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VER 2004

Imaginarios urbanos e imaginación urbana/

Para un recorrido por los lugares comunes de los estudios culturales urbanos

Adrián Gorelik

Artículo | Revista

Resumen

Este artículo surge de un malestar sobre el derrotero de los "imaginarios urbanos" como modo de aproximación a la comprensión de la ciudad. Puede advertirse un agotamiento de las principales promesas con que los estudios culturales se volcaron al tema urbano, lo que supone la necesidad de una discusión que, en este caso, debe tomarse en primer lugar como un ejercicio introspectivo. El malestar se podría enunciar en una fórmula: nunca se habló tanto de imaginarios urbanos al mismo tiempo que el horizonte de la imaginación urbana nunca estuvo tan clausurado en su capacidad proyectiva.

Palabras Claves

Estudios culturales urbanos, modernidad, América Latina.

Abstract

This article arises from the uneasiness caused by the routes of the "urban imaginaries" as an approach to the understanding of the city. It is possible to observe an exhaustion of the main promises conveyed by cultural studies that devoted themselves to the urban theme, and that implies the need for a discussion, which, in this case, should be taken first as an introspective exercise. The uneasiness could be enunciated in the following formula: never were "urban imaginaries" so widely discussed, while at the same time, the horizon of the urban imagination never was so blocked off in its projecting capacity.

Keywords

Urban cultural studies, modernism, Latin America

1. Razones de un malestar

Este artículo surge de un malestar sobre el derrotero de los «imaginarios urbanos» como modo de aproximación a la comprensión de la ciudad. Puede advertirse un agotamiento de las principales promesas con que los estudios culturales se volcaron al tema urbano, lo que supone la necesidad de una discusión que, en este caso, debe tomarse en primer lugar como un ejercicio introspectivo.

El malestar se podría enunciar en una fórmula: nunca se habló tanto de imaginarios urbanos al mismo tiempo que el horizonte de la imaginación urbana nunca estuvo tan clausurado en su capacidad proyectiva. Así planteado, resulta un malestar fácilmente impugnable, ya que la fórmula pone en contacto dos dimensiones de calidades diferentes: los imaginarios urbanos como reflexión cultural (por lo general, académica) sobre las más diversas maneras en que las sociedades se representan a sí mismas en las ciudades y construyen sus modos de comunicación y sus códigos de comprensión de la vida urbana, y la imaginación urbana como dimensión de la reflexión político-técnica (por lo general, concentrada en un manojo de profesiones: arquitectura, urbanística, planificación) acerca de cómo la ciudad debe ser. Pero no es un mero juego de palabras, la colisión ingeniosa entre el carácter polisémico de la noción de «imaginario urbano» y la más restringida acepción de «imaginación urbana» como horizonte proyectual; ni quiere ser la crítica de una práctica intelectual por su contraste con una coyuntura urbana de la que no es ni mínimamente responsable. Esta puesta en contacto, y el malestar que de ella resulta, pueden justificarse al menos por dos razones.

Figura 1.

Figura 1.

La primera razón es la constatación de que un tipo de estudios socio-semióticos sobre identidades urbanas, cuyos temas de investigación pueden ser, por ejemplo, los colores o los olores con que la gente identifica a sus ciudades, los modos en que circulan los rumores o los sentidos múltiples de los graffiti populares, está siendo crecientemente requerido por gobiernos municipales como instrumento técnico para sus políticas. No se trata de criticar la realización de esos estudios en sí, algunos de los cuales ofrecen valiosos aportes al conocimiento de nuestras sociedades, sino de señalar la novedad de que en algunos casos están comenzando a ocupar en las políticas municipales el lugar que las encuestas de opinión ocupan en la política tout court: el lugar de reemplazo de la imaginación política por ese nuevo ídolo, las opiniones (o los deseos) «de la gente», estadísticamente relevados. De hecho, en la comprensión del desplazamiento de esta lógica hacia el ámbito urbano no parece secundario el prestigio actual de la comunicación como instrumento político para develar (y manipular) el arcano social, en momentos en que se han desvanecido los límites entre marketing y política, y en que la noción de marketing urbano gana adeptos como única alternativa de política urbana en tiempos de globalización.

Pero, en el ámbito específico de lo urbano, estos estudios de comunicación sobre los imaginarios urbanos parecen capaces de ofrecer un plus aún más fascinante para la política actual: develar la cuestión de la identidad. Gracias a los instrumentos que han tomado de la sociología cuantitativa, estudios motivados inicialmente en preocupaciones culturales o antropológicas parecen proveer una satisfacción científica, objetiva, a la interrogación por la identidad. Y esto también revierte sobre el propio trabajo académico, ya que esta modalidad de investigación ha logrado reunir, sin conflicto aparente, lo esencial de los métodos que le habían permitido a las ciencias sociales ganar su lugar como ciencias, junto a una serie de cuestiones que surgieron del derrumbre categórico de aquella presunción de cientificidad (Silva, 1992). Así, en una zona de la investigación social latinoamericana se ha rejuvenecido la idea típica de los años sesenta de que sólo se puede acceder a un adecuado conocimiento de la sociedad urbana a través de equipos masivos «interdisciplinarios» que, a la manera de los discípulos de Linneo, van por las ciudades del continente recogiendo datos para comparar sobre una base común, aunque esta vez no se trata de los órganos sexuales de las diferentes familias de plantas (ni, a la manera planificadora, del tamaño de los baños y cocinas o la cantidad de habitantes por cuarto), sino de las preferencias de vestuario de las diferentes «tribus urbanas».

