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VER 2012

Huellas, umbrales y ciudades posibles/

El fenómeno cinematográfico en Santiago (1896-1931)

Javiera Lorenzini

Artículo | Revista

Resumen

Este trabajo revisa, desde la perspectiva de la historia cultural urbana, la llegada del fenómeno cinematográfico a Santiago a partir de una huella doble. La primera de ellas permite rastrear el impacto del biógrafo como el lugar físico de la proyección, en torno al cual se rearticulan redes urbanas y sociales que prefiguran la integración de la capital en un período “umbral” de su modernización. Por otra parte, la segunda huella urbana considera el impacto representacional de la “ciudad imaginaria” cinematográfica que comenzaron a ver los espectadores santiaguinos en la pantalla y que luego incidirá en el devenir efectivo de la ciudad.

Palabras Claves

Santiago umbral, cinematógrafo, historia cultural urbana.

Abstract

This article reviews, from an urban cultural history perspective, the arrival of the cinematographic phenomenon to Santiago de Chile from a double perspective. The first one allows tracking the cinema’s impact as a physical place of projection, around which urban and social networks -that foreshadow the integration of this capital city in the threshold of its modernization process- are rearticulated. The second one considers the representational impact of the cinematographic “imaginary city” that spectators started noticing in the screen, and would later have a bearing in the actual development of the city.

Keywords

Santiago threshold, cinema, urban cultural history.

Cuando estamos aburridos, cuando el hastío nos aferra con mano ruda, cuando sentimos en el alma cierta nostalgia inexplicable,vamos al Cinematógrafo.
Máximo Ellior, «El encanto del cinematógrafo».

 

1. Introducción

El epígrafe citado, publicado en Santiago en 1919 en la revista La semana cinematográfica, implica una escena probable: en primer lugar, la de un nuevo espectáculo que solo dos décadas después de su aparición en la capital ya se ha vuelto actividad cotidiana y vivencia colectiva de un «nosotros»; en segundo lugar, la de un espectador que en las sombras de la pantalla encuentra una razón para movilizarse; y en tercer lugar, la de una modernidad que gracias al encanto del biógrafo aleja al sujeto del hastío y el aburrimiento, esto es, lo hace dejar la inercia para en la pantalla encontrar nuevas zonas de realidad. Debido a estos desplazamientos y dinámicas que provoca el biógrafo en sus espectadores, es que la llegada del cine a la capital será, en este trabajo, seguida como una huella que se imprime a modo de vivencias materiales e imaginarias, individuales y colectivas. Esta huella no es única sino doble; así, hacer el seguimiento de los rastros que imprime en Santiago un cine emergente implica considerar las dos principales maneras en que el fenómeno cinematográfico influye en el entramado urbano y se relaciona con él. En primer lugar, el cine «ocurre» en el espacio físico del teatro, el cual se sitúa en la ciudad impactando en su fisonomía y transformando las redes urbanas y sociales que la constituyen. Pero también encontramos en el cine el lugar de la «ciudad imaginaria» santiaguina, desde donde se transmiten continuamente nuevas representaciones urbanas y sociales que luego incidirán de facto en el devenir de la ciudad. Si bien ambos rastros son las dos caras de la misma relación, siguen líneas paralelas que no siempre van a la misma velocidad, ni dejan la misma huella. Estos ligeros desfases -o «leves anacronismos»- entre la ciudad imaginaria y su concreción son los que me propongo discutir en este trabajo.

Figura 1. "Ecran", 21 de abril de 1931.

Figura 1. «Ecran», 21 de abril de 1931.

Por lo tanto, el corte de fechas escogido (entre 1896 y 1931) considera como inicio la llegada del cinematógrafo a Santiago, solo unos meses después de la primera exhibición de los Lumiére en Francia, y finaliza con las reformas efectuadas en la capital durante el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, en el que cambia la cara de la ciudad para ser percibida como definitivamente moderna. Observemos que este último año no solo coincide con la caída del dictador Ibáñez sino, asimismo, con las consecuencias negativas de la crisis de la industria salitrera y de la gran depresión en Chile, eventos que inauguran otro período tanto en lo que refiere a la industria cinematográfica (con la introducción del cine sonoro) como a las reformas urbanas en Santiago. En este marco, propongo que la influencia «imaginaria» de la llegada del cine a la capital en sus tres primeras décadas hace del nuevo espectáculo el nicho fundamental donde se irán gestando nuevas representaciones urbanas que decidirán una ciudad más inclusiva a la vez que «deseable» y «posible» -la moderna metrópolis norteamericana-, al mismo tiempo que esta ciudad se construye en la puesta en escena del «lugar» del cine: el biógrafo. La emergencia del nuevo fenómeno de masas en una ciudad estancada en su proceso de modernización será determinante en lo que refiere a dos ejes principales: la sensación discursiva y experiencial de crisis que se vive en el Chile del período y la forma en que los cruces cinematográficos entre lo local y lo cosmopolita impactan imaginariamente en este período de crisis.

Dicha propuesta y sus implicancias no pueden ser, evidentemente, abordadas desde un paradigma historiográfico tradicional. Y es que, en efecto, a lo largo de las últimas décadas ya se han realizado grandes cambios para superar la «empobrecida idea de lo real» que según la crítica de Foucault no dejaba a los estudios clásicos espacio para lo imaginado (Burke, 2006: 83). Así, como subcampo de los nuevos paradigmas historiográficos que surgen en la década de 1980 en oposición al afán positivista que guiaba a la historiografía moderna, la historia cultural urbana insiste en la necesidad de considerar nuevas fuentes e implementar nuevos métodos de investigación que van a influir decisivamente en la historiografía urbana tradicional. Distanciándose de un estudio social y económico de la ciudad, como también de la historia de las ideas, pues sugiere «el acento en las mentalidades, las presuposiciones o los sentimientos más que en las ideas o en los sistemas del pensamiento» (Burke, 2006: 70), la historia cultural urbana como parte de la Nueva Historia Cultural se hace cargo de seguir el entramado histórico de las representaciones y se podría describir, según Burke (2006: 15) «como la preocupación por lo simbólico y su interpretación». Inscribirnos en este paradigma de los estudios urbanos nos lleva a pensar el espacio público, necesariamente, no sólo como el soporte físico de las actividades grupales, sino también como el lugar de «la imaginación y la creatividad colectiva […] de la fiesta y el símbolo, de la religión, del juego, del monumento, de todas las manifestaciones en que la comunidad se reconoce como tal» (Abogair, 2002: 20), reconociendo que «lo público, la publicidad política, la opinión pública y la sociabilidad constituyen conceptos centrales al momento de profundizar en las características de los espacios públicos urbanos» (Aguirre y Castillo, 2004a: 6) [1], y por lo tanto de la particular constitución del Santiago que recibió al fenómeno cinematográfico.

