VER 2014

Miradas cruzadas/

El viaje latinoamericano del planning norteamericano

Adrián Gorelik

Artículo | Revista

Resumen

Las relaciones entre los países latinoamericanos y Estados Unidos son un tema clásico de estudio, que en las últimas décadas ha recibido el impulso de una nueva camada de aproximaciones originales. Sin embargo, en un aspecto fundamental de esa relación, como es la cultura urbana y territorial, apenas han comenzado a realizarse algunos estudios puntuales sin que tengamos todavía aproximaciones generales que permitan iniciar un debate más amplio. En este texto me propongo pasar revista a algunas cuestiones que permitan esbozar un cuadro general de las relaciones interamericanas para un período especialmente rico, desde mediados de la década de 1930 a mediados de 1970, período de máxima expansión mundial de una maniera norteamericana de la planificación y de emergencia de una red de pensamiento urbano latinoamericano.

Palabras Claves

América Latina, Estados Unidos, planificación.

Abstract

The relationship between Latin American countries and the United States is a classic field of study, which has been invigorated by a number of novel approaches during the last decades. However, on a key aspect of that relationship, such as the urban and territorial culture, there are only a handful of specific studies, and we still lack a wider approach that would enable a more productive debate. This article is intended to draw a general picture of inter-American relationships in a particularly rich period, from mid 1930s to mid 1970s –a period of the greatest world expansion of a US-way of planning, and the emergence of a network of Latin American urban thought.

Keywords

Latin America, United States, planning.

1. Ida y vuelta

Las relaciones entre los países latinoamericanos y los Estados Unidos de Norteamérica son un tema ya clásico de estudio, que en las últimas dos décadas ha recibido además el impulso de una nueva camada de aproximaciones originales. Sin embargo, en un aspecto fundamental de esa relación, como es la cultura urbana y territorial, apenas han comenzado a realizarse algunos estudios puntuales (casos específicos de contacto, que en general involucran un país o a veces una ciudad, alguna institución o figura) sin que tengamos todavía aproximaciones generales que permitan iniciar un debate más amplio. Justamente, en este texto me propongo pasar revista a algunas cuestiones que permitan esbozar un cuadro general de las relaciones interamericanas para un período especialmente rico, el que va de mediados de la década de 1930 a mediados de la de 1970, período de máxima expansión mundial de una maniera norteamericana de la planificación (que estaba definiéndose a sí misma en el curso de su expansión) y de emergencia de una red de pensamiento urbano latinoamericano (que se va a constituir en relación muy directa con aquella maniera y con una serie de instituciones norte- y panamericanas que la impulsaban).

¿Cómo entender la multitud de figuras que desde la década de 1930 recorren América Latina interviniendo con ideas y acciones en la transformación urbano-territorial? El elenco es más que heterogéneo: de Robert Redfield a Francis Violich, de John Friedmann a William Mangin, de Nelson Rockefeller al matrimonio de Anthony y Elizabeth Leeds, de Rexford Tugwell a Richard Morse –antropólogos, historiadores, economistas, planificadores, políticos, empresarios. Algunos de ellos, sin duda, podrían dar bien el tipo del quiet american que presentó Graham Greene en su celebrada novela sobre la guerra de Indochina, según la cual no es difícil concluir que, cuando de relaciones internacionales se trata, los bienintencionados son los peores: cuando se actúa con esa mezcla de ingenuidad, soberbia e ignorancia característica del yanqui, parece decir Greene, es imposible que las cosas salgan peor (claro que la novela también dice mucho de la mirada desencantada del inglés, que sabe que su país ya no tiene ningún papel relevante que jugar en el mundo de posguerra, frente a las ambiciones expansivas de los Estados Unidos) [1]. Sin embargo, al tratar con el tipo de figuras que usualmente se dedicaron durante nuestro ciclo a estudiar los problemas socio-urbanos y territoriales de América Latina y a trabajar en ellos, encontramos algo bastante distinto: no bienintencionados abstractos indiferentes a cualquier cosa ajena a la misión civilizatoria que se trazaron, sino técnicos o intelectuales sensibles a la realidad que conocían, que en muchos casos lograron establecer vínculos muy sólidos y comprometidos con la región, lo que ha llevado a algunos de ellos a formar legítimamente parte de los sectores más originales y creativos del pensamiento latinoamericano.

¿Y las instituciones? Las fundaciones Ford y Rockefeller y los Peace Corps, pero también las instituciones religiosas, o las instituciones panamericanas que nacieron con impulso e inspiración norteamericana, como la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP) o el Centro Interamericano de Vivienda (CINVA). Se está avanzando indudablemente en el estudio de algunas de ellas, ¿pero cómo enmarcar la cuestión general? En las páginas siguientes no analizaré ninguna de las trayectorias personales o institucionales de modo específico, sino que abordaré algunos de los dilemas generales de la relación concibiendo el viaje continental del planning en nuestro período como un metafórico viaje de ida y vuelta entre el norte y el sur –es decir, como el proceso de circulación y transmigración de ideas, personas e instituciones de la planificación norteamericana en América Latina. Porque toda esa experiencia de circulación puede verse como un ciclo que, esquemáticamente, reconoce una primera etapa, entre finales de la década de 1930 y mediados de la de 1960, de expansión de las nuevas modalidades de planificación y pensamiento urbano de matriz anglosajona en la región, y una segunda etapa, entre mediados de la década de 1960 y mediados de la siguiente, de refutación y búsqueda de reemplazo de aquellos paradigmas e instituciones por parte de un campo latinoamericano de pensamiento que se radicalizaba vertiginosamente. Dos etapas muy diferentes, sin duda; pero ambas forman parte del mismo ciclo, entre otras cosas, porque en el reemplazo de los paradigmas reformista-desarrollistas por los radical-dependentistas vamos a reconocer la permanencia de problemáticas comunes, e incluso el protagonismo de las mismas instituciones y las mismas figuras tanto al sur como al norte [2].

Fig. 2. Kennedy saludando a los Peace Corps. Fuente: Wikipedia.org

Fig. 1. Kennedy saludando a los Peace Corps. Fuente: Wikipedia.org

 

2. Maniera norteamericana 

Sabemos que no sólo en América Latina, sino en todo el mundo, a partir de la década de 1930 la maniera norteamericana de la planificación se vuelve más y más dominante, consolidándose en la Segunda Posguerra. Sabemos también, por cierto, que ese pensamiento social y urbano norteamericano se apoyó en tradiciones europeas (especialmente, el survey británico y la teoría social continental), pero que fueron procesadas en los Estados Unidos de un modo original, que fundó el pensamiento social moderno proponiendo una combinación de teoría y praxis muy exitosa, reconocida desde entonces como «método científico» sin más y que produjo, especialmente a partir de la sistematización funcionalista, un impacto decisivo en la renovación tanto intelectual como institucional de las ciencias sociales. Y sabemos, por último, que en el caso especifico del pensamiento sobre la ciudad y el territorio, esta maniera tuvo un doble foco de irradiación: las ideas de la Escuela de Chicago, que elabora en las décadas de 1920 y 1930 un dispositivo de estudio e interpretación socio-etnográfica de la ciudad moderna; y la experiencia de planificación de cuencas desarrollado por la Tennessee Valley Administration en la década de 1930, una experiencia que se volvió emblemática del New Deal y de una concepción de la planificación que amplía su accionar al conjunto del territorio. Así, la maniera norteamericana de la planificación se caracteriza por un tipo de relación programática (intelectual e institucional) de tres partes: los temas urbano-territoriales, el pensamiento social (que estaba consolidando su corpus científico) y un ideario de regionalismo. La expansión de ese modo de abordar la cuestión socio-territorial significó en América Latina un novedoso proceso de espacialización del pensamiento social, entre el reformismo regionalista de los años treinta y el desarrollismo de los sesenta.