Magritte, "This is not a pipe, either "

Figura 2. Magritte, «This is not a pipe, either».

La segunda razón para plantear como problema la relación entre los análisis culturales de los imaginarios urbanos y la imaginación urbana proyectual es que ha sido una relación clásica, de gran productividad en la tradición intelectual latinoamericana, a partir de la cual se pueden tender ciertos hilos de comprensión de nuestra cultura urbana. En pocas partes como en Latinoamérica, seguramente por su fulminante proceso de modernización entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, se ha visto más realizada la premisa que sostiene que la ciudad y sus representaciones se producen mutuamente. El largo proceso que en las ciudades europeas fue produciendo la lenta maceración e interpenetración entre los diversos planos de esa producción mutua -las figuraciones artísticas y literarias, la producción de simbolizaciones culturales, las prefiguraciones intelectuales y la construcción y reconstrucción material de la ciudad-, componiendo complejas capas de sentido que le dieron su densidad a esa relación circular, en Latinoamérica suele ser un estallido que la realiza como un contacto fulgurante.

Ese contacto encontró siempre forma en programas urbano-territoriales que se definían al mismo tiempo como interpretación y como proyecto, aunque se pueden reconocer tradiciones confrontadas para la misma ambición. Hay una tradición para la cual la realidad territorial y urbana es maleable a las ideas en este vacío sudamericano que la naturaleza y la historia habrían brindado como ofrenda a la voluntad fáustica de la modernización occidental; se trata de una línea persistente que conecta la mística constructiva de mediados del siglo XIX con la del desarrollismo un siglo después, como demuestra la ciudad producto por excelencia de una representación cultural de la modernidad latinoamericana: Brasilia. La representación de modernidad crea realidad urbana y ella refuerza la representación de un ideal de nación: así podría decirse que funcionó la relación entre ciudad y representación en esta tradición cultural. Pero, como se sabe, esa tradición generó su contraparte crítica, encargada de mostrar aquel «círculo virtuoso» bajo una luz a veces trágica y a veces paródica; esta otra tradición invirtió la carga de la prueba, interpretando el poder de las representaciones como ilusión o como falacia, como representaciones del poder. De ella puede encontrarse una versión moderada, la de quienes notaron la simplificación excesiva que había existido en la propia idea de «vacío», reparando en todas las preexistencias que hacían de obstáculo a la voluntad modernizadora, y una versión más radical, la de quienes elevaron aquellas preexistencias y obstáculos como nueva verdad «bárbara» contra la imposición civilizatoria. Pero incluso en estos casos, en los que se prefería entender el proceso de modernización bajo una oposición de nuevo signo, «cultura/civilización», la imaginación urbana siguió formando parte sustancial de los imaginarios urbanos: podía cambiar el sentido del cambio y del rol de la ciudad en él, pero el seguimiento atento a los efectos culturales de la urbanización presuponía un horizonte proyectual en el que aquella pudiera ser transformada.

Estas diferentes tradiciones encuentran un punto de realización en nuestros tres primeros analistas culturales urbanos, Romero, Morse y Rama, a quienes quise dedicar estas notas como modo de reconocimiento de su tarea fundadora de un campo de problemas, pero también como modo de recordar que en esa primera definición de cultura urbana que dieron, imaginario e imaginación todavía formaban parte del mismo desafío intelectual y político. Es un punto de realización en dos sentidos, de llegada y consumación, en la peculiar coyuntura de transición política y cultural que resultaron los años setenta. Así que, curiosamente, la primera definición de un posible campo de estudios culturales urbanos latinoamericanos nació en el mismo momento en que varias de las concepciones que lo habían hecho posible estaban comenzando a desvanecerse. Y así podría explicarse una de las dificultades que encontramos a la hora de situar en un lugar principal de nuestra reflexión actual sobre cultura urbana a esos tres fundadores: están muy próximos y, simultáneamente, son como mensajeros de otro tiempo, con cuyas claves crearon el propio suelo disciplinar en el que nos apoyamos, pero que tan arduo resulta descifrar en este nuevo contexto histórico-cultural. Un contexto en que nuestras nociones ya forman parte de una nueva cultura académica, desgajada en parte del manojo de temas y problemas que habían venido definiendo los marcos de la reflexión política e intelectual latinoamericana, y nuestras ciudades han entrado en procesos de transformación para cuya comprensión crítica, sin embargo, las agendas que esta nueva cultura académica propone se revelan impotentes.

