Resumen
En este ensayo analizo la representación del espacio urbano en el filme clásico de ciencia ficción Blade Runner (1982), dirigido por el británico Ridley Scott. Específicamente, me propongo examinar cómo se representa la crisis de la modernidad a través de la configuración cinematográfica de la ciudad. Identifico cinco ejes de análisis: 1) lo sagrado y lo utópico, 2) la contaminación y degradación del espacio urbano, 3) la multiculturalidad e interculturalidad, 4) el discurso publicitario y 5) el acceso y reciclaje de tecnologías. La idea central es que la ciudad recreada por Scott enfatiza la imagen de la ciudad-mundo, de acuerdo con Marc Augé, entendida como el lugar de las contradicciones y tensiones de la sociedad global.
Palabras Claves
Blade Runner, modernidad, posmodernidad, espacio urbano, utopía
Abstract
In this essay I analyze the representation of the urban space in the classic movie of science fiction Blade Runner (1982), directed by Ridley Scott. Specifically, I set out to examine how the crisis of modernity through the cinematographic configuration of the city imagines. I identify five axis of analysis that development in the text: 1) the sacred and the utopian, 2) the contamination and degradation of the urban space, 3) the multiculturalism and interculturality, 4) discursivities of publicity and 5) the access and recycling of technologies. The central idea is that the city recreated by Ridley Scott emphasizes the image of the city-world, in agreement with Marc Augé, understood like the place of the contradictions and tensions of the global society.
Keywords
Blade Runner, modernity, post modernity, urban space, utopia
I. La ciudad contemporánea. Modernidades múltiples y crisis de la razón
Durante los dos últimos siglos, la expansión urbana ha constituido uno de los fenómenos más significativos de lo que hoy puede denominarse agudización de los efectos de la modernidad (Giddens, 1999). La ampliación de la racionalidad y la crisis de sentido, las múltiples rearticulaciones del tiempo y del espacio, la creación de diversos escenarios de fiabilidad y riesgo, los procesos de hibridación (entre lo humano y lo animal, lo biológico y lo mecánico, lo corpóreo y lo virtual), la decadencia y el retorno de lo sagrado, entre otras realidades, son expresiones socioculturales que competen a las dinámicas de lo urbano. La ciudad actual, ese territorio concreto y simbólico donde se verifican complejas interacciones sociales en torno a los ámbitos económicos, políticos y culturales, se ha convertido no sólo en el espacio predominante de la construcción global de sentidos, sino también en el proscenio azaroso de la modernidad.
El mundo se configura hoy desde la lógica de lo urbano. La ciudad es el ámbito de la especialización y, por tanto, el lugar donde confluyen los sujetos y sistemas expertos. Concentra industria, comercio, administración, información, educación, religión, ocio, etcétera. Es el entorno creado por las dinámicas de la racionalidad y sus procesos de institucionalización; es decir, de exclusión, selección y jerarquización. Allí todo queda tramado: energías, tecnologías, equipamientos, infraestructuras, magnitudes, diseños y paisajes, etnias, clases, sistemas simbólicos, imaginarios, lenguajes, estrategias de comunicación, hegemonías y subalteridades, poderes y conflictos, modos y estilos de vida, y en el corazón de todo, la gente. La ciudad contemporánea constituye a la sociedad global y al mismo tiempo el planeta es un extenso tejido urbano. Así lo explica Marc Augé:
«… la urbanización responde a dos aspectos contradictorios, pero indisociables, como las dos caras de una misma moneda: por un lado el mundo constituye una ciudad (la metaciudad virtual a la que se refiere Virilio), una inmensa ciudad en la que sólo trabajan los mismos arquitectos y en la que existen, de forma única, algunas empresas económicas y financieras, los mismos productos… Por otro lado, esta gran ciudad constituye un mundo que reúne todas las contradicciones y conflictos del planeta, (…) Asimismo, la ciudad-mundo y la ciudad mundial parecen estrechamente ligadas la una a la otra, aunque de manera contradictoria: la ciudad mundial representa el ideal y la ideología del sistema de la globalización, mientras que en la ciudad-mundo se manifiestan las contradicciones (o dicho de otro modo, las tensiones históricas) que ha engendrado este sistema» (Augé, 2007: 38-39).
