Resumen
Café Tacuba es sin duda uno de los conjuntos de rock más importantes de los últimos veinte años. Cuentan con una discografía monumental de siete discos de estudio, un disco doble en vivo y uno de los primeros unplugged latinoamericanos; han sido premiados en toda ceremonia en la que han participado, lo que incluye varios premios MTV, Grammys Latino e Internacional, premios Luna y Billboards; han establecido colaboraciones artísticas con reconocidos músicos internacionales, como David Byrne, Beck e Incubus; han quebrado el récord de asistencia en el Zócalo de Ciudad de México, con un espectáculo que reunió a más de 180.000 personas, y su música ha sido de influencia central para una decena de bandas latinoamericanas. Nos reunimos con el guitarrista de los Tacubos, Joselo Rangel, para hablar sobre la ácida visión urbana que se cuela en sus discos. Quisimos rastrear el origen de su nostalgia por la plácida vida rural y su extrañeza ante los ritmos citadinos; la raíz de su canto al mar y a los árboles frutales y el corazón de su descontento por la artificialidad urbana; rastrear, a fin de cuentas, el gusto con que han digerido la abrumante experiencia de vivir en un lugar como Ciudad de México. En una soleada tarde santiaguina, en una tarde de almuerzo y de paseos, estas fueron algunas de las cosas que conversamos.
Lo verde y lo gris
Ricardo Greene (RG): Los seres humanos pueden dividirse en dos grupos: quienes conocen el mar y quienes no. Tú naces en Minatitlán, Veracruz, una ciudad portuaria, donde el mar es siempre un referente y un límite a la humano, pero luego te cambias al DF, una ciudad que parece no tener límites, ¿cómo fue esa experiencia?
Joselo Rangel (JR): Lo recuerdo perfectamente. Es el punto exacto donde cambia mi vida. En Minatitlán jugaba en los árboles. Mi papá es petrolero y vivíamos en el área de los petroleros, que era como una especie de campo de golf. Era un área cercada que te apartaba de la gente que vivía en otras áreas y que contenía una especie de elite. Era un terreno que había pertenecido a los ingleses, que fueron los primeros dueños de las empresas petroleras, hasta que algo así como en los [años] 40 el petróleo pasó a ser mexicano. Entonces esos lugares quedaron así, y ahí era dónde vivíamos. Había árboles de todo: mangos, paltas, guayabas. chicozapotes…
RG: Como cantas en Árboles frutales.
JR: Pues eso. Yo me subía a los árboles a comer la fruta. Así, tal cual: «Quiero un mango» y saltaba a la rama.
RG: ¿Conocías ya el D.F.?
JR: Sí, claro, lo conocía.
RG: ¿Y el conocerlo no te hacía preguntarte por lo distinto que era el lugar donde vivías antes, como si fuera una especie de ficción o de paréntesis?
JR: Bueno, no me daba cuenta de todo lo que significaba. Yo crecí allí hasta los siete años. Entonces a la hora que nos movieron a la Ciudad de México, con toda la familia, yo me encerré. Fue un cambio radical. Si antes tenía amigos, pues ahora ya no salía. Tenía pavor.
Marisol García (MG): ¿Pavor a qué, exactamente?
JR: A todo. Al ruido, a la gente… a todo. También mis amigos de Minatitlán me decían: «Cuidado, que [en Ciudad de México] hay pandillas, y vas a tener que entrar en esa onda». Esto era como el año ’77, ’78.
MG: Aunque para un niño eso de la violencia callejera puede ser algo fantástico, heróico.
JR: Claro, pero para mí no. Yo le tenía terror. Ahora, fue un período fundamental para mi vida porque estuve viendo televisión y leyendo desde esa edad hasta los quince años. Leí muchísimo, vi mucha televisión y mucho cine… un nerd, totalmente. A mi mamá le preocupaba mucho.
MG: Televisión, cine y libros. ¿Y los discos?
JR: Escuchaba, pero no tanto. La música fue lo que más me abrió al resto, pero eso sucedió más cerca de mi paso por la universidad.