Valernos del horizonte metodológico que proyecta la historia cultural urbana es especialmente productivo en el período en que se sitúa la revisión de este trabajo, puesto que, como indica Almandoz (2004), es precisamente entre la última mitad del siglo 19 y la primera mitad del siglo 20 cuando surgió el urbanismo «en su sentido más amplio, como proceso de cambio social […] en los contextos nacionales, como parte de los cambios en la cultura urbana de sociedades post-coloniales que aspiraban a modernizarse, invocando ideales foráneos: orden, progreso, higienismo, modernismo, funcionalismo» (Ciudad imaginario, 82-83) El cine, como fenómeno moderno por excelencia, va a resultar uno de los agentes más importantes en el surgimiento de estas nuevas formas de vivir la urbe que recién estaba asentándose en el Santiago de principios del siglo 20. En un período en que el nacionalismo, como indica Subercaseaux (2004), es una corriente hegemónica que permea todos los modos de vivir la ciudad, el cine va a inundar a los espectadores de nuevas imágenes de la modernidad, con lo que la influencia de los fantasmas y sueños de la pantalla se volverá determinante no en cuanto ideal foráneo solo reproducido, sino que también apropiado y adaptado al contexto de un país que se encuentra en incesantes transformaciones y, por lo tanto, en una desesperada búsqueda de definir «lo propio» de la identidad nacional. Así, las tensiones, contradicciones y coincidencias entre cosmopolitismo por un lado, y nacionalismo por el otro, tendrán en el cine como nuevo fenómeno urbano una palestra especial desde la cual se proyectarán estos cruces y encuentros.

La presentación de estas cuestiones y su aplicación a la ciudad, que es, como propuso Simmel (2005) a principios del siglo, la gran «formación histórica» que permite la existencia moderna, pide de una historia cultural urbana la consideración de los antecedentes y proyecciones que estas representaciones de lo urbano prefiguran. Así, creemos que es apropiada la propuesta de Subercaseaux (2004), el cual plantea precisamente pensar este pasado según una «puesta en escena» del tiempo colectivo: «La escenificación o vivencia colectiva del tiempo se manifiesta en una trama de representaciones, narraciones e imágenes, trama que tiene como eje semántico un conjunto de ideas-fuerza y una teatralización [2] del tiempo histórico y de la memoria colectiva. La acción y efecto de escenificar el tiempo implica establecer relaciones de anterioridad (un ‘ayer’ que se perfila como un lastre que inmoviliza, como un pasado que hay que dejar atrás y superar); relaciones de simultaneidad (un ‘hoy’ o presente desde cuyo ángulo se adopta un punto de vista) y relaciones de posterioridad (un ‘mañana’ que tiene con frecuencia connotaciones teleológicas, constructivistas o utópicas)» (Subercaseaux , 2004: 15).

La rearticulación que puede hacer el cine de los desfases en los distintos modos de escenificar el tiempo que se daban en un Santiago contradictorio y ad portas de la modernización se pueden pensar desde esta matriz. En una época precisamente llamada por Subercaseaux como el «tiempo de integración», en que ocurre una reelaboración de la identidad nacional -y por lo tanto del espacio público santiaguino- que «incorpora discursivamente a los nuevos sectores sociales y étnicos que se han hecho visibles» (Subercaseaux, 2004: 17), el cine será uno de los agentes más importantes a la hora de homogeneizar la vivencia de un tiempo histórico compartido entre los habitantes de diversos estratos de la ciudad.

Es por eso que una historia cultural urbana que considere la emergencia del fenómeno cinematográfico en Santiago en las primeras tres décadas del siglo XX no puede separarse tan férreamente de una «historia de las ideas», pues el relato de nación -que entenderemos como una «comunidad imaginaria», según el término acuñado por Benedict Anderson- va a ser la matriz en la que se reciben y adaptan las nuevas representaciones (la modernidad, las stars, las nuevas ciudades y culturas) que generan una escenificación del tiempo posible, cambios en el modo de percibir la cotidianidad no solo en lo contingente sino también respecto de un pasado y un futuro. Así, «lo que hace la industria cultural es precisamente cotidianizar la modernidad, es decir, naturalizarla», escriben Ossandón y Santa Cruz (2005: 23); mas esta naturalización no es un proceso pasivo, sino que deviene en la creación y transformación de la trama ideológica hegemónica, en este caso, la nacionalista. Tras la naturalización de lo moderno generada por la industria cultural, en la que el fenómeno cinematográfico -como veremos más adelante- fue uno de los principales agentes, la construcción de un discurso identitario nacional sufre importantes transformaciones, lo que se ve reflejado en la trama misma de la capital.

Figura 2. "Calle Ahumada. Instalación para los tranvías". 21 de abril de 1930 (Chilectra, 2001: 26).

Figura 2. «Calle Ahumada. Instalación para los tranvías». 21 de abril de 1930 (Chilectra, 2001: 26).

Cabe preguntarse, y Burke (2006) también lo hace, si acaso una historia cultural no está condenada al impresionismo. Será precisamente la disposición doble del seguimiento el rastro de a emergencia del cine la que intentará sortear este obstáculo, bajo la premisa de que las tensiones propias de la segunda huella «representacional» tienen una correspondencia -aunque desfasada, levemente anacrónica- con el devenir de la ciudad de Santiago. Así, si la segunda de las huellas seguidas nos hablará de ciertas representaciones, la primera lo hará de la «construcción» o «producción» de la realidad que dichas representaciones han generado. De esta manera, ambas huellas de la emergencia del cine en Santiago se entrelazan, ninguna completamente independiente, las dos absolutamente necesarias.