Tanto Romero como Rama y Morse, desde posiciones extremadamente diferentes, pusieron en el centro de su trabajo sobre la cultura urbana el rol de los intelectuales y los artistas en la conformación de las matrices de comprensión y de transformación social y, a la vez, ellos mismos escribieron como parte de una tensión proyectual hacia un programa intelectual para las ciudades y sus sociedades (Romero, 1976; Morse, 1985; Rama, 1985). Esa tensión es lo que se perdió en buena parte de los actuales estudios culturales urbanos, al mismo tiempo que, paradójicamente, parece haber explotado la voluntad culturalista que albergaba aquel programa como modo de comprensión del fenómeno urbano. En efecto, si en su combate contra las lecturas tecnocráticas de los planificadores urbanos (en cuya compañía se originó su temprano interés por la ciudad), Morse proponía revulsivamente un cambio de foco de las estadísticas a la literatura, más de veinte años después, en cambio, asistimos a una inflación simbólica en las interpretaciones sobre la ciudad y la sociedad, promovida simultáneamente por la crisis de los paradigmas científicos contra los que Morse se rebelaba y por el predominio en los estudios culturales de paradigmas provenientes de la crítica literaria; una crítica que encontró en la ciudad nuevas claves para pensar la modernidad, pero que en poco tiempo ha contribuido con la vulgarización de una serie de motivos que amenazan dejar la cultura urbana sin referente, convertida la ciudad en mera excusa para un torrente de metáforas en abismo, que no informan sino sobre sí mismas. En este sentido podría pensarse la actual presencia insoslayable de La ciudad letrada de Rama en el auge de los estudios urbanos, no tanto como excepción, sino como parte de un reciclaje que ha arrancado su posición antimoderna de aquel denso suelo setentista, para recolocarla exclusivamente en línea con sus claves post-estructuralistas, de acuerdo a los enfoques que dominan en los estudios literarios latinoamericanos de la academia norteamericana: una mezcla de post-modernismo, arcaísmo sociológico y deconstruccionismo que ha generado un modo de pensar la ciudad de finales del siglo XX simultáneamente como resto de una modernidad pintoresca y bastión de una modernidad opresora.

El malestar se resume, entonces, en dos cuestiones: la funcionalidad operativa de ciertos estudios de comunicación y la vulgarización en los estudios culturales de ciertos tópicos de la crítica literaria. Sería posible identificar algunos de los puntos de contacto con la actual molicie proyectual en la circulación de un conjunto de tópicos desde los análisis culturales a los diagnósticos urbanísticos; circulación que va cristalizando en «lugares comunes», encrucijadas de sentido para el actual clima de ideas. No se trata de dar la imagen autoconsolatoria de un universo disparatado que se observa paródicamente desde afuera, sino de indagar en los orígenes y los roles conflictivos de un conjunto de figuras y conceptos que hoy comparten diversas corrientes (disciplinarias o ideológicas), y que de tan generalizados y habituales amenazan naturalizarse.

De hecho, el tipo de contacto que busco dejar en evidencia no supone alguna clase de «complicidad» de los estudios culturales con los argumentos de la urbanística contemporánea, sino un efecto de reverberación de época entre ambas dimensiones, con la posibilidad de que se vuelva perverso ante la mayoritaria indiferencia (o desconocimiento) a la que propenden los nuevos marcos interpretativos. Arantes ha mostrado otro tipo de complementación, la que se viene produciendo entre urbanistas -en general, de procedencia progresista y empresarios que han encontrado en las ciudades un nuevo campo de acumulación: los primeros se han dedicado, aparentemente por un mandato de época, a proyectar «en términos gerenciales provocativamente explícitos»; los segundos no hacen más que celebrar los valores culturales de la ciudad, «enalteciendo el ‘pulsar de cada calle, plaza o fragmento urbano’», por lo que terminan todos hablando «la misma jerga de autenticidad urbana que se podría denominar culturalismo de mercado» (Arantes, 2000). Esta «armoniosa pareja estratégica» define muy bien los actuales tiempos del pensamiento urbano y la gestión de la ciudad. Lo que busca este artículo es anexarle un tercer actor, los estudios culturales urbanos, para dejar señaladas en todo caso algunas de las aporías en que hoy han quedado colocados y, dentro de ellos, nos guste o no, todos quienes los practicamos.

2. Cartografías urbanas

Dentro del universo conceptual enormemente vasto en el cual orbitan los estudios culturales urbanos, propongo detenernos en la metáfora cartográfica, ya que podríamos verla como tronco de un ramillete de figuras de gran diseminación contemporánea en el análisis urbano, como «itinerarios», «recorridos», «relatos espaciales», «espacio narrativo», «mapas cognitivos», «territorialidades», «fronteras»; aunque algunas provienen de disciplinas de larga tradición, como las dos últimas, de uso normal en la geografia o la antropología, puede afirmarse que su uso actual en los estudios culturales urbanos está también marcado por lo que aquí llamo la metáfora cartográfica. En realidad, no es fácil precisar cuál está en la base de todas ellas, pero repasando algunos textos inaugurales de los estudios culturales urbanos llama la atención, en dos de los más influyentes, el uso de una muy similar metáfora cartográfica a partir de la cual, sin embargo, y esto es lo más interesante, llegan a posiciones completamente antagónicas, de modo que su análisis tal vez permita anclar el escenario fluctuante de aquella diseminación. Los textos son La invención de lo cotidiano de Michel de Certau de 1980 (1996), y «El posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío» de Fredric Jameson de 1984 (1991), y creo que la mayor parte de la cultura urbana actual pendula entre estos dos polos.