RG: Esa mudanza debe haber nutrido una nostalgia muy grande por lo que perdiste. Sin ese cambio seguramente nunca hubieses escrito una canción como Árboles frutales.
JR: Seguro que no. Hay una canción en el otro disco mío, Oso, que se llama Guacamaya, que es sobre un ave que la sacan de su lugar y la ponen en otro. Pero luego la dejan libre, y cuando regresa a su lugar ella ha cambiado, y ya no es ni de aquí ni de allá. Hay una referencia ahí a mi historia.
RG: ¿Adónde llegaron exactamente con tu familia?
JR: A una casa en lo que se conoce como Ciudad Satélite. Un sector así como apartado, pero junto al DF. Rubén [Albarrán, vocalista de Café Tacuba] también era de ahí y yo creo que eso tuvo mucha influencia en nuestro interés por la cultura mexicana, que fue algo que empezamos a desarrollar cuando nos conocimos. Hay un escritor mexicano, [Carlos] Monsiváis, que una vez hizo esta descripción: «La gente de Ciudad Satélite es la primera generación de norteamericanos nacidos en México» (risas de todos).
MG: Me imagino que algo como Ciudad Satélite tenía un orden diferente del espacio, ¿no?
JR: Exactamente. Si tú miras el diseño de las calles no eran rectas, sino como circuitos. Calles que se cruzaban con otras calles de manera muy extraña. Y eso hacía que no hubiera ningún lugar central donde uno pudiera encontrarse, ningún parque. Cuando llegué ya estaba un mall que habían hecho: «Plaza Satélite». Y ése funcionaba como el centro, con las tiendas y todo eso.
MG: Que es un lugar donde no puedes divertirte gratis.
JR: Claro, exacto. Para jugar nos íbamos al Pennyland.
RG: ¿Qué sentido de pertenencia puede desarrollarse en un barrio suburbano como ese?
JR: Lo más extraordinario de «satélite» es que la gente que vive ahí siempre siente «algo» cuando va «a la ciudad».
MG: Es como un viaje.
JR: Como hacer un viaje, exacto. Entonces es real esa distinción entre ser del D.F. y ser de «satélite», aunque están pegados. Y es algo que allá todo el mundo reconoce y sabe. Hay una plaza de toros, que nunca funcionó como plaza de toros, y que es como un domo que divide la ciudad de México de Satélite. Ése se conoce como el toreo «Cuatro Caminos».
MG: Al igual que su último disco.
JR: Como el disco, si. Nosotros siempre hacemos ese juego. Si no sabes esto, entonces «Cuatro caminos» puede significar muchas cosas: podemos ser nosotros o los cuatro productores que tuvo el disco…
MG: ¿Comenzaste a desarrollar en algún momento una idea más crítica sobre esa lógica urbana en la que te tocaba vivir?
JR: No hasta la universidad. Con Rubén lo conversábamos y también teníamos maestros que eran muy críticos de estos asuntos. Te cuestionaban sobre qué ibas a diseñar, qué modelos ibas a tomar… era una Escuela más como de izquierdas, que habían nacido después de los movimientos estudiantiles del ’68, cuando quisieron descentralizar las grandes universidades. Entonces crearon estas universidades muy separadas unas de otras para que los estudiantes no pudieran juntarse y tener poder.
MG: Podía ser peligroso.
JR: Claro, era peligroso. En muchas de estas escuelas había maestros chilenos, exiliados, y todos ellos tenían una visión crítica, y cambiaron la visión de todos nosotros. Fueron ellos quienes nos dijeron: «Aquí se están siguiendo modelos extranjeros, siendo que existe una riqueza propia enorme». Para todos era muy obvio que Satélite era una forma como gringa de ver la vida.
MG: Detrás de todos estos proyectos se me hace inevitable intuir una planificación excluyente, aunque no sé si es tan evidente en México como aquí en Chile. Santiago, por ejemplo, es una ciudad que, desde la planificación, se ha preocupado por separar a los pobres, alejarlos.