Desde principios del siglo XIX, el apogeo de la ciudad moderna coincide, entre otros síntomas, con la decadencia de lo sagrado y el auge de lo profano. Es decir, en la ciudad moderna confluyen tanto la extinción del mito del retorno como la emergencia de una promesa de futuro conquistado, que en el discurso ideológico adquirió el rostro de la utopía. No es extraño que la idea misma de revolución haya convertido este mito en programa político: cambiar el futuro para volver al origen, a la originalidad, un valor supremo que se perdió en algún momento de la historia y que es necesario recobrar pues de esto depende la emancipación de la sociedad. La utopía nos inculca que esa verdad extraviada, esencial y primigenia, no necesariamente se encuentra en el pasado sino en el porvenir (Milán, 1994). Y será el Estado nación (a través de sus políticas de libre mercado o mediante la economía planificada) quien asumirá la conducción de la sociedad hacia el futuro anhelado.
En el dominio de la voluntad de verdad (Foucault, 1979), entendida como ese sistema de exclusión y jerarquización puesto en práctica, valorado, distribuido y atribuido, lo sagrado fue sustituido por la utopía: Un no lugar fundado por la razón lógica, cuyo despliegue alimenta sueños y expectativas, organiza la lucha y el conflicto, y conduce también a la institucionalización de las visiones providenciales. Limitar los poderes del discurso, conjurar los azares de su aparición y seleccionar a los sujetos que pueden hablar (Foucault, 1979) son los mecanismos que la modernidad instauró para incorporar a su programa, incluso, lo periférico. En nombre de la razón, disfrazada en el discurso de lo verdadero, las utopías ideológicas del siglo XX justificaron y extendieron, hacia límites nunca imaginados, la violencia y el exterminio en el mundo entero. Fascismo, segregación y persecución, tortura, genocidio, guerra, totalitarismo y polarización de los estados nacionales, cancelaron por décadas cualquier tentativa de restauración de las redes humanas y sociales basadas en el reconocimiento de las alteridades. Las ciudades, sus calles, sus plazas y habitantes, encarnaron las más altas aspiraciones y logros de los sistemas ideológicos, pero también sus peores pesadillas. Sobre esto, Bauman señala:
«Las utopías han desempeñado el papel de las liebres mecánicas, perseguidas ferozmente pero jamás alcanzadas por los perros de carreras. (…) el movimiento llamado “progreso” casi siempre fue un esfuerzo por alejarse de las utopías fallidas, en vez de un esfuerzo por alcanzar utopías todavía no experimentadas; un escaparse de lo “no tan bueno como se esperaba”, en vez de partir de lo “bueno” para llegar a lo “mejor”; un esfuerzo espoleado por las frustraciones pasadas más que por las dichas futuras. Las realidades que se declaraban como “realizaciones” de las utopías solían ser horribles caricaturas de los sueños, y no el paraíso soñado.» (Bauman, 2008: 136).
