En los últimos cincuenta años diversas fiestas extranjeras han llegado a nuestro país y poco a poco se han convertido en parte integral de nuestro «calendario social de actividades»; y, en buena medida, de nuestra identidad nacional. Primero fueron la navidad de Santa Claus (con renos y pinos nevados) y la pascua del conejito ponedor de huevos de chocolate. Hoy, muchos chilenos celebran San Patricio (bebiendo mucha cerveza), San Valentín, o el Oktoberfest (cerveza otra vez).
De todas estas fiestas recientemente arribadas, la que ha generado una mayor adhesión ciudadana, y al mismo tiempo el mayor grado de polémica, es Halloweeen o Noche de brujas. El debate se ha concentrado en dos aspectos: el carácter extranjerizante de la celebración, y su contenido pagano y hasta cierto punto anti-religioso.
Creo que ambas críticas pueden ser abordadas haciendo un análisis de dos características centrales de la modernidad tardía en la que vivimos:
Identidad nacional v/s cultura translocal
La expansión de los medios de comunicación de masas y su carácter esencialmente transnacional, los cambios en el transporte y la percepción de las distancias, así como la transformación en las tecnologías de la información, han llevado a un cambio sustantivo en las formas en que se construyen las identidades locales; pasando de una identidad nacional estable y cerrada, a múltiples identidades que se conjugan e hibridizan. Si bien el sustrato de la «identidad nacional» se mantiene, este es complementado por aportaciones identitarias propias de otros contextos y culturas, lo que nos convierte en sujetos en constante transformación y aprendizaje cultural.
De esta forma, la Noche de brujas, que para muchos adultos, y especialmente adultos mayores, es vista como algo ajeno, transgresor y que fomenta una ética y una estética que no son propias del país, es para miles de niños una manifestación más de su «identidad». Para los niños y adolescentes chilenos, especialmente aquellos de mayor nivel socioeconómico y que por ende han sido más permeados por la cultura transnacional, Halloween, así como el mall, los computadores, o el Hip Hop, son parte de su identidad y representan parte de sus vivencias más profundas y significativas. Este cambio ciertamente es visto con desconfianza por quienes no lo experimentan, tal como les debe haber ocurrido a nuestros abuelos cuando sus hijos, influenciados por la recientemente llegada televisión, importaron a un señor de barba y traje rojo que traía regalos el día de navidad. Como dice el poeta Mauricio Redobles al referirse a su admiración por el Blues, género musical de los norteamericanos marginalizados, «OK Comrade, it is my heart (OK camarada, es mi corazón) y no lo pises…».
La banalización, mercantilización y re-significación de los sentidos
Si hay algo que caracteriza a la sociedad contemporánea es la pérdida de profundidad que han sufrido las manifestaciones culturales y las fiestas; pasando de ser eventos con un sentido identitario claro y concreto (conmemoraciones, acciones de gracias, etc.) a ser simplemente grandes eventos de consumo pauteados por el mercado, y, en menor medida, ocasiones de encuentro familiar de grupos humanos cada vez más atomizados.
Hoy la fiesta o celebración aparece simplemente como una excusa para consumir los excedentes productivos de una sociedad tecnificada; dejando de lado los sentidos tradicionales asociados a dichos rituales: Navidad es la excusa para entregar regalos, San Valentín la excusa para salir en pareja, y Halloween una excusa para disfrazarnos y consumir caramelos. Tal como las fiestas religiosas han perdido su contenido trascendente, la noche de brujas ha perdido su contenido pagano y de adoración a las fuerzas de la naturaleza. En este contexto, más que a su carácter pagano, quizá una crítica interesante que se podría hacer a Halloween, así como a muchas otras fiestas, es su excesiva mercantilización.
Ahora bien, que las fiestas hayan perdido su sentido profundo y tradicional y se hayan mercantilizado hasta un punto enfermizo, no implica que éstas estén totalmente vacías de contenido. Podemos hablar entonces de una «re-significación» de la fiesta que dice relación con la recuperación del carácter comunitario de la vida social.
En una sociedad en la que las relaciones sociales son cada vez más funcionalizadas y mercantiles, en la que las familias extendidas se disuelven, y en la que las grandes redes de amistad se reemplazan por vínculos virtuales poco profundos, la fiesta opera como un espacio en el que la comunidad, sea esta familiar, barrial o de amigos cercanos, vuelve, por un día, a cobrar sentido. Así, la noche de brujas se convierte en un momento en el cual los padres comparten con sus hijos pequeños y con otras familias de su entorno social inmediato; en que las veredas y calles son recuperadas por los peatones; y en que los pequeños vuelven a ser parte de una comunidad.
Halloween se nos aparece a los adultos como una fiesta extraña; a los ojos de nuestros niños, en cambio, aparece como algo propio y cuyo sentido último es reforzar vínculos de carácter comunitario, sea con la familia o con el entorno barrial. Lo esencial es lo lúdico del disfraz y el encuentro con el otro, quedando los signos terroríficos o el contenido original de la fiesta relegado a un plano marginal.
* Columna inédita de Rodrigo Salcedo, escrita en 2014.
** Fotografías de Ricardo Greene.