2. Santiago, ciudad umbral: la ciudad que recibió al cine

La primera proyección de un cinematógrafo en Santiago, llevada a cabo en agosto de 1896 en el teatro Unión Central, se sitúa en una Latinoamérica cuyas principales ciudades ya manifestaban un marcado y hasta radical proceso de modernización, como ocurrió en Buenos Aires en 1880 y en Río de Janeiro en 1902. En cambio, Santiago de inicios de siglo acusaba en su aspecto un estado de estancamiento: «Aparecía monótono, con una estructura urbana rígida, con casas prácticamente idénticas, de baja altura, con pocas áreas verdes, serios problemas de conectividad y tráfico, entre otras. Esta ciudad colonial, de fácil lectura e identidad para el habitante urbano centraba sus elementos estructurales de mayor fuerza en pocos puntos» (Aguirre y Castillo, 2004a: 23).

Presentaba Santiago profundas contradicciones en lo que a la planificación urbana y cara visible se refiere. Por un lado, había conocido en la década del 70 las reformas desde la intendencia de Benjamín Vicuña Mackenna, que como explicitan Aguirre y Castillo (2004a), no concibió la «gran aldea» santiaguina como una unidad; esto pues «las elites percibieron un espacio poblado que debía tener prioridad sobre otros de la capital: nos referimos a la ciudad ‘oficial’, que era fundamentalmente buena parte del barrio céntrico, lugar de residencia de esa clase social» (Aguirre y Castillo, 2004a: 3). Por otro lado, las masivas migraciones desde el campo iban haciendo crecer al Santiago «no oficial» con total descontrol. La ausencia de un programa de urbanización real provenía precisamente de la indiferencia de la oligarquía gobernante para con las clases bajas, que no se veían incluidas en los proyectos urbanos. Así, «los asentamientos espontáneos que rodeaban la capital crecían en forma caótica, sin ningún plan ni orden, y aunque su extensión era similar a la de la ciudad ‘oficial’ no aparecen necesariamente en los sucesivos planos de la capital» (Gross, 1990: 78). La dramática materialidad de la miseria se vivía en conventillos y poblaciones que ensanchaban el radio de la ciudad en forma cada vez más desmedida.

Figura 3. "Interior de un conventillo. Brasil, entre Mapocho y Baquedano". 20 de octubre de 1920 (Chilectra, 2001: 79).

Figura 3. «Interior de un conventillo. Brasil, entre Mapocho y Baquedano». 20 de octubre de 1920 (Chilectra, 2001: 79).

En los años sucesivos, y luego de la reforma de Vicuña Mackenna, Santiago no iba a conocer cambios de envergadura. Estancada entre la ciudad colonial y la ciudad moderna, continuó detenida en su proceso de modernización al menos hasta la década de 1920. Múltiples proyectos de transformación de la ciudad fueron siempre derogados o quedaron en la eterna cartera de propuestas que el Parlamento nunca llegó a aprobar. En el Centenario se pone realmente de manifiesto la doble ciudad que era el Santiago de inicios de siglo: si por una parte se gastaban los excedentes del salitre en fastuosas obras públicas que favorecían la ciudad «oficial», por la otra Luis Emilio Recabarren escribía Ricos y pobres denunciando una sensación de crisis que para ese momento ya era completamente generalizada. En ella intervenían, según Ossandón y Santa Cruz (2005: 25), «dos factores claves: la incapacidad del sistema parlamentario como régimen de gobierno y la exclusión e injusticia social como forma de dominación oligárquica», lo que generó que, para la década del 10 y del 20, «la sensación de crisis deja de ser un discurso para convertirse en una vivencia cotidiana» (27).

Puede constatarse en este breve panorama hasta qué punto la organización física de la ciudad de Santiago de entonces, en cuanto espacio público, contaba con una fuerte correspondencia con su sistema social y político. La segregación y poca planificación urbana tendría sus correlatos con las dinámicas propias del período parlamentario que mantuvieron hasta cierta medida su vigencia en el gobierno de Alessandri. Bajo esa perspectiva, podemos consignar que es completamente discutible la existencia de un espacio público unificado a inicios del siglo 20. Aún sin considerar el grado de analfabetismo, que en 1920 llegaba a un 50% de la población chilena (Rinke, 2002: 42) y limitaba el acceso a los medios escritos y por lo tanto a la opinión pública, se puede decir que al no existir una planificación urbana inclusiva, las «dos ciudades» que era Santiago a inicios del siglo XX vivían escenificaciones del tiempo desfasadas. El proletariado conoció sólo de muy lejos la modernización de la ciudad, y los cambios fastuosos que en ella se gestaban quedaban fuera de su propio círculo de vida. Las clases dirigentes mostraban así -en especial durante la república parlamentaria- su incapacidad de integrar a estos nuevos actores sociales en el entramado urbano y por tanto, en la «cosa pública» que tiene a la ciudad como lugar fundamental.

Ahora bien, no se puede negar que los años que precedieron a las reformas urbanas efectuadas durante el gobierno de Carlos Ibáñez -en especial por el urbanista vienés Karl Brunner- fueron creando, poco a poco, las condiciones que antecedieron a la modernización de la capital, desde la ciudad «oficial» hacia Santiago como conjunto. Si bien este aún contaba con «escasa pavimentación, polvo, desaseo, edificaciones de baja altura, iluminación precaria, inseguridad» (Cáceres, 1995: 1) progresivamente se asistió a la invasión de nuevas mercancías que dejaron de ser del acceso exclusivo de la aristocracia; la aparición de luminosas vitrinas, y de nuevos espacios de ocio que contrarrestaban un ritmo de vida cada vez más rápido. Tecnologías antes desconocidas, como el automóvil y el teléfono, transformaban, de a poco, las costumbres de los santiaguinos más adinerados e incluso de la emergente clase media. Todos estos cambios graduales, unidos a una progresiva pavimentación e iluminación, lograron un cambio importante: verter el centro de la ciudad cada vez más hacia las calles. Las señoritas de aristocracia, que antes solo salían a tomar aire ante un evento de especial importancia, ahora pueden caminar de noche sin chocar con los árboles y los postes. Las vías iluminadas, y cada vez más transitadas, se prestan a la actividad azarosa del flâneur santiaguino. Paulatinamente, el límite férreo que en la ciudad colonial separaba a lo público de lo privado se difumina en la capital a principios de siglo. Aparecen los barrios con antejardín que media entre la calle y la casa, en oposición al jardín interior colonial. Las vitrinas hacen públicos los productos que el observador vuelve privados para su consumo. Incluso el conventillo, nido del hacinamiento y la miseria, puede considerarse como otro lugar en que el cruce entre lo público y lo privado alcanza particular dinamismo. «Se transita de una condición de límite y barrera a una condición de umbral», escriben Rosas y otros (2010: 70) y otros acerca de la capital en las primeras décadas del siglo 20. La «ciudad umbral» se constituye como un campo tensionado entre -en términos de Romero (2004)- su pasado patricio, que aún predomina con fuerza, y la futura ciudad burguesa, que, debido a las oposiciones de los grupos oligárquicos más que a una verdadera falta de presupuesto fiscal, va a manifestarse más tarde que en otras ciudades latinoamericanas. Hábitos hacendales y nuevas formas de vida moderna conviven y luchan a lo largo de estos años; antigua aristocracia y burguesía se disputan el poder de la ciudad, generándose progresivamente una nueva elite, a tiempo que la clase media paulatinamente se fortalece.