JR: Allá es lo mismo. Se promociona Satélite como la «ciudad del futuro», por eso el nombre, y tú te tienes que sentir como orgulloso de vivir ahí. Lo que nosotros hicimos con Café Tacuba, muy conscientemente, fue como volteara la Ciudad de México e intentar mirarla cómo los extranjeros la ven: buscando la riqueza cultural que hay. Fue entonces que empezamos a conocer el centro: el Zócalo, la catedral, empezamos a ir a los museos… como revalorando todo lo que para otra gente era muy normal, pero que para nosotros era algo nuevo.
MG: Hacer turismo en tu propia ciudad.
JR: Exacto. Y de esos paseos surgió el nombre Café Tacuba. Tacuba es un restaurante, un café, que está en una de las calles que tiene más de 500 años, la calle de Tacuba. Es la calle que unía el Zócalo, que era el centro de Tenochtitlán, con el pueblo de Tacuba. Parece que ahora el café es una especie de lugar de peregrinación.
¿Una banda de punk, de rock, de rancheras o de son jarocho?
MG: ¿Qué tenía que ver ese interés urbano con la decisión de formar un grupo de rock?
JR: Es que pensábamos que lo que fuera que quisiéramos hacer, con todo eso de salir de la escuela, entrar a trabajar, etcétera, iba a ser más inmediato hacerlo en un grupo. Entonces un día dijimos: «Hagamos un grupo», e hicimos un grupo. Aunque, además, claro que nos fascinaba la música. Y todas estas ganas que teníamos de hacer cosas, de conocer, se las aplicamos luego a la música. Empezamos a escuchar toda la música de Agustín Lara, Chavela Vargas, José Alfredo Jiménez…
RG: Pero su primer disco no tiene ese toque. Tiene bien poco de mexicano y mucho de punk, aunque de un punk medio contradictorio… porque la música suena a punk pero las letras son bastante críticas a ese movimiento.
JR: Era como jugar, ¿no? Se nos hacía más revolucionario cuestionar al punk que cuestionar la sociedad (sonríe). Era como decir: los punks se sienten como los que cambian las cosas, pero son súper cerrados, fundamentalistas. «Te vistes de negro y hace un calorón, con un abrigo como si estuvieras en Inglaterra…» (se ríe, como recordando viejos tiempos). Nos burlábamos, aunque era algo que nosotros también vivíamos: queríamos ser punk, pero no nos salía.
MG: Les daba calor.
JR: Claro. Entonces al poco tiempo nos dimos cuenta de que no íbamos a poder ser punk. Entonces en vez como de frustrarnos vimos qué podía hacerse a partir de esa diferencia. Yo creo que hasta el día de hoy la forma de todo lo que hace Café Tacuba es muy lúdica. Es muy en el estilo de: «¿Qué tal si hacemos esta canción en polka-punk?». Y nos da risa y lo hacemos. Y de pronto vemos que funciona. «Chilanga banda» era una canción como de cantautor urbano que iba a ser medio hablada. Y nosotros decíamos: «Así debiese sonar el rap mexicano». Y entonces le pusimos un beat que obviamente no calzaba. Por eso la canción suena como toda chueca. Siempre que algo nos divierte decimos: «Vamos por el camino correcto». Creo que nunca podemos ser del todo serios, pero tampoco es algo buscado. Porque qué terrible intentar ser chistoso y que no te resulte, ¿no?
MG: Pero parece que ese hastío con las imitaciones era algo que ya sentían muchos en ese momento en México. Porque lo de ustedes creció a la par de ideas similares en cine, en prensa, en música.
JR: Nosotros no nos dimos cuenta de eso hasta que hicimos el grupo y vimos la reacción que tuvo la gente, que, claro, yo creo que tenía la misma inquietud. Había otro grupo que estaba entonces en esa búsqueda: La Maldita Vecindad. Pero ellos, a diferencia de nosotros, sí vivían dentro de estos barrios en los que estaban estas cosas populares mexicanas que nosotros citábamos. Nosotros lo mirábamos de fuera y entrábamos a eso. Y en ese sentido nunca quisimos engañar a nadie. Siempre dijimos: «Venimos de Satélite. Nos gusta esto, nos interesa, lo apropiamos, pero no crecimos con ello». Porque mucha gente llegaba a criticarnos diciendo: «¿Qué se meten con mi música si ustedes son de Satélite?».