Desde ya, es muy difícil, en éste como en cualquier otro tema, unificar la experiencia de los países latinoamericanos en su relación con los Estados Unidos: mientras al norte del Ecuador, por ejemplo, las élites políticas e intelectuales ya habían comenzado a orbitar en torno de los Estados Unidos desde finales del siglo 19, siendo habitual que pasaran allí sus exilios, hicieran su formación en sus instituciones universitarias y estuvieran mucho más abiertas a las pautas norteamericanas de modernización, en la mayor parte del Cono Sur, por el contrario, la referencia norteamericana será más o menos exótica hasta los años 30, por los tradicionales vínculos con Europa –que continuarán siendo fuertes, lo que generará una serie de conflictos entre diversas tradiciones de pensamiento, aunque las ideas norteamericanas tenderán a ser dominantes más y más. Por supuesto, también es posible encontrar algunas referencias norteamericanas tempranas en la cultura urbana del Cono Sur, como la asunción de formas descentralizadas de desarrollo urbano en Montevideo desde el comienzo del siglo, o la atenta mirada que el urbanismo público de Buenos Aires de los años 1920 puso en el movimiento City Beautiful, o el ingreso de los patrones municipalistas en la administración urbana brasileña de los tempranos años 1930, con asesoramiento directo de instituciones norteamericanas, que Feldman (2005) ha comenzado a develar mostrando el largo arraigo de la práctica del zoning en el urbanismo del Brasil. Sin embargo, va a ser recién desde finales de los años treinta cuando, en la coyuntura de la guerra y en el marco de una expansión ya internacional de la planificación norteamericana, estén las condiciones preparadas en toda América Latina para trazar vínculos productivos con ella. Se trató, como es sabido, de una coyuntura muy especial, que fue mezclando en ambos hemisferios el ya instalado americanismo por convicción (la idea de que el continente americano encarnaba una alternativa a la “decadencia” europea que venía advirtiéndose desde la Primera Guerra), con un nuevo americanismo por necesidad (el tradicional viaje a Europa estaba vedado para todos), propiciando descubrimientos mutuos [3]. A lo que se agregaba la realidad inapelable del nuevo poder mundial (técnico y económico) de los Estados Unidos, que obligaba a América Latina a enfrentar, en el mismo momento del reconocimiento de la pertenencia común al Nuevo Mundo, la creciente certidumbre de formar parte subordinada de su “área de influencia” (o “patio trasero”), lo que conectaba esa incomodidad con una más larga tradición de antiimperialismo latinoamericano, que había comenzado a fines del siglo 19 como reacción ante la expansión norteamericana en Centroamérica [4].

Así que si la modernización norteamericana podía representarse al mismo tiempo con admiración y desdén –la grandeza y la rudeza de la civilización, ambigüedad ya implícita en la noción centro-europea de Amerikanismus que en América Latina se potencia desde comienzos del siglo 20 por la sincronía entre la reacción espiritualista y la antiimperialista-, por su parte, el «atraso» latinoamericano impulsaría en los Estados Unidos tanto vocaciones redentoras de transformación (seguidas con frecuencia por simétricas frustraciones) como sucesivas revelaciones edénicas, en las que la pobreza del continente se vuelve su más preciado tesoro ante la deshumanización del mundo moderno. Uno de los episodios más estudiados en los últimos años, que muestra con gran riqueza algunos de estos matices, es el de la gestión de Nelson Rockefeller como coordinador de la Office of Inter-American Affairs (OIAA) en la década de 1940, quien en su contribución a la política de apertura de los Estados Unidos hacia América Latina supo combinar con audacia filantropía, propaganda y negocios. Por lo general, los estudios culturales se han centrado en las producciones romántico-pintorescas de la OIAA (del estilo de las películas de Disney), que muestran una visión estereotipada de lo latinoamericano, mientras que los estudios sobre la arquitectura lo han hecho sobre sus apuestas modernistas de gran sofisticación cultural (como la muestra Brazil Builds realizada en 1942 en el MOMA). Pero en ambos casos se ha tendido a ver casi con exclusividad la connotación manipuladora de la política de propaganda norteamericana en el marco de la guerra. Siendo ese rasgo indudable, no debería soslayarse otro aspecto, sustancial desde nuestro punto de vista: esas políticas se producían en un contexto de «mutua seducción» entre los Estados Unidos y América Latina –de acuerdo a Glik (2012)-, con un «magnetismo de doble mano» que explica, entre otras cosas, la fascinación que produjo en la cultura popular norteamericana una figura como Carmen Miranda [5].

Fig. 2. «Brazil Builds. Architecture new and old, 1652-1942», MoMA, 1943. Fuente: digitalgallery.nypl.org

El ejemplo de Rockefeller, por su parte, muestra otra novedad de los años 30, el inicio de un flujo de recursos volcados a las relaciones interamericanas: anunciada con la política del «buen vecino» de Roosevelt, esa disponibilidad de recursos tendrá sus momentos de intensificación en el Point Four del presidente Truman en 1949, que instaura como política de estado la asistencia técnica a las regiones subdesarrolladas del mundo y, por supuesto, en la Alianza para el Progreso, lanzada por Kennedy en 1961 (y si en general en América Latina ha quedado una idea bastante caricaturesca de toda la empresa de la Alianza, no habría que olvidar que la CEPAL, sin duda una de las más sólidas usinas de pensamiento autónomo que alguna vez haya tenido la región, depositó también una gran dosis de confianza en ella). Lo cierto es que fue durante ese ciclo, como señalamos, cuando se construyó la red continental de pensamiento urbano, que convirtió a toda América Latina en un campo de debate, con la asistencia protagónica de las ideas, las figuras y las instituciones de la planificación norteamericana.

3. Lecturas

Ha habido históricamente dos formas clásicas de ver esa relación: una forma pastoral, que subraya la acción desinteresada de los agentes norteamericanos (en sintonía con la autorrepresentación que tienen algunas de sus agencias, especialmente las fundaciones), y una forma crítica, que muestra cómo todo lo que hacen los actores y las instituciones del norte refuerza las estrategias imperialistas de dominio y se convierte en su mera justificación racional. Se trata de dos formas exasperadas por el clima de la Guerra Fría y que justamente por eso deben ser cuestionadas, incluso para entender la propia Guerra Fría.

Por supuesto, es imposible eludir las connotaciones más amplias de la actividad norteamericana en América Latina, incluso la de sus agentes más comprometidos con su objeto de estudio, su inserción en las tramas institucionales, ideológicas y políticas que iban convirtiendo a los Estados Unidos en nueva potencia mundial. Como ha señalado Berger (1995) al estudiar el campo de los estudios latinoamericanos en los Estados Unidos, los discursos y las prácticas sociales que produjeron el objeto «América Latina», más allá de las intenciones –y los logros- de muchos de sus actores, trabajaron activamente en la construcción de instituciones y dispositivos que, tomados de conjunto, dieron sostén a la expansión de la hegemonía norteamericana. Pero ese rol no agota su significado cultural, dando forma en las experiencias históricas concretas a un encuentro dinámico y multifacético, en términos de Joseph (2005), ya que «las relaciones de poder concomitantes a esas mediaciones pueden haber sido asimétricas, pero la comunicación circuló en ambas direcciones y a menudo tuvo consecuencias inesperadas y paradójicas». Esta voluntad de asumir las ambivalencias y el doble juego en cada uno de los múltiples aspectos con que las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina enfrentan al historiador, es uno de los rasgos más inspiradores que ofrece el nuevo contingente de estudios, con Joseph entre uno de los principales impulsores, produciendo una notable transformación en los abordajes del tema.

Fig. 3. Póster para "Saludos amigos", de Disney, 1942. Fuente: Wikipedia.org

Fig. 3. Póster para «Saludos amigos», de Disney, 1942. Fuente: Wikipedia.org

Hay algunas referencias ya clásicas, por supuesto, como el trabajo de Benjamin (1987) ofreciendo un marco general dentro del cual comprender las relaciones interamericanas que ha sido muy influyente en esta investigación. Y hay especialmente una miríada de investigaciones en curso sobre diversos aspectos puntuales –como se ve en las compilaciones recientes de Beigel (2010) y de Calandra y Franco (2012)-, que están proponiendo una doble transformación de los enfoques: su «descentralización», para prestar atención ahora a lo que ocurre desde cada una de las regiones latinoamericanas con las miradas locales sobre la relación con USA; y su «desideologización», en el sentido de salirse de los marcos estrechos puestos por la propia polaridad de la Guerra Fría. Y esto viene implicando también la necesidad de tomar en serio (es decir, no como mero ornato que oculta las verdaderas intenciones) las autorrepresentaciones norteamericanas en el ciclo de su expansión [6]. Un principio elemental para ello es reconocer las diferencias ideológicas existentes entre las variadas corrientes intelectuales que protagonizaron ese ciclo: por ejemplo, entre las posiciones clásicamente etnocentristas, que constituyen al “otro” latinoamericano como el buen salvaje que debe ser civilizado, y las corrientes que sostenían la idea de una realidad y una historia común entre las dos Américas, lo que prohijó toda una camada de intelectuales e instituciones norteamericanas lanzadas a la reivindicación cultural de América Latina [7].