Figura 4. "Centro de Santiago. Instalación de líneas subterráneas de electricidad" (Chilectra, 2001: 68).

Figura 4. «Centro de Santiago. Instalación de líneas subterráneas de electricidad» (Chilectra, 2001: 68).

Es en este contexto que se comienza a gestar lo que llamaremos una incipiente «cultura de masas», pese a que sea completamente problemático hablar en estos términos cuando aún la ciudad de Santiago es sólo su «ciudad legal», esto es, su centro histórico y -con algo de suerte- sus proyecciones hacia el sector oriente. La gestación de una cultura de masas- con la diversificación de diarios y revistas, nuevo estatuto concedido a la visualidad, proliferación de avisos publicitarios en pro del consumismo, entre otros- es en el contexto de una ciudad escindida uno de los factores determinantes que llevan a unificar los distintos tiempos históricos vividos por las clases altas y bajas en vías de «integración». En este contexto, la progresiva difusión de imágenes de la vida moderna de las urbes de Europa o Norteamérica por los medios escritos y por el cine como actor determinante sería esencial en la elaboración de nuevas promesas colectivas que llevasen a inclinar la balanza hacia la concreción de necesarias reformas para la ciudad de Santiago. Utopías a la vez urbanas y sociales se unifican en las nuevas propuestas de modernización de una capital que se siente a sí misma como inmersa en una profunda crisis.

Santiago como ciudad umbral, como escenificación de un presente de profunda carencias e inclinaciones urgentes a ser otra cosa, es el espacio público que recibe al cinematógrafo. Un espacio de problemas y proyectos, un gran signo maleable que llenar con nuevas promesas que a partir de la década del 20, y particularmente desde 1927 se van a hacer más inclusivas. Durante la inauguración de las primeras salas de cine, desde 1896, nunca se previó el impacto que iba a tener el fenómeno cinematográfico en una ciudad que pasaba por un período decisivo de su modernización. La ciudad umbral va a asistir así, a la emergencia del fenómeno umbral por excelencia.

3. El cine en la ciudad

La emergencia del fenómeno cinematográfico en Santiago, en su primera década, siguió la tendencia de una ciudad aletargada en sus procesos de modernización. El biógrafo, que ya a principios del siglo 19 había llegado a Santiago, aún necesitó hasta 1910 para incluirse en las «tramas del ocio» [3] santiaguinas como uno de los espectáculos de masa de mayor importancia en la capital. Tras la inauguración de los primeros teatros, el cinematógrafo, como espectáculo incipiente y negocio incierto, mantuvo en un primer momento un carácter trashumante. Las funciones eran improvisadas en construcciones provisionales que se adaptaban a los fines del espectáculo, desde barracones con graderías simples a graneros y bodegas de seguridad dudosa. También el cine encontró un espacio en algunas salas de teatro que ofrecían proyecciones ocasionales o se incluyó como entretenimiento en espectáculos de variedades.

Figura 5. Teatros registrados en Santiago para el año 1926 según la "Guía del Cinematografista" en Pantalla y Bambalinas, 1, 1, Santiago, enero de 1926. Imagen: Plano de Santiago. Santiago: Dirección de Obras Municipales (1920). Demarcación de los cines: elaborado por Soledad Rodríguez.

Figura 5. Teatros registrados en Santiago para el año 1926 según la «Guía del Cinematografista» en Pantalla y Bambalinas, 1, 1, Santiago, enero de 1926. Imagen: Plano de Santiago. Santiago: Dirección de Obras Municipales (1920). Demarcación de los cines: elaborado por Soledad Rodríguez.

Como se puede desprender del carácter de estos primeros lugares del cine, el nuevo espectáculo estuvo dirigido en un primer momento a la clase baja, como contraparte necesaria a las arduas tareas del trabajo productivo. A diferencia de la ópera, que desde los años precedentes atraía a los integrantes de la clase oligárquica, los nuevos sueños de la pantalla comenzaron esparciéndose, en primer lugar, en los sectores periféricos de la ciudad, reemplazando al teatro como espectáculo predominante [4]. El bajo precio de las entradas -mucho menor que el que se requería para ver una obra de teatro chico- hizo del cine un espectáculo accesible para el proletario. La clase alta, por el contrario, aún despreciaba el cinematógrafo. No sólo se presentaba en lugares con muy bajas condiciones de comodidad, higiene y seguridad, sino que era un espectáculo que estaba lejos de ser una manifestación de alta cultura (Rinke, 2002: 62). Así, desde antes de la década del 10 el cine, como un espectáculo cosmopolita, comienza a permear los sueños de los chilenos sin haber sido generado desde una elite gobernante sino directamente presenciado y hecho presente en la ciudad no oficial.