MG: A Álvaro Henríquez le pasó aquí algo parecido cuando empezó a tocar cuecas. Siempre hay puristas que exigen credenciales, ¿no?
JR: Seguro. Una vez, en un festival que hicimos en Veracruz, tocamos nuestra versión para «Ojalá que llueva café», que la grabamos con estilo de son jarocho. Y al final llegó un grupo real de jarocho y comenzó a agredirnos. Se acercó uno de ellos a Meme y le dijo: «Así no se toca la jarana». El tipo estaba que le iba a golpear. Y Meme le respondió: «Si, ¿no? Así no se toca» (risas).
MG: Y hoy cargan con eso de ser «embajadores de la cultura mexicana»…
JR: Cuando hicimos el grupo, al momento de sacar el primer disco, hubo gente que como que nos rechazó. Decían: «Pero es que eran mejores antes, para qué sacaron disco, se vendieron, el sonido es diferente…». Y nosotros decíamos: «Sí, claro, suena diferente, porque ahora sí se oye, y antes era puro ruido». Pero, claro, existe ese sentimiento de que todo lo que escuchas te perteneces y quieres ser el único que tiene el disco de tal grupo. Y ahí ya nos dimos cuenta que no podíamos complacer a nadie. Es imposible. Y dijimos: «Nos representamos a nosotros mismos, y hablamos de lo que somos, porque si no… es una locura». En México, al primer disco le fue muy bien. Lo oían desde niños hasta señoras… pegó mucho. Pero luego comenzaba a acercarse gente que te decía: «Me gustan mucho, pero tienen que tener cuidado, porque yo tengo una hermanita de doce años que los escucha y ustedes cantan de muerte, y de putas, y de suicidios». Si yo quisiera dar lecciones, pues sería maestro, cura o político; y no quiero ser ninguna de esas tres cosas. Tú quieres que la gente cante tu canción, pero no ser la voz de una sociedad. Ahora, sí nos sorprendió darnos cuenta que esta postura funcionó mucho mejor en el extranjero que en México. Lo que nosotros hicimos fue lo contrario de esos que cantan en inglés para alcanzar la internacionalización. El Re [su segundo disco] funcionó muy bien afuera; en Chile, por ejemplo. En México tardó un rato.
RG: ¿Cómo enfrentaron las comparaciones que muchos críticos hicieron del Re con el Álbum blanco, de los Beatles?
JR: Bueno, ése fue un disco que se reseñó horriblemente en México. De cinco estrellas, dos… Entonces yo pensaba: «Si no les creí cuando nos criticaron mal, por qué tendría que creerles ahora que nos critican bien». El productor, Gustavo Santaolalla, llegaba con las revistas y decía: «¡Lean lo que pusieron…!». Y a mí me parecía que, a esa altura, para mí era mejor estar en mi Rubber soul que en mi Álbum blanco.
El consumo y el encierro
RG: Sé que te gusta la ciencia-ficción, que es un género que no puede dejar de tener una mirada urbana. Las ciudades son siempre un referente, incluso cuando no están (porque fueron destruídas, sea por terceros, sea por ellas mismas). ¿Qué tipo de historia de ciencia-ficción escribirías sobre el D.F.?
JR: Alguna vez pensé algo así con respecto a Ciudad Satélite. El fenómeno mall es algo que… me fascina. Tengo libros de arquitectura sobre su historia, su lógica, por qué están dónde están, por qué existen las escaleras eléctricas que te dan esa sensación de que tú te vas elevando a medida que compras. Entonces siempre me ha dado vuelta la idea de qué pasaría si a un mall lo cierran, y se queda gente ahí dentro: ¿cómo se desarrollaría esa sociedad? Tiene que ver con una novela de William Gibson, sobre una sociedad que se crea en el Golden Gate [‘All Tomorrows Party’]. Me llama la atención eso: cerrar un espacio y ver qué se desarrolla ahí.