Orbis Terrae Compendiosa Descriptio, 1569

Figura 3. Orbis Terrae Compendiosa Descriptio, 1569.

De Certeau fotografiado por Luce Giard

Figura 4. De Certeau fotografiado por Luce Giard.

A través de la historia de la cartografía, De Certeau contraponía el discurso científico moderno a la representación simbólica del mundo medieval, buscando recuperarla en los relatos espontáneos del uso de la ciudad: las «prácticas de espacio». La autonomía que ganó el mapa entre los siglos XV y XVIII supuso el progresivo borramiento de los «itinerarios», graficados en los primeros mapas medievales por los trazos rectilíneos de los recorridos, como «indicaciones performativas» que refieren a peregrinajes, etapas, tiempos, y, luego, en los mapas llamados portulanos, como marcas empíricas producidas por la observación de los navegantes. Sobre ellos se impuso el plano moderno, como triunfo de la geometría abstracta del discurso científico frente al sistema narrativo de la experiencia del viaje. Es el triunfo de la visión objetivante de la realidad que inaugura la representación perspectívica, en tanto comprensión moderna de un espacio-tiempo homogéneo y matemático. Para De Certeau, en una crítica que mezclaba espíritu vanguardista (recordemos el análisis de Panofsky sobre la perspectiva, con su recurso al arcaísmo típico de la vanguardia) y catolicismo militante, la representación perspectívica inaugura la transformación del hecho urbano en concepto de ciudad, de modo tal que se sustituye la realidad con su imagen planimétrica. Imagen que antes estaba reservada al «ojo de Dios» y a la que cualquier visitante del World Trade Center (escribía De Certeau cuando todavía las torres estaban en pie, lo que nos remite de paso a la fragilidad de aquello que parecía el colmo de la solidez) puede acceder, para obtener el placer de dominar la metrópoli, «el más desemesurado de los textos humanos». Como se sabe, con esa escena magistralmente narrada comenzaba De Certeau uno de sus capítulos más famosos, y no se puede evitar recordar la escena culminante de «El tercer hombre», cuando el criminal que encarnaba Orson Welles explica su desprecio por los simples mortales desde la visión que le posibilita lo alto de la Vuelta al mundo del Prater de Viena. Porque también De Certeau subía entonces los 110 pisos del Wold Trade Center para mostrarnos lo inhumano de esa voluntad de dominio por la abstracción y el concepto que encarna la racionalidad urbanística. El ojo de Dios es el ojo del Poder, y desde la torre toda ciudad es un panóptico. Pero, curiosamente, a partir de allí De Certeau nos muestra que sólo se trata de romper el hechizo bajando de la torre para reencontrarse en el nivel del suelo con los practicantes ordinarios de la ciudad, los caminantes, y participar del múltiple texto urbano que ellos escriben sin poder ver, para redescubrir que, bajo los discursos que los ideologizan, proliferan los ardides y las tácticas, los «procedimientos multiformes, resistentes, astutos, y pertinaces» que escapan al control panóptico en una «ilegitimidad proliferante». Para entenderlo, el analista debe efectuar un «retorno a las prácticas», liberando la enunciación peatonal de su transcripción en un plano: reinvindicar los «itinerarios», serie discursiva de operaciones, frente a los «mapas», asentamientos totalizadores de observaciones.

"Torres Gemelas" www.aldbourne.org.uk

Figura 5. «Torres Gemelas» (aldbourne.org.uk).

Xul Solar, "Carta Astral". www.xulsolar.org.ar

Figura 6. Xul Solar, «Carta Astral» (xulsolar.org.ar).

Por su parte, Jameson narró la misma evolución de la cartografía pero para colocarse en el extremo opuesto, el del punto más avanzado de una historia del progreso científico, que permitirá acceder a una forma cultural nueva, postmoderna, una «estética de trazado de mapas cognitivos», fórmula que ha tenido una enorme repercusión en los estudios culturales de la ciudad. Comenzaba su relato a partir del texto de Kevin Lynch, La imagen de la ciudad, ese brillante intento de sistematización operativa de las percepciones de la forma urbana, cuyo riesgo de desaparición por la alienación metropolitana ya había sido bandera del Townscape inglés; con un fuerte apoyo en la antropología del espacio (recordemos los estudios pioneros de Edward Hall), Lynch buscaba recuperar el sentido de pertenencia de los habitantes urbanos a través de una reconquista del sentido de lugar. Jameson tomó de allí la idea de mapa cognitivo, pero advirtiendo que el mapa de Lynch todavía estaría en el nivel precientífico de los itinerarios náuticos de los portulanos, superados por la introducción de los nuevos instrumentos tecnológicos de medición a partir del siglo XV, que plantean no sólo una cuestión de precisión en la demarcación, sino una «coordenada totalmente nueva: la de la relación con la totalidad». Así que el mapa cognitivo propuesto por Jameson como clave de una cultura urbana postmoderna es lo contrario del De Certeau: ya no un intento de recuperación antropológica de aquel mundo que la tecnología moderna ha desvanecido, sino una radicalización de sus efectos. Para ello, retomaba la consigna brechtiana de «arte pedagógico», de modo tal que el trazado de mapas cognitivos le proporcionase «al sujeto individual un nuevo y más elevado sentido del lugar que ocupa en el sistema global». En un verdadero tour de force teórico, Jameson pasaba de Lynch a Althuser y a Lacan, y de éstos a Mandel, gracias a quien no sólo no hay que temer por el desvanecimiento del sujeto al que podría suponerse que condujo el postestructuralismo, sino que se puede aspirar a un sujeto capaz de acceder a un «conocimiento rico y complejo sobre el sistema internacional global». De hecho, Jameson admitiría en un texto posterior que su noción de «mapa cognitivo» no fue más que una «palabra clave» para «conciencia de clase» (Jameson, 1991). Así, los mapas cognitivos son el reverso utópico y, a la vez, la aceptación radical de un presente urbano en el que se han desestructurado las representaciones espaciales tradicionales.