En este período inicial de la aparición del nuevo fenómeno y luego a lo largo de la década del 1910, el biógrafo se va definiendo en su morfología y en sus funciones. Nuevos teatros se esparcen con rapidez a lo largo de la capital y otros ya existentes se adaptan al nuevo espectáculo. En 1913, la revista Cinema publica una lista de los más de 60 biógrafos que albergaba Santiago, entre los cuales ya se encontraban los teatros Brasil, Colón, Excelsior, Imperial, Novedades, Palace, Politeama, Portales, Royal, San Diego y Selecta. Las salas estaban en manos de empresarios nacionales, muchos de los cuáles mantenían a duras penas su negocio. El biógrafo que se auto-sustentaba no sólo tenía que intentar financiar con las entradas del público la importación de películas y la mantención del teatro, sino que debía luchar contra los malos comentarios que en la prensa se esparcían en contra del cine y la progresiva sistematización de los mecanismos de censura de las películas consideradas inmorales. Para esto contó con el apoyo de las primeras revistas especializadas sobre cine, que surgen a partir de la década del 10 en defensa de la aún incipiente industria cinematográfica [5].

Otro foco que requirió de los dueños de los teatros la inversión de grandes capitales fue la implementación de las condiciones necesarias para otorgar al espectador niveles aceptables de comodidad, higiene y seguridad. La funesta experiencia de varios incendios, derrumbes y atochamientos causados por la mala ubicación o inexistencia de salidas de emergencia llevó a la promulgación, en 1915, del Reglamento de Teatros, que establecía normas de construcción, seguridad, higiene y evacuación de los biógrafos, entre otras. Y si bien nunca se dejó de exigir en las revistas cinematográficas mejores condiciones a los teatros, de aquí en adelante ya se notaron ciertos avances. En 1919, se lee en la editorial de Mundo Teatral: «Hasta hace poco una sala con calefacción en invierno y bien aireada en verano, era cosa que no entraba en los cálculos de los propietarios; las butacas estrechas, ‘menguadas y fementidas’ que diría Don Quijote, eran la tortura de los espectadores […] Hoy se ha reaccionado francamente en la materia […] Primero fue el Comedia, y luego […] se ha lavado la cara el Alhambra, se ha trajeado absolutamente de nuevo el Esplendid, el cual hasta el nombre flamante compró; adquirió un terno de estuvo y bombillas eléctricas el Brasil, con su manito de gato a la fachada; se conserva cuidadosamente afeitado el Septiembre; el peluquero y el manicuro (léase carpintero y pintor) tuvo algo que ver con el Alameda y el Garden; el Unión Central, abandonó su traje algo pasado de moda, y nos ‘echó’ un hall, casi mundano, como quien dice un chaleco de fantasía; y por último se presentará el Renaissane, vestido de frac, que para los teatros es un doble hall, alfombras, cómodos y mucha luz» [6].

Esto no impidió que los teatros tuvieran que afrontar en el futuro otros problemas de igual índole, como la mundialmente conocida «gripe española» de 1918 que hizo disminuir drásticamente la asistencia a los biógrafos debido al peligro de contagio de la pandemia.

La relevancia del año 1918 para el negocio cinematográfico chileno no se redujo a los efectos de la gripe. Con el advenimiento de la primera guerra mundial, la supremacía en la exportación de films se trasladó de manos de los productores europeos hacia los estadounidenses. Así, comienza el auge del cine de Hollywood, cuyos filmes inundarán la industria cinematográfica nacional: según escribe Rinke (2002: 61), para 1930 el 90% de las películas exhibidas en Chile son norteamericanas. Al mismo tiempo, la oligarquía ya habrá lentamente reconsiderado su estimación por el cine, que de ser despreciado como un espectáculo popular de bajo contenido artístico y moral, pasa a ser valorado positivamente como «moderno» (66). El cine pasa a ser así un espectáculo que alcanza a todas las clases sociales: como escribe Rinke (2002: 67), «tanto los mineros de Chuquicamata como los aristócratas de Santiago se rieron con Chaplin». La construcción de salas cada vez más lujosas y la división de las ubicaciones según el precio de las entradas, permitieron estratificar nuevamente este movimiento inicial de democratización del fenómeno cinematográfico. En un texto de la serie Un roto va al cine de Montecristo el pícaro roto cuenta su asistencia al teatro Unión Central: «Estuve de arriba, que una de subir escaleras que me llegó a dar hipo. Me pusieron a mí solo, bien cerquita del techo […] Me puse a miral pa abajo, relejos como a una cuadra estaba el trapo… Gueno en haber cristianos, subía el tufo a gente con plata» [7]. Nada de eso importaba, pues en la oscuridad de las salas todos estaban expuestos al mismo flujo incesante de imágenes, a la acumulación de un nuevo acervo de representaciones que constituirían un capital simbólico común, en una ciudad que en el «lugar del cine» se hacía más inclusiva.

Figura 6. "Teatro Esmeralda" en Arlequín, 1, viernes 28 de julio de 1922.

Figura 6. «Teatro Esmeralda» en Arlequín, 1, viernes 28 de julio de 1922.