MG: ¿Tú crees que sería posible vivir en un mall?
JR: Yo siempre pienso en eso por la experiencia de Satélite, ¿no? Porque tiene que ver con gente que no desea mezclarse con otro tipo de gente. Como lo que sucedió en Waco, Texas, con toda esta gente que se encerró porque no quería contaminarse con lo que hay afuera. Fue eso lo que pasó en Santa Fe, que era una zona de bajo nivel, y de repente compraron todos esos terrenos y comenzaron a hacer malls y lugares de élite, pero alrededor sigue habiendo toda esta franja de pobreza, que seguramente a la gente que está dentro del mallle da pavor.
MG: ¿El mall como una especie de bunker?
JR: Ajá, exactamente. Eso me gustaba pensar para la novela, toda la paranoia que la gente carga en las ciudades grandes, como Ciudad de México. Es toda esta onda de [el escritor J.G.] Ballard, que tiene esta novela en la que todo sucede dentro de un rascacielos, y la gente no sale nunca de ahí. Muchas de sus novelas son sobre eso: la falta de contacto entre las personas.
RG: Hay una película canadiense llamada Waydowntown, en la que cuatro jóvenes de Calgary -que es una ciudad conectada por el subsuelo- hacen una apuesta para ver quién logra pasar más tiempo sin salir a la superficie. Al final los tipos terminan perdiendo la cabeza.
JR: Claro, son lugares peligrosos. Pero también son un placer culpable.
MG: Hay ensayos que establecen una comparación muy estrecha entre los malls y las catedrales…
JR: Como lugares de culto. Hay malls con capilla, como el Parque Arauco. Vas hacia Ripley y buscas el baño y das una vuelta, ahí está. Increíble.
RG: Cambiando de tema, tenía ganas de preguntarte por «Trópico de cáncer», una muy buena canción…
JR: Si, es buenísima. La escribió Rubén.
RG: … es una denuncia descarnada al «progreso», al avance de las ciudades, a la pérdida de las identidades. ¿Cómo se conjuga ese tipo de mirada, tan crítica, con ese Café Tacuba que rescata historias mínimas que no podrían darse sino en la ciudad?
JR: (Piensa un rato) Lo que creo es que tenemos esta como idea de que las ciudades se planean, como el Satélite, pero que, al final, los habitantes hacen con ella lo que quieren. Por más que te digan: «Las cosas serán de esta manera», a la gente… se le sale. En México hay un dicho: «Trae el nopal en la frente»; que es una manera un poco despectiva de decir «se te sale lo indio». Esto es lo mismo: se te sale lo mexicano por todos lados. Se te sale lo que traes, aunque no quieras. Hablando de un mall, que es como la efigie de la modernidad y todo eso… Piensa en el Parque Arauco: te aseguro que ahora está ordenado pero que de a poquito comenzarán a salir cosas chilenas que serán imposible de pararlas.
RG: Aqui en Chile los arquitectos operan mucho bajo esa lógica: diseñan cosas para que tengan un uso específico (planean un mall para el consumo, por ejemplo), y simplemente no pueden entender que luego ese espacio sea apropiado y utilizado para muchas otras cosas, varias impensadas.
JR: Aunque no quieras, pasa. Eso es algo que yo veo en toda Latinoamérica. Y creo que es lo mismo que sucede con nuestra música. Cuando nos dimos cuenta de eso sentimos algo así como un alivio. En grupos anteriores lo que queríamos era sonar como The Smiths, pero sonábamos a ranchera, a música norteña. Entonces un día dijimos: «Claro, esto es lo que somos. Se nos sale el nopal en la frente». Y te vistas como te vistas, se te va a salir. Por eso es que ya no me preocupa tanto ese avance de los McDonald’s y todo eso… es preocupante, claro, pero también creo que la cultura es tan fuerte que va a terminar expresándose de alguna manera. No sé por qué tengo esa…
MG: ¿Esperanza?