Estas realizaciones de lo utópico que invariablemente terminaron en el desencanto, y que se plasman en la imagen urbana de Blade Runner, fueron agotando la fe en el programa civilizatorio de la modernidad, no sin antes haber trastocado el campo de producción artística. Pocas expresiones revelan con tal fuerza el ocaso de lo sagrado y el fulgor de las utopías como el arte y la arquitectura modernas. Durante la primera mitad del siglo XX, algunas vanguardias estéticas como el surrealismo enarbolaron la idea del arte como un vehículo de transformación social. La creación del nuevo hombre, desde esta óptica, sólo era posible en función del desarrollo de un tipo de conciencia histórica que articulara el todo con las partes, aunque dicha conciencia fuese configurada bajo un procedimiento de circularidad discursiva, tal como se constituye el pensamiento moderno: una racionalidad que sin duda se expande pero que termina justificándose en su propia racionalidad. De este modo, el programa estético-político de las vanguardias, con sus respectivas dosis de intolerancia, fue una tentativa de creación e imaginación al límite, y de rupturas y transformaciones de códigos orientados hacia la recuperación de lo insólito. Pero fracasaron. Sus lenguajes vivos en los márgenes del mundo se trasladaron hacia el centro muerto de las instituciones y el poder. Y la revolución social terminó siendo la revolución de las comunicaciones. La crisis de los sistemas ideológicos en el siglo XX (objetivados en la composición misma de las ciudades actuales y sus periferias), revelaron un porvenir incierto que, al parecer, se precipita en el presente urbano.
La ciudad contemporánea mira principalmente hacia el futuro: una suerte de territorio por conquistar y a la vez de zona de turbulencia. El pasado pertenece al discurso del patrimonio cultural, los museos, las academias y la melancolía. La tradición misma es, en cierta medida, una invención de las instituciones modernas (Luhmann 1997, Giddens 1999), cuyas imágenes del mundo, secularizadas, han abandonado toda pretensión de retorno mítico, llámese infancia, origen o paraíso perdido, diseminando así lo que algunos pensadores han denominado la privación del sentido (Noël, 1996). Se dice que hubo un tiempo en que Dios concentraba todos los sentidos, los recuperaba y los devolvía desde una centralidad tan absoluta que alejaba cualquier ruta hacia la periferia. Hoy el panorama parece ser otro. Esta periferia, frontera lejana o región hostil que el arte moderno se propuso explorar con una voluntad relativamente soberana, “como un acto de transgresión de las propias imposibilidades” (Milán, 1994: 71), y que las vanguardias llevaron a la parálisis de lo instituido deslumbradas por la quimera de una poética empeñada en modificar el mundo, ahora se define, en un sentido, por el dominio de los símbolos institucionalizados que permean las diversas lógicas de aceptabilidad y, en otro, por el vacío ideológico y la transitoriedad.
El fin de las utopías como proyecto movilizador es uno de los síntomas capitales de la crisis de la modernidad. El retorno de lo sagrado, de la razón mítica, en cambio, anuncia para varios autores (Maffesoli, 2004, 2005, 2007; Noël, 1996; Lyotard, 1985) el advenimiento de la posmodernidad. Un reencantamiento del mundo que se levanta sobre las cenizas de lo global mediante la redención de lo local, la solidaridad, lo lúdico, la imaginación y la recomposición de lo comunitario. Ciertamente, se trata de una interpretación de lo contemporáneo donde se diluyen las estructuras, los mecanismos del poder, lo instituido, lo hegemónico y todas sus formas simbólicas. Al suponer que se pueden separar los sujetos de sus trayectorias, y que existen espacios y prácticas socialmente indeterminados, algunos enfoques posmodernos se tornan inconsistentes. Sin embargo, nos revelan una propuesta inquietante: El sentido común (delimitado por la norma) es al mismo tiempo un polvorín. Lo social (o por lo menos algunas de sus dimensiones) está en permanente ebullición, se boicotea a sí mismo, subvierte sus propias verdades. Lo social no se puede controlar ni predecir del todo. Por eso las instituciones tienen, por una parte, un rostro de certeza y, por otra, de ingenuidad. En el contexto de las posmodernidad, esta ingenuidad (convencida de que las instituciones saben lo que están haciendo) tiende ha transformarse en incredulidad y simulacro.