Como se ve, a través de la metáfora cartográfica los dos autores se unen y se separan radicalmente. Y lo mismo podríamos decir que ocurre en su relación con Foucault, uno de los autores más importantes en las reconsideraciones culturales de la ciudad en los últimos veinticinco años, en el que ambos arraigan sus posiciones al mismo tiempo que mantienen interpretaciones respectivamente peculiares. En efecto, ambos parten del reconocimiento de la calidad heterotópica del espacio urbano moderno frente a la voluntad moderna de representarlo como utopía, por ponerlo en los términos del propio Foucault (1976). Esta visión de Foucault implicó una transformación clave en la concepción de la ciudad, mezcla audaz de matrices fenomenológicas y estructuralistas con una impronta de las estéticas vanguardistas (en el arco variado que va del dadaísmo al situacionismo); por ella, la ciudad no puede ser comprendida ni como un «vacío», escenario de las prácticas sociales (a la manera de la sociología urbana), ni como un «modelo», maqueta jerárquica del pensamiento proyectual (a la manera de la urbanística), sino como un espacio heterogéneo, socialmente producido por una trama de relaciones, materialización compleja de la cambiante textura de las prácticas sociales. Pero así como es fácil reconocer que De Certeau y Jameson parten de aquí, es muy difícil acompañarlos en sus recorridos. Si nos atenemos a la figura espacial foucaultiana, en la que los caminantes no deberían ser más que líneas de fuerza de las redes panópticas del poder, ¿cómo aceptar toda la rebeldía multiforme que De Certeau cree encontrar en ellos? ¿Cómo no ver en la operación de De Certeau una recuperación populista, tras la mención a Foucault, de una idea de poder vertical -en primer lugar el de la racionalidad técnica- que cae sobre una masa inmune y resistente que logra escapar, en sus prácticas cotidianas, de la rígida grilla en la que se la habría tratado (inútilmente) de encerrar? ¿Y cómo aceptar, en el caso de Jameson -y sobre todo de acuerdo a la versión más desarrollada de la figura de mapas cognitivos que realizó Soja-, la relación no conflictiva que se propone entre la noción de espacio-poder de Foucault y la descripción causalista de las etapas del capitalismo de Mandel? (Soja, 1989). Cómo no ver allí reiterada con diez años de retraso una expresión norteamericana de la «estación Foucault», de acuerdo a la feliz fórmula de Terán: la «recepción de izquierda» por la cual en los años setenta un sector intelectual en Latinoamérica creyó que se podía procesar la crisis del marxismo y de la política sin abandonar del todo a ninguno de los dos, alineando sin conflicto a Marx con Foucault y generando «una nueva ideología que detectaba micropoderes y panópticos por doquier» (Terán, 1993).

3. El fin del gran relato, o el gran relato del fin

Pero los sucesivos acercamientos y alejamientos, tanto de la metáfora cartográfica como de las referencias teóricas, no son aquí importantes para analizar la producción específica de Jameson o De Certau, sino para tratar de entender algo más acerca del desarrollo actual de los estudios culturales urbanos. En este sentido, creo que a partir de lo expuesto se pueden abrir dos cuestiones.

La primera es la verificación de que los estudios culturales urbanos latinoamericanos se han estado moviendo, con tanta libertad como imprecisión, dentro del vasto arco que se tensa entre los dos polos mencionados. Podrían tratar de encontrarse ciertas constantes en la lógica de la basculación. Por ejemplo, ciertas matrices, ya disciplinares, ya ideológicas, con mayor tendencia a uno u otro polo: es fácil notar una atracción mayor hacia el polo antimoderno de los estudios que provienen de la antropología en sus versiones populistas, y hacia el postmoderno, de la geografía o la sociología en sus versiones neomarxistas o neoestructuralistas. Pero son sólo las tendencias de base, ya que lo que predomina en la superficie como característica definitoria de los estudios culturales urbanos es un collage teórico en el que se alinean sin conflicto los autores más diversos a través de una lógica del desplazamiento metafórico (de un nombre al otro, de una categoría a la otra) que le debe más a la asociación libre que a un procedimiento argumentativo. Así, no es infrecuente encontrar trabajos en los que se sostienen visiones diametralmente opuestas, de modo tal que por momentos los imaginarios urbanos parecen producirse en una multiplicidad de territorios en los cuales cada sujeto (individual o colectivo) construye formas de identidad liberadas y liberadoras y, con pocos párrafos de diferencia, el espacio-poder gana una completa determinación sobre los sujetos, con lo cual los imaginarios urbanos quedan redefinidos como mecanismos ideológicos de la manipulación.