JR: Certeza (sonríe). Por ejemplo, ahorita hay muchos grupos nuevos en México que están cantando en inglés. Y eso es algo que a mí no me gusta, pero después digo: Bueno, algo va a suceder que esta gente va a mostrarse como es, y les va a salir la cultura que traen, que está mucho más arraigada que el inglés. La cultura siempre va a ser más fuerte que las modas.
RG: Escribiste una canción que se llama El fin de la infancia, que es el mismo título de una novela de [Arthur C.] Clarke. ¿La escribiste pensando en esa novela?
JR: No. La escribí porque una vez fuimos a un lugar del norte, y vimos eso que en México se le llama «música de banda», que se caracteriza por tener muchos vientos, y que en los últimos años se ha ido acelerando, más que nada porque en esa zona hay mucha cocaína [sonríe]. Entonces el baile es muy raro, es como frenético. La primera vez que lo vimos dijimos: «Esto es vanguardia». Y eso te muestra que no tienes que irte a Nueva York ni a Berlín a buscar ideas, porque volteas y en tu propio país hay cosas que no se conocen en ningún otro lugar del mundo. Siempre está la reflexión de «somos jóvenes, no podemos compararnos con una cultura como la italiana, que tiene siglos de siglos de bagaje», ¿no?. Y, sí, a lo mejor tenemos 500 años, que no es mucho en términos de cultura, pero eso igualmente te da mucho material. La alusión al «fin de la infancia» tenía que ver con eso. Era una alusión positiva. Pero la novela habla totalmente de otra cosa.
El Cierre: Santiago y la distancia
MG: ¿Qué ha pasado a representar Santiago para tí?
JR: Pues, no sé. Vengo. La verdad es que no tengo idea de por qué vengo. En los últimos dos o tres años me la he pasado mucho aquí. Ahorita mi novia, que es mexicana, está trabajando en una película aquí en Chile. Y entonces digo: «Voy a ver a mi novia». Y vine por eso. Ahora quería hacer un disco y quería trabajar con Álvaro [Henríquez] y, bueno, Álvaro es chileno.
RG: Tu nuevo disco solista se llama Lejos. ¿Lejos de qué, de quién, de dónde?
JR: El disco se llama así porque acá siempre me preguntan, ¿por qué venir tan lejos? Y la distancia es algo tan relativo. Uno puede andar trayendo muchos asuntos no resueltos, problemas, cosas, y tener ganas de irse lejos, pero los problemas no se quedan atrás, uno los lleva. Así que hay que resolver las cosas donde se producen, no escaparse. Uno no puede escaparse de uno mismo.
MG: Siempre he creído que para alguien del D.F. cualquier otra ciudad parece apagada, ¿no?
JR: Pues sí. Aquí te dicen: «Hay muchos coches, hay mucho ruido, hay mucha violencia», pero nosotros no lo sentimos… El D.F. siempre es mucho más de todo.
Referencias Bibliográficas
[1] Las imágenes de la trama de Ciudad Satélite fueron tomadas desde el artículo de Oscar Ramirez, Las torres de la ciudad (Satélite), publicado por Arquine en su blog (http://www.arquine.com/blog/las-torres-de-la-ciudad-satelite/). Asimismo,la imagen de las torres de Ciudad Satélite del 2010, fue tomada desde el blog de de CNN México (http://blogs.cnnmexico.com/en-primer-plano/2010/06/01/una-ciudad-fuera-de-orbita/)
[2] Las imágenes que hacen referencia al 2 de Octubre de 1968 en Tlatelolco, fueron tomadas del sitio web del Centro Cultural Universitario Tlatelolco (http://www.tlatelolco.unam.mx/), espacio dependiente de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
* Ricardo Greene es director de Bifurcaciones desde 2004.
** Marisol García es periodista, especializada en música popular. Ha trabajado para los diarios La Época y El Mercurio, revistas como Rolling Stone, Paula y Fibra, y radios como Concierto. Actualmente, mantiene una columna de música en La Nación Domingo mientras colabora con diversos medios.
*** Esta entrevista fue publicada originalmente en el número seis de nuestra revista, en el otoño de 2006 (http://www.bifurcaciones.cl/006/Joselo.htm)