Si normalmente es complicado estudiar las relaciones entre distintas culturas o entre distintos cuerpos de ideas y tradiciones intelectuales (lo que se pone de manifiesto en las diversas figuras con que se intenta apresarlas una vez superados los límites del más tradicional difusionismo: circulación de las ideas, transculturación, transferencias, migraciones, contactos culturales, etc.), el alto voltaje político, ideológico y cultural que siempre ha dado marco al tipo específico de relaciones que abordamos aquí genera una necesidad más acuciante de producir figuras para nombrarlas (la «zona de contacto» de Mary Louis Pratt, los «encuentros cercanos» de Joseph), capaces de escapar no tanto del difusionismo, como de la menos tradicional –pero muy arraigada- comprensión polarizada del dependentismo, notablemente actualizada en los últimos años –especialmente en la academia norteamericana. Es como si el final de la Guerra Fría hubiese acabado con la forma pastoral de comprensión de las relaciones norte-sur, mientras que la forma de la sospecha no hubiera cesado de reavivarse, cambiando las referencias teóricas pero manteniendo una visión casi paranoica del poder imperial y reintroduciendo el tipo de maniqueísmo ideológico que parecía en vías de superación en el medio cultural latinoamericano al menos desde los años setenta [8]. Una suerte de neo-dependentismo que se ve con claridad en trabajos como el de Feres (2005) sobre la historia del concepto «Latin America» en los Estados Unidos, o el de Parmar (2001) sobre la acción internacional de las tres principales fundaciones norteamericanas (Ford, Carnegie y Rockefeller). Feres construye un dispositivo interpretativo a través de la noción koselleckiana de «pares de conceptos asimétricos», una herramienta muy interesante para el estudio histórico de la semántica de las formas conceptuales utilizadas como instrumentos de inferioridad y exclusión, pero que en este trabajo tiene la extraña virtud de conseguir que todo el amplio espectro ideológico de voces de latinoamericanistas norteamericanos desde la Segunda Posguerra en adelante quede reducida a modulaciones de un mismo y monótono tema: la dominación simbólica del sur por el norte y la subordinación de toda operación de conocimiento social a los intereses norteamericanos en la región. Y no es muy diferente lo que hace Parmar, apoyándose en este caso en Gramsci y Bourdieu: organiza una visión crasamente conspirativa de la acción de las fundaciones en la construcción del «poder americano» en el mundo; incluso si reconoce que las networks intelectuales que las fundaciones ayudaron a formar en América Latina pueden haber generado ideas radicales, al ser un producto de las élites culturales locales, esas ideas «quedan domesticadas y metamorfoseadas en reformas incrementales, que fallan en afrontar las condiciones estructurales de la desigualdad global» –y allí está, para este trabajo, el hecho fundamental que debe ser denunciado: las fundaciones sólo se interesan en construir una élite científica transnacional más ocupada en su reproducción que en hacer la Revolución [9]. Me detengo en estos dos trabajos porque los considero representativos de una tendencia mayor de lo que algunos sectores de la academia entienden por radicalismo (sea que se inspiren hoy en los estudios subalternos o en el deconstruccionismo), siendo notorio el regreso a una noción restrictiva de ideología como falsa conciencia, forma encubridora de intereses que deben ser desenmascarados por el historiador; pero además, porque son representativos de un tipo de operación teórica más habitual: el uso distorsivo de nociones y de líneas de indagación que originalmente ofrecieron instrumentos para entender de un modo complejo las relaciones entre las producciones intelectuales, las representaciones sociales y los intereses políticos o económicos –justamente el tipo de complejidad que en estos trabajos queda eliminada.

Fig. 4. Presidente Gerald Ford y Vice-presidente Nelson Rockefeller en la Oficina oval de la Casa Blanca, 1975. Fuente: Wikipedia.org

 

4. Reformismo

De acuerdo a la caracterización que hicimos de la maniera norteamericana de planificación, partimos de la hipótesis de que su expansión puede inscribirse en un ciclo reformista de pensamiento sobre las cuestiones urbano-territoriales; pero se trata de un reformismo muy peculiar, ya que coincide con la expansión en todo el mundo del poder norteamericano y, especialmente, de su modelo de ciencia social (sus teorías, sus prácticas y sus instituciones). Justamente, la clave está en entender los muy diversos significados que durante ese ciclo asumió la idea de reformismo.Siguiendo a Ekbladh (2011), puede decirse que la expansión mundial del poder norteamericano estuvo movida por la convicción irreductible acerca de las virtudes de la sociedad liberal, por la idea de que los Estados Unidos eran el modelo más avanzado de ella (por lo que debía ser generalizado), y por la confianza ingenua de que un mundo «moderno» (urbano, industrial, democrático) iba a ser más acogedor para su implantación y desarrollo. Es un conjunto de convicciones que explica el surgimiento de una idea-fuerza de todo el ciclo: la idea salvacionista de que los Estados Unidos pueden (y deben) rehacer otras sociedades, como señala Benjamin (1987), lo que convierte la empresa en un expansionismo reformista, con todas las paradojas y aporías que esa fórmula implica, tanto en los fenómenos históricos que produjo como en las conciencias de los actores que lo llevaron adelante (que muchas veces desarrollaron individualmente posiciones antagónicas con aquellos supuestos ideológicos generales); por añadidura, aún creyéndose siempre igual a sí mismo, ese reformismo fue atravesado por las enormes transformaciones del siglo 20 que invirtieron su signo ideológico: si se formuló como la alternativa militante (ciertamente de un democratismo radical) frente a las monarquías, los imperios y los totalitarismos europeos, a medida que avance la década de 1930 y, especialmente, la Segunda Guerra, va a quedar como el bastión también militante del combate contra la revolución socialista.

Esta conceptualización sobre el ciclo reformista organiza el entramado sobre el cual sostener una reflexión general, pero es indudable que la especificidad de nuestro tema demanda todavía otras precisiones. El pensamiento urbano y territorial permite una mirada diferente sobre todo aquel proceso de contacto cultural porque la planificación –esa palabra de orden desde la década de 1930 en todo el mundo- tensiona hasta el límite la matriz liberal que está en el corazón de la expansión reformista norteamericana, cosa que se hará sentir dentro mismo de los Estados Unidos, donde periódicamente surgirán fuerzas y actores políticos y sociales poderosos que pondrán estrictos límites a cualquier experimento planificador, justamente porque supone una creciente participación y comando estatal en la actividad económica y la vida social. Esta paradoja es clave, no sólo porque abre una brecha ideológica en el seno mismo de la empresa expansionista, sino porque convierte a muchos de sus actores en quasi parias, acusados de «rojos» en su país y (especialmente desde finales de los años 1950) de imperialistas fuera de él. Así, como muestra Ekbladh, durante los años del macartismo y la Guerra Fría se produce todo un desplazamiento de los equipos de newdealers desde las oficinas del estado norteamericano a la fundaciones privadas, canal fundamental del expansionismo reformista; así también sería posible pensar a una porción de los técnicos e intelectuales norteamericanos que en los años 50 y 60 circulan por América Latina como batallones fantasmas de reformistas a la búsqueda de nuevos territorios en los cuales practicar un New Deal que ya no podía realizarse en su propio país (y esta constatación permitiría complementar la definición de Miceli (1990) sobre el cruce «entre los criterios mercadológicos de eficiencia-desempeño-productividad y el salvacionismo liberal» de los operadores de las fundaciones norteamericanas en el Tercer Mundo, con la variable nada desdeñable de su ideología reformista).