Al parecer, los nuevos escenarios que la posmodernidad ofrece (representados por la fragmentación urbana, la vuelta de las religiones, los esoterismos, la reinvención del yo y los diversos fundamentalismos) se caracterizan por carecer del sentido de totalidad, de integración argumentativa y de fortaleza ideológica necesarias para liberar a las sociedades actuales de las nuevas incertidumbres y temores. Vuelve lo sagrado, con el fervor que produce la posesión de la verdad, pero sin su centralidad medieval. Aparecen, en cambio, muchos epicentros. De allí que los nuevos mesías y salvadores, potenciados por las plataformas mediáticas, recurran a retóricas híbridas e intercambiables para afinar sus estrategias discursivas. En el retorno mítico que nos propone esta nueva edad media, según la expresión de Umberto Eco (2004), la verdad original es un producto permutable. Como sugiere Octavio Paz: “Nadie tiene fe, pero todos se hacen ilusiones. Sólo que las ilusiones se evaporan y no queda entonces sino el vacío: nihilismo y chabacanería. La historia del espíritu laico o burgués podría intitularse, como la serie de Balzac: Las ilusiones perdidas” (Paz, 1984: 222).
II. Blade Runner: Una estética del desencanto
En Blade Runner, la utopía ha quedado reducida a la imagen de un unicornio, un sueño antiguo e incomprensible que Rick Deckard (Harrison Ford) habita esporádicamente. En este filme futurista, Los Ángeles del 2019 se ha convertido en una megalópolis congestionada y oscurecida por la contaminación. Es un firmamento parduzco, opresivo, invadido por chimeneas industriales que emanan fuego. Ciudad sobrecargada, desbordada, a la deriva, envuelta por un manto permanente de lluvia ácida. Un caudal de vehículos aéreos circula por angostos pasajes, esquivando la saturación de rascacielos y pantallas publicitarias donde una asiática, con atuendo tradicional, anuncia una especie de gragea o tableta mentolada. El ojo refleja un horizonte avasallado de infinitos puntos luminosos. Grises edificios como pirámides truncas, torres inclinadas o cilindros babélicos, abigarrados, sometidos a un funcionalismo extremo que ha puesto al aire todas las entrañas de acero, cemento, materiales sintéticos: estructuras, tuberías, conductos, elevadores externos que surcan los muros y permiten la contemplación de postales lúgubres creadas a partir de nuestras más finas pesadillas. Una estética con préstamos del expresionismo alemán (El gabinete del Dr. Caligari, Wiene, 1919 y Metrópolis, Lang, 1926), una de las vanguardias más radicales del siglo XX.
En calles y aceras, la luz del día, secuestrada por los altos edificios, la contaminación y los densos vapores que emergen del alcantarillado, es sustituida por los artificios del neón, lámparas fluorescentes y mercuriales, incandescencias preñadas de turbiedad. Ciudad de arterias sucias, atravesadas tanto por eficientes vehículos voladores como por destartalados Cadillacs de los años 50. Territorios de agobio y soledad, las vialidades pasan del tumulto, de la intensidad, del movimiento febril, de la procesión desordenada de paraguas resplandecientes, al abandono y la desolación, calles despobladas, oscuras e inhóspitas, apenas surcadas por algún vehículo, donde la inseguridad se acrecienta y hace que los sujetos giren en grupos (indigentes, asaltantes, pandilleros enanos, ciclistas) bajo la vigilancia orweliana de patrullas aéreas. La policía está en todas partes, es el sistema objetivado. Grandes pantallas publicitarias, algunas flotantes, se despliegan anunciando el sueño postergado del ciudadano común: abandonar el planeta, recuperar la vida, salvar algunas migajas del tiempo: Una nueva vida le espera en las colonias espaciales. Podrá volver a empezar en una tierra dorada, llena de oportunidades y aventuras. ¡Vamos a las colonias! Este anuncio llega a ustedes por Shimago Domínguez S. A. Ayudándole a América a llegar al nuevo mundo.