Para 1920, el cinematógrafo ya ha desplazado al teatro como el espectáculo de masas más importante de Santiago, y se ha posicionado como uno de los medios de comunicación de mayor influencia. La ya fortalecida industria cinematográfica sufre un cambio importante durante esta década, cuando las grandes firmas productoras de Estados Unidos deciden abrir oficinas en Chile (Rinke, 2002: 64). La Metro-Goldwyn-Mayer, la corporación United Artists y la Paramount, entre otras, controlaron el mercado cinematográfico chileno. Al mismo tiempo, la construcción de nuevos teatros continuaba sin pausa. A lo largo de la década del 20 se esparcieron tanto por el centro como por la periferia, cubriendo cada vez más sectores del amplio Santiago, acogiendo tanto a la clase trabajadora como al público de clase alta y abocándose, evidentemente, a captar al hombre de la más fortalecida clase media. Los teatros Alhambra, Comedia, Dieciocho, Septiembre, Splendid y el fastuoso teatro Imperio serán algunos de los nuevos edificios que progresivamente reunirán más lujo y comodidades. En función de estos teatros se reconfiguran los espacios sociales y urbanos. En 1930, se escribe en la revista Crítica: «El cinematógrafo, señores, ya no es lo que decía Anatole France: ‘la materialización del peor ideal popular y la derrota de la civilización’. Al contrario, es hoy día el gran inspirador de ideales arquitectónicos y constructivos de los cuales nadie puede dudar, porque va dejando marcada en todas partes la huella de su paso con progresos y adelantos locales» [8]. En efecto, alrededor del biógrafo, cambia la cara de la ciudad. Los teatros se ubican en las plazas y avenidas más importantes y se constituyen como significativos puntos de encuentro. Toma fuerza el particular fenómeno del «cine de barrio», que otorga cohesión a una subdivisión urbana determinada, funcionando como un importante centro de la vida social de la comunidad. Así, escribe Marta en La semana cinematográfica: «Yo voy al cine de barrio con la misma confianza con que puedo ir a la casa de una amiga querida. Todos me conocen y yo conozco a todos […] Sé qué familia ocupa cada día el palco tal, quienes se sentarán en la fila delantera a mi butaca, quiénes irán a los rinconcitos más oscuros» [9]. En el interior de la sala el espectador se encontraba con un microcosmos social conocido, que estaba regido por reglas particulares, como por ejemplo, según se escribe en La semana cinematográfica, «nunca se debe ocupar en un cine con asientos sin numerar la butaca en que alguna linda chiquilla haya puesto su sombrero», o bien, «es indicio de venir de Pichidegua o Carelmapu, el preguntar al boletero en un cine, ‘¿Es bonita la película?'» [10]. En él, el santiaguino se encuentra con el zoológico humano de siempre, entre los que no falta la señora que conversa en la película, la pareja que se besa, la niña que pregunta por el argumento en medio del film y, evidentemente, el cronista fisgón. Los nuevos oficios que instaura la industria cinematográfica son al interior del cine los personeros principales: el empresario, el guardia, el pianista, y también el boletero, de cuya ardua y hasta peligrosa tarea se escribe en la editorial de El film con simpático dramatismo: «La tranquilidad de él peligra en los momentos en que aparentemente más tranquilo está. En la boletería, sentado en su alto sillón, es cuando los nervios de este sujeto se electrizan. Si no hay serenidad para desempeñar su cargo, se va al fracaso» [11]. En este espacio familiar los santiaguinos se juntan a ver a sus estrellas favoritas y los films de moda.

En esta «familiaridad cosmopolita» del biógrafo emergente reside una de las condiciones más importantes que definirán su segundo rastro urbano: su dimensión «umbral». El cine es un espacio umbral pues, en relación a la ciudad donde se inserta, se comporta tanto como un espacio público y como un espacio privado. En primer lugar, el cine como espacio privado se opone a la ciudad como espacio público. No sólo las cuatro paredes, sino la oscuridad, aíslan al sujeto de la mirada de los otros y permiten su relación personal con la película. Esto en cuánto consideremos al cine en su primer rastro, esto es, como el lugar físico de la proyección. Pero, en segundo lugar, el cine como espacio público se opone a la ciudad como espacio privado, pues el cinematógrafo, en tanto fenómeno cosmopolita, se opone a la ciudad (o al barrio) como la realización de una cultura local y particular. El cine muestra a la ciudad real toda una gama de ciudades posibles. En el caso de Santiago, estas ciudades posibles fueron en mayor parte europeas y norteamericanas antes de la década del 20; luego, con el auge del cine Hollywoodense, el espectador chileno ya vio solamente las ciudades de las películas norteamericanas. En estas películas, escribe Kale (2005), la arquitectura moderna es disociada de su sustrato ideológico y se despliega como telón de fondo de las estrellas y sus vidas ideales; esto lleva al espectador a reconsiderar los espacios del film en relación con los personajes que los habitaban. Hollywood no sólo importa a Santiago los modelos arquitectónicos estadounidenses -los grandes rascacielos-, sino también nuevas prácticas sociales. Las modas chilenas en el vestir y el peinar emulan a las estrellas norteamericanas. Yáñez Silva relata como «ellas, al cruzar por la pantalla la riqueza de las telas, el brillo de las sedas, las burbujas de humo que son gasas delicadas […] quisieran tener todo aquello» [12]. Es el sueño americano el que decide la huella del segundo rastro del cine: la configuración de la «ciudad imaginaria» del espectador chileno.

Figura 7. "Interior Teatro Carrera", Hollywood, septiembre de 1926.

Figura 7. «Interior Teatro Carrera», Hollywood, septiembre de 1926.

 

4. La ciudad futura

Esta ambigüedad que genera la condición umbral del cine, esto es su despliegue como espacio a la vez privado y público, hace del nuevo fenómeno el lugar donde el desplazamiento entre las representaciones de un espacio antiguo -la ciudad patricia- y las de un espacio nuevo -la ciudad burguesa- alcanza una gran flexibilidad y dinamismo. «Apenas se apagan las luces de la sala y empieza a murmurar el conjuro de la maquinilla, el mundo de la realidad y el mundo de los sueños aparecen a nuestra vista mezclados como en nuestro propio cerebro» escribe Rest en El film; en 1928, se lee en la revista Para todos: «En la actualidad no se concibe nada, si antes no se ha contemplado desde la incomodidad de una butaca. Nos sentimos arrollados por él, algo así como sus esclavos» [13]. Ambos ilustran la facilidad con que ese cine público, cosmopolita, ingresa en el mundo privado del observador indefenso.

Esta permeabilidad que provoca el cine a las representaciones de «ciudades posibles», entre las cuales Nueva York fue el referente más fuerte para los chilenos (Rinke, 2002: 33), estará claramente influida también por la sensación de crisis imperante en el período. Recordemos que, en especial para las clases medias y bajas, las promesas de progreso y modernización -que el cine propiciaba especialmente- tenían una connotación cotidiana y material, aquella que implicaba mejorar las condiciones diarias de vida. Así, el cine como lugar de cruce entre lo público y lo privado propiciará nuevas representaciones urbanas que no son neutras, sino que aparecen permeadas por una serie de discursos, carencias y promesas que auguraban una etapa más próspera de la historia de Chile. Esto lleva a que a fines de la década de 1920 la ciudad futura se confunda con el proyecto nacionalista; a que la urbe se conciba como el espejo en que se reflejará el progreso de la nación.

Figura 8. "Vitrina de radiadores eléctricos". 3 de julio 3 de 1923 (Chilectra, 2001: 144).

Figura 8. «Vitrina de radiadores eléctricos». 3 de julio 3 de 1923 (Chilectra, 2001: 144).