5. Tres nociones 

Hay tres nociones clave de los lenguajes ideológicos del período que van a funcionar como un único cuerpo de doctrina en el mundo del pensamiento urbano y territorial, aunque muchas veces se las utilice descriptivamente como términos técnicos. Se trata de modernización, desarrollo y planificación. Lo interesante, más allá de todo lo que se ha escrito sobre ellas por separado, es que las tres sufren durante el despliegue del ciclo de expansión reformista norteamericana peculiares refracciones en cada campo de aplicación específico (cada cultura nacional, por ejemplo, o cada cultura profesional) y, especialmente, una análoga mutación de significados; una mutación que debe ser historizada, buscando entender qué se nombraba con esas nociones en cada momento y evaluando el modo en que nuestro viaje de ida y vuelta va quedando encarnado también en sus cambios.

Como sostuvo Habermas (1988), modernización es, por empezar, el producto mismo de una mutación: una elaboración funcionalista que transformó la noción weberiana de modernidad al desgajarla de sus orígenes moderno-europeos «para estilizarla y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados en cuanto al espacio y el tiempo». Pero, al mismo tiempo –como muestra toda la literatura reciente sobre el desarrollo- puede decirse que tal «neutralización” fue una y otra vez desmentida por las propias experiencias –tan llenas de historia y geografía- y por las propias propuestas funcionalistas –tan llenas de ideología-; en este sentido, es interesante asumir todas las implicancias del título completo de una de las biblias de la teoría de la modernización, el libro de Walter W. Rostow, The Stages of Economic Growth, a Non-Communist Manifesto, de 1960; si es razonable considerarlo como un tratado de la Guerra Fría, un gesto que muestra la conciencia del autor del plano profundamente ideológico en que se producía la investigación social, al mismo tiempo, la idea de “manifiesto no comunista” (expresión que significativamente los editores del libro en castellano no pusieron en la tapa) muestra que, para el reformismo, la modernización era también un sucedáneo de la revolución, el camino liberal en pos de los mismos objetivos [10]. 

Desarrollo, por supuesto, es una noción intrínseca a ese concepto de modernización, y sufre una análoga mutación, ya que, como sugirió Cullather (2010), su constitución contemporánea supone un «significado transitivo»: el desarrollo dejó de ser el proceso contingente que se despliega dentro de una historia nacional específica con sus propias reglas y tiempos, para convertirse en un dispositivo técnico-económico acumulativo que aplica un país sobre otro. Esto ocurre básicamente a partir de 1949 con el Point Four de Truman. Pero si la Guerra Fría fue, entre otras cosas, una guerra de símbolos, lo paradójico es que el desarrollo se vuelve un símbolo universal y, por eso, en un período tan marcadamente ideológico, va a sufrir un proceso de rápido vaciamiento ideológico al ser compartido por ambos bandos (y también por quienes pretendían mantenerse al margen de la confrontación, pensando incluso que podían aprovecharse de ella para construir una tercera vía… al desarrollo, por supuesto). De modo que la batalla ideológica de la Guerra Fría se convierte, en un aspecto clave de ella (quién podía mostrar mejores y más rápidos resultados en la aplicación transitiva del desarrollo), en una batalla meramente instrumental.

Planificación, por último, tiene muchas de las implicancias de las dos nociones anteriores. Sabemos que el signo de la planificación que marca al siglo 20 no es sólo norteamericano: ya en la década de 1930 se encuentran similares premisas de pensamiento socio-territorial en la Unión Soviética, Inglaterra, Italia o Alemania (en verdad, la crisis de 1929 institucionalizó los cambios que algunos de esos países habían puesto en marcha pragmáticamente durante la Gran Guerra), y en los países latinoamericanos se era bien consciente de ello, de las similitudes entre las diversas experiencias tanto como de sus diferencias. Sin embargo, el mismo uso de la palabra señala ya en América Latina el impacto de las ideas norteamericanas; y seguir el progresivo reemplazo de la palabra urbanismo (de ascendencia latina y con significados modernos traducidos del francés) por la palabra planificación desde la década de 1930 permitiría trazar el mapa, fragmentado y discontinuo, de la nueva «conquista» anglosajona del continente, aun cuando, en diferentes grados en cada país, la noción de planning tuviera que compartir la escena con figuras y corrientes del pensamiento europeo (que, por cierto, también comenzaban a estar afectadas ellas mismas por las ideas y las prácticas norteamericanas) [11]. Pero esa noción de planificación sufre, en el marco de la Posguerra, una mutación léxica (vinculada directamente con el ambiguo status ideológico de la noción para el pensamiento liberal, que comentamos más arriba): en Occidente se vuelve «planificación democrática» por motivos menos sofisticados que los que pensó Karl Mannheim cuando propuso la fórmula; ahora era simplemente para diferenciarse en la competencia de la Guerra Fría con la «otra» planificación (por eso, también, la CEPAL utilizaría en sus primeros documentos la noción de «programación económica», intentando aventar posibles suspicacias ideológicas).

Fig. 5. Ilustración de «Zoning by design», Charles H. Diggs, 1931. Fuente: rmc.library.cornell.edu

Estas tres nociones están en la base de los lenguajes técnicos asumidos por los planificadores latinoamericanos del período, pero al mismo tiempo que se adoptaron como una lengua natural, fueron motivo permanente de crisis conceptuales y de críticas ideológicas desde el mismo comienzo de su generalización. Así, en la suerte que corren estas tres nociones puede verse con claridad que el viaje de ida no fue la simple expansión de un ideario exótico que se aclimató sin conflicto en tierras extrañas, y que lo que hace el viaje de vuelta es en verdad cerrar el ciclo, doblando la apuesta sobre las mismas cuestiones problemáticas [12]. En efecto, desde el mismo momento en que la expansión del credo funcionalista comenzaba a asentarse en los años cincuenta, puede identificarse un proceso de crítica interna a las nociones de modernización y desarrollo. Una crítica que buscará, en una primera instancia, encontrar las categorías adecuadas para los procesos locales (entendiendo que una serie de figuras de conocimiento aplicadas desde afuera a los países en desarrollo, como «explosión urbana» o «ciudad primada», los dejaba en la situación de la anomalía, de la alteración patológica a la norma de la urbanización occidental). Pero desde mediados de los años sesenta esa crítica se radicalizará, entendiendo ya francamente que modernización equivalía a una occidentalización que debía evitarse (la ciudad moderna comienza entonces a ser vista como causa de la falta de desarrollo, no como su remedio), y que desarrollo equivalía a una coartada para encubrir la dependencia. Con la noción de planificación, en cambio, sucede algo bien diferente, ya que si marca todo el momento expansivo, no va a ser menos fuerte durante el momento de crítica radical, dado que perdurará la convicción de que los obstáculos para su buena aplicación estaban en la política, no en la propia técnica, que por lo tanto podía permanecer incuestionada (es notable, por ejemplo, la coexistencia desproblematizada en los escritos de la época de las posiciones ideológicas más pasionales con el neutro cientificismo de la economía espacial, cuyo centro de irradiación estaba sin dudas en los Estados Unidos). Ya entrados en los años setenta iban a poder confrontarse, para probarlo, los ejemplos de Chile (donde el proceso de reforma fue interrumpido por el golpe militar) y Cuba (donde la Revolución llevó a cabo los mismos principios que se proponían en todas partes), de modo que iba a resultar obvio que la planificación era el camino correcto aunque no podría implantarse dentro del sistema capitalista: el cambio político debía preceder a los cambios en las relaciones de la sociedad con el territorio. Esto llevó a que los planificadores urbanos latinoamericanos mantuvieran todavía por décadas el malentendido que según Tafuri (1973) ya había caracterizado a las vanguardias arquitectónicas de los años de la entreguerra: confiar en la total armonía entre Plan y Socialismo. 

Fig. 6. Villa Olímpica en construcción, Santiago, 1964. Fuente: Archivovisual.cl

 

6. Latinoamérica en una isla

La idea de ciclo reformista permite, entonces, ver un tipo de relación sostenida con los Estados Unidos: comienza en las décadas de 1930 y 1940 con la conformación de América Latina como campo de elaboración y experimentación de nuevas teorías socio-urbanas (como ejemplifican paradigmáticamente los casos de Robert Redfield y Oscar Lewis, que con sus respectivas investigaciones en México establecieron uno de los debates clásicos de la antropología y de las teorías del desarrollo, el que enfrenta las nociones de «folk-urban continuum» y «cultura de la pobreza») [13]; y continúa en las décadas de 1940 y 1950 con los «planes de cuenca», siguiendo el modelo de la TVA difundido internacionalmente por campañas de promoción (en las que jugó un papel importante el libro de David Lilienthal, su director, TVA, Democracy on March, de 1944) [14]. Pero los «planes de cuenca» todavía forman parte de una cultura de la planificación para la emergencia y la catástrofe, típica del New Deal y la Guerra. Mientras que la consolidación de la maniera norteamericana de la planificación se va a producir en el pasaje a una nueva cultura de la planificación para el desarrollo, que no sólo señala la expansión definitiva de la planificación norteamericana en América latina, sino que puede también ser pensada como producto de la experiencia norteamericana en este continente, específicamente en Puerto Rico, dándola a la isla un papel fundamental en la producción de las modernas redes de pensamiento urbano –un papel bastante mal conocido o apreciado seguramente por el complejo lugar cultural y político de Puerto Rico tanto para los países latinoamericanos como para los Estados Unidos.