Pero, ¿no había sido América el nuevo mundo? No será el mensaje publicitario quien anime el interés por la historia. En Blade Runner no hay memoria: la ciudad de Los Ángeles del siglo XXI carece de la noción de pasado. Y las coloridas pantallas que venden el anhelo imposible de una vida mejor en las colonias espaciales, connotan la quiebra de toda moralidad. No se trata del discurso autista y celebratorio que se empeña en negar u ocultar un entorno humano y social en franca descomposición. Aquí lo publicitario es precisamente lo contrario: un enunciado estratégico, oportunista, que se trepa en la fatalidad de los muchos para obtener utilidades de los pocos. No podían faltar en este paisaje las marcas multinacionales dispuestas a patrocinar la era del desencanto: Coca Cola, Budweiser, TDK, Pan Am, RCA, etcétera.
En este filme, el presente urbano está desarraigado, circula sobre su propio eje que es la vacuidad, su propia instantaneidad lo abisma. Algo parecido experimentan las sociedades contemporáneas, con sus contextos particulares. Eduardo Milán sostiene que “en la sociedad actual estamos todos diferidos, dislocados de un centro primigenio o mítico que no es ya el centro cultural o de hegemonía cultural. Es un dislocamiento de nosotros mismos, una toma de distancia respecto de nuestra identidad profunda” (Milán, 1994: 38).
En Blade Runner, atestiguamos una ciudad y un mundo cuya mutación acelerada aparentemente ha quedado suspendida. El ritmo de cambio que la recomposición del tiempo y del espacio, la especialización y el razonamiento lógico imprimieron en lo social (Giddens, 1999), sobre todo a partir de la Revolución Industrial, parece agotado en este retrato fílmico del porvenir. El cambio institucional en este universo se muestra estancado en la medida que los sujetos se desenvuelven a partir de una racionalidad circular, inmersa en las condiciones de riesgo extremo que ella misma ha creado y acumulado históricamente. Los Ángeles, de Ridley Scott, es una ciudad de sonámbulos, sin niños, sin árboles, desprovista de sentido del humor y de placer. Jesús Ibáñez afirma que, en contraposición a una ciencia ficción de derechas (Asimov, Heinlein, Clarke) que sostiene que: “puesto que nos llevan a un final tan feliz, dejemos las cosas como están”, se erige una ciencia ficción de izquierdas (Dick, Brunner, Pohl) que sostiene que: “puesto que nos arrastran al desastre, tratemos de imaginar un estado de cosas diferente” (Ibáñez, 1994:145). Y ahonda: “Sólo quedan dos soluciones: retroceder o avanzar. Moscovici opone las revoluciones utópicas (que inventan estados que no han existido) a las revoluciones tópicas (que hacen revivir estados que han existido ya). La mayor parte de la ciencia-ficción de izquierda toma el camino tópico” (Ibáñez, 1994:156).
Un camino que en sí mismo revela la actual extinción de las utopías. Un sendero tópico que también nos muestra, en Blade Runner, una realidad estructurada a partir de los acoplamientos de la tradición y del desarrollo tecnológico: lentas bicicletas y máquinas voladoras; pescaderías donde una anciana oriental analiza por medios tecnológicos una escama de serpiente artificial con un código incorporado; un periódico impreso que Deckard lee mientras espera turno en la barra de sushi y noodles-soup, bajo una enorme pantalla flotante que anuncia las maravillas de las colonias espaciales; un sucio, ruidoso y aglomerado autobús urbano, rearmado con viejas piezas de tranvía; puestos para lustrar calzado junto a un laboratorio de genética ocular; mercados atiborrados con atmósferas medievales donde se venden animales (artificiales algunos de éstos): serpientes, búhos, avestruces, mapaches y caballos enanos. Imaginado en el escenario de una posible devastación ecológica y humana, este tratado futurista bien podría representarse en la Ciudad de México, Sao Paulo, Río de Janeiro, Bogotá, Buenos Aires, Londres, Tokio o Beijing. En algunas de estas ciudades, sus habitantes poseen marcados desniveles de acceso a las tecnologías y, a la vez, disponen de una gran inventiva para el reciclaje de manufacturas (en México decimos chicanada). Es así como el espacio urbano de Blade Runner reproduce dos códigos insistentes del capitalismo contemporáneo: la publicidad y el reciclaje. Todo ello integrado a un paisaje de individuos solitarios y de atmósferas crudas. El propio Scott afirma: “Si observas ciudades como Chicago o Nueva York en una cruda tarde de invierno, se tiene esa sensación de ciudad sobrecargada. Incluso al pasar por los barrios modernos que acaban de ser levantados se ve basura junto a los rascacielos en construcción” (Scott, 2001: 135).