Enfrentamos aquí un techo conceptual de los estudios culturales, tratado a propósito de la «moda Benjamin» por Sarlo, en un artículo inspirador de muchos de estos comentarios (Sarlo, 1995). Seguramente estaba resultando extraña la ausencia de Benjamin en este recorrido por los lugares comunes de nuestra ciudad cultural, el autor que más menciones debe haber recibido en los últimos veinte años. Por supuesto, en los estudios culturales todo «itinerario» o «relato espacial» debe comenzar con una remisión a la figura del flâneur, o a la célebre cita de Infancia berlinesa sobre la aventura de «perderse» en la ciudad, motivos centrales en la metáfora cartográfica. El límite teórico que señala Sarlo es que en estos usos de Benjamin se tiende a presentar como conceptos plenos lo que debería entenderse como «descubrimientos bajo la forma de la imagen, la construcción narrativa o poética de lo histórico», como el flâneur, el coleccionista, los espejos o la moda; es una confusión que lleva a intentar fijar esas nociones como categorías conceptuales, con lo cual lo único que se logra es un simulacro de teoría bajo la forma de un léxico que actúa como contraseña, pero que pierde toda la capacidad iluminadora del original. Esto podría plantearse también acerca de la influencia de De Certeau: ¿qué puede significar «retóricas del andar» como categoría de análisis por fuera de la capacidad evocativa que tiene en los propios textos del autor? ¿Qué curso universitario de estudios culturales enseña a distinguir en este tipo de textos su productividad de su escritura?

Walter Benjamin

Figura 7. Walter Benjamin.

Lo cierto es que en los estudios culturales urbanos el fantasma de Benjamin se pasea entre uno y otro polo, él mismo como un flâneur de la teoría, sirviendo indistintamente para respaldar el caos vital de los pasos sin rumbo o las conceptualizaciones más globales y complejas de la metrópoli capitalista (Ballent, Gorelik y Silvestri, 1993). Lamentablemente, toda esta variación no habla de que hayamos ganado una nueva conciencia dialéctica sobre el doble filo de la modernidad, sino de que los estudios culturales urbanos son también manifestación de la falta de otros mapas, teóricos, y elevar el vagabundeo como única instancia superadora frente a esa carencia parece haber revelado su agotamiento. Es decir, tal vez los estudios culturales sobre los imaginarios urbanos deban ser leídos hoy no tanto para entender la ciudad y la sociedad urbanas, sino para entender cómo se está produciendo nuestro propio imaginario urbano, el de la tribu global académica.

La segunda cuestión abierta por el análisis de las figuras urbanas más recurridas se deriva, en verdad, de esa última sospecha y podría formularse así: ¿cuál es el efecto sobre el conocimiento de la ciudad que genera este imaginario académico? No hace falta afinar mucho el oído para distinguir entre la variedad de temas y autores el bajo continuo de un diagnóstico: la convicción (para esta versión, auspiciosa) de que la ciudad ha perdido la ilusión unívoca (y autoritaria) del proyecto. La celebración de que un tipo de ciudad no existe más. ¿Cuál es esa ciudad? Ilardi la define como «la ciudad residencial, estática, productiva, comunidad política natural habitada por las grandes clases, los grandes sujetos colectivos, los grandes individuos, los grandes conflictos, los grandes proyectos» (Ilardi, 1990). Es «la» ciudad, entonces, «ciudad concepto»: otro de los grandes relatos caídos; quizás el más grande de ellos, el metarrelato por excelencia. La ciudad real, en cambio, se habría quedado sin mapas: es un palimpsesto (otra figura reiterada) que sólo puede conocerse rasgando las capas superficiales de homogeneidad social y cultural, recorriendo sus estratos de tiempos y espacios heterogéneos, para lo cual sólo sirve atravesarla y experimentarla, identificar sus relatos e itinerarios proliferantes.

Figura 8. Michel Foucault.

Figura 8. Michel Foucault.

Queda impugnado el presupuesto clave de la urbanística de que son los técnicos quienes saben qué necesita la ciudad y la sociedad urbana, porque, razonablemente, debía impugnarse el presupuesto de la modernidad ilustrada implícito: que los hombres serán libres cuando elijan lo que es racional desear, y que el rol del técnico (como el del político o el intelectual) es eliminar los obstáculos que le impiden a las sociedades saber lo que es bueno para ellas. El impulso inicial de los estudios de los imaginarios urbanos buscaba, contra aquella aserción, hacer presente lo que la gente desea o siente, la multiplicidad de sus experiencias frente a la ambición reduccionista de los planificadores; el caos de la ciudad real, es decir, de la ciudad vivida a través de los imaginarios y los deseos sociales, frente al orden imaginado del deseo técnico. El problema es no haber advertido cómo funciona ese mismo impulso en el presente, cuando el pensamiento técnico ya ha internalizado las críticas postmodernas a su ambición proyectual y las viene esgrimiendo como argumento (a veces preocupado, muchas otras, cínico) de su impotencia frente al statu quo; cuando el caos vital de la sociedad urbana legitima el caos vital del mercado como único mecanismo de transformación de la ciudad, y el motivo cultural de la diferencia y la fragmentación legitima el motivo político de la desigualdad y la fractura.