En efecto, la experiencia que se realiza en Puerto Rico en los años 1940 debe comenzar a verse como un momento fundamental de cambio con capacidad de afectar lo que se venía haciendo tanto al norte como al sur de América. Debe, por cierto, ser colocada en el marco de los primeros esbozos de la expansión reformista que se realizaban en Filipinas y Corea, pero si estas dos últimas experiencias fueron parte del intento de comprensión por parte de los Estados Unidos de la sociedad asiática (pensada como la clave del diseño del mundo que saliera de la guerra), Puerto Rico supuso para la planificación norteamericana un primer aprendizaje directo de la más próxima América Latina –próxima no sólo en términos geográficos, sino también conceptuales, por el lugar en que era situada dentro de la línea evolutiva que proponía la fórmula del «folk-urban continuum», ya que si bien se estaba experimentando en todo el continente un fenómeno explosivo de urbanización, la larga historia de la «ciudad latinoamericana» permitía entenderla como un caso más cercano al polo moderno que el del resto de las áreas del mundo en desarrollo. Pero, además, la experiencia en Puerto Rico supuso una renovación radical de los propios instrumentos técnicos y postulados teóricos dentro de los Estados Unidos.

Rexford «Red Rex» Tugwell fue el último gobernador norteamericano de la isla, entre 1941 y 1946, antes de que Puerto Rico obtuviera el status de Estado Libre Asociado; durante su gobernación comenzó el proceso de transformación de la economía de plantación hacia una economía manufacturera moderna que luego profundizaría el Partido Democrático Popular de Luis Muñoz Marín (con la Operación Bootstrap), consiguiendo pasar ya en la década de 1950 de los índices de extrema pobreza que habían caracterizado a la isla a las mayores tasas de crecimiento de América Latina [15]. El populismo modernizador fue sin duda el punto de contacto entre el gobernador norteamericano y las élites reformistas locales que llevó al éxito la transición: Tugwell era un típico newdealer, economista fogueado en algunas de las posiciones institucionales clave en la ideología reformista (subsecretario de Agricultura de Roosevelt y jefe de la Ressetlement Administration, presidente de la New York Planning Commission), que como gobernador en Puerto Rico emprendió un experimento radical de reorganización territorial y desarrollo agrícola e industrial, implementando una serie de programas de vivienda y modernización de las infraestructuras sanitarias, escolares, viales y turísticas de notables efectos en la redistribución social. Uno de sus principales apuestas para lograrlo fue sentar las bases de una planificación integrada y coordinada en todos los niveles (lo que a partir de allí comenzó a llamarse comprehensive planning), articulando los programas federales, nacionales, regionales y municipales (en 1942 se crea la Junta de Planificación de Puerto Rico, con atribuciones garantizadas por ley para dirigir todo el proceso) (Junta de Planificación de Puerto Rico, 1952). Un grado de coherencia y centralización institucional como sólo podía alcanzarse en un país pequeño, con un Estado de poca complejidad y relativo aislamiento, como era el caso de Puerto Rico para esa época: el laboratorio ideal para poner a punto todas las ambiciones del reformismo radical y tecnocrático del New Deal que en la misma Norteamérica se habían demostrado muy complicadas de realizar.

Fig. 7. Industrialización de Puerto Rico en la década de 1950. Fuente: Wikipedia.org

La peculiar situación institucional de Puerto Rico (una parte lejana de la Unión, no afectada por la puja política en el Congreso norteamericano en tanto dependía de decisiones federales directas) permitió que la planificación norteamericana lo tomara como un «microcosmos» para experimentar con «los problemas y aspiraciones […] de las regiones superpobladas y subdesarrolladas», en los términos de Perloff (1959), una de las figuras formadas en la experiencia de la isla que marcarían el curso de la planificación internacional en las décadas siguientes. En ese «microcosmos» se produjo la maduración de la primera generación de expertos locales (todos con estudios de posgrado en universidades norteamericanas, como será el caso mayoritario de la siguiente generación de planificadores en toda América Latina) pero también, como adelantamos, una transformación del pensamiento planificador en los Estados Unidos, ya que luego de su gobernación Tugwell se hizo cargo, entre 1947 y 1956, junto con Perloff, de un programa de formación de posgrado en la Universidad de Chicago que enfatizó el enfoque interdisciplinario y la combinación entre investigación y práctica implícitos en el ideario regionalista, con gran impacto en el resto del mundo académico y profesional. En efecto, para Friedmann (2005) –de los planificadores formados en ese programa, uno de los que más se aplicaría a la cuestión latinoamericana-, frente a los enfoques de city planning más tradicionales que imperaban en los estudios de posgrado en USA hasta los años cuarenta, concentrados exclusivamente en el control del uso del suelo, en Chicago se introdujo por primera vez la teoría y la filosofía de la planificación como aspecto sistemático de su enseñanza, y la idea de desarrollo se convirtió en el eje de un nuevo paradigma disciplinar [16].

Puerto Rico fue siempre un tema controvertido en las relaciones panamericanas, entre otras cosas, por la insistencia de los Estados Unidos en que la experiencia de la isla fuese considerada un modelo para el resto del continente –Hirschmann (1973), con su aguda sensibilidad para las razones latinoamericanas, explicaba el rechazo a ese modelo recordándole a sus interlocutores norteamericanos que «nunca podrá demostrarse, de manera irrefutable, que ese desarrollo económico no se ha comprado al precio de una cantidad de independencia que otros países no están dispuestos a pagar» [17]. De todos modos, los términos de ese debate de época no deberían ocultar el hecho de que Puerto Rico constituyó efectivamente un eslabón clave (un «puente admirable», lo definió Kennedy) de todo el ciclo de la planificación reformista que, de ambos lados del Río Grande, va del New Deal a la Alianza para el Progreso (y no es por azar que Kennedy situó a Teodoro Moscoso, factotum de la Operación Bootstrap, como director de la Alianza, y a Harvey Perloff, como uno de sus principales consejeros). Sobre todo, Puerto Rico fue el laboratorio para una generación de técnicos norteamericanos de gran predicamento en América Latina (Francis Violich y John Friedmann, en primer lugar) y de planificadores latinoamericanos que van a cumplir roles centrales en la constitución de la red institucional de la planificación (como Rafael Picó o Luis Lander). Y, muy especialmente, fue el semillero de las instituciones panamericanas de la planificación urbana y territorial formadas en la Posguerra: el CINVA, creado en Bogotá en 1951, que entrenaría decenas de expertos latinoamericanos en las propuestas de autoconstrucción por ayuda mutua (marca de agua del experimento portorriqueño) con un enorme suceso en toda América Latina en las décadas siguientes, y la propia SIAP, constituida en Puerto Rico en 1956, que establecería una de las principales plataformas para la formación de la red de pensamiento urbano en el continente, con sus encuentros periódicos y sus publicaciones –un caso inmejorable, como veremos, para notar la rapidez y la fuerza con que se iban a afirmar los nuevos paradigmas teóricos y políticos en nuestro viaje de vuelta [18].