En el filme, los espacios interiores no son distintos, en esencia, a los exteriores. Más aún, pueden observarse como una continuidad de éstos: contornos castigados por luces mortecinas, siempre insuficientes, luz brumosa que se vuelve muro o que se quiebra por el efecto de persianas, tragaluces y lentas aspas de ventiladores. Recintos incoloros que ostentan las formas tradicionales del art deco, la primera estética funcional del siglo XX. Muebles convencionales de madera, lámparas de vitral, decorados íntimos que se amalgaman con los fríos elementos del utilitarismo, paredes de cemento con relieves geométricos, lámparas fluorescentes que endurecen la percepción y revelan la degradación de las formas naturales. Refugios densos, casi irrespirables. Aposentos de sombras, siluetas y voces apagadas, los interiores en este universo se vuelven contra el ánimo de los personajes: tedio, zozobra, cavilación. Blade Runner inaugura así una estética que niega los entornos plastificados y diáfanos de la ciencia ficción de los años 60 y 70. Una visión distante de los pulcros y dilatados interiores de 2001: Odisea del Espacio (Kubrick, 1968), THX 1138 y La guerra de las galaxias (George Lucas, 1971 y 1977) o Star Trek, la película (Robert Wise, 1979).
En la quietud de la noche, Rick Deckard se asoma por el balcón de su apartamento, cobijado con una manta y portando un vaso con licor. Desde lo alto del piso 97, contempla la angosta avenida surcada por un vehículo policiaco. Hasta él llegan los rumores lejanos de motores y sirenas de patrullas y ambulancias. ¿Qué es lo que Deckard nos permite ver desde su palco? Una postal de la desolación urbana, magnitud y soledad, un paisaje enclaustrado, esculpido con las formas del desasosiego y las notas melancólicas de Vangelis que conjuga los sonidos lejanos de un saxofón sintetizado, reminiscencias del jazz parisino, con la levedad de la música electrónica. Síntesis de la belleza y el agobio. La ciudad que los antiguos forjadores de la modernidad concibieron como espacio de trabajo, vivienda, consumo, recreación y tránsito, en Blade Runner se nos muestra como una prisión sin límites, territorio de la degradación y de las ilusiones perdidas. La ciudad como gran morada de los sueños, de la memoria y la lucha, del amor y la invención, del placer y la desdicha, como lugar para proyectar y emprender, se consume así misma conforme avanza este filme. Por ello, Rafael Argullol nos dice:
«De ahí que Los Ángeles-2019, al contrario de tantas escenografías de ciencia ficción, nos resulte eficazmente íntimo. Está todavía lejano, pero lo sentimos próximo. Es todavía futuro, pero ya es presente. No es una fantasía propuesta contra nuestra realidad, sino una realidad largamente imaginada durante siglos. Un depósito de sedimentos que cada pasado ha ido precipitando sobre el espejo del porvenir. Este escenario nos es verosímil porque nos muestra un futuro que tiene grabadas las imágenes de esos pasados, a pesar de que la tempestad del tiempo ha desfigurado sus huellas, distorsionándolas y mezclándolas en un laberinto de incertidumbre» (en VVAA, 2001: 18).