De hecho, más allá de su productividad cultural, al trasladarse del contexto académico al político-técnico una noción como la de «caos» no puede sino funcionar como coartada: parafraseando a Koolhaas (1995), deberíamos decir que el único rol de quien quiera pensar la ciudad para transformarla es, aun admitiendo su carácter esencialmente caótico, sumarse al ejército de quienes intentan resistir el caos, incluso para fracasar una y otra vez. La culpabilización de la ambición proyectual se ha transmutado en una autoindulgencia de los técnicos por los efectos sociales perversos de las políticas urbanas (o de su ausencia), y los estudios culturales parecen ofrecer argumentos para ello. (La situación se está pareciendo mucho a esas escenas en que los propios criminales se aplican los argumentos de la psicología social para autopresentarse como víctimas impotentes y no responsables del abuso social.) Así que en la depreciación generalizada de la idea de proyecto suele asomar una consistente matriz antipública y antiintelectual: la carencia de visiones unitarias del hecho urbano se convierte en certeza de que toda visión pública que respalde una intervención global debe ser entendida como ejercicio y representación del poder; y las limitaciones del pensamiento proyectual que alerta contra el deterioro urbano se convierten en meras astucias de la razón en decadencia. Entonces, la imposibilidad de pensar el cambio comienza a aparecer como ventaja y el diagnóstico se convierte en programa, porque más que un diagnóstico razonado es el suelo mismo de nuestras principales creencias y de todo el edificio metafórico del que se nutrieron los estudios culturales urbanos. Ya no es un diagnóstico que sacude el sentido común sobre la ciudad de su sopor modernista, sino un nuevo sentido común que se autorreproduce y generaliza sin ninguna posibilidad de interpelar alguna realidad específica.

"Rua Ruini" obra de Xul Solar

Figura 9. «Rua Ruini», obra de Xul Solar.

"Ruinas" obra de Xul Solar

Figura 10. «Ruinas», obra de Xul Solar.

Lo cierto es que la funcionalidad de estos estudios a un tipo de política urbana muy actual puede ser entendida como un síntoma de los nuevos mitos que hoy circulan en las políticas municipales, con su énfasis en el valor identitario de las intervenciones puntuales de vaga apelación cultural comunitaria, como si pudiera haber reparación simbólica ante la ausencia pasmosa de voluntad de transformación de la metrópoli en un territorio más democrático y más justo. Sobre todo, sin percatarse (u ocultando) que en nuestros contextos latinoamericanos las políticas puntuales de «preservación» o «rescate cultural» derivan necesariamente en la estetización de guetos, cuando se trata de sitios fuera de los circuitos interesantes para el capital, o en producciones escenográficas para la gentrification y el consumo turístico con brutales reemplazos de población, cuando se trata de sitios expectantes para la economía urbana. El argumento de la identidad territorial se despliega hoy en multiplicidad de efectos, apareciendo como respaldo tanto de la fragmentación cultural como de las políticas de descentralización que realizan el sentido común democratista por el cual small is beautiful,aunque su correlato suele ser el desmantelamiento de los restos de las políticas públicas de bienestar. García Canclini ha identificado en varios trabajos la complejidad de estos procesos, interrogándose acerca de los roles que en ellos pueden jugar las propias categorías de análisis; se trata de uno de los pocos estudiosos de los imaginarios urbanos preocupado al mismo tiempo por la renovación conceptual y por sus efectos en el conocimiento y la transformación de las ciudades latinoamericanas: un modo de mantener vigente la tradición intelectual mencionada al comienzo, reuniendo imaginarios e imaginación en tiempos de crisis de las convicciones modernistas.

Así, un diagnóstico sobre la crisis y estallido del espacio público de la ciudad de México no puede eludir la pregunta sobre el modo de valorarlo: ¿se debe lamentar que la ciudad se quede sin mapa? Para responder, García Canclini distingue en primer lugar entre las ciudades europeas y las latinoamericanas. La imagen celebratoria que valora la dispersión y la multiplicidad como fundamento de una vida más libre tiene un sentido cuando aparece en ciudades que vienen de un largo período de planificación que reguló el crecimiento urbano y la satisfacción de las necesidades sociales básicas, de modo tal que la pérdida de poder de los órdenes totalizadores puede verse como parte de una lógica de descentralización democrática. En cambio, en ciudades que tradicionalmente padecieron crecimiento caótico, caracterizadas por un uso depredatorio del medio ambiente y por la existencia de masas excluidas al borde de la sobrevivencia, una politica de radicalización de la diseminación lleva el alto riesgo de hacer explotar las tendencias desintegradoras y destructivas, con el resultado de mayor autoritarismo y represión. De modo tal que, en estas ciudades, una verdadera democratización debería apostar a que se «rehaga el mapa, el sentido global de la sociabilidad urbana» (Canclini, 1991).