7. Radicalización 

Sería posible conformar a partir de la experiencia portorriqueña el itinerario de las ideas de la maniera norteamericana de la planificación en un despliegue de instituciones, experiencias, proyectos y debates muy diversos, que pasa por Bogotá, Caracas y Ciudad Guayana, por el SUDENE (Superintendência do Desenvolvimento do Nordeste), por las favelas de Río, las barriadas de Lima y las villas miseria de Buenos Aires [19]. Incluso se debería examinar, a la luz de ese despliegue, las otras experiencias que se realizaron al margen de él, como Brasilia, emblema sin par del momento desarrollista, que sin embargo tuvo muy poco que ver con el tipo de planificación urbana que promovía [20]. Un despliegue que va dejando a su paso los estímulos para la creación del campo latinoamericano de pensamiento urbano desde finales de los años 1950. Y una estación fundamental de ese itinerario para entender algunas de las coordenadas de ese viaje desde el Norte y el consiguiente regreso (radicalizado) desde el Sur, como un pivote, es Santiago de Chile, la «Ginebra de América», como la llamaban en el período por la cantidad de instituciones continentales que albergaba [21].

Desde finales de los años cincuenta venía funcionando en Chile un programa de asistencia creado por el Point Four por el cual la Misión de Operaciones de los Estados Unidos (USOM) contribuía con recursos y expertos en el Plan Chillán –un plan de desarrollo agrícola en la región sur-central del país-, y entre 1959 y 1962 la misma USOM encargó tres estudios sobre el estado de la planificación en Chile y los modos de desarrollarla. Por otra parte, en Chile se desenvolvía una cultura ininterrumpida de la planificación pública desde finales de los años treinta (con la creación de la CORFO, Corporación de Fomento a la Producción, la primera de una larga lista de «corporaciones» que se crearían en las dos siguientes décadas en América Latina –y esa figura de la Corporación, sin duda la primera forma institucional, como ya advirtió Barrios (1998), que viabilizó la planificación en América Latina, también debe estudiarse como una traducción institucional de modelos de gestión de la transformación urbana y territorial norteamericanos) [22]. Así, Chile fue uno de los primeros países en reorganizar su división política a través de la creación de regiones de planeamiento, en 1954, y el gobierno liberal-conservador de Jorge Alessandri (1958-1964) lanzó una reforma agraria como medida modernizadora de reequilibrio interno de la producción y la población (otra mutación léxica: la «reforma agraria», desde el plan de investigación rural que la Fundación Rockefeller desarrolla en México en la década de 1930 en apoyo explícito a la reforma agraria cardenista, comienza a dejar de ser parte exclusiva del imaginario revolucionario, para convertirse en un dispositivo técnico de la planificación desarrollista –la otra cara de la reforma urbana-, llevado adelante por gobiernos de distinto signo, aunque ese distinto signo también haya implicado la diversa convicción con que se aplicara esa reforma y su diverso grado de eficacia y radicalidad) [23].

Todo eso explica la excepcional concentración en Santiago de instituciones públicas y privadas dedicadas a la planificación, comenzando por la propia CEPAL, que creó el Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social (ILPES) en el que varias camadas de cientistas sociales del continente se integrarían como comunidad, cultivando el sentimiento de ser parte de una misión (y posiblemente el edificio mismo que la CEPAL construye en Santiago en 1963 de acuerdo al proyecto de Emilio Duhart, con su ascética horizontalidad recortada contra la cordillera, sea el documento que con mayor fuerza simbólica expresa aquella convicción en la posibilidad de un pensamiento alternativo latinoamericano); la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y el Consejo Latinoamericano en Ciencias Sociales (CLACSO), con sus respectivas comisiones de desarrollo urbano y regional; el Centro para el Desarrollo Económico y Social de América Latina (DESAL), que alojó buena parte de las iniciativas de las militancia religiosa en temas urbanos y territoriales; el Instituto de Vivienda, Urbanismo y Planeación de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile; el Centro de Investigaciones en Desarrollo Urbano y Regional (CIDU), en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica, entre muchas otras.

Fig. 8. Edificio de la Cepal, Santiago. Fuente: Plataformaurbana.cl

En ese contexto se instala en 1964 el Programa de Asesoría en Desarrollo Urbano y Regional de la Ford Foundation bajo la dirección de John Friedmann (quien antes de formarse en Chicago con Tugwell, había pasado por Brasil y Corea como miembro del programa US-Aid, y luego de Chicago fue parte del team MIT-Harvard que trabajó en Ciudad Guayana). Este Programa contribuye decisivamente a crear el CIDU y a dotarlo de contenido, y asesora en la renovación que realizó el gobierno democristiano de Frei del sistema de planeamiento nacional, con la creación del Ministerio de Vivienda y Urbanismo (MINVU) y de la Oficina de Planificación Nacional (ODEPLAN). Los lineamientos principales del Programa proponían una radicalización de la reforma agraria en conjunción con la reforma urbana, en el marco de una política de desarrollo regional que llevó adelante las hipótesis de Friedmann-Hirschmann sobre el «desarrollo desequilibrado»: descentralización de la administración pública y regionalización del presupuesto nacional, creación de estímulos para desconcentrar las inversiones privadas, para lo cual se propuso una nueva división en regiones especializadas a través de «polos de desarrollo» en cada una de sus principales ciudades [24]. Tal experiencia parecía coronar un proceso de maduración en las relaciones entre los Estados Unidos y Chile, con la consolidación del reformismo político y una cultura de la planificación para el desarrollo; pero, en verdad, se trataba de una situación límite, al borde del anacronismo. Basta mencionar, para comprenderlo, que a poco de iniciarse la labor del Programa estalló, precisamente en Chile, el escándalo del Plan Camelot, que pondría bajo sospecha todo el sistema de asistencia técnica norteamericana.

Como se sabe, Camelot fue un plan de investigación sociológica financiado por el ejército norteamericano sobre las condiciones de desorden social y rebelión en «zonas sensibles» del mundo en desarrollo; la relación con el ejército se mantuvo secreta, tanto por la sensibilidad de esas zonas a investigar, como por la misma problematicidad del vínculo entre el interés del ejército norteamericano y el del conocimiento científico en esos países. Esto se hizo evidente cuando, en 1965, a partir de una filtración, el verdadero carácter del plan se conoció en Chile, motivando un fuerte rechazo político y un escándalo internacional que obligó a desmantelar el Plan (en el marco de una fuerte crisis interna en los Estados Unidos entre los diversos departamentos de gobierno involucrados). Fue el inicio de una oleada de movilizaciones contra todo tipo de asistencia técnica o financiera norteamericana para las ciencias sociales latinoamericanas, detrás de la que comenzó a verse el interés estratégico de la penetración imperialista: como en una novela de John Le Carré, la sospecha latinoamericana se veía confirmada por una disparatada conspiración del ejército norteamericano que anticipaba así intervenciones mucho más trágicas [25].

Pero, quizás de mayor interés para nuestro enfoque, el affaire Camelot es una comprobación por el absurdo de la profundidad de las bases liberal-reformistas del expansionismo norteamericano (incluso cuando se hundía hasta el cuello en los pantanos de la Guerra Fría), al tiempo que expresa los cambios que se habían estado produciendo en la figura del experto norteamericano. Esto fue advertido sagazmente por Robert Nisbet (cuyo conservadurismo le hacía tomar distancia de toda la empresa de expansionismo reformista norteamericana y, por lo tanto, le permitía señalar sus puntos ciegos). Ironizando acerca del hecho de que hubiera sido justamente el progresismo de la academia norteamericana el que se había comprometido en un contrasentido político y científico como Camelot, Nisbet (1966) lo explicó tanto en el desorientado voluntarismo reformista (que pretendía convertir a las ciencias sociales en su instrumento), como en un cambio intrínseco al campo de la investigación social en los Estados Unidos a lo largo de nuestro ciclo: el cambio de escala que estaba ocurriendo en la proyección de la academia norteamericana sobre el mundo, desde los viajes de estudio de los primeros investigadores de la década de 1930, artesanos de la ciencia social, hasta el momento en que la «industria norteamericana del conocimiento [comenzaba] a producir en masa para los mercados externos»; en clara provocación a la cultura progresista embarcada en la expansión, Nisbet llamó a esa nueva etapa «la fase imperialista de la industria de la investigación norteamericana», alertando sobre los enredos tanto mayores que iban a ocurrir cuando multitudes de jóvenes scholars bienintencionados se dedicaran a hurgar en la vida social y política de cada rincón del planeta.