III. Espacios de la hibridación
Uno de los tópicos esenciales de nuestra modernidad es el complejo entramado identitario que producen las sociedades multiétnicas. Blade Runner puede apreciarse como una metáfora convincente de lo que es y será la diversidad étnica y cultural en el mundo urbano. Los Ángeles del 2019, es un lienzo saturado de asiáticos, hispanos, negros, anglosajones, judíos, árabes, egipcios, etcétera, que estructuran desigualmente las interacciones sociales. Tanto el jefe del escuadrón policiaco, Bryant (M. Emmet Walsh), como los dos blade runners, Deckard (Harrison Ford) y Holden (Morgan Paull), son de origen anglosajón. El agente Gaff (Edward James Olmos), en cambio, resulta ser un estilizado hispano sin indicios de resistencia cultural o política, es una versión futurista del pachuco que habla un chicano incomprensible. ¿Es esa la llamada tercera hispanidad, distante de la surgida en Latinoamérica a raíz de la conquista y más lejana aún de la hispanidad forjada en la España de los Reyes Católicos? ¿Es esa hispanidad personificada en el escritor mexicano Ilan Stavans, que tradujo al spanglish el primer capítulo de Don Quijote de la Mancha, profundizando así el debate y la reflexión sobre lo que podría ser nuestra lengua en el futuro próximo?: “In un palacete de La Mancha of wich nombre no quiero remembrearme, vivía not so long ago uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un grayhound para la chaze…” (Stavans, 2003). Un mestizaje verbal que parece borrar las fronteras del castellano y del inglés para producir una versión híbrida, no sólo de nuestro idioma, sino del mundo representado mediante el lenguaje.
Todos los replicantes, por su parte, son anglosajones. Incluso Roy Batty (Rutger Hauer), quien encarna la síntesis de la perfección y lo efímero, es un androide de perfil ario, una pieza de colección para cualquier skin head radical. Los asiáticos, representados en Hollywood como inofensivos desde el fin de la segunda guerra mundial, aparecen recluidos en sus fondas de comida barata iluminadas con dragones de neón, en pequeños abarrotes, misceláneas y pescaderías, salvo el genetista Chew (James Hong), quien diseña ojos. Los árabes, egipcios e indios se ocupan de los aglomerados pasajes del mercado callejero, un azaroso submundo que tiene un pie en el reciclaje y otro en la clandestinidad. Rostros vivos de la antigüedad situados en el porvenir. ¿Cuántos mercados como este hemos recorrido en Guadalajara, El Cairo, Caracas, Río de Janeiro, Shangai o Nueva Delhi? Los negros, por el contrario, no desempeñan roles específicos en el filme, sólo se asoman para ilustrar el enjambre urbano. Diversos grupos y diferentes estéticas se entremezclan en las aceras: hare krisnas, judíos ortodoxos, musulmanes, punks, cholos y pachuchos, asiáticos envueltos en kimonos, egipcios con turbantes, extrañas sectas uniformadas, tribus urbanas, paseantes con atuendos de los años 30 y 40, y otros andantes que cruzan fugazmente sus miradas en los corredores húmedos y congestionados. Todos portan una desatención cortés, que supone la ausencia de intenciones hostiles: “el tipo más básico de los compromisos de presencia que se dan en los encuentros con extraños en las circunstancias de modernidad” (Giddens, 1999: 83).