Si consideramos que para la década de 1920 el cine es un espectáculo compartido por todas las clases sociales, que tiene lugar tanto en el centro como en la periferia de la ciudad, se puede plantear que el cine prefigura la integración de la ciudad-y con ella, de cierta vivencia del tiempo colectivo-antes aún de que los proyectos urbanos concretaran reformas sobre la ciudad como un todo. Comienzan a perfilarse con ello los efectos de una naciente cultura de masas. La ciudad futura, la ciudad «moderna» como promesa de un proyecto nacional -que es, paradójicamente, la ciudad foránea del cine- formará así parte del patrimonio simbólico común de sus habitantes.

Y si es imposible que la ciudad futura llegue alguna vez en forma definitiva, a partir de 1927 los santiaguinos la vieron muy cerca. Ese año asume la presidencia Carlos Ibáñez del Campo, cuyo énfasis en un plan de obras públicas que transformase Santiago cambió a ojos de sus habitantes definitivamente el rostro de la ciudad, que fue percibida como «moderna» (Cáceres, 1995: 99). Gracias a los planes gestados por los intendentes Manuel Salas Rodríguez y Enrique Balmaceda Toro, y en especial por el urbanista austríaco Karl Brunner, se generan por primera vez planes urbanos inclusivos, que consideran a la ciudad como conjunto. Paradójicamente, es durante el régimen autoritario de Ibáñez que todos estos proyectos superan las trabas que habían tenido durante años y ven una realización efectiva, justo en el período previo a la crisis de 1929. La concepción de Santiago como un todo ya da cuenta de un cambio que se ha gestado en la sociedad chilena: el sistema político dejaba de estar en manos de una pequeña oligarquía tradicional, para incluir a nuevos sectores sociales.

Así, a partir de 1927, gran cantidad de fondos públicos fueron destinados a sistematizar las deficiencias del sistema de alcantarillado, pavimentar la ciudad y revertir un incipiente alumbrado instalando un gran número de bujías eléctricas. Se mejoran los parques, se canaliza el Mapocho, se embellece la ciudad. En esa misma época se hace notoria la verticalización de la ciudad, que había comenzado en forma simbólica en 1923 con la construcción del edificio Ariztía. Los nuevos rascacielos, cuya construcción inicialmente se circunscribió al centro de la capital, emularon a sus pares norteamericanos: «La transformación urbana […] se percibió en Chile, en la medida en que fueron construidos nuevos edificios que, guardando el mismo estilo de los rascacielos, cambiaron la cara de la capital […] Explícita o implícitamente fue Estados Unidos y su gran metrópoli neoyorquina la guía de los planos de la reforma urbana en Chile» (Rinke, 2009: 168-69).

Figura 9. "Alameda con San Diego. Alumbrado público en las afueras de la Universidad de Chile". 3 de marzo de 1927 (Chilectra, 2001: 47).

Figura 9. «Alameda con San Diego. Alumbrado público en las afueras de la Universidad de Chile». 3 de marzo de 1927 (Chilectra, 2001: 47).

Estos cambios no fueron sólo perceptibles en el reflejo de las grandes «torres de Babel» que comenzaron a aparecer en Santiago. En noviembre de 1928 el agregado comercial de los Estados Unidos en Santiago «informaba del impacto del cine en la compra de manufacturas de los Estados Unidos en Chile, gracias a que las películas de ese país ‘representaban la última palabra’ en el diseño de casas, amoblados y cientos de productos. La autoridad comercial norteamericana explicaba cómo Santiago comenzaba a cambiar el estilo ‘anticuado de tipo español’ de sus casas por los últimos diseños de los Estados Unidos, agregando que ‘sin exageración, el 80% de las nuevas construcciones son de estilo norteamericano'» (Purcell, 2009: 16).

El cuándo y el cómo de esta transformación acelerada nos permiten conjeturar cuánto de la «ciudad imaginaria» cinematográfica influyó en la materialización de estas reformas. Es imposible no otorgarle su parte de responsabilidad a la clara hegemonía del cine hollywoodense en la imitación que se hace de los modelos arquitectónicos norteamericanos al cambiar la fachada de Santiago. Esta fue una forma indiscutible de cumplir, aunque fuese indirectamente, el «sueño americano» en Chile, por medio de la apropiación del «telón de fondo» que rodeaba el mundo ideal de las estrellas hollywoodenses. Las modas, los bailes, los deportes, todos llegan a Santiago desde Estados Unidos cambiando no sólo el aspecto exterior de la ciudad sino las prácticas cotidianas de las que esta era escenario, a diferencia de lo que pasó -por ejemplo- en Buenos Aires, ciudad cuya modernización, en el siglo 19, evidentemente sucumbió a la influencia europea. Así, es un modelo foráneo el que decide el curso de las reformas nacionalistas llevadas a cabo durante el gobierno de Ibáñez. La paradoja entre lo nacional y lo cosmopolita, la familiaridad extranjera del cine traslada las tensiones que le son propias desde el espacio umbral de la pantalla a las grandes dimensiones de la ciudad real.

Figura 10. "Alameda con Brasil. Trabajos para las líneas del tranvía". 4 de abril de 1928 (Chilectra, 2001: 65).

Figura 10. «Alameda con Brasil. Trabajos para las líneas del tranvía». 4 de abril de 1928 (Chilectra, 2001: 65).

Si el sentido común nos dicta que la emergencia del cine fue consecuencia de la modernización de Santiago, tenemos que admitir que lo que nos parecía un efecto es en mayor medida una causa. El fenómeno cinematográfico en Santiago nació y alcanzó su auge antes de la modernización definitiva de la ciudad, en 1927. La inserción de los biógrafos como «espacios umbrales» en el entramado urbano santiaguino, fue uno de los más importantes factores que generaron el desplazamiento de una idiosincrasia «patricia» hasta una idiosincrasia «burguesa». Y esto gracias a su particular capacidad de aprovecharse de la intimidad oscura de la proyección para abrir al individuo al orbe, a nuevas maneras de pensar y concebir su ciudad. Podemos establecer como conclusión que la aparición del fenómeno cinematográfico en Santiago y la modernización de la ciudad no siguieron una línea única y homogénea, sino doble e interdependiente. Los dos rastros, ligeramente desfasados, se confunden y se parecen y se persiguen entre sí. En la capital fue el cine el que persiguió a su ciudad imaginaria.