4. Recuperar la crítica

No es eso lo que ha venido ocurriendo en ciudades como Buenos Aires, donde en la última década gobernantes y técnicos de diferente color político se han especializado en hacer la mímica de los discursos de las renovaciones urbanas europeas mientras favorecían por igual la formación de un paisaje completamente novedoso de fractura social y urbana (Silvestri y Gorelik, 2000). Así, las poéticas del fragmento que en Europa habían permitido reintegrar los centros tradicionales al espacio urbano y ciudadano a través de poderosas políticas públicas, sirvieron aquí (y en muchas otras ciudades de Latinoamérica) de mera coartada para justificar el quiebre de la ciudad y la sociedad. La crisis de la ciudad se acompañó de una crisis de las ideas para pensarla, y el recorrido distraído del flâneur, la lectura «a contrapelo» de los productos de la más crasa realidad del mercado (léase el shopping, o el kitsch de los pobres urbanos), la atención a las prácticas desterritorializadas o la búsqueda de identidades tribales en cada esquina, es decir, la difusión de las novedosas herramientas provistas por los estudios culturales, no implicaron más una liberación del «proyecto» autoritario de la modernidad, sino un respaldo al «destino» dictado por la economía de mercado como ideología única.

Ver a la distancia de más de una década el modo con que se aferraron a esos discursos los arquitectos y urbanistas encargados de darle forma urbana a esa modernización (arquitectos y urbanistas que, como señalaba Arantes, las más de las veces tienen orígenes progresistas), no puede sino alertar sobre los roles de la reverberación de motivos entre la crítica cultural y la urbanística; sobre la funcionalidad de categorías en las que es imposible no reconocerse. Pero, además, al margen de esa funcionalidad cínica (de la cual no hay por qué responsabilizarse), debe alertar la dificultad de la tradición de los estudios culturales para pensar de un modo diferente la nueva realidad, para proponer otras claves de lectura, para reaccionar frente a los efectos políticos de su mirada. No se puede seguir enarbolando el poder liberador de los imaginarios frente al control de las intervenciones públicas, cuando el problema es que nos hemos quedado sin intervenciones públicas; cuando el nuevo modo social y urbano apuntala la proliferación de universos incomunicados a los que se les niega toda intervención. En realidad, lo que se hace evidente es que en el tema urbano -un tema en que la circularidad entre representación y realidad hace imprescindible un juicio político sobre el rol de las representaciones-, los análisis culturales tienden a seguir recorriendo sin mayores conflictos el carril probado de la crítica a los parámetros modernistas de la ciudad, sin advertir que el fin del ciclo expansivo de la modernidad construyó precisamente una ciudad no modernista, y que en el camino la cultura urbana se ha quedado sin instrumentos (en principio, sin Estado) no sólo para intervenir en la ciudad, sino para pensarla.

De todos modos, no querría que se entendieran estas notas como una apelación a la vuelta de un tipo de crítica «constructiva»; toda mi formación ideológica y académica se realizó inspirado por las batallas contra lo que en arquitectura y arte se llamó la «crítica normativa», y sigo pensando que el verdadero rol del crítico no es ofrecer recetas positivas. De hecho, parece más vigente que nunca la definición de crítica (de clara inspiración benjaminiana) que dio una vez Tafuri: la tarea de la crítica es colocar al creador (el técnico o el artista) en un cuarto en el que no parece haber ni puertas ni ventanas, para llenarlo de agua hasta ahogarlo. No por espíritu «negativo», sino para que el creador descubra que el cuarto en realidad no tiene paredes ni techo, es decir, que no existe ningún cuarto, y de tal manera se vea obligado a inventar un nuevo espacio (Tafuri, 1983). El problema es que los estudios culturales sobre los imaginarios urbanos parecen haber construido no un cuarto cerrado, sino una pileta de natación de aguas calmas donde, en plena transformación turbulenta de la ciudad, la imaginación urbana nada en su impotencia.

Referencias Bibliográficas

Arantes, O. (2000). Pasen y vean… Imagen y city-marketing en las nuevas estrategias urbanas. Punto de Vista, 66.

Ballent, A., Gorelik, A. y Silvestri, G. (1993). Las metrópolis de Benjamin. Punto de Vista, 45.

García Canclini, N. (1991). México 2000: ciudad sin mapa. Desurbanización, patrimonio y cultura electrónica. Seminario Las Ciudades Latinoamericanas del Futuro. Buenos Aires: Instituto Internacional de Medio Ambiente y Desarrollo.

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Tafuri, M. (1983). Entrevista. Materiales, 3.

Terán, O. (1993). La estación Foucault. Punto de Vista, 4.

Las imágenes que acompañan este artículo no forman parte del original, y su utilización es responsabilidad exclusiva de bifurcaciones. Una versión reducida fue previamente publicada en Revista Eure, 83. Nuestros agradecimientos a Adrián Gorelik y Carlos de Mattos por autorizar esta publicación.

Adrián Gorelik, Universidad Nacional de Quilmes.