Las calles en Blade Runner son un estrépito de corazones y miradas solitarias que entretejen la ilusión de la movilidad: un ir y venir hacia ninguna parte. Y detrás de esta diversidad étnica, lingüística, religiosa, estética, ¿existe algo semejante a la interculturalidad o son muchos rostros configurados desde un mismo centro? Frente al edificio Bradbury, detrás de la marquesina del legendario Million Dollar, una especie de Teatro Blanquita Sanangelino, que anuncia a “Los Mimilocos”, “Mazacote y orquesta”, “Perchelo Gilbe” y “Valenzuela”, junto a la fachada de la “Librería México. Libros, diarios y revistas en español”, ¿existe todavía algún espacio para la diversidad cultural? O sólo se trata de máscaras múltiples que ocultan la unidimensionalidad que tanto combatió Marcuse (1985) desde el pensamiento y la acción política. Sin duda, Blade Runner es un filme lúcido y pesimista que suscribirían en el acto los filósofos de la Escuela de Frankfurt. Pone la mirada en el centro de las identidades, en contextos urbanos determinados por la migración, la multiculturalidad, la desigualdad y la exclusión. Como Serge Gruzinski lo observa:
«En Los Ángeles, en 2019, se persigue a los ‘replicantes’, arguyendo la inhumanidad de esos esclavos androides, como cinco siglos antes los conquistadores sometieron y masacraron a los indios sosteniendo que éstos no tenían alma. Pero eso no es lo esencial. Lo esencial se encontrará en la metrópoli titanesca, (…) percibida como uno de los desenlaces lejanos de una historia esbozada desde 1492 (Gruzinski, 1994: 215).»
IV. Para terminar
Se puede afirmar que Blade Runner es la alegoría de la ciudad-mundo que Marc Augé (2007) concibe como el lugar de las contradicciones y tensiones de la sociedad global. Aunque, con menor intensidad, también está presente la evocación de la ciudad mundial, a través de las entidades industriales y financieras representadas por la Corporación Tyrel y en las retóricas de la publicidad. Como representación fílmica del espacio urbano, Blade Runner se inscribe en un tipo de ciencia ficción que podemos denominar cine de contingencia, donde se recrean ambientes sociales definidos por la crisis ambiental y por los efectos imprevistos del desarrollo tecnológico. Las consecuencias azarosas del diseño genético ocasionan la insurrección de los androides, llamados replicantes en este filme. Es así como las creaciones tecnológicas se alzan contra la sociedad e intentan subvertirla. Puede decirse que el cine de contingencia es una metáfora agravada de la crisis de racionalidad que permea a las instituciones modernas y se materializa en el mundo urbano. Crisis de racionalidad que supone a la vez una evanescente visión colectiva del porvenir. Hoy, las grandes ciudades son la objetivación de la cada vez más incierta idea del futuro. De la ciudad anhelada por los administradores de las utopías del siglo XX a la ciudad postergada desde la cotidianidad de las calles y las aceras, Ridley Scott, el director del filme, sentencia:
«Blade Runner describe una carretera por la que descendemos actualmente –separación de clases, el abismo creciente entre ricos y pobres, la explosión demográfica– y no ofrece soluciones. Cuando filmamos enfrente del edificio Bradbury en el centro de L. A., vestimos la calle llenándola de basura. Recientemente, fui de nuevo a ese lugar, y la calle real se ve como yo quería que se viera para la película en 1982.» (Scott citado en Loud, 1993: 14).
A diferencia de los discursos apologistas de la modernidad que celebran los alcances de la democracia, las libertades, la sociedad informacional y el bienestar de amplios sectores de población, los personajes y escenarios de esta película cargan una suerte de fatalidad interiorizada, aquella que a fuerza de repetirse termina siendo imperceptible. Esta fatalidad se encarna en la degradación del paisaje urbano, en la crisis de reflexividad frente al desarrollo tecnológico, en el agobio de los actores ante la debacle general de sus condiciones de vida, en la anomia y encapsulamiento de las identidades frente de los sistemas policiacos, y en el encumbramiento de la sociedad del riesgo. Es así como el largometraje despliega, a través de cierta representación del espacio urbano, una mirada desencantada en torno a la radicalización de los efectos de la modernidad.
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Recibido el 20 de mayo de 2013, aceptado el 21 de octubre de 2013.
Instituto de Investigaciones Culturales-Museo de la Universidad Autónoma de Baja California, México. E-mail: fernandovizcarra@hotmail.com
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