De allí en más, el regreso desde el sur va a ser explosivo, por la rapidez con que se produce y va quemando etapas en su radicalización teórica y política. Y, como ya señalamos, son los mismos planificadores y las mismas instituciones formados con aportes de fondos y de ideas norteamericanas los que van a protagonizar el cambio político (del desarrollismo al dependentismo) y teórico (del funcional-estructuralismo al estructuralismo marxista), que va a enrarecer hasta volver inviable cualquier relación con los Estados Unidos [26]. Ya en las propias publicaciones de la SIAP se habían comenzado a evidenciar los cambios: el primer número de la Revista Interamericana de Planificación, de 1967, abría con un artículo del cientista político brasileño Helio Jaguaribe (por entonces exiliado en los Estados Unidos) que denunciaba, en plena Alianza para el Progreso, el efecto retardatario de la asistencia técnica norteamericana en el desarrollo de los países latinoamericanos; a su vez, la colección de libros de la SIAP que comienza a salir en 1970 en Buenos Aires (con la dirección de Jorge Enrique Hardoy y la secretaría editorial de Martha Schteingart) se dedicará a publicar a los autores que proponían las nuevas posiciones teórico-ideológicas entre el dependentismo y el marxismo, como el español Manuel Castells (que durante su estadía chilena a finales de los años sesenta elaboró buena parte de lo que sería su libro estrella, La cuestión urbana, en el que dedicó un capítulo central a desautorizar los enfoques «culturalistas» de la Escuela sociológica de Chicago), el brasileño Paulo Singer, el peruano Aníbal Quijano o el colombiano Emilio Pradilla, entre muchos otros, convirtiendo a la colección en uno de los principales escenarios de los debates de la izquierda de la época.

El propio Hardoy es una figura clave en ese pasaje del optimismo desarrollista panamericano a la búsqueda de autonomía (teórica, técnica y política) de la planificación del subcontinente. Y el caso es muy interesante aquí no sólo porque fue uno de los principales constructores de la red de pensamiento urbano desde comienzos de la década de 1960, sino porque en todo su periplo siempre mantuvo vínculos muy estrechos con el mundo institucional norteamericano: formado en Harvard, Hardoy hizo un punto programático en todos los ámbitos de investigación que creó en la Argentina para que sus miembros recibieran formación de posgrado en los Estados Unidos; en 1965 tuvo que desmontar el Instituto de Planificación Rural y Urbana del Litoral (IPRUL), creado cuatro años antes en la Universidad del Litoral en la ciudad de Rosario, por las protestas estudiantiles contra los fondos de la Fundación Ford con que funcionaba; entonces creó el Centro de Estudios Urbanos y Regionales (CEUR) en la Universidad de Buenos Ares, pero apenas un año después tuvo que mudarlo también aunque por razones opuestas, por la intervención llevada adelante en la Universidad por el golpe militar de 1966; en ese momento consigue instalar el CEUR en el Instituto Torcuato Di Tella (ITDT) gracias a que pudo llevar con él los fondos que seguían llegando de la Ford. Pues bien, en 1973, al crear en su nueva sede del ITDT un Programa de formación de posgrado en Desarrollo Urbano y Regional, Hardoy se mostraba convencido de que la función principal del Programa era contrarrestar las «teorías inadecuadas» que se recibían en los centros de posgrado norteamericanos –por donde habían pasado todos quienes serían sus profesores [27].

Podríamos abundar en muchos de estos casos, pero conviene cerrar con otro ejemplo santiaguino: en la presentación de los resultados finales del Programa Ford en Chile, en 1970, Guillermo Geisse, él mismo formado en Berkeley con Violich, director del CIDU –como vimos, un centro de la Universidad Católica creado gracias tanto a la colaboración programática como a los fondos del Programa Ford cuyo balance de despedida se estaba haciendo-, se ve sin embargo obligado a advertir que la labor de asesoría de expertos extranjeros «no goza de prestigio entre nosotros»; y apenas un año después publica un artículo en Eure, escrito en colaboración con Enrique Browne, también del CIDU, donde se analizaba el fracaso de una «educación extranjerizante» que ha generado «la especialización neutral, la inmunidad tecnocrática y la linealidad determinista» (Browne y Geisse, 1971). Como se ve, la crisis en las relaciones con la planificación norteamericana mostraba no sólo el cambio ideológico-político, sino una crisis de la propia idea de autonomía del conocimiento social científico en América Latina.

8. Periodizaciones 

La identificación de la expansión de la maniera norteamericana de la planificación como parte de un ciclo reformista puede contribuir, por todo lo visto, con la revisión de la periodización habitual en los temas de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. En dos sentidos. Por una parte, porque obliga a reinterpretar la matriz ideológica de la presencia norteamericana: mientras que siempre se la leyó retrospectivamente desde la evidencia de la Guerra Fría (la completa ideologización anticomunista de la ayuda norteamericana, con énfasis en la asistencia militar), ahora es posible entender que la Guerra Fría resignificó sin duda muchas de las valencias ideológicas de aquel liberalismo reformista, pero en un proceso que tiene raíces muy diferentes, que se nutren del New Deal y seguirán alimentando las ideas y las prácticas posteriores (esto es claro en muchas instituciones y muchos técnicos norteamericanos en América Latina que, fieles a aquellas raíces, van a tratar de escapar con suerte diversa del clima maniqueo de la Guerra Fría). Por otra parte, la idea del ciclo reformista obliga también a revisar las cronologías instaladas. Como se sabe, los cambios principales en la relación entre Estados Unidos y América Latina se suelen fechar en 1959, con la Revolución cubana: porque a partir de ella los Estados Unidos habrían cambiado su tradicional actitud hacia los países latinoamericanos (centrada en la exigencia de apertura de los mercados), intentando moderar la expansión de la revolución con el apoyo a las políticas de reforma social (que habría encontrado forma en la Alianza para el Progreso); y porque también en ese momento se habrían reorientado los imaginarios intelectuales latinoamericanos hacia la revolución y, especialmente, el antiimperialismo. Sin embargo, la experiencia de la planificación ilumina un cuadro algo diferente, ya que si el reformismo social en la asistencia técnica norteamericana –incluso con coloración populista- nace en el New Deal, la Alianza para el Progreso no sería entonces un momento de cambio, sino un punto de llegada (y clausura); y, por otra parte, también es posible ver que hasta bien avanzada la década de 1960, los sectores más avanzados de la planificación latinoamericana que protagonizarían en seguida el proceso de radicalización política y disciplinar, no tuvieron mayores conflictos con su ligazón umbilical con la planificación norteamericana. Parafraseando a Sigal (1991) en su estudio sobre los intelectuales argentinos en la década de 1960, podríamos hablar de una «identidad bifronte» del pensamiento urbano en América Latina, que podía ser políticamente progresista –lo que entonces significaba marxista, nacionalista y antiimperialista- y culturalmente modernizador –lo que entonces significaba estar atentos a lo que sucedía en Norteamérica. Lo cierto es que hasta finales de la década de 1960 ningún planificador que volviera con su Master o su PhD corría el riesgo de ser descalificado con el tipo de críticas que un par de décadas atrás había respondido Carmen Miranda con el célebre «Disseram que voltei americanizada».

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Adrián Gorelik, Universidad Nacional de Quilmes. E-mail: agorelik@unq.edu.ar.

[1] The Quiet American se publicó en 1955 y ha tenido dos versiones cinematográficas.

[2] He analizado la necesidad de entender como un ciclo todo este período de producción de una red de pensamiento urbano en América Latina en Gorelik (2005).

[3] Es notable en los relatos autobiográficos de dos figuras norteamericanas clave de estos intercambios, Francis Violich y Richard Morse, la coincidencia en señalar el descubrimiento casual de América Latina por la imposibilidad del viaje a Europa, que había sido hasta la guerra la primera opción. Ver las declaraciones de Violich en Martín (2004); y el relato de Morse en Goodwin, Hamill y Stave (1976).

[4] Sobre ese «primer antiimperialismo» latinoamericano, ver el texto pionero de Terán (1985).

[5] Para el caso de Brasil (uno de los ejes centrales, junto con México, de las políticas de la OIAA), puede verse Tota (2000). Una excelente guía sobre la literatura del tema y más específicamente sobre los archivos de la OIIA, en Cramer y Prutsch (2006). Editado por ambas autoras, puede verse también el libro colectivo sobre la OIAA: ¡Américas unidas! Nelson A. Rockefeller’s Office of Inter-American Affairs (1940-46) (Cramer y Prutsch, 2012).

[6] Ver, por ejemplo, el notable estudio de Purcell (2012).