5. Consideraciones finales

El lector de la novela Casa Grande, publicada por Luis Orrego Luco en 1910, podrá encontrar entre sus páginas una escena curiosa: se relata que el día en que Gabriela Sandoval y Ángel Heredia se dieron su primer beso, funcionaba en el fundo un cinematógrafo, en torno al cual se reunían los inquilinos a observar el engaño ilusorio de las vistas animadas. Unos años después de esta constatación textual de la convivencia entre hábitos coloniales santiaguinos y el nuevo invento del cinematógrafo, comienzan a publicarse las primeras revistas especializadas en cine, que presentan a quien las ojee otros relatos que dan cuenta del dinamismo representacional de la ciudad umbral: el roto que recorre los cines de Santiago, los avatares que viven distintos sujetos en los teatros de su barrio, o la historia la niña que se vuelve loca por las estrellas. Pablo de Rokha y Vicente Huidobro no tardarían, de allí en adelante, en hacerse cargo de este nuevo fenómeno desde sus dos diferentes y casi opuestas propuestas vanguardistas.

Las ambigüedades y tensiones desplegadas en estos textos -los reflejos más ilustrativos de la «ciudad imaginaria» santiaguina-, así como el mismo devenir de la ciudad de Santiago que hemos revisado en este trabajo, nos hablan de la mirada cosmopolita del cine [14] como aquella palestra privilegiada para la observación del tránsito de diferentes discursividades y representaciones urbanas, especialmente vigentes en períodos de crisis y cambios. El movimiento de las imágenes en la pantalla otorga visibilidad al movimiento de los discursos. La revisión de estos y otros textos que plasman estas movilidades y movimientos -muchos de ellos recopilados en la antología Archivos i letrados: escritos sobre cine en Chile: 1908-1940– así como el seguimiento de esta doble huella en otros marcos espaciales y temporales, son otros de los posibles escenarios en los que se pueden analizar en su complejidad estos anacronismos levantados y hechos visibles por el ojo del cine.

Figura 11. "Teatro Brasil" en Arlequín, 1, viernes 23 de julio de 1922.

Figura 11. «Teatro Brasil» en Arlequín, 1, viernes 23 de julio de 1922.

Mas si en un intento semejante, camináramos por la calle Eliodoro Yáñez, padre de quién en algún momento esgrimió las primeras críticas respecto del emergente cine chileno, no encontraremos el lugar que buscábamos en la plaza Las Lilas, que quizás hoy muchos conozcan aunque luego ya nadie recuerde por qué. Cinéfilos y nostálgicos concurren a los últimos teatros de una capital que en algún momento, se vio transformada por el fenómeno cinematográfico. Al menos en este caso la plaza perdura.

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Recibido el 12 de agosto de 2012, aprobado el 2 de octubre de 2012. Este trabajo forma parte de mi tesis de licenciatura en Letras, mención Lingüística y Literatura Hispánicas (P. Universidad Católica de Chile), en el marco del proyecto Fondecyt 1095210 «Reflejos y reflexiones del cine en discursos literarios, artísticos, periodísticos y sociológicos en Chile entre 1900 y 1940» (2009-2011). Una versión previa del mismo fue publicada en el dossier del Segundo Cuaderno de la Cineteca Nacional de Chile, entre otros trabajos presentados en el Primer encuentro de investigación de cine chileno organizado por la misma entidad, en el que participé y recibí valiosos comentarios que recogí luego para mi trabajo de tesis.

Javiera Lorenzini, licenciada en Letras, mención Lingüística y Literatura, P. Universidad Católica de Chile; estudiante de Magíster en Literatura y de Diplomado en Teoría y Crítica del Cine, P. Universidad Católica de Chile. E-mail: javieralorenzini@gmail.com

Notas

[1] Respecto a la discusión teórica acerca del concepto de espacio público, ver Aguirre y Castillo (2004) y Gorelik (1998).

[2] Una crítica que puede hacerse, sin embargo, a la propuesta de Subercaseaux (2004), es su utilización indistinta de los términos «escenificación» y «teatralización» -dos conceptos sin duda diferentes- a lo largo de todo su libro. En este trabajo me valdré del término más apropiado de «escenificación» o «puesta en escena», que no posee las proyecciones estéticas del segundo concepto.

[3] Este término está utilizado en Rosas y otros (2010), generado por el proyecto de investigación Fondecyt 1085253 «Santiago 1910. Construcción planimétrica de la ciudad premoderna. Transcripciones entre el fenómeno de la ciudad física dada y la ciudad representada», desarrollada por José Rosas, Wren Strabucchi, Germán Hidalgo, Ítalo Cordano y Lorena Farías, junto a Christian Saavedra, tesista asociado.

[4] Ver Vargas (2001).

[5] Ver Bongers (2010) y Bongers, Torrealba y Vergara (2011).

[6] «Editorial» en Mundo Teatral, 15, 1, Santiago de Chile, segunda quincena de agosto de 1919.

[7] Montecristo. «Un roto en el Unión Central», en Mundo Teatral 21, II, segunda quincena de noviembre de 1919.

[8] «La inauguración del Cine Rialto en Viña del Mar constituyó un acontecimiento de gran relieve social. Juan Troni es el gerente de la Italo-Chilena». En Crítica: órgano cinematográfico nacional, I, Santiago, 15 de Enero de 1930.

[9] Marta, «El cine ideal», en La Semana Cinametográfica, 60, II, Santiago, 26 de junio e 1919.

[10] Augusto Pope, «Reglas de una buena crianza», En La semana cinematográfica, 61, II, Santiago, 3 de julio de 1919.

[11] «Tipos de Biógrafo. Los boleteros». En El film, 32, II, Santiago, 21 de diciembre de 1918.

[12] «Viendo una película en la cual se muestran modelos de modas». En El film, 23, Santiago 19 de octubre de 1918.

[13] Ambrossi, Carlos, «Pinceladas, el cine». En Para todos, 12, Santiago, 13 de marzo de 1928.

[14] Precisa Aguilar (2009: 15) que «cosmopolitismo y localismo no se oponen, más bien lo que hacen los cosmopolitas es investigar las distorsiones que con la modernidad se producen en la idea de localidad».