también con el Hawkeye de El último de los mohicanos, literalmente atrapado en un idioma que le es muy poco familiar al relacionarse con Cora Munro; igual suerte corre Alí intentando hablar de lo que significa subirse al ring con su esposa. Y está claramente instalado en escenas claves de El informante, donde Wigand no sabe cómo decirle a su mujer que lo han despedido y más tarde no vuelve a hablarle del caos legal en que se involucra.
[3] Referencia casual o no, el último plano que vemos antes que la banda de McCauley entre al banco a cometer el robo, es la imagen del pequeño hijo de Chiherlis, tratando de encajar dos piezas de Lego.