[7] Sobre estas corrientes, que alimentaron la idea de una única América, ver el sugerente ensayo de Jones (2007).

[8] Estoy pensando en las propuestas analíticas que señalaron las limitaciones de la mirada dependentista a la hora de pensar los asuntos culturales, como se ve en el trabajo sobre la noción de transculturación realizado a comienzos de los años setenta por Rama (1982), o en el debate sobre «el lugar de las ideas» en Brasil para la misma época (entre el texto de Silviano Santiago, «O entre-lugar do discurso latino-americano», de 1971, y el de Roberto Schwarz, «As idéias fora do lugar», de 1973, publicados ambos en castellano en la compilación de Amante y Garramuño (2000).

[9] Es especialmente irritante en este libro el modo en que se evalúa la acción de la Fundación Ford rescatando intelectuales y académicos chilenos y latinoamericanos de la persecución del régimen de Pinochet apenas producido el golpe de 1973. Ver especialmente el capítulo 7 «The major Foundations, Latin American studies, and Chile in the Cold War».

[10] La edición en castellano la realizó Fondo de Cultura Económica de México en 1961, muy poco después de la aparición de la edición original en inglés, pero a diferencia de ésta, el subtítulo no figuró en tapa (ni figuraría en las futuras reediciones).

[11] Respecto de esta «contaminación» entre diversas corrientes, que es el modo habitual en que se hacen presente las ideas en el debate y la práctica de la planificación en América Latina, hay muchos ejemplos para señalar: Maurice Rotival, el urbanista del atelier de Henry Prost que cuando llega por segunda vez a Caracas para participar de la Comisión Nacional de Urbanismo ya ha pasado por Yale incorporando una serie de nociones y técnicas de la maniera norteamericana de la planificación (ver Frechilla, 1994); o la corriente Economie et Humanisme, liderada por el sacerdote bretón Louis-Joseph Lebret, de gran impacto en Brasil, donde crea la Sociedade de Analise Gráfica e Mecanográfica Aplicada aos Complexos Sociais, pero que en su mismo concepto de l’aménagement du territoire ya se muestra como una adaptación de la sociología francesa a los parámetros del culturalismo regionalista anglosajón. Por no mencionar los casos ya muy trabajados de los urbanistas europeos que se instalan durante la guerra en los Estados Unidos, como José Luis Sert, e intervienen desde allí en planes en toda América Latina, intentando una conversión «de vanguardistas a expertos», de acuerdo a la acertada fórmula de Liernur (2004).

[12] Este argumento, que en las siguientes líneas apenas puedo presentar muy esquemáticamente, se encuentra más desarrollado en Gorelik (2005).

[13] He analizado el largo impacto de ese debate en América Latina en Gorelik (2008).

[14] Sobre la difusión internacional del modelo de la TVA como parte fundamental de la expansión de las políticas norteamericanas, ver Ekbladh (2011). El libro de Lilienthal se tradujo por primera vez al castellano en 1946 en México, y gozó de gran circulación. Son conocidos varios «planes de cuenca» (y varias creaciones institucionales) con inspiración en la TVA en nuestro continente desde temprano en la década de 1940, como los planes para la cuenca del río Santa, en Perú, en 1943, y del río Papaloapan, en México, en 1946; en algunos casos, como el de la Corporación para el Desarrollo del Valle del Cauca, en Colombia, en 1952, con asistencia técnica directa del personal de la TVA, pero en otros casos, como los de la Corporación Hídrica del Noroeste Argentino, de 1946, o de la Comisión Interestadual de la Bacía Paraná-Uruguay, realizado por el grupo del padre Lebret en Brasil, de 1952, de modo más autónomo.

[15] Sobre diversos aspectos del proceso de modernización de Puerto Rico en los años 1940 y 1950, ver Santana (1984), y los trabajos compilados por Álvarez y Rodríguez (1993).

[16] Para Friedmann, el libro de Perloff (1957), fue el impulso para que la planificación para el desarrollo se aplicara en el resto de los posgrados norteamericanos. Sería interesante trazar una historia de los cambios en la enseñanza de la planificación en Norteamérica en relación a los sucesivos desplazamientos de las referencias para América Latina durante nuestro ciclo, teniendo en cuenta los tres posgrados que más planificadores latinoamericanos formaron: el posgrado de Berkeley, en primer lugar, por la acción convocante de Francis Violich; el de MIT-Harvard, por el peso que el Joint Center for Urban Studies tendría en planes y asesorías realizados en América Latina; o el de Pennsylvannia, que en los años sesenta ofrecería la versión más adecuada al cientificismo reinante con la Economía espacial de Walter Isard.

[17] Sobre la suerte del desarrollo en Puerto Rico, que pasó de punto experimental de la planificación en los años 1940 y 1950 a germen de la «industrialización por invitación» (o capitalismo maquiladora) en la década de 1960, ver Pantojas (1990). Lo interesante para notar es que, por lo menos hasta bien avanzados los años sesenta, ni siquiera las voces más críticas o escépticas sobre la visión norteamericana del desarrollo, ponían en cuestión los logros obtenidos en Puerto Rico; ver, por ejemplo, Morse (1960).

[18] Sobre el CINVA, ver Rivera (2002). Los orígenes de la SIAP se remontan a 1956, cuando por iniciativa de Picó, por entonces presidente de la Junta de Planificación de Puerto Rico, se realizó una reunión constitutiva en Bogotá, en la que quedó conformada la primera Comisión Directiva con Rafael Picó (Puerto Rico) como presidente; Gabriel Andrade Lleras (Colombia) como vice; Luis Dorich (Perú), Carlos Leonida Acevedo (Puerto Rico), Rodrigo Carazo (Costa Rica), Eduardo Montoulieu (Cuba) y Miguel Figueroa Román (Puerto Rico) como directores; y como consejeros Ernest Weissman y Anatole Solow (expertos de organismos internacionales que representaban a USA) y Luis Lander (Venezuela). La constitución definitiva se produce en 1957 en Puerto Rico, donde funcionará la sede de la SIAP hasta 1971, cuando pase a Bogotá. La historia accidentada de la SIAP en las últimas décadas incluye la desaparición de todos sus archivos; puede encontrarse un breve recuento de su formación y desarrollo, con un listado de autoridades, sedes y la enumeración bastante errática de algunas actividades, en el texto que Luis Eduardo Camacho (2007), secretario histórico de la institución, publicó al cumplirse su 50 aniversario.

[19] Ver la reciente tesis de doctorado de Benmergui (2012).

[20] He analizado esta (y otras) paradojas de Brasilia en Gorelik (2012).

[21] Un visión general sobre este rol desempeñado por Santiago en el desarrollo del pensamiento social latinoamericano puede encontrarse en la primera parte de libro de Beigel (2012).

[22] El exilio de Rómulo Betancourt en Chile explica el impacto directo de la experiencia de la CORFO en la creación de la Corporación venezolana en 1946, cuando asuma la Junta de Gobierno que él presidía. Ya desde un año antes existía en una Corporación Nacional de la Vivienda, propuesta por el entonces diputado Belaúnde Terry, y dos años después se creaba la Corporación de la Vivienda Económica en Cuba, entre los primeros ejemplos de esta figura institucional que busca coordinar la iniciativa estatal con diversas instancias de la sociedad civil.

[23] Sobre los proyectos de desarrollo agrario de la Fundación Rockefeller en México en los años 1930, ver Cullather (2010).

[24] Ver Friedmann (1967). Sobre la construcción institucional de la planificación en Chile, con especial énfasis en las políticas de la Democracia Cristiana, ver la tesis de doctorado de Giannotti (2007).

[25] Entre las decenas de textos que se le dedicaron al tema en la época, el que compiló Horowitz (1967), sigue siendo uno de los más útiles por el abanico de posiciones que presenta. Entre las buenas revisiones críticas recientes desde América Latina, ver Gil (2011), y Navarro y Quesada (2010).

[26] Sobre los nuevos términos del debate producidos por esa radicalización del pensamiento urbano, me extendí tanto en Gorelik (2005 y 2008).

[27] Presentación del Programa de formación de posgrado en Desarrollo Urbano y Regional, CEUR, Instituto Torcuato di Tella, 1973. Sobre el caso del IPRUL, ver la tesis de maestría de Monti (2013).